Reivindicación del odio libre para una época global
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La realidad no se desrealiza ni en ella todo se confunde tal como pretende el discurso postmoderno. El poder es el poder y la resistencia sigue siendo la resistencia Lo que sí sucede es que la realidad se ha hecho enteramente capitalista. La época global en la que estamos es justamente aquella en la que realidad y capitalismo coinciden. Los pensadores neoliberales son los que mejor han descrito esta transformación. Lo que no es de extrañar ya que su verdad ha resultado victoriosa, y en definitiva, es la que hace funcionar el mundo. Los neoliberales sustituyen el mercado por la vida: ya no es el mercado el que organiza la sociedad sino la vida que se ha convertido en mercado. La verdad neoliberal dice, pues, que la vida se ha hecho totalmente capitalista. Cada uno es una pequeña empresa, cada uno es capitalista de sí mismo. El desafío consiste en aceptar como punto de partida el diagnóstico liberal que es mucho más acertado que las aproximaciones marxistas, para socavarlo completamente. Esto nos llevará a introducir el nuevo paradigma de la movilización global, y a analizar “la vida como un campo de batalla”. La propuesta final intentará pensar una salida que nos libere de la condición de individuos permanentemente movilizados con la finalidad de reproducir esta realidad obvia que nos oprime. La apuesta es por el odio. Hay un odio que libera. Porque sólo el que odia profundamente su vida puede llegar a cambiarla.
De la modernidad…
Si hubiese que caracterizar en pocas palabras la modernidad habría que definirla como un proyecto de auto-institución de la sociedad, como un intento de fundar la sociedad en ella misma, y no en una autoridad divina ni en un orden moral normativo exterior, que surge en Europa alrededor del siglo XVII. La modernidad significa, por tanto, el triunfo de la razón contra la oscuridad, el triunfo de unos modos de vida y de organización social sobre las modalidades tradicionales. Este proyecto de liberación de las dependencias y sujeciones exteriores (vínculos personales, jerarquías, poderes absolutos…) establece un nuevo tipo de sociedad cuyo ordenamiento jurídico se basa en la ley y la igualdad formal, en la generalización de la economía dineraria, en el desarrollo de la ciencia y el dominio sobre la naturaleza… La razón, en su primacía, tiene que organizarlo todo. Así la razón se despliega tanto en la ciencia como en el Estado de derecho y el mercado que son los instrumentos para hacer frente a la arbitrariedad de la violencia, pero la razón tiene que dirigir también la vida social ayudando a satisfacer las necesidades individuales y colectivas. Modernidad es sinónimo de humanidad avanzando unida hacia la libertad y la felicidad. Las concepciones políticas defensoras de la modernidad insisten en que con ella se inicia una etapa terrible y, a la vez, llena de esperanzas 1. Lo cierto es que muy pronto se desvela que la razón es antes que nada razón instrumental, y que la modernidad lleva consigo una carga de dolor y sufrimiento. La abolición de lo sagrado no anula el despotismo. De la servidumbre en tanto que coacción político personal se habría pasado a la coacción económica. Ganar dinero para poder sobrevivir es la manera como el sujeto libre es “sujetado”. Con razón Foucault hablará de la fábrica como lugar de secuestro, y más en general, de las disciplinas como la otra cara de la ilustración.
“El capital tiene que sintetizar la vida en fuerza de trabajo lo que implica una coerción: la coerción de un sistema de secuestro. La astucia de la sociedad industrial fue, que para ejercer este secuestro, retomó la vieja técnica empleada para el encierro de los pobres.”2
Que la modernidad conllevaba un precio a pagar fue siempre claro. Disolución de los vínculos comunitarios, mercantilización generalizada, guerra social… El proyecto moderno consistía en un infinito esfuerzo por ir más allá, en una constante superación de los límites. Pero en la misma medida que dicho proyecto era incapaz de percibir y pensar sus propios límites, desencadenaba un dinamismo endógeno que producía una mezcla de horror y de admiración. Las palabras de Marx en El manifiesto comunista ante la destrucción creadora3 de la que es capaz la burguesía son conocidas. Junto a la crítica conservadora y reaccionaria de la modernidad existió ciertamente otra crítica que apuntaba contra su modelo racionalizador. La tríada Marx, Freud y Nietzsche es un momento clave en este proceso de crítica. Evidentemente no son los únicos, ni la crítica a la modernidad acaba con ellos. Puede afirmarse que el discurso postmoderno prolonga, en cierta manera, las críticas que estos autores inauguran. De la novedad que la crítica postmoderna implica es de lo a continuación nos ocuparemos, aunque simplemente como un momento necesario que debe ser dejado atrás.
…A la crítica postmoderna de la modernidad
El discurso postmoderno –y aquí no nos referimos al postmodernismo en tanto que a un estilo artístico– surge como una propuesta que se define antes que nada como antimoderna. En esto Habermas tiene ciertamente razón4. El discurso postmoderno ya desde sus inicios, en particular en el libro La condición postmoderna5 de Lyotard que es donde alcanza una mayor elaboración, denuncia la modernidad como un proyecto fallido, y además totalitario. La argumentación es conocida. No hay unidad de la experiencia (ni bajo una forma consensual), la creencia en los grandes relatos legitimadores (marxismo etc.) se ha venido abajo, la postmodernidad es la época de las incomensurabilidades ya que falta una regla universal de juicio. La diferencia se hace diferendo. Para Lyotard no hay que lamentar la nueva situación, bien al contrario, hay que dar la bienvenida a este mundo politeísta. Es lo que el autor francés hace cuando reivindica “Dejadnos ser paganos”. De esta manera se fija la postmodernidad no tanto como una época sino como un “estado de alma” presente ya en la propia modernidad. Más exactamente: como la opción filosófica y política (no conservadora) válida hoy.
“Ya hemos pagado suficientemente la nostalgia del Todo y del Uno, de la reconciliación del concepto y de los sensible, de la experiencia transparente y comunicable… La respuesta es guerra al Todo.”
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El discurso postmoderno proclama y defiende el fin de la modernidad. Vattimo, por ejemplo, abunda también en esta despedida de la modernidad. Pero en este caso en vez de reclamarse de Wittgenstein y de sus juegos de lenguaje, lo hará de Nietzsche y Heidegger, y a partir de ellos acabará construyendo una ontología en la que el ser ha sido debilitado. La muerte de Dios en tanto que crítica del fundamento, fin de la verdad… pasan a jugar un papel central. Con lo dicho ya queda claro que la crítica de la modernidad, al ser también crítica de la metafísica, se prolonga en una reflexión sobre la realidad. La tesis nietzscheana “El mundo verdadero deviene fábula” es tomada en serio, y entonces significa que al mundo liberado de la tiranía de lo verdadero se le abre una vía de emancipación porque ahora se multiplican las oportunidades. Crisis del principio de realidad a causa de los mass media, realidad evanescente hecha de simulacros, realidad estallada… son distintas aproximaciones a una nueva realidad que no se deja aprehender con la categorías metafísicas de la modernidad. Pensamiento y realidad.
El mérito indudable de la crítica postmoderna es haber puesto la realidad como objeto de pensamiento. Se trata de pensar nuestra realidad, esa realidad que se ha convertido en imagen, y nos asedia por completo. La visibilidad se ha hecho total, hay una pérdida de la referencialidad de los signos, la simulación recubre toda la realidad y es más real que ella misma. Esta desrealización de la realidad que socava todo fundamento no anuncia necesariamente un camino para la crítica. Porque en la era del simulacro todo se metamorfosea en su contrario para sobrevivirse. El poder y la resistencia se intercambian en un proceso sin fin. Una conclusión de este tipo no debe sorprendernos ya que la crítica postmoderna al poner en crisis la idea de “superación” -justamente por ser la categoría moderna por excelencia– complicaba mucho abrir una vía de salida. En estas condiciones ¿cómo se puede pensar más allá de esta realidad? ¿qué vías de emancipación son realmente posibles? El discurso postmoderno, con su crítica de la realidad en sí misma, abre una puerta al pensamiento crítico, pero la cierra inmediatamente. Y este cierre no hay que achacarlo a que ahora la crítica se hace problemática. Evidentemente a una realidad estallada ya no se le puede aplicar simplemente la rejilla moderna luz/oscuridad que ha guiado desde siempre todo proceso de desvelamiento. El límite del discurso postmoderno reside en que contempla la realidad como neutra y desde una voluntaria neutralidad política. En otras palabras: el discurso postmoderno tenía la posibilidad de pasar de un paradigma de la emancipación social a un paradigma de la subversión social. Sin embargo, no lo hará. Y no lo hará porque prefiere acomodarse, convertirse en moda y reflejar la realidad a atacarla. Y, en cambio, le faltaba muy poco. El “pensamiento de la realidad” tenía que bajarse del cielo y situarse en la época global. Por lo que bien puede decirse que la limitación del discurso postmoderno constituye, a la vez, nuestro punto de partida. El discurso postmoderno es insuficiente por falta de radicalidad. Sólo sabe acercarse a la realidad en tanto que realidad estallada portadora de pretendidas promesas. Así nos puede hablar tanto de las “chances” que la disolución de la realidad produce como de la libertad que internet nos ofrece7. Su mirada, entre cínica y melancólica, no puede anunciar jamás nada nuevo. El objetivo que nos proponemos es, por consiguiente, muy claro: hay que pensar la realidad en la época global. Y hacerlo implica un desplazamiento: pensar la realidad en la época global no puede ser más que pensar la propia realidad global.
D. Lyon tiene una frase magnífica que resume perfectamente lo que ya no podemos aceptar: “La modernidad no conduce a ninguna parte. Y la consecuencia es nuestra condición postmoderna.”8 La postmodernidad es efectivamente nuestra condición, pero en la actualidad esta condición se ha hecho moralmente inadmisible. Dicho directamente: cuando el capitalismo (neoliberal) amenaza la existencia misma de la humanidad, regocijarse en el jardín postmoderno es deleznable. Ahora bien, proclamar la ciudadanía universal o hablar de democracia radical, querer continuar el proyecto de la modernidad como si nada hubiera pasado, es sencillamente iluso e indecente. No es de extrañar, por tanto, que las modalidades de pensamiento crítico más interesante de los último años hayan querido superar el marco postmoderno que, por otro lado, era aceptado como condición de partida. Negri resume muy bien este movimiento del pensamiento porque es precisamente el suyo:
“Ahora bien, son los grandes valores que constituían el horizonte de aquella cultura (moderna. Añadido por S.L.P.) los que están en crisis. La institucionalización de estos valores ha revelado su heteronomía. La libertad reivindicada se ha convertido en despotismo. La igualdad se ha transformado en esclavitud… Podríamos continuar indefinidamente clasificando los contenidos dolorosos de esta percepción de la insignificancia total del ser en el que estamos inmersos… (Pero) en la postmodernidad, junto a la definición de la crisis, hay no obstante, y no sólo paradójicamente, la identificación de un momento positivo.”
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Aceptación de la crítica postmoderna aunque búsqueda de una salida emancipatoria apelando a un Marx más allá de Marx. Una operación intelectual parecida podríamos encontrar en F. Jameson. Denuncia de la postmodernidad en tanto que lógica cultural del capitalismo tardío, y defensa de la utopía10. Podríamos afirmar que en Negri, en Jameson, y en aquellos que siguen una línea de pensamiento parecido, existe efectivamente lo que podríamos llamar una distorsión del relativismo postmoderno y la búsqueda de una vía de transformación social. Lo que ocurriría es que esta subversión del discurso postmoderno no va más allá, sino que implica un retorno a planteamientos modernos. El libro de Negri (y M. Hardt) El Imperio sería el intento más acabado de construcción de un nuevo gran relato, en este caso centrado sobre el concepto de “multitud”, en tanto que nuevo sujeto histórico. Reclamarse de la utopía en sus distintas formas, por otra parte, significaría también girar en torno a conceptos modernos.
Pues bien, lo que afirmamos es que hemos entrado en una nueva época global en la que el debate modernidad/postmodernidad queda relegado. De manera más precisa, el debate queda arrinconado porque tanto el proyecto moderno como el discurso postmoderno son inservibles. Pensar la realidad en la época global es acercarse a la globalización, y eso requiere una nueva caja de herramientas conceptuales. Pero ¿qué es la época global?
La época global
Posiblemente la palabra que mejor resuma – a pesar de su ambigüedad o justamente por ello – nuestro tiempo es la de globalización. La globalización se entiende como un proceso social que, empujado por las nuevas tecnologías, ha dado lugar a una verdadera red mundial de conexiones y de interdependencias funcionales. Este proceso que es esencialmente paradójico ya que combina simultáneamente territorialización con desterritorialización, integración con fragmentación… puede ser contemplado desde planos distintos. Como un fenómeno económico, y entonces se hablará de transnacionalización de las empresas, de mercado mundial y primacía de las financias. Como fenómeno político, y entonces se destacará la crisis de la soberanía de los Estados-nación, la erosión de la democracia. Como fenómeno cultural, y en este caso se atenderá especialmente a la destrucción de la pluralidad de mundos debido a la occidentalización, al surgimiento de nuevas hibridaciones y estilos de vida. Podríamos extendernos enumerando sucesivamente otros planos y sus correspondientes especificaciones, el enfoque, sin embargo, sería siempre parcial y sobre todo no iría más allá de la mera descripción.
La única manera de salir del sociologismo es mediante un golpe de fuerza conceptual. Es lo que hace M. Albrow cuando introduce el término época global en su importante libro del mismo nombre para designar la nueva etapa histórica en la que estaríamos11. La “época global” defendida por el autor americano se opondría tanto a la noción de “fin de la historia” (Fukuyama) como a la de “modernidad tardía o segunda modernidad” (Giddens, Beck…). Albrow, además, mediante la postulación de esta nueva realidad histórica nos ofrecería una vía de salida a la dicotomía formada por la modernidad y la postmodernidad. Introducir el término de época global puede ser entonces decisivo. Permite, por un lado, clarificar un campo semántico ambiguo al distinguir entre globalismo, globalización y globalidad12. Globalismo sería simplemente la ideología que defiende el mercado mundial. Globalización serían los procesos “en acto” económicos, políticos y sociales que socavan los Estados-nación. Globalidad, finalmente, significaría la constitución de una sociedad mundial. Pero, sobre todo, con el concepto de época global disponemos de un buen punto de partida analítico que nos ayuda a desembarazarnos de consideraciones generales del tipo: “la globalización no es mala en sí misma”, u otras algo más críticas “la globalización no es algo nuevo, el capitalismo siempre ha sido global”…
Lo que ocurre es que la apuesta conceptual de Albrow por el concepto de época global –y de la Tierra como nuevo sujeto- no se apoya en un planteamiento ontológico sino más bien en un planteamiento con trasfondo ecológico: fin de los recursos, inexistencia de nuevos espacios… en definitiva, la Tierra, el mundo es un mundo cerrado. Evidentemente, estas consideraciones se hallan también asociadas a una elaborada discusión sobre la decadencia del proyecto moderno, la crisis del Estado-nación… Creemos que este análisis debe completarse con una reflexión de carácter más ontológico para que adquiera toda su potencia. En esta línea podríamos afirmar que la “época global” es aquella época en la que el capitalismo coincide con la realidad. La primera formulación que hicimos de esta tesis decía: “Cuando la realidad es única porque se confunde con el capitalismo, en el mismo momento, la realidad se dice de muchas maneras.”13 Ahora añadimos, con la identificación entre capitalismo y realidad se inicia la época global.
Una aproximación ontológica a la época global
La definición de la época global que hemos realizado comporta numerosas implicaciones que son útiles de destacar en vista de esta aproximación que proponemos.
- La época global no debe confundirse con la existencia de una economía globalizada. Ciertamente es verdad que hoy “por primera vez en la historia del hombre, cualquier cosa puede ser producida en cualquier parte y vendida en todas partes.”
14Pero eso no es lo esencial. La globalidad reside en que hoy un único acontecimiento unifica el mundo porque conecta todo lo que en él pasa. Es decir, en principio, todos los acontecimientos son reconducidos a un solo acontecimiento. Este acontecimiento único es el desbocamiento del capital. La globalización neoliberal, sinónimo de época global, no es más que la repetición – la repetición compleja por ser fundadora y desfundadora simultáneamente – de un solo y único acontecimiento: el desbocamiento del capital. El desbocamiento del capital es la efectuación de la copertenencia entre capital y poder15. - La concepción clásica de la modernidad sostiene que la modernización consiste en un proceso endógeno
16, obra de la razón misma. Asimismo, construye una imagen racionalista del mundo lo que implica la dualidad sujeto/objeto, y por tanto una distancia (D) del hombre respecto al mundo. El discurso postmoderno, en cambio, suprime esta distancia (D) al situar al hombre enteramente en el interior de un mundo cultural hecho de signos y lenguajes ahistóricos. En la época global, la distancia D oscilaría entre cero e infinito. Hay ausencia de mundo y, a la vez, sobreabundancia de él. Todo es dispersión y, simultáneamente, existe una unidad perfecta ya que todo proceso es, ahora sí, verdaderamente endógeno. La compleja (y nueva) interrelación entre lo local y lo global deriva de ello. - La época global rompe con la modernidad, y no es mera modernidad radicalizada como sostienen por ejemplo algunos autores
17. La pérdida del control sobre nuestras vidas, la nueva individualización etc. pueden entenderse como consecuencias de la radicalización de la modernidad pero estas“consecuencias” no son lo que caracteriza esencialmente a la época global. La referencia del discurso postmoderno al “estallido” o a “la dispersión”, incluso en su formulación materialista como postfordismo, es también insuficiente. El postfordismo con su flexibilidad es tan solo un anuncio y preparación de la época global que viene. Más exactamente, la homonimia de la realidad propia de la época global es justamente el hecho de que el postfordismo consiste sólo en una de las caras de los diversos capitalismos simultáneamente presentes. - La identificación entre capitalismo y realidad, y su correspondiente multiplicación en formas históricas del capitalismo, señala la entrada en la época global. La época global es, antes que nada, un punto de llegada. El resultado de la Gran Transformación que, iniciada con la derrota del movimiento obrero a finales de los setenta, implica el fin de la alianza histórica entre Estado del bienestar, capitalismo y democracia. En esta dinámica la intervención de las nuevas tecnología es fundamental. La Gran Transformación nos aboca a un mundo cerrado y sin afuera. De modo más preciso: el mundo está cerrado porque es capitalista, y es capitalista porque está cerrado.
- La época global viene construyéndose en el transcurso de estos treinta años posteriores a la crisis de legitimación de los setenta. La globalidad como propiedad del mundo se muestra evidentemente ya desde un principio en un fenomenología conocida: libre circulación de capitales, crisis financieras mundiales, deslocalización de las empresas, estado de guerra permanente… Hay, sin embargo, un acontecimiento que es el verdadero revelador de la globalidad: el atentado del 11 de septiembre del 2001
18. Este acontecimiento, el único que realmente está a la altura del acontecimiento “desbocamiento del capital”, nos anuncia la entrada en la época global. El acontecimiento 11 S pone fin también al debate entre modernidad y postmodernidad. Por un lado, la política moderna entra en crisis, por otro lado, el mundo de los simulacros se viene abajo por un exceso de realidad.
La época global al ponernos frente al hecho de que “sólo hay un mundo solo”19, acentúa más si cabe nuestra impotencia. La imposibilidad de hacer intervenir otro mundo hace muy difícil la crítica de este mundo. Con ello no queremos decir, en absoluto que el pensamiento crítico tenga que ofrecer obligatoriamente “alternativas”. Lo que decimos, es que la época global hace imposible la política moderna20.
El liberalismo y la época global
No hay que andarse por las ramas, ni perder mucho tiempo en excusas, la imposición del capitalismo mundializado de base financiera, el advenimiento de la época global significa el triunfo del liberalismo. O si se quiere, el triunfo de la versión neoliberal del liberalismo. Por esa razón, para comprender esta realidad global que tenemos ante nuestros ojos, nos es más útil analizar el pensamiento liberal que acudir a la tradición marxista. Porque, en definitiva, la verdad liberal es la que ha triunfado, y es la que organiza el mundo. ¿Cuál es la verdad liberal? La verdad liberal, plasmada por primera vez en los escritos de A. Smith, defiende una representación económica de la sociedad en la que el mercado resuelve la cuestión de la obligación inherente al pacto social. Para el liberalismo, que desconoce una perspectiva política, la libertad económica es el requisito fundamental de la libertad política. Como el egoísmo no es disgregador, el mercado dispone de una “mano invisible” que realiza lo que nadie podría llevar a cabo con igual eficacia. Smith descubre la autonomía de la esfera económica, y afirmando la centralidad del intercambio, abre un espacio al mercado, a la vida del mercado. En otras palabras, la vida del mercado es la condición de posibilidad de la sociedad misma. Y el soberano no tiene que intervenir más que para proteger este sistema de libertad natural. Natural, en definitiva, por cuanto la tendencia al intercambio descansa sobre la “facultad de la razón y de la palabra”21. Esta concepción se irá retocando con el tiempo. Los ordoliberales alemanes, como muestra Foucault22, arrinconan ya toda ingenuidad naturalista acerca del “laissez faire”, y afirman que hay que gobernar para el mercado, más bien que a causa del mercado. Esta intervención permanente sobre la sociedad misma está encaminada a producir la competencia, ya que ésta no es un dato natural. La competencia es la vida del mercado, y de lo que se trata es de que la dinámica de la competencia atraviese la sociedad entera. Por esta razón, el gobierno neoliberal es menos un gobierno económico que un gobierno sobre la sociedad, aunque la sociedad sea concebida en todo momento como una trama social cuyas unidades de base son la empresa. Es cómodo y habitual hablar por ello de que los neoliberales alemanes reducen el hombre a homo oeconomicus. Y, sin embargo, no es totalmente cierto. Es más, dicha reducción imposibilita comprender en qué sentido la política neoliberal constituye verdaderamente una política de la sociedad (Gesellschaftspolitik). No es de extrañar, pues, que encontremos en Mises – autor que junto con Hayeck – hacen de puente entre el neoliberalismo alemán y el americano, una crítica directa contra el llamado homo oeconomicus:
“Nace la moderna economía subjetiva cuando se logra resolver la aparente antinomia del valor. Sus teoremas en modo alguno se contraen exclusivamente a las actuaciones del hombre de empresa; para nada se interesa por el imaginario homo oeconomicus. Pretende aprehender las inmodificables categorías que informan la acción humana en general… Hora es ya de repudiar aquellas estériles construcciones, que pretendían justificar las deficiencias de los antiguos economistas recurriendo al fantasmagórico homo oeconomicus.”
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El título de su libro fundamental La acción humana significa ya todo un programa político antieconómico, más exactamente, superador de la distinción economico/no-económico hacia una praxeología general. Este punto de vista adoptado por Mises se niega a encerrar la acción humana en el interior de una aproximación económica. Toda acción humana ordena y prefiere. Toda acción humana implica “elegir y renunciar” porque para el hombre actuante, en principio, “no hay más que cosas de diversa utilidad para su personal bienestar”. De aquí que “la acción siempre por fuerza sea egoísta”. Por esa razón y, paradójicamente, la concepción más abstracta de la acción humana, por el hecho de estar ligada a la elección y a la utilidad, generaliza el análisis económico a todo lo no económico, y la forma económica del mercado a todo el cuerpo social. Con Mises se abre el camino que conducirá a los neoliberales americanos. Mises prepara, en efecto, el tránsito de la “vida del mercado” al “mercado de la vida”.
Son los neoliberales americanos los que generalizan las implicaciones que tiene la tesis que hemos denominado “el mercado de la vida”. Afirmar la vida como mercado es lo que hará justamente la teoría del capital humano. La radicalización del planteamiento ordoliberal alemán halla su mejor expresión en la aproximación económica del comportamiento humano que realiza G. Becker en 1964. El núcleo del programa de investigación de la teoría del capital humano se asiente en la noción de conducta maximizadora, equilibrio del mercado y asunción de la estabilidad de las preferencias. Contemplar la acción humana como una conducta maximizadora con el objetivo de lograr más utilidad o mayor bienestar, permite el análisis de los fenómenos sociales más diversos. Por ejemplo, el matrimonio y los divorcios. De acuerdo con este planteamiento, una persona decide casarse cuando la utilidad esperada del matrimonio excede a la utilidad de quedarse soltero o la utilidad de buscar una mejor pareja. No se trata de un chiste sino de un modo de pensar que ve en los gastos de los individuos en cuidados sanitarios, educación, tiempo libre… gastos de inversión más que gastos de consumo. Ya no existe una fuerza de trabajo que puede ser explotada, sino únicamente un capital que pertenece indisolublemente a quien lo pone en juego. El salario, en definitiva, no es más que la ganancia de un determinado capital (humano). Nozick lo expresa claramente: “La gente coopera para hacer cosas, pero trabaja separadamente; toda persona es una empresa en miniatura.”24 Cada individuo es un empresario de sí mismo, siendo él su propio capital. La vida se convierte en el verdadero mercado. Más precisamente: la vida realiza las funciones de regulación que el mercado, según los economistas clásicos, efectuaba. Para el neoliberalismo americano, el mercado se confunde con la vida, y la vida con el mercado. La democracia es subsumida en el mercado, y el mercado, finalmente, en la vida.
Hacia el concepto de movilización global
El neoliberalismo americano formula un óptimo acercamiento a la realidad global, porque la entiende no tanto como fenómeno exclusivamente económico sino como fenómeno total. En este sentido, nos muestra perfectamente que la época global es sinónimo de movilización general. Haber puesto en un primer plano la movilización, haber entendido que es el paradigma dentro del que hay que estar para pensar nuestra actualidad, es su mayor mérito. Ciertamente este acercamiento es completamente ideológico ya que únicamente destaca un lado de la movilización global, el del individuo y su libertad. El liberalismo en clave neoliberal acierta a poner la vida en el lugar del mercado, pero el capitalismo no es, evidentemente, sólo el mercado. Es mucho más. Y, sin embargo, los ideólogos neoliberales nos señalan el camino a seguir. Se trata de englobar la explotación capitalista dentro de lo que nosotros hemos llamado la movilización global, es decir, dentro de esta movilización de nuestras vidas que (re)produce esta realidad obvia que nos aplasta25, y que se confunde con nuestra existencia.
Con el concepto de movilización global no se lleva a cabo la inversión del desplazamiento realizado por Marx. No se trata de pasar ahora de la fábrica al mercado. Porque la movilización global no es simplemente el mercado sino la radicalización del concepto mismo de producción. La movilización global coincide con la producción total. Es ella la que (re)produce esta realidad obvia en la que habitamos. Nosotros tan solo nos inscribimos en la movilización global en tanto que individuos. El individuo es la unidad de movilización. Para poder avanzar en el estudio de la politización del malestar social tenemos que precisarlo mejor: la unidad de movilización es el individuo en tanto que conciencia. Es sabido que desde Locke, para el liberalismo, individuo y propiedad son sinónimos. Su teoría de la propiedad convierte en indisociables la afirmación de los derechos individuales con el derecho de propiedad. El individuo propietario26, concepto al que se llega cuando se conduce más lejos el planteamiento del filósofo inglés, es fundamentalmente un propietario de sí mismo. Lo que significa que el individuo es aquel que es propietario de su conciencia. La conciencia es el Yo construido en un proceso reflexivo de elecciones tomadas una tras otra. Por eso el Yo es un Yo múltiple, discontinuo y flexible, que vive su vida como la acumulación de un conjunto de acontecimientos vitales cuyo balance determina el éxito o fracaso del propio Yo. Esta génesis del Yo en el mercado, o más exactamente, en la movilización global, hace de la conciencia una marca comercial. Construyo (y poseo) mi conciencia como construyo (y poseo) una marca. Porque la marca no pertenece al mundo del comercio sino al de la comunicación. En este sentido, “yo soy mi marca”. Me identifico con ella, me apropio de ella, y gracias a ella, me diferencio de los otros. Mi conciencia se constituye en mi marca, y las marcas –que trasmiten no tanto aspectos materiales como inmateriales y subjetivos– compiten entre ellas. Pero el esquema oferta/demanda es aquí obsoleto. En la movilización global, comunicación quiere decir que todo circula, que todo individuo se mide y se compara con los demás. La conciencia como marca comercial produce un universo de significación en torno a suyo, un mundo dentro del flujo de objetos y conceptos que la circundan. No es menos cierto, sin embargo, que no todo depende de ella, ya que la gestión de la marca no es un acto unilateral. Puede ser aceptada o rechazada. La marca está obligada a significar y a reafirmar su existencia, o de lo contrario desaparece.
Para que la marca funcione realmente tiene que mostrarse, por eso la conciencia tiene que exteriorizarse. El Yo, en tanto que unidad de movilización, tendrá que ser una conciencia espacializada. El Yo tiene que plegarse al flujo sin fin de palabras, cuerpos, y cosas que le atraviesan. La conciencia como marca es la imagen de un mundo, que muchas veces se confunde con un estilo de vida. El Yo no se posee a sí mismo porque no existe ninguna interioridad. La interioridad es exterior: es mi marca. La temporalidad ha dejado de ser – como era tradicional en el discurso filosófico – la pura interioridad del Yo. La movilización global es la competencia sin piedad entre marcas mediadas por el dinero. Un dinero que, no lo olvidemos, es la abstracción del capital. La frase de Hobbes “el hombre es el lobo para el hombre” puede reformularse así: “cada hombre es una marca (comercial) para otro hombre”. Y eso es así ya que la espacialización de la conciencia actúa como un proceso de reducción semiológica27. La conciencia es una marca comercial porque significa algo para otro, es decir, tiene un valor. La conciencia al espacializarse es despojada de sus atributos más personales, para hundirse en la lógica homogeneizante del valor. Todo se compra y todo se vende ciertamente, pero la movilización global está un paso más allá. La movilización global es guerra, la guerra por ser marca, o sea, por significar algo para otro, y poder acumular significado en forma de dinero.
La movilización global deshace el espacio público como tal. Cada marca moviliza sus recursos (la credibilidad, la legitimidad…) para conseguir su propio público. Se trata de un espacio, en el fondo, absolutamente publicitario que convierte la vida en un permanente reality show global. La barrera entre lo público y lo privado salta por lo aires, la intimidad se airea porque la única interioridad que se tolera es la religiosa. Todos miran y son mirados. Los móviles, internet, las cámaras y los satélites instalados por el Gran hermano… La espacialización de la conciencia extiende su transparencia a toda la realidad. La realidad es obvia porque es transparente. Los libros empresariales de autoayuda pregonan cínicamente consignas como “no necesitamos reglas sino valores”. Más allá de la primera sorpresa, la frase dice muy bien lo que el capital persigue. La marca es el único valor, y acrecentarla es el objetivo. En definitiva, de lo que se trata es de entrar en el teatro de los emprendedores28. A veces la marca se confunde con una diferencia reivindicada, entonces se origina un espacio sociocultural que es una mezcla muticultural en la que sólo caben luchas por el reconocimiento.
La vida como campo de batalla
El resultado más importante al que llegamos es que la conciencia ha sido conquistada. El Yo, la conciencia espacializada en tanto que unidad de movilización, ha sido convertida en una marca (capitalista). Cuando la conciencia es una simple marca ya no se puede hablar de alienación. Este término resulta insuficiente para decir un proceso que no es de mera colonización. Robert-Dufour ha hallado una expresión divertida para nombrar este fenómeno. Él habla de “reducción de las cabezas”29. Lo que sucede es que el yo en lo más íntimo es capitalismo. Nosotros somos y actuamos como una marca. No se trata de mercantilización -que sería una forma de alienación económica- puesto que la mercancía, en última instancia, sigue siendo valor de uso no-capitalista. Tampoco de alienación en un sentido más existencial. La alienación, entonces, no es más que una autoescisión, y como es sabido, dicho concepto está ligado a la dialéctica. Por eso la alienación puede superarse, y eso ocurre cuando nos reapropiamos de nosotros mismos, cuando superamos la contradicción. Pero ¿cómo dejar de ser una marca? No hay reapropiación posible. Parece que contra la marca de la movilización global que se nos marca sobre el cuerpo, hasta aplanar la conciencia, sólo podamos oponer otra marca. Una marca que nosotros mismos nos hacemos, un tatuaje vivo contra la marca muerta.
“En la actualidad, el tatuaje pierde su carácter de representación y comienza a tener la función de procedimiento que hace doler… Ante la dispersión (y arrasamiento) general del sentido en la fluidez, el dolor te hace sentir, te hace existir. “Me duele luego existo”.”30
El tatuaje contra la marca, o lo que es igual, la rebelión contra la adaptación. Habría que expulsar, sin embargo, todo indicio de masoquismo. En otro lugar, hemos defendido que hay que hacer de nuestra vida un acto de sabotaje31. La vida como acto de sabotaje sería, quizás, este tatuaje vivo. Lo que es seguro, es que mantener la polaridad vivo/muerto es demasiado cómodo. Esta distinción fue muy empleada por los situacionistas32. Hoy, en cambio, es inservible. La conciencia espacializada no está en absoluto muerta. Al contrario, está tan viva que es capaz de hacer funcionar perfectamente la movilización global. La marca que somos es un verdadero motor semiótico cuyo combustible son los colores, las sensaciones, los sentimientos… Por todo ello se impone una tesis central: hoy la vida es el campo de batalla. Decir movilización global significa decir que, en la actualidad, la vida misma es el campo de batalla. Esta tesis se desprende directamente de la identificación que existe entre realidad y capitalismo.
El odio y la interioridad común
Que “la vida es el campo de batalla” no significa que “todo es político”, sino que todo es politizable. Si todo es politizable, cualquier punto de partida es bueno. Podemos partir de una crítica a la institución familiar, de la pregunta por el sentido de la vida, o de la defensa de la naturaleza… Ocurre como en el caso del pensamiento, para el que no hay un punto de partida privilegiado puesto que no existe un comienzo absoluto sino múltiples comienzos33. Cualquier lugar sirve. Porque empezar a pensar o iniciar un discurso político que se quiere crítico – lo que es la misma cosa – supone ya interrumpir la movilización global. Interrumpimos la movilización global cada vez que hacemos frente a la guerra social, cuando destruimos la obviedad y agujereamos la realidad. La politización no sigue hoy una vía principal, se dispersa en una multiplicidad de caminos. Infinitos son los choques con la realidad, como infinitas son las maneras por las cuales una vida puede ser sacudida. Pero toda esta dispersión es finalmente reconducida. Decimos que “todo es politizable” aunque en el mismo instante hay que añadir, en relación a alguien, en relación a aquel/aquellos que es/son afectado(s). La politización no remite a una clase social como antes. Ahora más bien remite a la propia singularidad, o cuanto más al colectivo afectado. Esta es la razón por la que queremos poner, a pesar de todo, el malestar en el centro. Todo es politizable porque el malestar – mejor dicho, mi malestar – me desborda a mí en tanto que individuo. Todo es politizable porque mi malestar es social. No se trata de una afirmación voluntarista. Mi malestar es un estar-mal conmigo mismo, pero es el malestar del querer vivir, y el querer vivir siendo lo más mío es, a la vez, aquello que comparto. Esta paradoja inherente al querer vivir es la que permite decir que la politización arranca, simultáneamente, tanto de mí como de cualquier lugar.
Después de las consideraciones anteriores parece que el camino está expedido. Politizarse, hoy, sería llegar a ser consciente del propio malestar. La conciencia de que mi mal-estar es un malestar social concretaría la vía de politización. Y, sin embargo, no es así. La conciencia está espacializada, por lo que constituye el auténtico obstáculo. Por sorprendente que pueda parecer en la época global la politización no pasa por la conciencia sino que tiene que dar un rodeo. Este rodeo necesario es el odio libre a la vida. La conciencia era para Nietzsche “la voz del rebaño” porque según él, ser consciente comporta: “un gran y radical proceso de estropeamiento, falseamiento, superficialización y generalización”34. Así pues la conciencia era denunciada como interiorización de las relaciones de poder. Podemos retomar este análisis casi al pie de la letra ¡Cuántas veces se puede constatar entre nosotros como lo “políticamente correcto”, el “ser consciente”… en vez de abrir una vía de politización, la cierra! Muchas veces los politizados “especialistas” en la cuestión de los inmigrantes, en la antiglobalización, o en lo que sea, suponen verdaderos frenos a la politización. Desde una perspectiva más general, podríamos afirmar que la conciencia cierra el camino porque al encerrarnos en la forma individuo – el individuo como el ser consciente de su malestar – nos aboca a reconocernos a lo sumo como enfermos. “Ser consciente” es estar enfermo, ser débil, prisionero de sí mismo, con miedo al vacío. Porque la espacialización de la conciencia produce, antes que nada, vacío y sensación de vacío. Dicho más directamente, el malestar social es el miedo al vacío causado por la movilización global. La exorcización del vacío mediante la intensificación del presente servirá como antídoto de una enfermedad, que no puede curarse porque está ligada a la vida movilizada.
De ahí la necesidad de dar un rodeo y no pasar por la conciencia. Este rodeo es el odio a la vida, a nuestra vida. El odio libre a la vida –libre porque yo lo escojo, y libre también porque no está sujeto al objeto de odio– me vacía de miedo. El odio es una potencia de vaciamiento. Gracias al odio a mi vida dejo de ser el que soy, es decir, el que lleva esta vida que odio. El odio libre, pone el tiempo entre paréntesis, y me restituye el querer vivir en tanto que espaciamiento. Entonces ocurren dos cosas: 1) Yo soy inmediatamente el querer vivir. 2) Surge una interioridad que es común, porque es la interioridad del querer vivir. Se podría concluir que el odio libre a la vida constituye un modo de individuación extraño, porque no pasa por la forma sujeto, es decir, por la conciencia. Se trata de un repliegue loco e insensato que dando lugar al querer vivir, prepara el camino para el desafío. El odio libre a la vida permite politizar el malestar porque, en tanto que potencia de vaciamiento, actúa como una operación matemática aditiva de integración. La politización del malestar social, que se efectúa gracias al odio libre, es una politización de la existencia. Al formalismo de la movilización global sólo se le puede oponer la politización de la existencia. La necesidad del odio libre testifica, en definitiva, el final de la política moderna y la entrada en la época global.