Crisis de palabras
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1. El escenario de la crisis de palabras
El mundo no se deja pensar porque las palabras que queremos utilizar para referir nuestra realidad son las que nos conforman dentro del espacio del capital y, a su vez, son las que describen la realidad del capital. El capitalismo es el escenario y el marco que no podemos borrar. Dentro del espacio que configura el capital, las palabras son utilizadas para poner a funcionar esta realidad como si fuese obvia, natural, ahistórica y eterna. Sabemos todo esto y nos quedamos sin palabras por dos motivos: o bien las que tenemos a nuestra disposición se presentan con un significado dado y prefijado por la propia lógica del capital (repitiendo la obviedad) o bien porque hay cosas para las que no tenemos palabras.
Esto significa que usarlas es conformarnos a la realidad del capital, a su manera de hacerlas disponibles y naturalizarlas en una determinada lógica: ‘libertad’, ‘diálogo’, ‘política’, ‘conocimiento’, ‘solidaridad’, ‘democracia’, etc.
En la crisis de palabras juega otro factor importante: el pensamiento crítico que socavaba el escenario ha sido deslegitimado. Por un lado, por la afirmación rotunda de una derrota fáctica que impide que palabras o expresiones como ‘comunismo’, ‘condiciones materiales’, ‘revolución’ (más allá de la única que vale: la tecnológica) o ‘sujeto político’ se puedan utilizar, so pena de ser acusado de reaccionario o desfasado. Por otro lado, por un cierto abuso por parte de los discursos posmodernos al marcar como impronunciables palabras o categorías como ‘sujeto’, ‘realidad’ o ‘verdad’. En tercer lugar, el contrapoder y la resistencia interna que suponían algunos movimientos de izquierda han desaparecido en el momento en que han comenzado a hablar y pensar con las categorías y palabras propias (dis)puestas por el capitalismo global. En conjunto, parece que se ha confundido una derrota fáctica con el abandono del pensamiento crítico y de palabras y categorías necesarias para enunciarlo.
La crisis de palabras, en un sentido político, es la imposibilidad de pensar el mundo fuera del escenario del capital. Aun así, hablamos de crisis porque nunca es absoluta la conformación. Porque siempre hay un resquicio, un desplazamiento: la forma nunca cierra ni puede cerrar sobre si misma una realidad que se rompe por todos lados, a pesar de las apariencias. La realidad que pone el capitalismo global (esa forma productora de formas, como expresa Bifo) es una realidad que multiplica las diferencias con la glocalización a la vez que las nivela bajo una sola lógica. Fuera de la perspectiva de esta lógica, aquello que se presenta como “diferencias niveladas” son las contradicciones, antagonismos y grietas del mundo en su complejidad. Un mundo, entonces, donde el escenario puede ser borrado; donde las propias palabras ‘capital’ y ‘capitalismo’ pueden ser relativizadas. Amenazar la estabilidad del escenario permite, justamente, pensar fuera de la identificación –hoy naturalizada, tanto a nivel de significantes como de significados– entre ‘mundo’ y ‘capitalismo’; debe permitir, entonces, pensar el mundo fuera de la reducción de complejidad que impone la lógica capitalista.
Desenmascarar, desnaturalizar el escenario es pues, hoy una tarea urgente; hacer patente cómo dentro del espacio del capital –que aparece como único– las palabras conforman decisivamente a los sujetos, a la vez que presentan como obvias descripciones y justificaciones injustificables.
2. Los lenguajes de la crisis de palabras
Como decíamos, la crisis de palabras tenía dos lados: o bien no tenemos palabras disponibles para lo que querríamos decir o bien las que tenemos a nuestra disposición se presentan con un significado dado y prefijado por la propia lógica del capital.
Sin embargo lejos de que esta crisis aparezca más bien como un problema de los filósofos -algo así como los límites del lenguaje, el pensamiento y el mundo- nos referimos a una experiencia muy concreta y cotidiana. Las palabras que usamos, aquellas disponibles “dicen” sólo en un cierto sentido. Se dirá que esto no es nada nuevo, que desde Wittgenstein hablamos ya del lenguaje como uso de la palabra… pero sí, si es algo distinto. La crisis viene justamente por el lado inverso, porque ese uso compartido del lenguaje, ese uso común y colectivo, nos expulsa de la palabra. Porque cuando hablamos, parece que todos nos comprendemos desde ese uso conformado en que nos inscribimos.
El uso de esas palabras parece inscribirse dentro de un sentido, el sentido común, que cierra, no sólo las palabras sobre si mismas sino que expulsa fuera de ese sentido otros usos de las mismas. De nuevo, esto no es un problema filosófico, si por ello entendemos un debate sobre teóricos del lenguaje sobre semiótica o teoría del discurso. Es un problema filosófico en otro sentido, en el sentido que moviliza la urgencia de un pensar, porque necesita palabras para expresarse. Ese sentido común se construye y se conforma en un momento histórico concreto y en unas condiciones determinadas. Es un sentido que da sentido al mundo en que vivimos y, ese mundo, en nuestros días es el mundo del capitalismo global. No sólo palabras concretas sino argumentos y discursos que se repiten, vacíos de pensamiento. Se reproducen como la técnica reproduce el arte; se mercantilizan y, como la mercancía, esconden su fetichismo. Así, las palabras entran de pleno en el juego del capital. El modo de hablar, pensar y experienciar está conformado en un mismo marco, en un mismo escenario del que todos participamos. Es ese el escenario que configura los usos comunes que se apropian de las palabras.
Hasta aquí, hemos expuesto cómo en un momento histórico dado, en nuestro caso, el del capitalismo global, las palabras y esos usos conformados en la lógica de este escenario tienden a extenderse, en tanto que organizan el sentido de lo obvio. Este es el marco desde el cual pensamos, el marco que establece un primer límite a la crisis: los usos del lenguaje se insertan en esos códigos compartidos en una pragmática social, una pragmática que normaliza no ya los usos sino que éstos se sobredeterminan en la aparente pluralidad (a modo de normatividad) que se instaura en el sentido común. En ese sentido esto es el marco de la crisis de palabras. Dentro de este escenario también la batalla política se ha entendido como una batalla que se juega en el lenguaje.
Hay ciertas palabras que han sido siempre centro de batalla política: Libertad, Igualdad… Sin embargo, como señala Laclau, éstas palabras se convierten en “significantes flotantes” . Estar de acuerdo en defender la libertad, la igualdad, la justicia, etc. es, como señala el autor, no estar de acuerdo absolutamente en nada. Todos los discursos políticos reivindican defender en sus idearios los mismos universales. La cuestión en juego en esa batalla no es, entonces, reivindicar unos u otros, sino darles contenido, batallar por los particulares que los concretan, los contenidos que se les da a esos universales. Sin embargo tampoco es esta la crisis a la que nos estamos refiriendo, dado que esa batalla es tan sólo una batalla aparente. La apariencia de debate, de pluralidad de discursos y perspectivas que sin embargo se juega desde una pragmática fijada y definida. Todo puede decirse porque nada de lo que se diga -dentro de los límites prefijados por las reglas de juego- amenaza el escenario.
Una vez fijado el escenario de manera global, la política se entiende como lucha por esos significantes. Podemos discutir sobre esas palabras pero de un modo fijado y determinado. Justamente el hecho de que podamos discutir sobre ellos es lo que añade al escenario el modelo político que nos acompaña: la democracia. La política en el escenario del capitalismo democrático es la discusión sobre los contenidos de esas palabras bajo la premisa del “parlamento”: la obligatoriedad del diálogo y la tolerancia de la diferencia de opinión. Esto significa que el escenario determina ya de entrada qué es diálogo y qué no lo es; qué es tolerancia y qué no lo es. Es diálogo discutir sobre los particulares que dan contenido a los universales sobre los que hay consenso absoluto; es tolerancia permitir que el otro le de algún contenido distinto al tuyo dentro de las posibilidades que ofrece el escenario. Todos defendemos la Igualdad, la Libertad, la Paz, la Justicia tal como todos estos significantes se inscriben en el escenario. Podemos discutir sobre los particulares, pero no sobre el escenario. La política se reduce, entonces, una batalla por inscribir nuestro uso de la palabra en el sentido común, sin cuestionar nada más. “Ganar” palabras que no cambian nada, que no dicen nada, que no “hacen nada” porque nada pueden hacer si aquello que dicen está acotado por un escenario que las ha expropiado de toda fuerza, de toda su dimensión pragmática y material.
La premisa del diálogo y la tolerancia remite a una “horizontalidad” en que la diferencia es una mera diferencia de opinión, pero estamos de acuerdo en lo principal. El escenario del diálogo Habermasiano no es más que una teorización de un juego que es ya el juego democrático. Esa horizontalidad del discurso, la presupuesta y falsa premisa de igualdad impone que todo discurso sea concebido en un marco de equidistancia y equivalencia. No en aquello que digan, eso no es lo importante, lo importante es que alguien diga (que haya diálogo) y que los discursos no entren en relación de antagonismos (que se toleren).
Aquello que se ha expulsado del escenario y del juego político es justamente su dimensión “vertical” El miedo, la coacción, las relaciones de dominio son aquello de lo que no puede hablarse. Esto forma parte de los sistemas totalitarios de los cuales la democracia ha venido a salvarnos de una vez y para siempre. En democracia no es concebible que alguien tenga “miedo a hablar” porque supuestamente tenemos libertad para hacerlo, sin embargo, el miedo existe y no es tan distinto. El miedo a hablar por temor a perder aquello que llamo “mi vida”. Hablar del propio miedo a hablar parece imposible. Desde este punto de llegada podemos retomar la crisis de palabras en los sentidos en que antes la presentábamos.
1) La crisis de palabras en sentido de palabras marcadas por las reglas de uso que determina el escenario: el aplastamiento, la horizontalidad que confunde la igualdad y el derecho a opinar con la equivalencia de todo argumento. Todo punto discordante se reduce al ámbito de opinión: “es tu punto de vista”, esto es, un punto en un espacio plano isomorfo en que la totalidad siempre escapa a la mirada. El pensamiento crítico se disuelve en ese escenario: se lo tolera, como a todos los demás, en el mismo plano de horizontalidad. No hay palabras disponibles para la disidencia, puesto que se ahogan en la tolerancia, porque esas palabras no “pueden”, no tienen fuerza pragmática.
2) La crisis de palabras en sentido de no tener palabras para expresar nuestro malestar en este escenario. Por un lado por no saber exactamente cómo y cuando aparece ese malestar, por carecer de nombre, por vivirse siempre en soledad. Por otro por no tener palabras para expresar el malestar, dado que ese malestar nunca puede expresarse como opresión, como miedo a hablar. Porque en un escenario que presupone la libertad pragmática imposibilita que cualquier sentimiento de opresión pueda ser enunciado como procedente del mismo. Sin embargo hay otra dimensión en esa imposibilidad de hablar que no remite a que no tengamos palabras para expresar ese malestar sino a que ciertas palabras se prohíban desde el momento en que su uso queda fuera de lo concebible. No es censura, sino autocensura del propio sentido común que conforma sus usos desde la lógica de la democracia/capitalismo: miedo, opresión, censura, falta de libertad, coacción, nada de esto puede decirse con sentido dentro del juego democrático, si no es para mirar hacia ese propio “déficit democrático estructural tolerable” o hacia afuera, hacia el mundo no democrático.
Convencernos de que vivimos en el mejor de los sistemas posibles (o a lo sumo, convencernos de que vale la pena luchar por optimizarlo)- creencia absolutamente instalada en el sentido común- es señalar el par capitalismo-democracia como el último sistema de organizarnos política, económica y socialmente posible: el “fin de la historia”. Pero eso significa arrebatarnos lo mas profundamente político, el momento político por excelencia, el momento en que un nosotros alza la voz, toma la palabra y dice: ¡Basta!. Convencernos de que hemos alcanzado ya el mejor de los sistemas es prohibirnos la disidencia, condenarnos a pensar que no hay nada mejor que pensar, a que cualquier idea de lo común es innecesaria. Ante ello, la despolitización más peligrosa, la más temible (que no es la participación o no en el festín electoral) es arrebartarnos la posibilidad de la emergencia de lo político, la posibilidad de la revolución. “Revolución” es la palabra prohibida por el “fin de la historia”. El fin de la historia significa afirmar que las revoluciones son ya innecesarias, pues nada mejor que el presente puede concebirse.
3. Una concreción: pulse la tecla ESC
Escribía el otro día Rafael Reig (diario Público, 14/10/09) en respuesta a un lector, que declararse hoy Ecologista – Solidario – Comprometido (ESC) no es más, precisamente, que apuntarse a la ética empresarial y políticamente correcta. No hay contradicción: es una ética vacía. Reig tiene razón: ¿qué sentido tiene escandalizarse hoy, como cabeza bienpensante, ante ciertas actividades por parte de empresarios o políticos que se declaran ecologistas, solidarios y comprometidos? Hace ya décadas, queremos añadir aquí, que Walter Benjamin se preguntaba qué sentido tenía escandalizarse ante las barbaridades que se cometían en su propio tiempo; y hay que recordar que él, judío, murió en el año 40 huyendo de la maquinaria nazi. En cierta manera, la lucidez de Benjamin ponía en entredicho, avant la lettre, aquella pregunta de inspiración adorniana sobre si era posible seguir pensando después de Auschwitz.
En fin, lo que se podría echar en falta a la breve columna de Reig es el juego al que invita la expresión que utiliza: ESC. Precisamente, esa ética vacía, conformada por una lógica del capital absolutizada que la dota de un carácter inequívoco de obviedad, es la que permite justificarnos full time y en toda circunstancia. Ante aquello que podría producirnos horror, cuestionarnos o, cuando menos, perturbarnos, siempre podemos pulsar la tecla ESC: “pero yo soy ecologista, solidario y comprometido”. Palabras vacías que valen para todo. ESCapar de la realidad. Por un lado, la lógica del capital se presenta hoy, cuando conviene, como una eco-lógica. Por su parte, la solidaridad es un producto de consumo domiciliable en nuestra cuenta corriente. Y en cuanto al compromiso… Sólo hay que pensar que hoy tal expresión se encierra en sí misma, en la propia marca (comercial) que queremos ser cada uno de nosotros: una persona comprometida, aunque no hace falta especificar con qué y, sobre todo, con quién. Se sobreentiende que uno se compromete con su empresa: con aquello que emprende desde lo privado.
Pulsar la tecla ESC es una de las caras de la despolitización. La tecla ESC ocupa el centro del teclado que nos permite negociar hoy con el mundo. Dejemos de lado la ecología y vayamos por un momento a las otras dos palabras, a las que se ha expropiado su carácter político. El solidum del derecho romano era un acuerdo (in solidum) que implicaba algo –una causa, una cosa sólida– que vinculaba temporalmente las partes de tal manera que cada quién respondía totalmente en todo momento mientras la alianza fuera vigente. La solidaridad, en este sentido, contiene un elemento de reciprocidad y de compromiso –¡precisamente!– que la solidaridad de mercado no tiene. Establecer un vínculo de solidaridad entre algunos debería presuponer, pues, una condición política. Con la expresión “ser una persona comprometida” pasa algo parecido a lo que ocurre con “ser solidario”: compromiso y solidaridad se han visto reducidos a su función de adjetivos, a una marca que se agota en su intransitividad. El com-pro-miso ha perdido, también, toda condición política: el com señala algo común; el pro, una disposición; el miso, una misión, una cosa por hacer. Un nosotros dispuesto a hacer una cosa: ese compromiso debería ser pensable más allá del mundo empresarial (mundo que incluye la gestión del proyecto privado que es mi vida), aunque hoy parezca poco menos que inconcebible. Hay reside una condición política.
Tener a disposición la tecla ESC tiene que ver con la expropiación de toda condición para lo político. Tiene que ver con la justificación de lo que hay. Y no tiene que ver sólo con lo que les ocurre a las palabras. Somos nosotros quienes ejercemos la despolitización y el conformismo. La incapacidad para exponernos es la incapacidad para hacer experiencia común capaz de desenmascarar el escenario naturalizado del capitalismo global; es la incapacidad para combatir con el pensamiento; es la incapacidad para apropiarnos de las palabras.
4. El triángulo experiencia – pensamiento – lenguaje
Así que, de alguna manera, el nudo político de la crisis de palabras nos pone en el centro del triángulo experiencia – pensamiento – lenguaje. La despolitización y la privatización de la existencia pasarían por la autonomización de los vértices, de tal manera que lo que se pone en juego es:
- Un lenguaje sin pensamiento: la repetición de un discurso justificador de la realidad
- Un pensamiento sin lenguaje: un pensamiento crítico que no dispone de palabras para expresarse.
- Un lenguaje sin experiencia: con el que repetimos una y otra vez definiciones vacías sobre nosotros; con el que nos limitamos a elegir y reproducir opiniones enlatadas y disponibles; con el que ya no podemos generar experiencia
- Una experiencia sin lenguaje: no tenemos palabras para expresar nuestro malestar en el escenario del capital
- Un pensamiento sin experiencia: que se mueve en abstracciones, en categorias, y no de manera situada, desde la propia realidad y que, por tanto, no puede transformarla
- Una experiencia sin pensamiento: vivimos una realidad rota que no podemos pensar de ninguna otra manera; no tenemos palabras para decir la realidad del capital, más que las que ella misma proporciona.
Ante estas fracturas, pequeñas alianzas todavía: el lenguaje de la experiencia estética, el lenguaje poético, el literario -como también el filosófico- como lenguaje que, preñado de experiencia es capaz de “decir” más allá de las palabras; el lenguaje que “hace con palabras”. También el pensar como experiencia, como encuentro, como brecha que abre, rompe, que genera un vacío que permite que “algo pase”.
Sin embargo, pequeños refugios individuales las más veces, compartidos las menos que siempre apuntan a ir más allá de si mismos, que siempre apuntan a insuficiencia.
Entonces, ¿podemos decir que, en un sentido político, crisis de palabras, crisis del pensamiento y crisis de la experiencia nombran algo común?
¿Pasaría entonces una salida política a la crisis que nos enmudece por pensar el área del triángulo, y no sus vértices autónomamente? ¿No estaría la verdad de las palabras que nos importan en la materialidad de prácticas, usos y experiencias concretas en que se dicen y se piensan? ¿En el combate que lucha por evitar que se vacíen de sentido en la universalidad del consenso democrático? ¿Acaso la revolución no ha sido ya siempre más que un horizonte (más que un lugar o un tiempo a dónde ir) la urgencia, el imperativo, la necesidad de huir del propio presente (salir de aquí, simplemente porque no se puede vivir)? ¿ No es el verdadero momento político aquel en que de un nosotros surge la palabra, la experiencia y el pensamiento como algo apenas diferenciable?