Pensamientos menores
Una carta para acabar con el diario compartido
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Es extraño pretender que haya textos capaces de expresar (o reflejar, o plasmar, como quiera decirse), una individualidad personal. De un lado, mientras está siendo escrito, el texto, lo que se hace texto, no es sino una (o una pluralidad) de entre todas las intensidades, corrientes, energías, fenómenos que atraviesan en ese momento el magma, el revoltillo o quizá el caos que constituye esa individualidad (debería decir tal vez individuación); tan sólo es una de tal suerte que por algún motivo difícil de aclarar llega a ser coagulada y aislada en forma de caracteres. De otro, tan pronto como sucede eso, el texto queda recortado para siempre, depositado en sí mismo, como una especie de excremento. No sé si sería apropiado pedirnos que nos identificáramos con nuestra mierda. Pero a menudo parece que los textos no hayan sido escritos por nadie ni para nadie. El caso de un diario personal quizá sea el más claro, el más paradójico… Conseguir que en la escritura lata una personalidad, que el texto sangre, o que parezca que ha sido escrito “para ti”, o como una confesión, no es más que un virtuosismo o una casualidad del estilo, una disposición de elementos del lenguaje y la retórica como cualquier otra – no hay más emoción ni menos convencionalismo en un poema de amor que en un libro de matemáticas. Además hay cosas que nunca se confiesan. Al menos por mi parte, hay cosas que sé que jamás diré a nadie, ni por escrito ni de viva voz (aunque en el anonimato, en cuanto que desaparezco como autor, podría estar más cerca…): cosas que ni la letra más atravesada de dolor podría confinar. Nunca la escritura es un exorcismo ni una pérdida. Es tan sólo otra parte de nosotros, que arrastramos con nosotros, como todas las demás, y que muchas veces no se ejerce más que bajo coacción (y la coacción tiene muchos rostros…). Pero todas las palabras son iguales, todas son inocentes. En algún lugar he leído que el inconsciente es como una ciudad en ruinas, o como un generador, un lenguaje o una fábrica. Lo consciente también. De hecho pienso que el inconsciente no lo hemos visto, oído ni percibido jamás. Sólo percibimos/somos lo que aparece. Y lo que aparece es mucho más rico de lo que la percepción convencional de nosotros mismos quiere dejarnos creer. Puede atribuírsele a ello un origen social, psicológico, lingüístico, evolutivo, me trae sin cuidado. No es cuestión de ponerse a debatir inanemente si las cosas están en el yo, en el lenguaje, dentro o fuera… Se trata tan sólo de una distribución de lo que llamamos experiencia. Pero puede distribuirse esa experiencia, lo que surge como fenómeno en un núcleo de percepciones (si me expreso más o menos bien en términos no demasiado antropomórficos – por cierto que lo de “centro de percepciones” es tan fenoménico como lo demás; un fenómeno de bucle, recursividad, retraso, construcción política o de otro tipo… lo mismo da, es metafísica de utilidad secundaria) de maneras que no son la habitual, contra la que por cierto no tengo nada en absoluto. Pero si, por ejemplo, desmantelamos la jerarquía cotidiana y, por así decirlo, aplastamos todas las percepciones sobre un solo plano (no quiero decir arrasarlas o descualificarlas, sino todo lo contrario, cada una y todas ellas en su plena riqueza, en su máxima sutileza de detalle e intensidad, pero sin pasar unas sobre otras, con el mismo rango, sin ordenar o clasificar ni hacer un ranking entre ellas; sin “Dios y yo delante y las hormigas detrás, el olor de la peluquería a la derecha y el principio de Heisenberg, los romanos y el dolor de muelas abajo a la izquierda”) entonces la figura abierta del mundo cambia completamente. No es una huida hacia el borrado del yo, el caos indiferenciado, la pura luz blanca del ser ni la fusión mística del uno-todo (bueno, hay por supuesto un elemento de uno-todo en ello, pero creo que no el clásico…). Es un hiper-realismo, un súper o surrealismo, una sobreabundancia microscópica de detalle, hipersensibilidad con un punto de polimorfismo paranoide. Como si la caricia misma del aire se volviese tan intensa que llegara a herir. El verdadero encuentro del paraguas y la máquina de coser sobre una mesa de disección. Y la disección se vuelve entonces el elemento predominante. Las constelaciones empiezan a deshacerse y reconfigurarse sin parar. Es una reconfiguración de las percepciones (podría llamarlo “lo que hay”, o estados de cosas, lo que surge, la apertura fenoménica, el léxico es amplio…). Algunas cosas empiezan a cobrar una importancia inusitada. A menudo hay estados que permanecen como en un plano remoto, en una esquina lejana del campo perceptivo, como minucias sepultadas por el ruido, en circuitos neuronales marginales. Y entonces cobran volumen, se vuelven vívidos, empiezan a surgir de la sombra. Ese recortarse, ese alzarse, ese surgir es lo que se hace más interesante. La caza de las ideas. La proliferación, el pulular de percepciones, de pensamientos, los encuentros inesperados, las derivas. ¿De dónde surge un pensamiento, una percepción, la intensidad? ¿A qué ese surgir mismo, ese generarse? Yo diré que surgen del reverso del ser, del fuera de campo que se escapa hacia todas partes, la sobreabundancia en sí, lo ilimitado, lo sin rostro. Entonces surge también el deseo de disolverse en lo abierto, de hacerse átomos dispersados por el viento, para hipersensibilizar más en todas direcciones, para perderse en la imagen microscópica, para ampliar el campo de batalla. Y me pregunto si alguien no podría tomar eso como un deseo de muerte, cuando al mismo tiempo es el deseo más intenso de vida, de afirmación y de ser. Pero no pretendo emitir un juicio moral en ningún sentido. Simplemente se da. Se da ahora mismo, mientras escribo, mientras siento pánico, nerviosismo y dolor. Mientras siento con mayor fuerza todo aquello que mi composición detecta como las mayores miserias y desgarros de la vida. El dolor es siempre singular. Los fisiólogos han medido (me gustaría saber cómo y para qué) que diversas personas tienen umbrales de dolor diferentes; lo que les resulta insoportable se sitúa en valores cuantitativamente diferentes, y de eso se valen para decir que unas personas son capaces de soportar más dolor que otras. A mí me interesa lo inverso – ver cómo aquello que se considera insoportable resulta siempre personal, cualitativamente singular, y la cuantificación puede irse a la mierda. Sólo yo soy la medida de mi dolor. ¿Cómo soportar, cómo permitir que alguien pueda juzgar cómo nos sentimos, tipificarlo, decir que es “patológico”, recetarnos unas pastillas? Cuando se trata ya no de “mi intimidad”, ni de “mi personalidad”, sino de aquello mismo que somos, lo que yo soy… quieren intervenir en ello, modificarlo, normalizarlo, llevarlo a un modelo. Dicho de paso ésa debe de ser una razón por la que es tan importante que se haga un pensamiento que destruya los modelos… Kleist dijo que, si no os atreveríais a exigirle a un hombre que enseñara en público lo que hay en sus bolsillos, mucho menos deberíais a que os muestre lo que hay en su cabeza. Y sin embargo parece ser que hemos de rendir cuentas por ello, y se nos amenaza, y en sentido absoluto se nos amenaza con la muerte. Somos una configuración pasajera, sí, nos hemos otorgado ciertos “derechos”, pero lo que digamos no será respetado, será quebrantado y entregado al examen del “ojo experto”, a la experimentación de los ingenieros. Sin embargo la ingeniería genética, la neuroquímica, la informática, podrían llevarnos a ser tantas cosas más allá de lo que somos, podrían ayudarnos a crecer y diseminarnos… No será así, me temo. Lo que creo es que desde que atravesamos el último umbral biológico, “evolutivo” (si queremos creer un relato), desde que nos establecimos como especie, nuestra substancia no se ha modificado en lo más mínimo, la historia no ha sabido modificar esa substancia. No debemos creer en la historia como maestra, eso es una mentira de profesores. A lo sumo nos enseñará que hemos permanecido en la miseria, y eso nos lo enseña ya el presente. El presente puede mostrarnos ya todo el dolor. No me refiero a las grandes calamidades geopolíticas. Me refiero a la intimidad más cotidiana, al detalle banal, a la trama misma de la vida en su trivialidad, en su tontería, al tener que atarse los zapatos. A las vísceras de la vida. A cómo nos comportamos con vileza, con pequeñez, a cada paso. A cómo el mundo entero hace que tenga que sentir cada latido de mi corazón como una náusea, como una carga. La soledad, el miedo, la pobreza de que estamos hechos. La cutrez. Será siempre así. Y en el interior de esa vida, de mi cuerpo, hay un dolor inmenso. Un vacío y un dolor que no cesan de devorarse el uno al otro, en un ansia frenética, sin fin. No tiene nada que ver con el dolor meramente físico, ni con la depresión, ni con la desesperación. Yo no lo asocio con la tristeza, ni con la desgracia. Con lo que lo asocio es con la rebelión. La rebelión ya no se me aparece como la rabia, como una ira rugiente e inmensa, como el fuego expiatorio que lo arrasaría todo. Tal vez antes lo pensaba, y sigo pensando que el deseo de destrucción, de aniquilación, es legítimo, y desde luego está ligado también a lo insoportable. Pero ahora todo eso se ha consumido, se ha tragado a sí mismo, la fuerza de su gravedad ha aumentado de tal forma que se ha doblado hacia adentro, devorándolo todo como un agujero negro. Y lo que queda en ese agujero es la rebelión. Una especie de calma muy tensa, un vacío atravesado por un ansia horrenda de llanto y de muerte, de desaparición. Un hastío pavoroso, un desapego absoluto respecto a la vida, al mundo, a lo que pasa. Es algo que me da miedo. Me da miedo porque no es odio, no es rechazo. Y sobre todo porque no desea en absoluto cambiar nada. Incluso podría decir que esa rebelión es contra-revolucionaria. Para querer cambiar las cosas hay que tener ganas de vivir. Y yo no tengo ganas de vivir. Ninguna revolución conseguirá jamás cambiar las cosas, es decir cambiar nuestra substancia. Lo que convendría sería una transmutación, tal vez algo parecido a lo que Schopenhauer llamaba una “conversión espiritual”. No sé cuán cerca estoy de Schopenhauer, pero detesto su hipocresía. Y sobre todo detesto que diga que hemos de dejarnos morir y sin embargo no suicidarnos… Me parece que esa es una decisión demasiado personal, privada diría incluso, e importante en la vida de la gente como para tener que enturbiarla con metafísicas baratas y misticismos de bon vivant… Pero esa transmutación, esa transubstanciación es imposible para nosotros. Hay una frase de Deleuze que me fascina: “Comunicación del mundo y el yo, en un mundo parcelado y en un yo roto que no cesan de intercambiarse”. No pienso tratar de interpretarla, que parezca o no que la he “entendido”. Es sólo que esa frase ha hecho mella en mí, en especial ese intercambiarse del “yo” y el “mundo”. Un yo y un mundo rotos. Intimidad también de la quiebra del yo y el mundo en Schopenhauer. Mi rebelión es la de un yo roto, derrumbado, que naufraga, en ruinas. Un cuerpo que se quiebra y nunca cesa de quebrarse, en un suplicio mudo y constante. El abandono de todas las fuerzas de ese cuerpo, como por disipación. Las fuerzas se disipan y abandonan el cuerpo. Entonces permanezco yaciente, inerte, suspendido en la periferia de la vida, en un coma hiperlúcido lleno de visiones. El cuarto está en silencio, la única luz llega de lejos, desde afuera de la puerta entreabierta. La enfermera se acerca con un paso ruidoso, metronómico. Su rostro está cubierto de látex rojo. El grito febril de un delirio electrifica y coagula el aire desde la cama de al lado. Del bolsillo de su bata saca un bisturí. Entonces me agarra por el pelo, estoy sudando y tengo convulsiones. Mi mirada se vuelve hacia adentro. Mi boca se abre. Siento el filo del bisturí en el interior de mi mejilla. Un tirón brillante me parte la cara, la sangre mana copiosa y late irregularmente cayendo sobre mí. Pero lo volveré a hacer. Todos lo volveremos a hacer, mientras las chicas de Auschwitz nos miran desde la pantalla con sus pestañas larguísimas. Nuestros padres se masturban lamiendo condones recogidos en el callejón mientras las niñeras inyectan aguas fecales a sus hijos. Mi brazo entra en las entrañas del animal sacrificado, que me mira con deseo. A mi lado pasa algo ridículo y brutal. Los satélites espía nos muestran la imagen hiperdetallada de todo el mundo al mismo tiempo. La atrocidad penetra el cerebro reventando todas las sinapsis. Y las letanías se suceden. Las mutilaciones caníbales se suceden, los rituales dejan bebés desangrados a la orilla del río. Montañas de cabellos de mujeres cortados para hacer mantas. Y saludos en la fábrica a la hora de fichar, bestialismo sadomasoquista en los despachos, comentarios despectivos cuando la víctima no nos oye, ancianos muertos desde hace meses en semisótanos saturados de basura, juegos de sangre y semen en el cuarto oscuro. Todos los sucios secretitos de bidé. Señoras con bolsos de Louis Vuitton y cincuentones del mundo editorial van a la galería a ver cómo los maquineros representan sus aventuras de follar y matar y se mean en la cara de chicas de once años mientras aúllan en un éxtasis de coca. El glamour y el mundo del arte por fin se pavonean públicamente de su gusto en la degradación y en la humillación de los que no pertenecen a su círculo de iniciados de élite. La televisión nos ofrece imágenes de la guerra en Liberia filmadas con los mismos recursos visuales, desencuadres, montaje sesgado y brusquedades que el último videoclip ultrasexualizado, porque ambos son lo mismo. La obscenidad nos guiña el ojo y despliega su transparencia universal. Y está bien que así sea. “Quién sabe qué es bueno o malo en esta era moderna, con tantas nuevas ideas y productos”. Alejad de mí la moral. He leído una buena definición (digamos que un buen chiste): la moral es lo que se le inculca al obrero para que desempeñe adecuadamente su función. Este mundo, esta vida no son buenos ni malos para mí. Nada de sueños, maldita sea; percepciones en un solo plano. Y cuando estoy acostado pienso en la vida y en la muerte, y ninguna me atrae de manera especial. Sin embargo he dicho que alguien, yo que no soy nadie, muchos, me rebelo. También sé que cualquier cosa que piense es pensada a la vez por otros tantos. Mi nombre es Legión. Ese cuerpo, esa subjetividad derrumbada, se rebela. Pero no contra el mundo. Nosotros no nos rebelamos contra nada. La rebelión es ese derrumbarse mismo. La trabazón, la configuración provisional del ser en mí que se destruye. Con completo desapego, sin moralina, sino con distancia clínica, en un naufragio con espectador. Mirándome a mí mismo como en un sueño. El rostro de _____ desencajado, lívido, despeinado, los helados deshaciéndose en la nevera, un plató de televisión en una carpa de circo. Autoanálisis en una novela romántica y escatológica, mientras el analista de sistemas piensa en la lista de la compra, en el colegio de los niños. El descenso de masa crítica de mi psique. Inmovilidad de yonqui, sólo interrumpida para apartar de vez en cuando la mirada. Después gritos, cólera, mordiscos en la almohada que apesta a sudor. Y la persistente incapacidad para resolverme, para pensarme a mí mismo. Carezco por completo de autoimagen. Por eso busco saber como un cotilla lo que los demás piensan de mí, para intentar reconstruirme a partir de sus fragmentos, de sus cuchicheos. Pero eso me parece que es cosa mía. El diagnóstico permanece suspendido, indefinidamente aplazado, incierto. E incapacidad en general para hacer llegar una idea, verla refulgir, disecarla verbalmente. Para crear, escribir, parir una idea. Un teatro vacío. Como si ese pensamiento estuviera detrás de una muselina que no puedo llegar a rasgar, fuera de campo, como en la punta de la lengua. Como en un sueño que sabes que era vívido pero que ahora ya no puedes recordar. Como si no pudieras lograr hacerla surgir de ese reverso inalcanzable. Una chica con la frente abierta coquetea fumando entre las mesas del café. Un gorila vestido de Marlene Dietrich. Una iluminación que nunca llega, que siempre se escapa. Así se produce también la rebelión, no como un alzamiento, una sublevación, un tumulto, sino como un socavamiento, una aceptación del ser, un detenerse que ya no es una renuncia. ¿Qué habría ocurrido si Acteón hubiera renunciado a cazar a Diana? No tiene nada que ver con el amor. Ese es un dolor muy diferente, aunque el amor sea probablemente también siempre dolor. Porque el dolor amoroso, aunque se trate de un amor no correspondido, del más bello y desgarrador (“Si quieres vivir un gran amor, no folles” – Andy Warhol), puede llegar también a rasgar hasta el último nervio de la vida, pero es siempre una intensidad plena, un aura que perfunde el cuerpo dotándolo de un alma, que impregna todos los tejidos, como una aurora boreal de metal líquido, que nos atraviesa con un perfume. El amor siempre da un resultado de test de presencia positivo, mientras que esta rebelión es una presencia negativa, porque hasta esa impregnación ya ha sido desecada. Cuando uno busca en sí mismo algún rastro de que sigue vivo, el amor, creo, le contesta que sí. Pero cuando se rebela el cuerpo se sitúa en una zona de indiscernibilidad entre la vida y la muerte. La rebelión se sitúa más allá del amor, aunque ambos nos produzcan deseos de morir. La rebelión pertenece a la indiferencia, a la impasibilidad. No sé cómo explicar que en eso no hay contradicción. Diré que, en una ontología de la inmanencia, la contradicción se disuelve, el cerebro abandona ese circuito de pensamiento como el ojo llega a enfocar nítidamente los objetos tras una operación de miopía. Sólo hay positividades, ser que se afirma. El rebelarse no es contrario a la aceptación del ser tal como se es. Intentaré acuñar una fórmula: la rebelión lo es de una subjetividad aplastada que se derrumba frente al mundo, aceptándolo. Aceptándolo como el desenlace de esa concreción de fuerzas, de coagulación del ser que ella es. En su mismo dolor, ese rebelarse sigue siendo amor fati, como un resultado de aquello de lo que estamos hechos, de lo que somos. Yo soy dolor, debilidad, vacío, derrumbe. Así es como alguien puede decir: “Sí, es mi destino morir en la calle como un perro”. Es por eso que creo que Artaud no consiguió, tal vez, y sin dejar de rebelarse, llegar a aceptar e identificarse plenamente con su dolor. Porque lo percibía como algo venido de Afuera, como una substracción en su subjetividad operada por Dios, por los microbios, por los médicos, por la mierda, por el Ladrón. Su objetivo era llegar a alzarse, a poseerse, mientras la metafísica del mundo y la vida le desposeían, le derrumbaban, y porque, con Calderón, veía la vida como pecado y encarnación de ese hurto. Por eso rechazaba el suicidio, porque se sentía enajenado de sus circunstancias, no poseedor de ellas, de la determinación que Dios le arrebataba. Pero yo no creo en ese Dios. No creo que nadie nos haya mutilado, nos haya despojado de nosotros mismos. Creo, simplemente, que esto es lo que hay, en la hiperrealidad de este mundo, por tiránico que eso pueda sonarle a algunos. Y creo que este mundo, nuestra vida, lo que somos, es lo que nos derrumba de manera inevitable. Que es vano luchar artificialmente contra ello. Y que como Artaud también, creo, pensaba, cuando alguien en esa situación, cuando una vida quebrada habla, trata de mostrarse, y se arrastra en su agonía para lograrlo, su declaración se justifica, se valida por sí sola, y que quizá muchos otros no necesiten o no quieran escucharlo, aunque sin duda no deberían condenar, deberían guardar silencio. Que cuando alguien se suicida hay que guardar silencio. Porque esa fue la resultante de sus fuerzas, lo que se determinó en aquello de que se sentía y estaba hecho, en su pura inmanencia, sin el susurro de Dios. El mundo es como un viejo mosaico del que han caído algunas teselas, a través de las cuales llora, aúlla y se mira, se hunde y se castiga, el agujero negro en el cual se devora a sí mismo. La imagen es mala y cursi, lo sé, pero es la que me viene a la mente. Dios es un sádico. Al derrumbarse, una subjetivación se rebela, y en el suicidio sólo se lleva a sí misma a su fin. Una configuración cuyo ser se deshace, como un torbellino llega a deshacerse en el agua, que queda en calma. Implosión.