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Los idiotas (Idioterne) de Lars Von Trier

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El grupo

Un grupo de personas, insatisfechas con la sociedad en la que viven y sus ataduras, tratan de huir de esa vida que llevan a diario. Para eso se reunirán en una casa a las afueras de la ciudad. El grupo es heterogéneo y no se nos explica la razón por la que cada uno de sus integrantes llega al grupo. En cualquier caso, parece que todos huyen de una misma cosa y que persiguen lo mismo. Huyen de las vidas que llevan a diario, huyen del mundo en el que viven, pues en realidad, no le encuentran ningún sentido. Huyen de una insatisfacción que los atraviesa y que les obliga a revolverse. En cambio, buscan que la vida vuelva a tener sentido, que más allá de las convenciones absurdas y falsos sentidos, sus deseos tengan algo que decir respecto a cómo desarrollar sus vidas. Forman un grupo de amigos que les ayude a encontrar las fuerzas para huir de ese sinsentido al que llaman “sentido común”. El grupo, por tanto, si bien heterogéneo, es un colectivo de amigos que comparten un mismo rechazo y un mismo objetivo. En el espacio común que forman, se corta con esa vida suya que todos deploran. De ese modo, en el horizonte abierto puede brotar una nueva vida.

La búsqueda del idiota interior

Interrogado por la actividad del grupo, Stoffer, uno de los miembros del grupo, señala que lo que cada cual hace en la comunidad es buscar a “su idiota interior”. En efecto, la actividad central del grupo es “hacer el idiota”, es decir, dar rienda suelta a sus deseos y a su imaginación bajo la apariencia de ser disminuidos psíquicos. Hacer el idiota es por tanto, una manera de romper el sentido de la vida ordinaria. El que no es un idiota, aparentemente no tiene problemas de sentido en su vida. Se despierta y sigue su rutina diaria sin que todo aquello le parezca absurdo: se despertará con el despertador, irá a trabajar, seguirá las normas morales y de cortesía correspondientes, etc. En cambio, cuando todo esto se nos vuelve absurdo, cuando se abre una distancia radical e insalvable entre la vida que llevamos y la vida que querríamos llevar, cuando esta vida que llevamos no consigue movilizarnos, cuando no consigue inflamar nuestro deseo de vivir, entonces, cuando ya nada tiene sentido y cuando no hay motivo por el que levantarse ni actuar, se necesita de algo que rompa con ese sinsentido y vuelva a prender nuestro deseo. Es el momento de ir en busca de lo que nos vuelva a poner en marcha. Precisamente, buscar el idiota interior es, de alguna manera, volverse un idota, es decir, olvidar el sentido común, olvidar la moral y el lenguaje ordinario, tan gastado y fosilizado, para reencontrarnos con nuestros deseos, los cuales ya casi habíamos olvidado. Hacer el idiota nos expulsa de esa lógica que se ha tornado absurda para nosotros, haciendo que la vida recobre un sentido. De esta manera, la vida vuelve a encontrar un resorte que le impulsa a actuar.

Además, Stoffer señala que el hecho de buscar el idiota, es algo que debe hacer cada cual por sí mismo, pues “nadie lo va a hacer por ellos”. Este personaje asume la soledad y el aislamiento radical en el que nos encontramos. Asume que no vendrá un Mesías para donarnos la salvación desde fuera. La solución, si llega, la habrán de buscar ellos mismos. No hay otra salida: la lucha por poder vivir o la muerte. El grupo, por tanto, es una respuesta de un conjunto de individuos para tratar de salir de esa vida que ya no soportan. Para ello, formarán un vínculo de amigos, en el que de alguna manera, se romperá con el aislamiento del que se escapaba.

De todas maneras, hacer el idiota es un poco más que todo esto. Hacer el idiota es una actividad ambigua, doble, que no siempre tiene los mismos objetivos. A rasgos generales, podemos encontrar dos modos fundamentales de hacer el idiota: hacer el idiota hacia fuera y hacer el idiota entre ellos.

Hacer el idiota hacia afuera

Hemos dicho que, en parte, el grupo nace como una huida. En efecto, se huye de esa sociedad en la que viven y contra su absurdo. Detestan el mundo en el que viven y por eso, tomarán distancia. Una manera de hacer esto, consistirá en adoptar el papel de disminuidos psíquicos en dicho mundo. De tal forma, obtendrán diferentes beneficios: irse de los restaurantes sin pagar, chantajear a los “buenos ciudadanos”, conseguir dinero vendiendo regalos inservibles o simplemente, divertirse ante las actitudes de aquellos que incapaces de salir del “sentido común”, aceptarán todo lo que éstos les reclamen o se revelarán enteramente hipócritas. No obstante, esto no supone sino una de las caras visibles de su actividad. En realidad, ésta va mucho más allá. Se trata de un ataque directo contra ese mundo en el que viven. Su actitud será la de introducir una distancia. En las comedias griegas, se acostumbra a partir de la presentación de una pareja de individuos, el listo y el tonto. Finalmente y de manera paradójica, el que aparentemente era el listo, acabaría mostrándose como el tonto de verdad, y en cambio, el que parecía ser el tonto, resultaría ser el más sabio. Es la estructura irónica de la comedia. De tal manera, se atacaba a través de la burla a algunos individuos o actitudes que aparentemente, eran las más elevadas. Pues bien, en Los idiotas nos encontramos con un mecanismo irónico que problamatiza el sentido de la sociedad. En una sociedad como la actual, ¿quién es el tonto? ¿El que es reconocido como un buen ciudadano, el cual no se aparta del sentido común, o aquellos que apartándose, dejan de lado y olvidan esas absurdas convenciones preestablecidas? ¿Quién es más idiota, aquellos que conocen las normas de conducta adecuadas, o aquellos que las han olvidado? Hacer el idiota, así, supone un ataque que pretende cortocircuitar el sentido de la sociedad que deploran. Es tratar de desvelar que más allá de la aparente coherencia de todo, nada tiene sentido. Esa es su burla. Una burla violenta, pero a su vez, una burla que al reír llora su impotencia, pues en el fondo, no ha conseguido desplazarse o cambiar esa realidad que ataca y que no soporta.

Tras este mecanismo irónico está la mano de Lars Von Trier, quien está convencido de que “la provocación es una manera de hacer pensar a la gente”1. Por eso, tal vez de manera análoga, el grupo aún guarde alguna esperanza de que mediante sus prácticas puedan hacer pensar a la gente.

En cualquier caso, no hemos de olvidar que nuestro grupo de amigos está dolido con la sociedad. Dicho ataque, por tanto, también supone su particular venganza. De alguna manera, mediante la ironía, se trata de distanciarse y elevarse por encima de esa vulgaridad sinsentido que tanto dolor les inflinge. Por eso a veces, parecerá que hacer el idiota es reírse de la gente. Empero, no es verdad. Hacer el idiota es la manifestación de la impotencia que surge en la experiencia de no poder cambiar ese mundo que los atormenta. Es un ataque que intenta romper con el velo bajo el que se camufla todo ese absurdo llamado “moral”, “lenguaje correcto”, etc. Lo que pasa es que dicho ataque, es un ataque desesperado, que si bien hace evidente lo absurdo de la realidad, no logra que toda esa gran mentira se venga abajo. Por eso, en su propio expresarse se desespera y se carga de cierta violencia contra aquellos que reproducen ese mecanismo ciego. No obstante, hacer el idiota no busca burlarse de nadie, sino que persigue romper con el sentido establecido, para que de tal forma, pueda aparecer un sentido nuevo y más auténtico, con el que la vida pueda recobrar su impulso vital y por fin, llegar a vivir.

Hacer el idiota entre ellos

En cualquier caso, a parte de hacer el idiota fuera de la casa que tienen como sede, es muy significativo ver que dentro de ella también despliegan esta actividad. Sin embargo, la naturaleza de una y otra son diferentes. Dentro de la intimidad del grupo, sacar al idiota interior más bien instaura una lógica-otra que les posibilita muchas cosas que, anhelándolas, hasta entonces no podían si quiera llegar a proponer. El idiota no tiene vergüenza, exterioriza sus sentimientos, deseos y apetencias. De esta forma, liberados del corsé de la cultura y de las buenas normas de conducta, aflorarán los deseos más locos, pero sobre todo, una urgente llamada a formar una alianza de amigos. Disgustados con el aislamiento y privacidad a la que conduce el mundo en el que viven, haciendo el idiota, logran establecer unos fuertes vínculos afectivos entre ellos. Surge el grupo de amigos y todos gozan de la potencia que obtienen de ello. Aparece la auténtica comunidad, un amor que se manifiesta con un modo de expresión jamás antes empleado, etc.

Por tanto, si bien hacer el idiota de manera externa suponía una especie de ataque a eso que detestaban, hacer el idiota entre ellos responderá más bien a su deseo/necesidad de crear un nosotros, una colectividad ajena al orden y moral habitual, la cual se rija no ya en función de unas convenciones que se han vuelto absurdas y que ahogan la vida, sino en función de sus sentimientos y sus deseos más íntimos y comunes2.

El idiota externo y el idiota interno: dos formas de una expresión desesperada

Hemos partido de la constatación de que el grupo de idiotas nace de la honda insatisfacción que genera la sociedad que les rodea y las vidas que llevan. No obstante, de alguna forma, si no se busca el idiota interior que todos llevamos dentro, no se puede expresar debidamente ese dolor. En una sociedad de individuos aislados, las quejas y los pesares quedan recluidos a la intimidad individual o grupal. Las normas de decoro y la creencia de que los problemas son problemas individuales están muy extendidas. Existe el miedo a exponerse y mostrarse vulnerable. En cambio, si alguien se expresa en el ámbito de lo público, seguramente sus palabras se las llevará el viento sin que ni siquiera se escuche su eco. Esa es la imposibilidad del individuo de expresar un dolor, que en realidad, es mucho más que su dolor, pues es un dolor colectivo.

Por si esto fuese poco, no es que el aislamiento se nos imponga, sino que se impone y nosotros lo afianzamos una y otra vez con esa moral que hemos interiorizado, o simplemente, y esto es lo más habitual, con el miedo que sentimos a salir de todo lo que constituye la normalidad: decir la anormalidad, vivir la anormalidad, sentir la anormalidad. Es ese miedo que nos ocupa en sobrevivir y nos imposibilita a luchar por llegar a vivir, el que se sitúa en el centro. Es el temor por no perdernos en la exclusión social.

Frente a esto y, superando ese miedo, buscar el idiota interior constituirá una tentativa que persigue un decir-otro. Cuando se puede decir todo, pero por eso mismo, nada cuenta, la expresión es absorbida por el silencio. Entonces surge un terrible sentimiento de impotencia. Éste puede hacer que nos desesperemos, resignándonos, pero también que estallemos no pudiendo aguantar más. Hacer el idiota, de hecho, constituye ese estallido. Cuando las palabras no sirven para expresarse, se ha de encontrar otro medio que lo permita.

Hacer el idiota es por tanto, una expresión desesperada, que en plena sociedad, manifiesta a su manera la repulsa e insatisfacción que aquélla y su propia vida les produce. Se visibiliza la propia herida a modo de provocación y, en definitiva, con ello, se ataca a eso que los está hiriendo tan mortíferamente.

Por otro lado, dentro de la colectividad del grupo de amigos, hacer el idiota les permite expresar sus deseos más locos sin ningún tipo de vergüenza. Pueden llegar a decir aquello que mediante las palabras no se atreverían a formular. Es en ese marco como haciendo el idiota (sólo algunos, otros no), en numerosas ocasionas, todo el grupo se fundirá en un multitudinario abrazo. En otras, simplemente, hacer el idiota le permitirá a algunos expresar el sincero y cálido afecto que sienten los unos por los otros.

Hacer el idiota es por tanto, una expresión desesperada a la que no pueden renunciar, por ser la única y la más auténtica forma de expresión que tienen. En ese sentido, les sirve tanto para manifestar su infelicidad con las vidas que llevan, como para mostrar la dicha que experimentan dentro del grupo.

Justificación de la práctica idiota

Buena muestra de su carácter de expresión desesperada es el hecho de que los propios miembros del grupo reconocen que no se puede justificar su práctica. Reconocen sin duda, la existencia de personas con verdaderos problemas psíquicos y también la del llamado “tercer mundo”. No obstante, ellos no necesitan justificación, pues hacer el idiota es lo único que pueden hacer. Su acción surge de la nada, de manera desesperada cuando la impotencia les obligaba a decidir entre la muerte de la resignación y lo doloroso de enfrentarse al miedo de buscar una expresión y una vida-otra. Cuando no se puede soportar por un segundo más ni el silencio ni el abrumador torbellino de un ruido que todo lo calla, ha de aparecer algo que rompa ese horizonte.

A quien se le amenaza con la muerte, no necesita justificaciones, simplemente trata de vivir por todos los medios. De la misma manera, a quien se le cosen los labios tratará de expresarse como sea, sin buscar nada que lo legitime para ello.

Heterogeneidad del grupo

Uno de los rasgos más inquietantes del grupo es su heterogeneidad, pues de él forman parte personas que no hacen nunca el idiota. Esto, en realidad, no vendría sino a hacer más patente la no trivialidad del grupo. El grupo se constituye porque toda una serie de personas lo necesitan. Todas ellas, ante su insatisfacción, necesitan adoptar otro modo de vida. Algunos llegarán a expresarse de otra manera, pero a algunos les bastará con experimentar una realidad-otra, dándole la espalda e ironizando sobre ese mundo y esa vida suya que detestaban.

Por eso, la práctica que aquí estamos comentando, constituye una práctica total, que moviliza la propia vida en todos sus niveles: lenguaje, cuerpo, sexualidad, cultura…

Se experimentará con la propia vida, pues ella es la que está en juego.

El problema de la implicación

Precisamente, este es el gran problema con el que al final de la película se encontrará el grupo: el compromiso. ¿Nos va la vida en el grupo y su práctica, o no? ¿Se trata de un juego, o al contrario, se trata del asunto más serio de todos, de la lucha por llegar a vivir?

Como hemos dicho, el grupo está formado por miembros heterogéneos. Algunos da la impresión que se dedican a él enteramente, otros en cambio, acuden a él ávidos de esa realidad otra, tras ir a trabajar en ese “el mundo real” o tras atender a su “familia real”. No obstante, en determinados momentos, el grupo pasa por momentos de crisis, en los que se experimenta un terrible dolor (pérdida de Josephine, encuentro con grupo con Síndrome de Down, etc.) en el que el propio sentido del colectivo se pone en cuestión. Durante la existencia del grupo, como luego, tras su dispersión, sus miembros reconocen que allá, en ese marco, consiguieron ser felices. Es una constante durante toda la película, el hecho de resaltar como en aquella situación estas personas lograron ser felices como nunca antes lo habían sido y como jamás lo volverían a ser. No obstante, cuando las brechas de sentido se abren, ante la problemática por el sentido del grupo, se ve como ese grupo, en apariencia tan heterogéneo, puede dividirse en dos subgrupos: el formado por aquellos que ven el colectivo como un juego, es decir, como un balneario al que acuden a diario para curarse de sus pesadumbre diaria, y por otro lado, el constituido por los que sienten que su vida se pone en juego en ese grupo y en esa práctica.

Se abre la pregunta por el sentido. ¿Qué sentido tiene hacer el idiota si ese corte introducido respecto a lo real, es sólo un juego, un alivio que permite retornar con cierta energía a esa realidad que detestamos, con la esperanza de que tras su suplicio, volveremos a encontrarnos en el grupo? Por eso, Stoffer no puede permitir que el grupo siga con tal indeterminación. Esa es la cuestión, para aquellos que el grupo constituye un juego, el grupo ya está bien tal cual. En cambio, para los restantes, si no se puede ir más allá, si no se implican enteramente y cortan de manera efectiva y no ficticia con esa realidad que detestan, entonces, nada tendrá sentido, pues será eso, una farsa, un mero juego. Stoffer se muestra radical.

Llegado este punto, se irá eligiendo por sorteo cada vez a un miembro. Entonces, ése deberá acudir al lugar al que más atado se sientan de esa realidad que detesta (generalmente serán la familia o el trabajo estos lugares de mayor vinculación con lo real) y hacer allá el idiota. Tal práctica constituiría la muestra de un compromiso total con el grupo, el cual se configura para romper con lo que todos odian y para crear un espacio-otro en el que poder respirar aire nuevo.

Teóricamente, todos están de acuerdo. Es evidente. Todos odian las vidas que llevan fuera del grupo, todos sienten esa atroz falta de sentido fuera del grupo y por tanto, ¿cómo podría justificarse el no querer romper con él?

No obstante llega la práctica y todas las intentonas comienzan a fallar. Aunque lo intenten, los miembros del grupo no encuentran la fuerza suficiente como para cortar con el mundo real. Tienen un terrible miedo a quedar apartados de él, dependiendo sólo de un grupo de un puñado de amigos.

Ante esto, irremediablemente, el grupo se disolverá. Si no pueden pasar de la esfera del juego, el grupo no tiene sentido. Eso todos lo saben; por eso ninguno podrá defender la continuidad del grupo. Dolidos, tristes, pero incapaces de revelarse verdaderamente contra eso que odian, el grupo se disuelve.

Tras la disolución, nunca más habrá contacto entre los participantes. ¿Qué decir, cómo hablar, cuando se logra abrir un espacio colectivo con sentido y, coactados por el miedo, surge la imposibilidad de comprometerse con convicción? ¿Qué decir al que como tú, sabe que has preferido resignarte, en vez de jugar hasta el final en ese combate por vivir? ¿Cómo mirarse a la cara?

Un final ambiguo

De todas maneras, el final de Los idiotas es ambiguo. Tras la disolución del grupo, toda una serie de personajes hablan de su experiencia dentro de aquel marco. Todos ellos parece que se han resignado, reincorporándose y aceptando esa sociedad que se les hacía insoportable. En cualquier caso, ninguno puede negar que aquella, la del grupo, fue la etapa más feliz de sus vidas. Resignados, señalan que aunque saben que para Stoffer nunca constituyó tal cosa, aquello fue en realidad un juego. Y sin embargo, reconocen que no han guardado contacto con nadie del grupo. Por supuesto: ¿cómo poder soportar la mirada de aquel que sabe que pudiendo luchar por vivir, aceptaste resignarte a sobrevivir?

El final no podría ser más amargo. Nos muestra la necesidad y, al mismo tiempo, la imposibilidad de llevar más allá esa lucha que tan felices les hizo ser. Evidencia la ingente fuerza despotenciadora del miedo: miedo a ser excluido, miedo a entrar en la “anormalidad”, etc. Un miedo que no permite llevar hasta el final esa lucha por liberarse. Además, nos muestra la desesperación de Stoffer, su terrible impotencia, cuando ve que uno por uno, ninguno es capaz de implicarse hasta las últimas consecuencias con aquello. Ve como todos ceden ante el miedo.

Por otro lado, a este final desalentador le hemos de sumar el episodio de Josephine. Esta joven, pese a que no sabemos cómo llega al grupo, dentro de éste, a la vista de todos lleva una vida feliz y sin excesivos problemas consigo misma. No obstante, un buen día la realidad llega hasta ella. Su padre se presenta en la casa del grupo y se lleva a Josephine alegando estar preocupado por su estado psíquico. Desvela que Josephine tenía problemas y tenía que medicarse. No se cree que su hija pueda estar bien sin medicarse (se fue de casa dejando allá los medicamentos). No se nos aclara exactamente qué problemas tenía fuera del grupo. No obstante, sus miembros saben que Josephine no corre ningún riesgo entre ellos; han visto cómo ésta había llegado a ser feliz allá y cómo estaba floreciendo. De hecho, ninguno había sospechado que Josephine tuviese problemas más serios que los del resto en ése, “el mundo real”. En cualquier caso, el grupo no se muestra lo suficientemente fuerte y no consigue que Josephine, como es su voluntad, pueda permanecer en él3. El peso de la realidad, una vez más, se muestra excesivo.

Sin embargo, hasta ahora prácticamente no hemos hablado de uno de los personajes centrales: Karen. Ésta es la última en llegar al grupo. Al principio le cuesta adaptarse, no comprende qué hay tras las prácticas de ese colectivo de personas. Empero, poco a poco irá integrándose plenamente en el grupo y llegará a ser feliz. No obstante, su caso es diferente al de la mayoría de los participantes. Para ella el grupo tampoco constituye un juego, sino algo que va mucho más allá, estando en juego la propia vida. En un final prodigioso, Lars Von Trier nos explica qué llevó a Karen al grupo. En el momento en el que éste se está disolviendo, Karen quiere mostrar a todos que el grupo, pese a su inminente disolución, sí que tuvo un sentido. No fue una mera farsa. Para eso, decidirá retomar la prueba que los restantes no han conseguido pasar: irá a su casa, a hacer el idiota delante de su familia. Una vez en la casa, se nos desvela que el hijo de Karen murió pocos días antes de que ésta llegase al grupo. Cuando aquello ocurrió, el sentido de la vida se hizo añicos para ella. Ni siquiera acudió al funeral, sino que ante el absurdo que la rodeaba, de alguna manera, huyó. Fue entonces cuando de manera fortuita dio con el grupo de idiotas. Con éstos, nuevamente consiguió que la vida volviese a tener un sentido. Volvió a ser feliz, volvió a amar con la misma intensidad con la que una vez amó a su hijo. En el grupo, Karen consiguió superar el vacío, el vacío de sentido y también el vacío de un tú con el que formar un nosotros. Por eso, ella puede superar ese límite que a todos se les impone como barrera infranqueable. La familia de Karen la desprecia por no haber acudido al funeral. Cuando se quedó sin su hijo, sabía que estaba completamente sola, que no tenía nada ni a nadie. Por eso puede dar un paso más en la implicación con el grupo. Karen llega al grupo sin nada; por eso puede desafiar de una vez por todas a la realidad, pues ella, no tiene nada excepto el grupo de amigos al que hace poco ha accedido. Puede seguir luchando hasta el final, ya que no tiene nada, excepto eso por lo que lucha, el grupo4. Por eso podrá hacer el idiota delante de una familia a la cual ya no pertenece y que la trata con desprecio. ¿Qué le importa romper con una realidad con la cual ya nada comparte? Ahora todo lo que tiene es el grupo.

En ese sentido y, pese a lo terrible de ver a una Karen que lo ha perdido todo, ésta muestra que aquel experimentar con la vida sí que tuvo sentido. Pasase lo que pasase, al menos, en esa lucha por vivir, aquellos que lucharon, llegaron a ser realmente felices.

No obstante, el final es todavía más ambiguo que todo esto. Lars Von Trier nos hace comprender a través de su película que el grupo se disuelve. Sin embargo, si bien se recogen los testimonios de la mayoría de sus miembros, echamos en falta el de los dos personajes más centrales: Stoffer y Karen. ¿Qué significa esto, que cada uno por su cuenta han seguido la lucha contra esa realidad que ya no es la suya y a la que no quieren conformarse? Seguramente no. Lo más probable es que el destino de Stoffer y el de Karen sean distintos. O tal vez no, quizá ellos sí que pudieron seguir en común su destino, apoyándose uno en la fuerza y el calor del otro. ¿Quién sabe? Algunos estarán convencidos de que ante la imposibilidad de vivir, fueron seducidos por el abrazo de la muerte. Que cada cual saque sus propias conclusiones, que cada cual busque por sí mismo la verdad de esta película.

“El voto de castidad” de Dogma 95

Para concluir con este comentario de Los idiotas, me gustaría señalar un aspecto decisivo para lo que aquí estamos poniendo en juego. Hemos hablado ya mucho sobre cómo hacer el idiota constituye una forma de expresión-otra. No obstante, la propia película ya es de por sí un intento de decir “la verdad” a través de un decir cinematográfico otro. Para una serie de directores, desde los años 60 el cine había llegado a una decadencia tal, que habiendo perdido su autenticidad, ya no era capaz sino de producir ilusiones (las cuales favorecían a la ideología reinante, encubriéndola). Por eso, les parecía necesaria una nueva técnica cinematográfica que rompiese con ese cine decrépito, en favor de un arte auténtico. Es de esa necesidad de donde surgió el manifiesto Dogma 95.

Entre esos directores que veían la necesidad de subvertir el arte cinematográfico estaba Lars Von Trier, el cual jura en su manifiesto Dogma 95: “Mi fin supremo será hacer que la verdad salga de mis personajes y del cuadro de la acción”5.

Por eso, al ver esta película, no hemos de olvidar que se enmarca dentro de este contexto y con unas pretensiones bien definidas. De hecho, Los idiotas es también conocida como Dogma 2, al ser la segunda película producida desde que se redactara el ya mencionado manifiesto. Siendo así, que cada cual juzgue si aquí Lars Von Trier consigue atravesar la crisis de las palabras diciendo la verdad a través de éstas, sus particulares palabras.


1. Palabras de Lars Von Trier en STIG BJÖRKMAN, Tranceformer: A portrait of Lars Von Trier, 1998

2. Más allá de nuestra crítica a eso que se le llama “sentido común”, que no es sino un sentido prefabricado y ligado al miedo, defendemos un sentido común diferente, el cual va ligado a eso común que hay en nosotros y que permite que independientemente de la individualidad de cada persona, exista lo colectivo, los puntos de encuentro, puntos compartidos en los que entenderse y cooperar.

3. Este episodio problematiza desde un nuevo ángulo el problema ontológico del grupo: ¿Qué es, un juego o precisamente, todo lo contrario? En el caso de Josephine, al menos, parece claro que aquello no era un juego, sino la batalla a través de la cual estaba consiguiendo salvarse y vivir.

4. Lamentablemente, un grupo que se está disolviendo.

5. Von Trier, Manifiesto Dogma 95, Copenhague, 13 de Marzo de 1995