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Impostura

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El texto titulado “Impostura”, que aquí se resume, se propone examinar las transformaciones que las condiciones presentes de la vida social suscitan en la lengua común y las dificultades que contribuyen a crear en cada uno de nosotros para situarse en relación consigo mismo, con el otro y con la sociedad. Estas condiciones forman parte de los procesos modernos de dominación y los agravan.

En el lenguaje humano podemos distinguir dos polos, la lengua y el código. Cada locutor de su lengua, sobre todo si ignora, en el doble sentido de la palabra, las categorías de la lingüística, sabe qué hace hablando y al mismo tiempo sabe qué hace la lengua. Sabe que si dice glúcidos o lípidos, podría sustituir estas palabras por fórmulas químicas sin perder sentido. Pero sabe también que si dice mar, el poder de significación de esta palabra no se restringe al concepto de una cierta realidad natural que existe sobre el globo terrestre sino que suscita una representación mental y afectiva, y quizá también sensorial, más o menos difusa, como una filigrana, de innumerables significaciones que esta realidad ha formado en el espíritu de los hombres desde la noche de los tiempos hasta el instante mismo en el que un individuo singular la pronuncia. Cada uno sabe, pues, que la lengua está dotada de un doble poder. Por un lado, el de codificar (se podría decir, incluso, cifrar en el sentido de cifrar un mensaje) los elementos o cosas que distinguimos y juntamos para constituir el mundo, lo que nos evita así tener que transportar e intercambiar “las cosas mismas” cuando queremos tratar con el otro. Por otro lado, la lengua tiene un poder simbólico o figurativo que evoca, en la palabra al mismo tiempo que en la cosa, toda un aura de aspectos y de significaciones que sería vano intentar saber si propiamente le pertenecen o constituyen la sedimentación de los pensamientos y los sentimientos de todos los que han pronunciado esta palabra.

Decimos generalmente “lengua natural” para distinguir la lengua dotada de sus dos facultades (simbólica y de codificación) de lo que sólo es código: las jergas técnicas, los símbolos matemáticos, químicos u otros, las señales de tráfico, los códigos de barras, etc. Este calificativo de “natural” puede parecer del todo injustificado: es evidente que las lenguas son productos, obras maestras, de la invención humana. Pero si la miramos desde la propia subjetividad de ser que habla, esta palabra “natural” es ciertamente pertinente: la lengua materna, que se forma y se desarrolla al mismo tiempo que nosotros, la percibimos como una “segunda naturaleza”. Y en el mismo momento, con la evidencia incontestable de un hecho natural, se nos impone el vínculo entre la palabra y la cosa como rigurosamente necesario y no “arbitrario”. Esta cosa puede ser perfectamente definida, acabada, y entonces la palabra sólo la codifica. Pero, como acostumbra a ocurrir, puede comportar también una parte de indefinición, una parte de realidad que constantemente se renueva y se descubre a lo largo de nuestra vida, de nuestros intercambios con otros, etc. Lo que nos dice la lengua natural es, al mismo tiempo que un estado del mundo, su inacabamiento.

En cada uno de nosotros, la lengua es la vez memoria y revelador del mundo. En cada uno de nosotros pero también en la sociedad a la que pertenecemos. La lengua constituye a la vez el órgano y la sustancia de la conciencia que tengo de mi mismo y del mundo; y en tanto que lengua común, es una de las matrices más fecundas de la conciencia social. Que el mantenimiento de su poder simbólico sea vital para la armadura psíquica del individuo, es algo que se verifica en las circunstancias extremas en las que la persona es atacada en su dignidad elemental, en la certidumbre íntima de ser humano, como lo atestiguan ciertas narraciones de deportados y, hoy día, ciertos testimonios sobre el “sufrimiento en el trabajo”. Este carácter vital de la lengua, que es a la vez figura y, por decirlo de algún modo, cuerpo de la dignidad, de la integridad personal, se afirma también recíprocamente en el hecho de que para asumir esta función, hace falta que las palabras que pone en nuestra boca sean asignables a un sujeto indentificable, que emanen de un pensamiento o de una sensibilidad individual o compartida, por lo menos localizable en la inmensidad del tejido social de las palabras emitidas. Pero hoy la palabra circula en un espacio social casi sin referentes: ¿a quién hablo, quién habla a partir de mí, quién me habla, etc? Hemos alienado el espacio de la lengua a una multitud de emisores que no son nadie. Y quizá más grave aún: la lengua común está invadida por todo tipo de lenguajes técnicos que funcionan bajo el modo del código. Las palabras de un código no requieren ser asumidas por nadie. Cuando las adoptamos, bajo la presión del principio soberano de la instrumentalidad, nos desasimos de nuestra palabra, dejamos que el código hable en nuestro lugar.

Este tipo de palabra, así como los lenguajes y las jergas a las que pertenece, no implica para nada a quien la pronuncia, transmite de las cosas una noción pura de todo rasgo de subjetividad temporal o social y libre de todo anclaje en un devenir. Las capta fijadas y finitas, como la ciencia o la técnica las recortan en el flujo de lo real y fija el caleidoscopio del mundo en una configuración particular. En estos lenguajes artificiales, objetivos, ya no se dice una experiencia sino que precisamente es el objeto quien habla. Nosotros no somos más que su vehículo: máquinas de hablar.

La influencia cada vez mayor que estos lenguajes objetivos ejercen sobre el intercambio social contradice el principio de igual legitimidad que tenemos cada uno de nosotros para hablar (principio fundador de toda sociedad libre) y confiere un privilegio a la competencia y a los que pueden (con derecho o por impostura) valerse de él, reforzando así la dominación.

Otra consecuencia, más insidiosa, de esta maquinización, es que aplica sobre nosotros mismos el principio de instrumentalidad. La adopción de este lenguaje objetivo conlleva una objetivación de nosotros mismos. ¿Dónde está situado el “yo” del deportista de competición, sino fuera de sí mismo, en un dispositivo en el que se halla sujeto a los dirigentes de la institución deportiva, a su entrenador, a los médicos especializados, etc? Este “yo” posee un cuerpo que es su instrumento, su máquina, su “fórmula 1”, que debe regular, acondicionar, alimentar con combustibles especiales, etc. En lo esencial, también nosotros dirigimos sobre nosotros mismos la misma mirada de extranjero. Para hablar de nosotros mismos, antes tenemos que escindir lo físico y lo psíquico, ya que el dualismo cristiano nos ha infligido esta debilidad. Después adoptamos un lenguaje de la seguridad, el lenguaje de quien sabe y actúa. Es el lenguaje propio de los médicos del alma y del cuerpo y de todos los especialistas que velan por nosotros o, todavía peor, el lenguaje del empresario (yo “gestiono” mi sexualidad, yo “vendo” mis ideas, yo “negocio”…)

La representación que así construimos de nosotros mismos es profundamente frustrante y angustiante. Si la ciencia dura sólo consigue construir imágenes discontinuas, y a menudo incompatibles entre sí, del ser humano, tanto psíquico como físico, nosotros los profanos tan sólo podemos darnos fragmentos aún más incoherentes, aproximativos y a menudo falsos que, además, son cotidianamente desmentidos y remplazados por otros. Así, lo que miramos, desde fuera, como nosotros mismos, no es más que una quimera horrorosa. A menos que no se trate de una visión anticipada de nuestra descomposición… La exigencia que nos dirigimos a nosotros mismos al mirarnos como un objeto es la de la funcionalidad y la de la transparencia. Bloqueamos en nosotros lo aberrante, lo perturbador, lo secreto: realizamos el ideal del puritano. El colmo del puritanismo hoy es la pornografía, la maquinización del erotismo. Desde esta perspectiva, nuestro ideal de yo es la máquina.

No se trata aquí de la máquina de la edad mecánica, con la que tratábamos principalmente en el trabajo y que dominaba al obrero por la fuerza y la negación de su humanidad. En la era informática, la máquina se nos impone mediante la fascinación y la seducción que ejerce su parecido con nosotros mismos. Además, no nos abandona, nos acompaña tanto en la vida profesional como en la vida privada. Es nuestro doble. A no ser que sea al revés y que seamos nosotros su doble, ya que nos podemos preguntar si no le estamos otorgando, conscientemente o no, una realidad superior a la nuestra. Encontramos aquí la “vergüenza prometeica” analizada por Günther Anders, este sentimiento de inferioridad que se apodera de nosotros frente a la perfección de la máquina y de sus actos. Anders pone en relación este sentimiento con la “vergüenza” que hay en el ser humano de haber nacido. Somos el fruto de una historia insondable y sin límites, el fruto del encuentro contingente entre dos seres humanos, ellos mismos nacidos y contingentes… Pero también somos, retomando las palabras de Hannah Arendt, un comienzo. Un ser azaroso e inacabado… Y he aquí ante nosotros la máquina, saliendo completamente armada del cráneo de Atenea, acabada, perfecta, que ciertamente se usa y se amortiza pero que no vive ni muere y que efectúa las tareas propias de nuestros brazos, de nuestras manos, de nuestro cerebro… con una potencia y una infalibilidad que nos ridiculizan.

La tentación del mimetismo también es fuerte. Conduce a veces a superarse, pero algunas veces también a reducirse: a no pedir más al propio cerebro que al ordenador. Entre los millones de ensayos y de relatos producidos cada año por la supuesta ciencia o por el periodismo, cuántos se reducen a una serie de proposiciones factuales que se suman, se restan o se combinan (se contradicen) sin que ningún pensamiento venga a darles sentido…

Ahora bien, la seducción mortífera de la máquina y la objetivación de nuestra palabra bajo la influencia del lenguaje instrumental, se ejercen con la mayor virulencia en lo que constituyen los dos momentos más decisivos de nuestra vida cotidiana, el trabajo y el consumo, convertido hoy en una actividad casi tan técnica como el trabajo. Dicho de otro modo, para retomar el análisis de Hannah Arendt, en este día a día del producir-consumir en el que, por así decir, se olvida o se niega la memoria, esta memoria que a la vez ilumina nuestra libertad y forma la carne misma de nuestra lengua natural, viva.

Esta memoria, esta conciencia de haber “nacido”, es rechazada, erosionada, por el flujo constantes de todo orden que nos acosa por todos lados y nos confina en lo actual. Esta memoria también es erosionada por las invasiones en lo “propio” de cada uno que opera el control cada vez más sistemático de la vida cotidiana por parte de los diversos órganos de poder (político, policial, financiero, médico…) y que se traduce especialmente por nuestro avasallamiento (en el sentido cibernético) a lo que en inglés se llaman los “dispositivos socio-técnicos), tarjetas de memoria, etc. ¿Cómo distinguir nuestro voz propia en este guirigay? Así como la tecnociencia médica nos coloca en el exterior de lo que percibimos como nuestro interior, de la misma manera el flujo de imágenes, de sonidos, de palabras que envuelve y satura la atmósfera del planeta, y más allá, nos atrapa en una especie de éter de sustancia mental y sensorial que a la vez nos excede inmensamente y nos penetra íntimamente.

Esta casi imposibilidad de distinguir lo que nos habla desde fuera de lo que habla en nosotros (casi: porque una chispa de revuelta es suficiente para disipar esta confusión) confiere a la dominación poderes mucho más insidiosos que antes. El discurso del poder, fuera totalitario o “democrático”, traicionaba con crudeza su origen, incluso cuando apuntaba a penetrar y formatear el interior de los cerebros: neolengua orwelliana, L.T.R. [Lengua del Tercer Reich analizada por Víctor Klemperer], “falsa palabra estalinista”, bluff de la representación democrática… La mentira, la desinformación y la distorsión ideológica siguen siendo ciertamente instrumentos de dominación (cf. Chomsky) pero hoy en día la dominación mental y lingüística recurre principalmente a un sistema de participación universal (se impone a todos) y generalizada (trata de todo).

A diferencia de la participación que el totalitarismo exige mediante el terror, la participación liberal pretende ser interactiva, lo que es falso evidentemente, ya que las dos partes no interaccionan en el mismo plano de igualdad, como se puede ver en la relación entre encuestador y encuestado. El sistema que acoplaba, muy esquemáticamente, democracia representativa y fabricación del consenso (Chomsky), es decir, propaganda brutal e insidiosa, respondía a las necesidades del gobierno de una sociedad de masas. Permanece en vigor justamente cuando se trata de movilizar y de manejar las masas, para emprender una guerra, por ejemplo. Pero para el funcionamiento corriente de la sociedad, el gobierno de masas se ha transformado y perfeccionado como una gestión de las partículas que componen estas masas. La informática, sus memorias monstruosas, sus innumerables mecanismos de búsqueda, de transmisión (de chivatazo) favorece evidentemente esta gestión “a lo grande”, es decir, individuo por individuo y en “tiempo real”, es decir, en seguimiento constante. Pero el mecanismo central de este sistema no es precisamente mecánico: es la conminación, dirigida a cada uno, de definirse según todos sus parámetros: en tanto que ciudadano, consumidor, padre, hijo, etc. La conminación a consentir se disimula detrás de la de definirse, en los términos de la ingeniería social, evidentemente.

Plegarse a esta conminación, constituirse como una individualidad-código de barras que nos representa, simplifica ciertamente la existencia material. Sin embargo, nos prestamos a ello con una complacencia que se asemeja a la servidumbre voluntaria, como si renunciáramos a la exigencia de igualdad en el intercambio entre humanos. Y más que intentar saber, en nuestros propios términos, qué somos, ya sea como individuos o como colectividad, preferimos escucharlo de boca del politólogo, el sociólogo, el sexólogo, etc. Así, este discurso efectivamente objetivo que nos constituye desde fuera está, en gran parte, tomado él mismo en el régimen dominante de la palabra social que es el de la manipulación: la “com”. El único ámbito donde la sanción de la realidad tiene aún validez es el de la técnico y la ciencia llamada “dura”, lo que aún refuerza más su poder de fascinación y la tentación de imponer su lógica a todo el campo de lo humano. Pero a diferencia de las sociedades tradicionales, la sociedad actual no nos encierra en una identidad. El capitalismo vive de la puesta en crisis permanente. Esto vale también para cada uno de nosotros: es nuestra responsabilidad adaptarnos poniéndonos en cuestión y redefiniéndonos constantemente. De ello resulta una desvalorización y una intercambiabilidad de las cualidades que nos definen. Evidentemente, crea y enriquece la ilusión de igualdad: el rey puede esconder su desnudez bajo el incógnito de un sujeto. La lógica de la representación es llevada así hasta la identificación.

Los mass media son el instrumento esencial de esta impostura. Su eslogan, explícitamente o implícitamente repetido sin descanso, es “nosotros somos vosotros”. La televisión se presta bien a esta impostura, pues se basa en la confusión entre el que ve la imagen y el que ve la realidad. La pantalla hace pantalla a mi propia mirada sobre el mundo y coagula mi mirada junto en la de millones de otros telespectadores. Así se me niega todo lugar personal en la colectividad. “Inmensa voz que bebe nuestras voces” (H.Michaux). La televisión es uno de los componente más difusos y más invasivos de este éter de sustancias mentales y sensoriales que a la vez nos lleva y nos penetra. “Peces solubles” atormentados por la exigencia inalcanzable de “realizarse”, nuestra condición dominante es estar perdidos. Y simétricamente, la dominación parece hoy fundar su perpetuación principalmente en la liquidación minuciosa y constante de las condiciones de fijación de una conciencia y de coagulación de un sujeto, sin renunciar sin embargo al autoritarismo y a la violencia bruta. De aquí que sean pertinentes algunas formulaciones que Hannah Arendt aplicaba a la condición humana en régimen totalitario: esta “soledad”, esta “desolación” del que incluso en su soledad se ve “desertado de su propio yo”, y esta desaparición devastadora del “espacio entre los hombres”… Es ahí donde surge el otro que ninguna “diferencia” podría encerrar y donde pueden intercambiarse preguntas y respuestas y comprometerse, uno hacia el otro, en la responsabilidad. En una sociedad maquínica (estado totalitario, ejército, mercado “autorregulador”) el individuo no tiene otra responsabilidad que la de llenar su función y en absoluto la de asumir los fines ni las consecuencias de su misión. Este es principio tras el cual se escondía Eichmann. Su orgullo consistía en haber renunciado a la facultad de juzgar y, en consecuencia, su lenguaje era perfectamente estereotipado, como apunta Arendt.

Frente a Eichmann, podríamos poner a Claude Eatherley, el piloto del avión de reconocimiento que dio la señal para tirar la bomba sobre Hiroshima. No sólo rechaza ser un héroe porque sabe que no fue más que pieza del engranaje, sino que lo que hizo como engranaje lo juzga como un crimen y reivindica su culpabilidad… y no en nombre de una religión o de una moral establecida, sino solamente de la exigencia de ser plenamente un hombre (cf. Ver su correspondencia con Anders).

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Invocar el caso de Eatherlay, pero podrían ser muchos otros, apunta a relativizar el alcance del cuadro dibujado en este texto. Eppure si muove: ya que la persona, el individuo, la facultad de juzgar, la conciencia, el sujeto, la facultad de hablar la propia lengua… sobreviven. El mapa no es el territorio. Este cuadro no es la realidad: excluye de ella casi todo lo que producen la creatividad y la conflictividad. Es, de alguna manera, una “metáfora delirante” que remite quizás a lo que Dalí llamaba el “método paranoico-crítico”. Una bengala que, disparada desde un punto preciso de la extensión, ilumina por un momento una porción limitada del paisaje, sabiendo que éste sólo aparecerá más ampliamente cuando sea iluminado por otras bengalas, disparadas desde otros lugares…