Contenido →

El orden político del Estado-guerra

sigle.php sin uso

Lo que aquí está en cuestión no es un problema intelectual, sino que es algo que nos ha atravesado a muchos de nosotros durante bastantes meses. Es más, en este local1 y durante todos los meses que ha durado la invasión de Irak, nos hemos estado encontrando muchos de los que ahora estamos aquí. Planificando acciones, okupando edificios del Ayuntamiento… y siendo desalojados. Nos parecía que el lugar más oportuno para abordar la cuestión del Estado-guerra era precisamente en este local. Lo que voy hacer es una introducción muy esquemática que tiene la función de establecer un punto de partida para los debates.

Parto de la constatación ampliamente compartida de que la globalización – es decir, la mundialización – constituye uno de los momentos clave de la estrategia capitalista para hacer frente a lo que llamábamos la fuerza estructural de la clase trabajadora fordista. Es decir, la clase trabajadora ligada a la antigua fábrica, ligada al trabajo en cadena. La figura social que en Italia introdujeron con el nombre del “obrero masa”. Este trabajador había protagonizado un ciclo de luchas (el ciclo de luchas de los años 1969 – 1971) y contra él, contra su fuerza estructural, se dirigió toda una ingeniería económica, política y social. Evidentemente, en este punto, habría que hablar de las reestructuraciones capitalistas: la introducción de las nuevas tecnologías, la precarización, el paro, etc. La globalización habría que verla –por lo menos de entrada – como un momento más en esta escalada contra una composición de clase concreta que tenía un poder excesivo en el lugar de producción. El resultado de esta ofensiva, como es sabido, es una fuerza de trabajo que se llamará postfordista, que es flexible y móvil, permanentemente situada entre la inclusión y la exclusión, entre el trabajo y el no trabajo, entre la legalidad y la ilegalidad. Esta fuerza de trabajo será útil a un capital que prioriza el mercado y con él la internacionalización o libre circulación de los capitales, las mercancías y, menos evidentemente, de la fuerza de trabajo. Este capitalismo basado en la desregulación de los mercados y en la financiarización de la economía, este capitalismo global de base financiera, empieza en los años 90 a perder fuelle. Se producen caídas de las bolsas, fraudes, mentiras… El escenario resultante no es el prometido. La libertad de mercado en esta sociedad que se construye como una sociedad-red no ha producido el bienestar que se nos había prometido. Es más, podríamos decir que la globalización ha amplificado y extendido la propia crisis: descomposición de la sociedades, desvalorización relativa del Estado nación, explosión de las igualdades Norte/Sur, y sobre todo, extensión de una conflictividad vinculada al desorden que no se deja reconducir fácilmente. ¿Qué es en este contexto el 11 de septiembre de 2001? El 11-S, más allá de un acontecimiento absoluto, es un gesto nihilista que muestra la vulnerabilidad de la sociedad más avanzada. Se trata de una expresión de esta conflictividad de nuevo tipo, una conflictividad caótica que ni es explicable ni es dominable mediante el pensamiento estratégico clásico acostumbrado a manejar relaciones de fuerza. Es decir, tanto la revuelta de Seattle como el 11 de Septiembre – a pesar de su diferencia – son ejemplos de imprevisibilidad, de este desplegamiento de fuerza que porque se da en el plano de lo simbólico no se reconduce a la correlación de fuerzas. Pues bien, el Estado-guerra surge para hacer frente a esta conflictividad caótica con su imprevisibilidad, es decir, a esta conflictividad asociada y multiplicada por la globalización. Se autoproduce de tal forma que nada preexiste al Estado-guerra desde un punto de vista ontológico y político. El Estado-guerra se pone a sí mismo en su necesidad intrínseca. Se podría afirmar que estamos ante la paradoja siguiente: la desvalorización del Estado nación significa su renacimiento como Estado-guerra. El Estado-guerra sería, por lo tanto, este Estado para el que la política es directamente guerra, o sea, enfrentamiento armado.

La manera más rápida de decir esto, luego lo iré explicando, es hacer una referencia a Hobbes. Hobbes defendía el Estado como aquel organismo que, a cambio de hacernos perder libertad, nos sacaba de una situación de enfrentamientos y de guerra. Ahora es justamente a la inversa, el Estado que se constituye a partir del 11 de septiembre –el 11 S sería el detonante – este Estado-guerra aparece para hacer directamente la guerra. Ése es su horizonte. Dicho directamente, el Estado-guerra se forma para vencer, para imponer un proceso de indiferenciación generalizado sobre lo social en base a la dualidad amigo/enemigo. Este proceso de indiferenciación impulsado por el Estado-guerra produce una homogeneización, desplaza las fronteras, aniquila al enemigo. Esta homogeneización supone por lo tanto una anulación de las diferencias, y esta anulación es peligrosa porque bloquea el motor de la innovación social, porque no sabe tratar el otro sin confundirlo con el enemigo a matar.

Para el Estado-guerra solo hay un monstruo, o mejor dicho, un monstruo con dos caras, el terrorista y el inmigrante, que serían las nuevas figuras. Podríamos decirlo de otro modo: el Estado-guerra reduce la complejidad del mundo a partir de una política que es directamente guerra. Al final, lógicamente, se debería llegar a la indiferenciación del Estado-guerra en tanto que hecho uno con el mundo. El final tendencial debería ser este Estado que ha puesto la guerra en su corazón en y frente a un mundo uno pacificado. De esta manera habríamos entrado en una nueva etapa de la globalización cuyo nombre más adecuado es el de globalización armada. Por esta razón se puede afirmar que el Estado-guerra es un dispositivo capitalista de producción de orden. Ante el Estado-guerra como dispositivo capitalista de producción de orden no vale la pregunta ¿qué es? sino la pregunta ¿cómo funciona? Esto es lo que a continuación intentaré descifrar. El Estado-guerra es un dispositivo capitalista de producción de orden en un triple sentido. Primero, en tanto que dispositivo de interpretación de la realidad. En segundo lugar, en tanto que dispositivo de sobredeterminación de las relaciones y, en tercer lugar, en tanto que dispositivo de enmascaramiento de la realidad. Intentaré explicar brevemente cada una de las caras del dispositivo.

1. El dispositivo de interpretación de la realidad. El Estado-guerra surge ante todo para interpretar la realidad, aunque, nacido en una sociedad postmoderna, sabe perfectamente que la interpretación no tiene fin. Pero aún así el Estado-guerra debe evitar ser afectado por los acontecimientos: el Estado-guerra es un dispositivo de interpretación de la realidad porque debe hacer transparentes los acontecimientos. ¿Cómo evitar un procedimiento de interpretación eternizado que implicaría, en definitiva, una posición de pasividad?. El modo de hacerlo será mediante el ataque preventivo. El ataque preventivo, o mejor traducido, el ataque anticipatorio es la pieza central de la nueva estrategia de defensa. Si toda interpretación ejerce una violencia sobre la realidad, en este caso, la violencia es verdaderamente real. Gracias al ataque preventivo el Estado-guerra disuelve la opacidad de la crisis, visibiliza cuál es el adversario y da una salida a la crisis. Pero la interpretación de la realidad así efectuada tiene además una consecuencia importante, el Estado-guerra se pone como fundamento de la propia realidad. Podríamos decir que el Estado-guerra realiza una verdadera revolución metafísica. Es decir, cuando el orden ya no tiene una instancia trascendente que lo justifique, un Dios, un Emperador, o un Mundo más allá; cuando el orden ya no puede ser fundamentado – y por eso debe ser vaciado de contenido y hecho formal, como sucede en la sociedad postmoderna – entonces el Estado-guerra aparece como su único fundamento, como el fundamento de una realidad que se ha hecho una con el capitalismo. Ante la crisis de fundamentos postmoderna el Estado-guerra aparece, pues, como la respuesta. El Estado-guerra queriendo rehabilitar el pensamiento estratégico se pone como el único y verdadero fundamento del orden.

2. El Estado-guerra es, además, un dispositivo de sobredeterminación de las relaciones. Esta realidad – que hemos visto cómo se creaba – es una realidad ordenada. Ordenada gracias al conexionismo generalizado que lo abarca todo. Frente a esta realidad sólo caben dos opciones: o se está incluido, es decir conectado, o se está desconectado, es decir excluido, y esto pasa a todos los niveles, desde el individuo, a la ciudad concreta, pasando por las regiones y los países. La realidad es la de la sociedad-red caracterizada – como consecuencia de ello – por el aumento y diversificación de los actores, la interconexión y multiplicación de los conflictos, y la imposibilidad de contener en el interior de una dialéctica del conflicto el propio conflicto. En la realidad de esta sociedad-red, de esta sociedad hecha de flujos, la violencia caótica, es decir, los agujeros negros, las insumisiones, los enfrentamientos etc se extienden. O lo que es igual, la guerra se extiende porque se sale de sus propios límites, que son la dualidad amigo/enemigo, hasta abarcarlo todo. Se produce un desbocamiento de la guerra misma. De aquí que la solución militar clásica basada en la correlación de fuerzas militares sea totalmente insuficiente. El caso de Irak, con su postguerra, las discusiones que se suceden en la ONU, etc son el mejor ejemplo de que para hacer frente a esta conflictividad caótica se requiere una organización heterogénea no exclusivamente militar. Éste, creo, es uno de los puntos clave: el Estado-guerra debe ser una organización heterogénea no exclusivamente militar. La consecuencia inmediata es que el Estado-guerra no puede reducirse a un Estado militar, no puede reducirse a un Estado policía porque supondría su seguro fracaso. El Estado-guerra tiene que ser un dispositivo de sobredeterminación de las relaciones, es decir, un dispositivo capaz de reconducir toda relación a relación de sentido, de explotación o de poder. La manera de llevarlo a cabo consistirá en imponer una política de la relación que salve el momento de la decisión, de la decisión soberana y que – de algún modo – neutralice lo político. El problema es que esto es autocontradictorio, es decir, salvar el momento de la decisión imponiendo una política de la relación lo politiza todo. Dicho más directamente: el Estado-guerra se quiere apolítico y, en cambio, politiza todo lo que toca. En la medida en que el Estado-guerra sobredetermina la relaciones existentes se puede afirmar que produce y reproduce el mundo. El Estado-guerra crea su propio mundo, el mundo en el que habitamos, un mundo sin espacio ni tiempo, más exactamente un mundo formado por un espacio de lugares vulnerables y un tiempo no histórico, el tiempo que abre la decisión soberana del poder. En última instancia, se podría afirmar que el Estado-guerra captura la guerra para sí, es decir, el Estado-guerra captura y pone a funcionar la guerra en su propio provecho, y por ello puede crear un mundo.

3. El Estado-guerra como dispositivo de enmascaramiento. Tenemos el Estado-guerra y el mundo, su mundo. Para poder efectuar las anteriores operaciones, la interpretación y la sobredeterminación, el Estado-guerra tiene que ser también un dispositivo de enmascaramiento, es decir, debe disponer de los filtros convenientes. En primer lugar, un filtro para esconder lo que proviene de los límites de su mundo (no hay afuera) y, en segundo lugar, un filtro para esconder la propia fragmentación interna, o sea, la existencia de estrategias distintas de reorganización del mundo, unas más políticas y otras más estrictamente militares. El dispositivo de enmascaramiento consiste fundamentalmente en la producción de un gran relato unificador: Occidente frente al Mal. Occidente viene reivindicado como un conjunto de valores comunes: libre mercado, propiedad privada, antiestatalismo, individualismo etc. Éstos son los valores que se trata de impulsar. Este gran relato se quiere antinihilista cuando la marcha del Estado-guerra es absolutamente nihilista y culmina en un contrato social que es verdaderamente un anticontrato basado en la igualdad paradójica entre libertad y seguridad. De otra manera, el anticontrato que está detrás del Estado-guerra constituye la sociedad como una auténtica la sociedad del miedo.

El Estado-guerra como tal necesita también una cierta legitimación, lo que sucede es que la legitimación se da siempre a posteriori. La legitimación puede definirse, en su uso usual, como la adquisición de una legitimidad. Pues bien, la legitimidad es hija del éxito. Lo que significa que el Estado-guerra depende absolutamente de que tenga éxito en sus objetivos… No es algo sin importancia que no se encuentre a Bin Laden. Y no es algo sin importancia que no se encuentre a Saddam. Es decir, una de las debilidades del Estado-guerra es justamente la necesidad de legitimación mediante sus propios éxitos. Si el estado guerra funciona bien, es decir, si funciona correctamente como dispositivo de interpretación, dispositivo de sobredeterminación y dispositivo de enmascaramiento, si es capaz de fundamentar la realidad, reproducirla y legitimarse a sí mismo, entonces el Estado-guerra se oculta y no aparece como tal. Y esto es lo que cada día sucede. Eso es lo que cada día vemos en los periódicos. Se dice, por ejemplo, que Bush lucha por la defensa de la paz, se habla a lo sumo de militarización de las relaciones internacionales. Pero no más. El Estado-guerra se disuelve en la propia sociedad. Dicho de otro modo. Si nosotros queremos describir el Estado-guerra no podemos más que elaborar una lista inacabable: leyes de extranjería, recorte de las libertades, militarismo, crecimiento del sistema penal y de esta manera nos hundimos en una especie de fractal sin llegar a aprehender jamás completamente al Estado-guerra. Sucede que el Estado-guerra cuanto más penetra en la sociedad más se oculta como el todo que es. En este sentido es insuficiente hablar de guerra global permanente. Es obviar las causas y quedarse en los efectos. Por eso es ineludible realizar un desplazamiento: de la cuestión de la guerra al Estado que ha puesto la guerra en su centro.

Hasta ahora lo que hemos hecho es construir un modelo de funcionamiento del Estado-guerra. Ocurre, sin embargo, que del Estado-guerra no se puede hablarse en abstracto. Para poder atacar al Estado-guerra hay que situarlo, hay que inscribirlo en lo concreto. El Estado-guerra funcionando en el vacío, que es como lo he descrito, no puede ser atacado porque – casi me atrevería a decirlo – es una máquina con un funcionamiento perfecto aunque por sus consecuencias sea evidentemente una máquina de simplificación y de muerte. A este nivel de generalización se mueve aún la política que maneja grandes unidades como “la sociedad”, “la democracia”, “la Europa social” etc. Si deseamos atacar verdaderamente esta nueva forma del Estado tenemos que descender al nivel de una micropolítica y emplear categorías distintas. Es decir, inscribir el Estado-guerra en lo concreto significa tener en cuenta que no es suficiente con decir que es un estado de excepción permanente. La crítica desde el Derecho es totalmente incompleta. El Estado-guerra consiste en una readecuación interna al fascismo postmoderno en el que vivimos. Dicho de otra manera. De la mano del Estado-guerra se introducen elementos fascistas clásicos – un jefe, un pueblo, la muerte – en el fascismo postmoderno. Para ilustrar a qué me refiero con el término fascismo postmoderno lo mejor es dar un ejemplo bien cercano: el Forum Universal de las Culturas – Barcelona 2004. Se trata de un acontecimiento que se constituye como verdadera movilización total de la vida por lo obvio (sostenibilidad, paz, diversidad). El fascismo postmoderno o de la diferencia se construye sobre el individuo. Sobre el hecho de que cada uno de nosotros es capitalista de sí mismo. Frente al teatro de marionetas de Kleist, podríamos decir que la escena teatral que levanta el fascismo postmoderno es un teatro de los emprendedores. En esta sociedad todos tenemos que ser autoemprendedores. Autoemprendedores o bien residuos humanos. No hay otra alternativa. Ésa es la llamada igualdad de oportunidades.

Pero el Estado-guerra y el fascismo postmoderno no deben comprenderse como una dualidad. No se trata de que el Estado-guerra sea el palo y el fascismo postmoderno sea la zanahoria. La forma Estado propia del fascismo postmoderno es el Estado-guerra. No hay un dualismo, es lo mismo, lo que sucede es que esta mismidad es problemática porque el Estado-guerra remite a un mundo unívoco, sin tiempo y con un espacio único de seguridad, mientras que el fascismo postmoderno remite a un mundo múltiple con un multiplicidad de tiempos y un espacio estallado. La forma-estado del fascismo postmoderno es el Estado-guerra. Por eso hay que impulsar una misma lucha, aunque esté hecha de gestos radicales diferentes. Al Estado-guerra, hay que oponerle un gesto repetido, un gesto repetido que le obligue a mostrarse como es, desde los “espais alliberats contra la guerra”2 a la defensa de los derechos concretos. Frente al fascismo postmoderno, en cambio, no habría que oponer el gesto repetido que insiste sino el gesto creativo que sorprende e interrumpe: la apertura de espacios de gratuidad, el dinero gratis, etc.

La subversión del Estado-guerra no se hace desde el pacifismo o desde la mera defensa del Estado democrático, muy al contrario, la subversión del Estado-guerra consiste en luchar porque la guerra no sea capturada y puesta al servicio del Estado. Somos nosotros quienes tenemos que decidir cuál es nuestra guerra, cuál es nuestra lucha, contra quién queremos luchar. En definitiva, somos nosotros quienes tenemos que decidir cuál es el desafío y a qué nivel queremos plantearlo. Para terminar lo voy a decir brutalmente aún a riesgo de desorientar. El Estado-guerra nos produce miedo porque, en definitiva, antes ha capturado nuestro odio. Porque el Estado-guerra ha capturado nuestro odio nosotros odiamos al extranjero, odiamos al otro e incluso nos odiamos a nosotros mismos. Se trataría de reapropiarnos del odio porque el odio es el único modo de decir No, porque para expulsar el miedo yo creo que – aunque sea duro decirlo – sólo hay una manera: odiar. Se trataría, evidentemente, no de odiar al otro sino de odiar al Estado-guerra y sus dispositivos. Contra el Estado-guerra y el fascismo postmoderno hay que desplegar una guerra de guerrillas que combine formas de luchas diferentes, desde la defensa de la libertad hasta la interrupción provocadora basada en modelos de la crítica artística. Dicho más sintéticamente todavía, a la heterogeneidad constitutiva del Estado-guerra hay que oponerle la heterogeneidad de unas formas de lucha diversas cuya única vinculación es el querer vivir.


 

1. en Espai Obert (Blasco de Garay nº 2, Barcelona)
2. sucesión de okupaciones de edificios municipales que a lo largo de la campaña contra la guerra mantuvo espacios abiertos contra la guerra en el centro de Barcelona. Todos ellos fueron sucesivamente desalojados por el ayuntamiento.