19.12.2002
Contra el fatalismo tecnocientífico:
programas y antiprogramas
En un mundo vaciado de alternativas, en que lo posible parece haberse agotado definitivamente, perdido entre los pasillos del supermercado global, el espacio del cambio, de la transformación y del acontecimiento parece subsistir únicamente en el ámbito frío y oscuro de la tecnociencia. Son los emprendedores tecnocientíficos, líderes de megacorporaciones, gurús de la innovación, voceros tecnófilos o simples obreros de laboratorio de I+D, los únicos portavoces de un futuro distinto, los únicos creyentes en una vida distinta o los únicos supervivientes del proyecto emancipatorio.
Desde la energía nuclear, pasando por los ordenadores digitales, hasta Internet y las técnicas de clonación, todas las grandes innovaciones tecnocientíficas de las últimas décadas han sido asociadas, con mayor o menor insistencia, a la emergencia de procesos socio-políticos que auguran grandes transformaciones – de carácter revolucionario, en algunos casos – en las formas de vida o en la estructura global de la sociedad. En cierto sentido podría afirmarse que el discurso emancipatorio tradicional, sustentado en las condiciones de transformación del ámbito social y en la capacidad revolucionaria de un sujeto político, ha dejado paso a este nuevo tipo de proclamas que ponen a la ciencia y la tecnología como órganos primarios y determinantes del cambio y que pronostican transformaciones sociales y culturales insospechadas.
El fatalismo de la tecnociencia
A tenor de estas proclamas, el motor de la historia ha dejado de ser la lucha de clases o cualquier otro proceso de orden socio-político: es ahora, si no lo ha sido ya siempre de forma encubierta, el desarrollo tecnológico el que marca la dirección, la velocidad y la pauta de la historia de la humanidad. Tras cada gran cambio histórico en las formas sociales encontramos siempre, se nos dice, la presencia determinante, aunque a veces difícil de percibir, de una gran innovación técnica: el estribo para la sociedad feudal, la máquina de vapor para la sociedad industrial y el ordenador digital para la presente o emergente sociedad de la información.
El determinismo tecnológico ha dejado de ser un mero concepto de aparición intermitente a lo largo del pensamiento político del siglo XX, para convertirse, de hecho, en parte del imaginario colectivo sobre la tecnología. Y queda continuamente corroborado cuando, curiosamente, tanto desde posiciones tecnófobas como tecnófilas, se insiste en la inexorabilidad del desarrollo tecnológico. Las innovaciones tecnológicas, especialmente en el terreno de las tecnologías de la información y la comunicación y en la ingeniería genética y la genómica, parecen sucederse siguiendo una especie de lógica interna que escapa al control de cualquier agente social o político e, incluso, a la voluntad de sus propios promotores. El fatalismo con que se inviste el avance de la tecnología condena al fracaso cualquier intento de freno o intervención. Y este fatalismo de la evolución de la técnica sólo es comparable al fatalismo con que se nos condena al fin de la historia (social) en el nuevo imperio del mercado global.
Tecnología y antagonismo social
Tradicionalmente el pensamiento revolucionario ha mantenido una posición ambivalente respecto a la tecnociencia. Por un lado el desarrollo tecnológico ha sido entendido básicamente como un instrumento del capital para fortalecer su dominio sobre la clase trabajadora. Las innovaciones tecnológicas se desarrollan e incorporan al proceso productivo con el fin prioritario de arrancar del trabajador su control sobre el mismo y de atacar, consecuentemente, la composición técnica de la clase obrera. El proceso de automatización de la industria constituye un ejemplo paradigmático desde esta perspectiva y ha sido puesto en evidencia en numerosas ocasiones: la automatización, como inscripción de capacidades y rutinas técnicas humanas en programas o en máquinas, es una forma de despojar al trabajador de su rol estratégico en la producción y de posibilitar, paralelamente, el control de la misma a distancia y de forma centralizada.
Bajo el prisma interpretativo de la tecnología como arma del capital para diluir el antagonismo social es posible, también, leer la expansión actual de las tecnologías de la información y comunicación como el último episodio del proceso: la informatización supone la irrupción de la automatización y el control sobre la variedad de formas de trabajo inmaterial que, hasta el momento, permanecían en el terreno fronterizo del dominio capitalista.
Dejando de lado todas las reflexiones sobre las posibles consecuencias políticas que la centralidad del trabajo inmaterial pueda tener, lo paradójico de esta posición es la analogía formal que puede establecerse con la visión de la tecnología que tradicionalmente se ha defendido desde el pensamiento económico liberal. Efectivamente, los economistas neoclásicos han interpretado el desarrollo tecnológico como un factor exógeno al crecimiento económico: los empresarios utilizan la innovación tecnológica como un elemento más o menos decisivo a la hora de maximizar el beneficio.
En ambos casos, el capital parece echar mano de una tecnología que aparece siempre disponible como si fuese uno más de los instrumentos y herramientas que se amontonan en un viejo almacén. El desarrollo tecnológico se sitúa, de este modo, al margen del proceso central (bien sea el crecimiento y la expansión o bien el progresivo dominio del capital sobre el trabajo). La tecnología no es más que un instrumento, dúctil y obediente, a disposición del poder para conseguir objetivos predeterminados.
Ciencia contaminada
Este punto de vista, que evidentemente tiene numerosas variantes según cada autor o tendencia, empezando por el mismo Marx, convive con otra perspectiva igualmente notable en el pensamiento revolucionario del siglo pasado. Nos referimos a la inclinación, presente en la tradición marxista y, especialmente, en la libertaria, a ensalzar el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico como instrumento liberador. En el caso de la tecnología, una línea de pensamiento que puede remontarse a Engels y a algunas partes del trabajo de Marx, ha considerado el desarrollo de la tecnología como la principal contribución del capitalismo al progreso humano (en tanto que liberador del trabajo monótono y repetitivo) y como base material de la sociedad sin clases. Una orientación similar puede detectarse en lo que se refiere al conocimiento científico. Por un lado, las ciencias naturales han sido consideradas, desde este punto de vista, como instrumento idóneo para luchar contra la sinrazón, la superchería y el oscurantismo bajo todas sus formas. Por otro, la confianza explícita en una forma verdaderamente científica de conocimiento social, para desmontar las falsas representaciones del poder y fundamentar una verdadera acción política liberadora, ha sido el eje vertebrador de muchos discursos revolucionarios.
Esta tradición aún se mantiene viva entre los herederos de la tradición marxista “ortodoxa” que siguen utilizando el viejo esquema de la sociología del error para fundamentar una crítica de la ciencia contemporánea: ésta aparece, en el marco de la subsunción real y en la medida en que se ha transformado en una actividad más al servicio casi exclusivo de la ganancia capitalista, como una empresa epistemológica distorsionada y, en último término, ideológica. El conocimiento científico, para ser verdaderamente libre y liberador, para ser realmente objetivo y ofrecer una representación fidedigna y no ideológica de la realidad, debe deshacerse de toda contaminación en forma de intereses o factores sociopolíticos. De la misma forma que para desmontar un aparato ideológico se requiere poner al descubierto los intereses ocultos del enemigo político que lo sostiene, para obtener una ciencia verdaderamente científica es necesario separarla de cualquier forma de contaminación social o política.
Encontramos, pues, una doble exigencia: la de una verdadera ciencia (natural) libre de la política, por un lado, y la de una verdadera política fundamentada en la ciencia (social), por otro.
Humanismo, ecologismo y reformismo
El pensamiento revolucionario es, en este ámbito, prisionero del pensamiento crítico moderno. Un pensamiento crítico que, por cierto, nos muestra en la actualidad su impotencia más extrema precisamente cuando se enfrenta a los engendros surgidos de los laboratorios científicos o a los productos de la tecnología contemporánea. Frente a ellos la izquierda actual únicamente puede echar mano de un discurso que hace sonreir al mejor predispuesto: o bien desenfunda la espada de un humanismo trasnochado que intenta inútilmente suavizar los excesos de la razón tecnocientífica, o bien recurre a un concepto de Naturaleza inmaculada que se erige como nueva unidad superior de análisis. En el primer caso la izquierda trata, sin demasiado éxito, de desmarcarse del discurso retrógrado de la iglesia: porque aunque comparte su desconfianza – o, más bien, desconcierto – ante lo que percibe como desarrollo autónomo de la tecnociencia, no puede asirse a otra fuente de verdad más que la que, precisamente, ofrecen los propios científicos. Y a este problema hay que añadir el hecho flagrante de que el mismo desarrollo de la tecnociencia ha dinamitado hace tiempo cualquier categoría esencialista de lo humano (biología molecular, inteligencia artificial, ingeniería genética, etc.) añadiendo una multiplicidad de definiciones en las que entran en juego nuevas entidades híbridas (neuronas, genes egoístas, redes neuronales, etc.).
En el segundo caso, el ecologismo recurre a una nueva unidad superior, la Naturaleza, que como ecosistema de los ecosistemas engloba los elementos humanos y los naturales. Varios problemas aparecen en esta perspectiva. El primero y más importante es su incapacidad para devenir movimiento político antagonista y su facilidad pasmosa para integrarse en la administración de los estados, y hasta en el interior de las empresas, y convertirse en una instancia más de la gestión del riesgo o los residuos. Esta incapacidad política reside, en parte, en la contradicción existente entre el fundamentalismo que quiere definir una política basada en esa nueva unidad superior natural y el hecho de que tal unidad no tiene más portavoces autorizados que los expertos (científicos).
Ambas posturas resultan, si cabe, aún más debilitadas si observamos su traducción política habitual. La salida propuesta en este ámbito se restringe a un intento de extender los mecanismos de representación política actuales al terreno de las decisiones tecnocientíficas. Se trata, pues, de diseñar mecanismos de participación ciudadana que permitan acceder a los legos al control o supervisión de la introducción de innovaciones tecnológicas en ámbitos específicos. Las experiencias en ese sentido se han multiplicado en Europa y EEUU, pero su resultado no puede ser más decepcionante.
Por un lado, las decisiones tomadas se limitan a maquillar los efectos de ciertas innovaciones en dominios demasiado restringidos y no parecen tener ninguna consecuencia real en los procesos previos de innovación y elección de prioridades de investigación. Este nuevo reformismo tecnocientífico se convierte, como mucho, en un nuevo modo de disolver – y no de profundizar – las formas de antagonismo que surgen continuamente alrededor de los proyectos tecnológicos. La formalización extrema del conflicto que se opera en la constitución de comités tripartitos de negociación conduce generalmente a la desvirtualización del conflicto y a su conversión en problema administrativo. Por otro lado, se manifiesta en esta estrategia un problema más fundamental: el intento de vincular la representación de las cosas (ciencia) y la representación de los sujetos (democracia) está condenado de entrada al fracaso, porque en el marco de la modernidad ambos mecanismos no son vinculables por principio. Los hechos sólidos de la ciencia y los artefactos tecnológicos son los únicos ámbitos en los que no cabe negociación, discusión u opinión – más que la experta.
Programas y antiprogramas
¿Es posible hoy pensar una acción política distinta sobre la tecnociencia? ¿Es posible si quiera imaginar programas de subversión que, más allá de la crítica moderna, puedan construirse entre bits, genes y neutrinos, es decir, sin una deserción implícita y previa ante los engendros de laboratorio?
El primer requisito es, si duda, abandonar los esquemas de la crítica que precisamente se muestran más impotentes en este ámbito que en ningún otro: la denuncia, el desvelar lo oculto, la lucha contra la ideología, contra la falsa creencia o contra el fetiche. Y ello sin caer en la inanición del postmodernismo que, sin romper en el fondo con estos mecanismos – y con los pilares en que se sustentan -, ha perdido el sólido asidero de una certeza cualquiera desde el que ejercitarlos. Es necesario, por lo tanto, abandonar la distinción moderna entre lo tecnológico y lo social (una última versión de la ancestral polaridad sujeto/objeto). Los artefactos técnicos y los hechos científicos, por un lado, y las relaciones sociales (poder, jerarquía, comunicación,…), por otro, siempre han estado íntimamente trabados. Ni existe un dominio puro, frío y objetivo de la tecnociencia – habitado por objetos ahistóricos y universales – , ni un terreno “caliente” de lo sociopolítico poblado únicamente por humanos llenos de subjetividad, intereses y fetiches. Más allá de afirmar que la tecnociencia siempre es política – y que, consecuentemente, cualquier decisión tecnológica está asociada a una redistribución de las formas de dominio – se requiere entender que son precisamente esas entidades generadas en los laboratorios las que enlazan de forma más sofisticada y efectiva instancias humanas y no-humanas en programas de acción que son, subsecuentemente, cajanegrizados y convertidos en hechos incontrovertidos. Cualquier forma de vida colectiva está atravesadas por vínculos entre ambos tipos de elementos, que intercambiando propiedades, generan objetos híbridos difíciles de tratar desde las categorías tradicionales (agencia, autonomía, construcción,…).
El vínculo entre epistemología y política es, pues, mucho más profundo de lo que jamás se ha pensado. La defensa de unas leyes impersonales de la naturaleza va unida, en último término, a la lucha contra la revuelta social. El miedo a la pérdida de contacto con la realidad – que explica el trabajo de siglos de los epistemólogos – no es más que la otra cara de un miedo, si cabe, aún más antiguo: el miedo al imperio de la multitud. Un programa de subversión en este nuevo paisaje de lo sociotécnico es, sin duda, difícil de atisbar. Ni siquiera es posible rescatar una nueva forma de ludismo, porque el ludismo requiere creer en una tecnología, por un lado, y en un medio social, por otro, que nunca han existido. Un primer paso consiste en desarticular la obviedad de la autonomía, inexorabilidad y neutralidad de la tecnociencia. Pero eso no es suficiente. Subvertir un programa de acción – y así es como entenderemos ahora cualquier desarrollo sociotécnico – sólo es posible mediante la elaboración de un antiprograma. Un antiprograma consiste en cortocircuitar cualquiera de los vínculos que enlazan las cadenas de un programa de acción. Ello puede lograrse introduciendo agentes inesperados, desdoblando lo que eran entidades unívocas o cambiando las relaciones de delegación y traducción entre los agentes (sean estos humanos o no-humanos): dinamitando, en suma, lo que hasta entonces era una caja negra. No se trata tanto de propiciar usos liberadores de la tecnología – si ya no creemos en su neutralidad – como de generar espacios híbridos y seguramente fugaces de confrontación mediante nuevas alianzas inesperadas entre los agentes.