19.12.2002
El club de la lucha:
¿verdadera o falsa transgresión?
Traducido por: Marina Garcés (del inglés)
I
El club de la lucha de David Fincher (1999), un extraordinario logro de Hollywood, se mete directamente en este callejón sin salida. El héroe de la película (extraordinariamente interpretado por Edward Norton), víctima de insomnio, sigue el consejo de su médico y, con tal de comprender qué es realmente el sufrimiento humano, empieza a visitar grupos de apoyo a los pacientes de cáncer de testículo. No tarda en descubrir, sin embargo, que esta práctica de amor hacia el prójimo parte de una posición subjetiva falsa (la compasión del voyeur) y pronto se involucra en una práctica mucho más radical. En un vuelo conoce a Tyler (Brad Pitt), un joven carismático que le habla de la esterilidad de su vida, hecha del fracaso y del vacío de una cultura consumista. Le ofrece una solución: ¿por qué no luchar y darse una tremenda paliza uno al otro? A partir de esta idea, se desarrolla gradualmente un movimiento entero: en secreto y de madrugada, se celebran combates de boxeo en los sótanos de bares por todo el país. El movimiento se politiza rápidamente y organiza ataques terroristas contra las grandes multinacionales… En medio de la película hay una escena, insoportablemente dolorosa, digna de los momentos más extremos de David Lynch, que sirve de clave para el sorprendente giro final de la película: con tal de chantajear a su jefe para que le pague a cambio de no trabajar, el narrador se arroja contra las paredes y los objetos de su oficina y se hiere hasta sangrar, antes de que los cuerpos de seguridad del edificio lleguen. Ante el incómodo jefe, el narrador representa sobre sí mismo la agresividad que el jefe está sintiendo hacia él. Posteriormente el narrador reflexionará en voz interior: “Por alguna razón, pensé en mi primera pelea – con Tyler”. Esta primera pelea entre Tyler y el narrador, que tiene lugar en un parking fuera de un bar, es observada por cinco jóvenes que ríen e intercambian miradas divertidas y alucinadas:
“Porque la lucha está siendo observada por gente que no conoce a los participantes, nos inclinamos a creer que lo que estamos viendo es lo que ellos ven: esto es, una lucha entre dos hombres. No es hasta el final que descubriremos que lo que están mirando es al narrador arrojándose por el suelo del parking y apaleándose a sí mismo.”1
Hacia el final de la película aprendemos que el narrador desconoce que ha estado llevando una doble vida hasta que la evidencia se hace tan aplastante que ya no puede negar el hecho: Tyler no tiene existencia fuera de su mente. Cuando otros personajes interactúan con él, lo están haciendo en realidad con el narrador, que ha incorporado a la persona de Tyler. Pero no basta con leer la escena de Norton pegándose a sí mismo ante su jefe como una simple indicación de la inexistencia de Tyler. El efecto insoportablemente doloroso y desconcertante de la escena da testimonio del hecho de que revela y escenifica una verdad fantasmal que se rechaza.
¿Qué significa esta lucha contra sí mismo? En una primera aproximación, está claro que su apuesta fundamental es la de alcanzar y reestablecer la conexión con el Otro real, es decir, suspender la frialdad y la abstracción fundamental de la subjetividad capitalista, magníficamente ejemplificada en la figura del individuo monádico y aislado que, solo delante de la pantalla del ordenador, se comunica con el mundo entero. En contraste con la compasión humanitaria que nos permite mantener nuestra distancia respecto al otro, la violencia misma de la pelea señala la abolición de esta distancia. A pesar de que esta estrategia es arriesgada y ambigua (fácilmente puede retroceder hacia lógicas proto-fascistas con vinculaciones violentas y machistas), este riesgo tiene que ser asumido. No hay otra salida directa del encierro de la subjetividad capitalista. La primera lección de El club de la lucha es que no se puede pasar directamente de una subjetividad capitalista a una subjetividad revolucionaria: la abstracción, la extinción de los otros y la ceguera hacia su sufrimiento y dolor tiene que quebrarse en un gesto que asuma el riesgo y se acerque directamente al sufrimiento; un gesto que, porque hace añicos el núcleo mismo de nuestra identidad, no puede aparecer sino como extremadamente violento.
Sin embargo, en esta lucha contra sí mismo hay otra dimensión en juego: la identificación escatológica (excrementicia) del sujeto, que equivale a adoptar la posición del proletario que no tiene nada que perder. El sujeto puro emerge únicamente a través de esa experiencia de autodegradación en la que permito/provoco que el otro me deje hecho una mierda y me despoje, así, de todo contenido sustancial, de todo soporte simbólico que pudiera conferirme aún un mínimo de dignidad. Por consiguiente, cuando Norton se golpea a sí mismo ante su jefe, el mensaje que le está dirigiendo es: “Sé que quieres pegarme, pero ves: tu deseo es también el mío, por eso si me pegaras estarías satisfaciendo el rol de sirviente de mi perverso deseo masoquista. Pero eres demasiado cobarde para exteriorizar tu deseo, así que voy a hacerlo yo en tu lugar – aquí tienes lo que realmente querías. ¿Por qué te sientes tan incómodo? ¿No estás preparado para aceptarlo?” Es crucial, aquí, el salto entre la fantasía y la realidad: el jefe, por supuesto, jamás hubiera pegado a Norton, sólo fantaseaba con hacerlo. El efecto doloroso de la lucha contra sí mismo gira sobre el hecho mismo de que escenifica el contenido de la fantasía secreta que su jefe nunca será capaz de actualizar.
Paradójicamente, esta escenificación es el primer acto de la liberación: a través de ella, la sumisión libidinal masoquista del sirviente hacia su amo es llevada a la luz del día, y el sirviente adquiere, así, una distancia mínima al respecto. Incluso a un nivel puramente formal, el acto de golpearse a sí mismo evidencia el hecho de que el amo es superfluo: “¿Quién te necesita para atemorizarme? ¡Puedo hacerlo yo mismo!” Por tanto, es a través de esta primera paliza contra uno mismo que uno empieza a hacerse libre: el verdadero gol de esta pelea es destruir aquello que me ata a mi amo. Cuando, hacia el final de la película, Norton se dispara a sí mismo (y sobrevive al disparo porque en realidad sólo ha matado a “Tyler dentro de sí mismo”, su doble), se libera entonces también del espejo dual. Relación de la lucha: en esta culminación de la autoagresión esta lógica se cancela a sí misma y Norton ya no tendrá que pegarse a sí mismo. Es ahora cuando será capaz ya de atacar al verdadero enemigo: el sistema. Por cierto, ésta es la misma estrategia que, en ocasiones, se utiliza en las manifestaciones políticas. Cuando una multitud es bloqueada por la policía dispuesta a cargar, la manera de provocar un giro sorprendente de la situación es que los mismos individuos de la multitud empiecen a pegarse entre ellos. En su ensayo sobre Sacher-Masoch2, Gilles Deleuze desarrolla con detalle esta cuestión: lejos de proporcionar ninguna satisfacción al espectador sádico, la auto-tortura del masoquista frustra al sádico porque le priva de su poder. El sadismo implica una relación de dominación, mientras que el masoquismo es el primer paso necesario hacia la liberación. Cuando estamos sujetos a algún mecanismo de poder, esta sujeción siempre y por definición está sustentada por algún tipo de aportación libidinal: la sujeción misma genera, por sí misma, un placer añadido. Esta sujeción se encarna en una red de prácticas corporales “materiales”. Es por eso que no podemos desprendernos de nuestra sujeción a través de una simple reflexión intelectual. Nuestra liberación tiene que ser escenificada en algún tipo de performace corporal y, más allá de eso, esta performance tiene que ser de naturaleza aparentemente masoquista, tiene que escenificar un proceso doloroso de devolverse el golpe a sí mismo.
II
Pero una objeción se plantea: ¿no es esta idea de un “club de la lucha”, del encuentro nocturno de unos hombres que juegan al juego de pegarse los unos a los otros, el modelo mismo de esa falsa trasgresión/excitación, del passaje à l’acte3 impotente que precisamente da testimonio del fracaso de la intervención en el cuerpo social? ¿No es El Club de la lucha un caso ejemplar de la transgresión inherente que, en vez de minar el sistema capitalista, representa de manera obscena la cara oscura del sujeto capitalista “normal”? Esta cuestión ha sido desarrollada con detenimiento por Diken y Laustsen, en su excepcional “Enjoy your fight!”, que es el análisis más representativo de El club de la lucha:
“El sujeto normalizado y que vive conforme a la ley está acechado por el espectro de un doble, por un sujeto que materializa la voluntad de transgredir la ley con un placer perverso (…) Por eso El club de la lucha difícilmente es una respuesta “anti-institucional” al capitalismo, como tampoco la creatividad, la perversión o la transgresión tienen porqué ser hoy necesariamente emancipadoras. (…) Más que un acto político, El club de la lucha parece ser una experiencia subjetiva de trance, una especie de actividad carnavalesca pseudo-báquica en la que el ritmo de la vida de cada día se suspende sólo temporalmente. (…) El problema de El club de la lucha es que cae en la trampa de presentar su problemática y su violencia desde una distancia cínica. Por supuesto que El club de la lucha es reflexiva e irónica. Pero se puede afirmar que es una ironía sobre el fascismo.”4
El fundamento último de esta ironía es que, de acuerdo con la mercantilización global del tardo-capitalismo, El club de la lucha ofrece como “mercancía de experiencia” el intento mismo de hacer estallar el universo de comodidades: en vez de una práctica política concreta, lo que obtenemos es una explosión estética de violencia. Además, siguiendo a Deleuze, Diken y Laustsen perciben en El club de la lucha dos peligros que invalidan su intención subversiva: en primer lugar, la tendencia a llevar hasta el extremo el espectáculo de una (auto)destrucción extática, en la que la política revolucionaria se diluye en una orgía de la aniquilación, esteticista y despolitizada. En segundo lugar, la explosión revolucionaria “desterritorializa y masifica, pero sólo en vistas a bloquear la desterritorialización e inventar nuevas territorializaciones”; “en vez de ser el comienzo de una desterritorialización, El club de la lucha acaba transformándose en una organización fascista con un nombre nuevo: Proyecto Mayhem. La violencia se exterioriza y culmina en un plan de terror organizado con el objetivo de socavar los cimientos de la sociedad consumista”. Estos dos peligros son complementarios, puesto que “la regresión a lo indiferenciado o a la completa desorganización es tan peligrosa como la trascendencia y la organización”.
III
¿Estaría la solución en la “justa medida” entre estos dos extremos: ni la Organización ni la regresión a la violencia indiferenciada? Lo que habría que problematizar aquí es más bien la oposición entre desterritorialización y reterritorialización, es decir, la idea deleuziana de la tensión irreductible entre la “buena” colectividad, esquizo-molecular, y la “mala” colectividad, de tipo paranoico-molar: lo molar/rígido versus lo molecular/flexible; los flujos rizomáticos, con su segmentación molecular (basada en mutaciones, desterritorializaciones, conexiones y aceleraciones), versus las clases y los sólidos, con su segmentación rígida (organización binaria, resonancia, sobrecodificación)… 5 Esta oposición (una variación de la vieja tesis de Sartre, de la Crítica a la razón dialéctica, acerca de la conversión de la praxis de la auténtica dialéctica de grupo en la lógica práctico-inerte de la institución alienada – Deleuze mismo se refiere a menudo a Sartre) es una falsa (“abstracta”) universalización, en tanto que no ofrece ningún espacio en el que articular la distinción clave entre las dos lógicas distintas de conexión entre lo micro- y lo macro-, lo local y lo global: el Estado “paranoico” que “reterritorializa” la explosión esquizofrénica de la multitud molecular no es el único marco imaginable de organización colectiva social global; el partido revolucionario leninista encarna (o, mejor dicho, anuncia) una lógica radicalmente distinta de colectividad. Brevemente, lo que desaparece en esta perspectiva es la intuición marxista fundamental de que el Estado molar tiene que “totalizar” la multitud molecular porque un antagonismo radical está ya en movimiento dentro de esta multitud.
Como ya estaba claro para el propio Deleuze, no es posible proporcionar de antemano un criterio inequívoco que nos permita delimitar el “falso” estallido violento del “milagro” de la auténtica ruptura revolucionaria. La ambigüedad es en este punto irreductible, puesto que “el milagro” sólo puede ocurrir a través de la repetición de fracasos previos. Ésta es también la razón de que la violencia tenga que ser un ingrediente necesario de un acto político revolucionario. Lo que hay que preguntarse entonces es: ¿cuál es propiamente el criterio de un acto político? Evidentemente, el éxito como tal no cuenta, ni siquiera si lo definiéramos, por la vía dialéctica a la que recurre Merleau-Ponty, como la apuesta de que el futuro redimirá retroactivamente nuestros horribles actos presentes (así es como en Humanismo y terror6 Merleau-Ponty proporcionó una de las justificaciones más inteligentes del terror estalinista: retroactivamente, podría justificarse que su resultado final sería la verdadera libertad); tampoco sirve de nada la referencia a algún tipo de normas abstractas y universales. El único criterio es absolutamente inherente: el de la utopía escenificada. En una ruptura propiamente revolucionaria, el futuro utópico ni está simplemente realizado por completo, presente, ni es meramente evocado como una promesa distante que justificaría la violencia actual. Es más bien como si, en una suspensión única de la temporalidad, en el cortocircuito entre el presente y el futuro, nos fuera permitido por un instante –como por acto de Gracia- actuar como si el futuro utópico estuviera no completamente aquí pero sí en nuestra mano, a punto de ser agarrado. La revolución no tiene que ser experimentada como la serie de penalidades que tenemos que sufrir para la felicidad y la libertad de las generaciones futuras, sino precisamente como esas penalidades presentes sobre las que esta felicidad y libertad futuras proyectan ya su sombra. En ellas, ya somos libres cuando estamos luchando por la libertad, y ya somos felices mientras luchamos por la felicidad, por difíciles que sean las circunstancias. La revolución no es la apuesta de Merleau-Ponty, un acto suspendido en un futur anterieur7 que tendrá que ser legitimado por el resultado a largo término de los actos presentes. Ella es su propia prueba ontológica, el índice inmediato de su verdad.