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19.12.2002

La radicalidad en el gesto

“No hay un gesto que sea tan radical que la ideología no intente recuperarlo”, escribieron los situacionistas hace más de treinta años. Quienes más hablan hoy de revolución son quienes, desde la propaganda comercial, cada día nos venden como único posible el mundo tal y como está. No es solamente hipocresía. El capitalismo como crisis y como revolución permanente de sí mismo inventa mecanismos de integración y de exclusión capaces de engullir y acallar las voces críticas. Hay que combatir las exclusiones, la producción de pobreza, el racismo… pero cuanto más intenta la crítica alcanzar esta asquerosa realidad, más aumenta, por un lado, la necesidad de intervención y mejor funciona, por otro, la crítica dentro de lo criticado. Valga un ejemplo (muy) alemán, propio de un país donde partes importantes de los entonces “nuevos movimientos sociales“ están ahora en el poder: después del fin de la RDA, se constituyó, entre los restos de la izquierda, una pequeña corriente anti-nacional. Se manifestaba en contra de una Alemania que, autora reciente de los pogromos contra refugiados, se convertía de nuevo en el poder más importante de Europa. En su intento de atacar el consenso nacional, uno de los lemas más importantes de este movimiento, a parte de “Alemania – nunca más”, fue “Pensar Alemania significa pensar Auschwitz”. Unos años más tarde, en 1999, exactamente éste se convirtió en el grito de guerra oficial: el Ministro de Exteriores verde y el Ministro de Defensa legitimaron la revocación de la última restricción heredada del pasado nazi, hacer la guerra (especialmente contra una de las víctimas históricas de su guerra de extinción, Serbia), con una serie de paralelos históricos: la policía especial serbia era la nueva SS e impedir un “nuevo Auschwitz” se convertía en el objetivo de esta nueva guerra. El argumento, de tal manera distorsionado, cambió de bando: Auschwitz pasaba así a presentarse como una responsabilidad específicamente alemana en todo el mundo. El teórico austriaco Gerhard Scheit1 lo formuló así: no importa lo que hagas hoy en Alemania, siempre revertirá en un aumento de hegemonía nacional que se acumulará, como el capital, en un movimiento que se autonomiza, análogo al fetichismo de la mercancía.

El lugar de la crítica

Pero dejemos Alemania. A nivel internacional se plantea una pregunta similar: ¿Cómo criticar el papel de muchas ONGs, que son protagonistas de la construcción de un consenso de los derechos humanos, la tolerancia y multiculturalidad dentro de las metrópolis, y que a la vez funcionan como precursores de ese “Imperio” (Negri/Hardt) que domina, produce y regula un mundo en el que se hace necesaria la intervención humanitaria mediante bombas inteligentes, como en Kosovo? No tiene sentido tacharles de hipócritas. Tampoco resulta de mucha ayuda asimilarlas a una cara más del Estado (que a nivel global no existe), entendido como capitalista ideal totalizador que garantiza la libertad e igualdad abstractas como base de la explotación. En su Informe por la intolerancia2 Slavoj Zizek critica este consenso metropolitano de otro modo: a partir de la idea de despolitización. El establecimiento de guetos debilita a los movimientos minoritarios, el antagonismo político desaparece de sus luchas y cae en manos de la extrema derecha y de su estúpido “anticapitalismo”. El populismo derechista, el racismo y el neofascismo se presentan así como la otra cara del consenso metropolitano liberal. Zizek descifra el multiculturalismo tolerante como la ideología del capital total que, desde un lugar global vacío, respeta, estudia y usa a diferentes grupos étnicos desde su supuesta “autenticidad”. Frente a ello, Zizek pide la repolitización de la economía y de su funcionamiento silencioso, que bajo las supuestas luchas culturales ha dejado de ser criticada. Busca fortalecer, de este modo, los movimientos minoritarios y universalizar sus reivindicaciones. Se trata de ir más allá de cooperaciones temporales entre distintos grupos para buscar esos momentos en los que la exclusión específica se hace capaz de poner en duda el todo. ¿Se reconstruye así de nuevo la idea de una contradicción central, portadora de un reduccionismo que ha sido ya desvelado y combatido por los movimientos antirracistas, feministas, gay, etc? Está claro que Zizek no pretende inventar un sujeto revolucionario homogéneo. Pero, ¿qué movimiento de masas está deseando cuando afirma que hoy los populistas derechistas formulan lo que los izquierdistas piensan pero no se atreven a expresar? Y además: ¿Esta “politización de la economía” no recuerda el absurdo cálculo del valor que ensayaban los países del “socialismo real”, a la vez que mantenían intocadas las formas fetichistas del capitalismo (el dinero, el Estado y la familia)? Las burocracias petrificadas nunca pudieron escapar al automovimiento del valor y finalmente fracasaron, vencidas en la carrera armamentística, económicamente arruinadas y deslegitimadas.

En un texto anterior3, Zizek desplegó la posibilidad de una crítica de la ideología que puede sernos de ayuda: en él se ocupa de la estructura ideológica, no de la conciencia, sino de la realidad misma. Muestra que pretender desvelar “la realidad” (las relaciones sociales) que se ocultaría detrás de las ilusiones ideológicas es totalmente insuficiente. Precisamente, el fetichismo consiste en esta búsqueda del “núcleo”. Lo experimentamos, antes que nada, como una práctica diaria: la que hacemos cuando, intercambiando dinero y mercancías, suponemos que hay un valor en uno y en otro. Mantenemos de este modo una forma de relación social que se independiza y que produce sus propios efectos. Es un automovimiento del valor que nos sujeta con la fuerza de una segunda naturaleza y en la que, a través del dinero, se incorpora el valor que produce la fuerza laboral. Es el puro valor del intercambio: una abstracción real que ahora se puede tocar. Resulta entonces que tod@s nosotr@s somos cínicos por fuerza estructural, por el mero hecho de tener que reproducir nuestras relaciones sociales mediante el dinero, independientemente de que deseemos algo distinto de lo que existe. Como lo formula Zizek, el individuo en el capitalismo puede ser, a nivel de pensamiento, un nominalista anglo-sajón (o un crítico, o un nómada,…), mientras que en su praxis de cambiar dinero y mercancías deberá comportarse necesariamente como un hegeliano especulativo, que actúa como si hubiera valor dentro de la mercancía. En la frase famosa de Marx: “No lo saben, pero lo hacen” hay que destacar el “lo hacen” para llevar a cabo una crítica de la ideología y del fetichismo que todavía valga la pena. Según esta interpretación, el dinero es el límite de esa revolución permanente llamada capitalismo y de sus contradicciones, que se procesan hasta hacer estallar incluso su crítica.

El fetichismo del fetichismo

Este tipo de reflexión ayuda a evitar formas de crítica que reducen el capitalismo a una de sus partes, sea ésta la esfera de circulación (los bancos…), sea la “globalización” (las empresas multinacionales…), etc. y que se suelen basarse en la idea de una “vida auténtica” que se busca detrás del velo capitalista. Pero con ella se reproduce, como sospechábamos, un nuevo reduccionismo y aparece, bajo una nueva forma, la vieja contradicción central, según la cual “primero hay que combatir el dinero y el trabajo, después vendrán el sexismo, racismo, etc”. Por eso hay que ir más allá y multiplicar la crítica del fetichismo. Dicotomías fetichistas las hay por todas partes, no sólo entre el valor de cambio y el valor de uso. La inversión fetichista, es decir la producción de formas que parecen – y existen – separadas de nosotros y nos sujetan, desde fuera y desde dentro, tiene muchos efectos reales que reproducimos diariamente. En palabras de Judith Butler, quien formula esta idea respecto a los efectos naturalizadores y normativos de la diferencia de género, son efectos que performamos día a día. La separación práctica de un continuo en dos polos (ó hombre ó mujer) lleva a que los polos se independicen, sin dejar nada en medio. Actuando como si el sexo dicotómico existiera como algo independiente detrás de sus representaciones sociales, lo estamos produciendo. Un punto de vista como éste va mucho más allá de la crítica a la funcionalidad que la pequeña familia heterosexual desempeña dentro del sistema capitalista y que Zizek menciona como ejemplo de vinculación entre una radicalidad queer y la crítica del capitalismo. Resulta que no se puede hacer encajar una crítica en la otra, hay lógicas distintas, intemporalidades y rupturas.

Por eso hay que evitar hacer de la crítica del fetiche (de la mercancía y su forma) un fetiche mismo. La crítica del fetichismo tiene que formularse siempre como crítica de sí mismo, como una crítica al peligro que conlleva imaginarse fuera, y como crítica, finalmente, al sueño de una sociedad totalmente transparente, que sería la negación abstracta del fetichismo. Las diversas dicotomías fetichistas y abstracciones reales que atraviesan y estructuran el “conjunto de las relaciones sociales” ni se dejan reducir a una contradicción central ni se dejan abolir. Es obvio que, por ejemplo, la toma del poder estatal por el movimiento obrero (para después planificar la economía…) ya no es una opción válida. Al mismo tiempo, la esperanza puesta en la destrucción del Estado por parte de los sectores antiautoritarios del movimiento se está realizando hoy en día de modo absolutamente catastrófico en regiones perdidas de la economía mundial, en conflictos en los cuales es difícil discernir cuál de sus opciones contrapuestas es peor.

Interrumpir el consenso

¿Qué queda ante una situación tan desilusionante? Quizá lo que queda es el esfuerzo por interrumpir las formaciones de consenso y por actuar, a la vez, en los límites del fetichismo, buscando gestos radicales en la experimentación con figuras teóricas y prácticas. Un pequeño ejemplo, de nuevo en Alemania, para terminar. En Hamburgo hay un barrio, el Schanzenviertel, que puede ser descrito como el laboratorio del consenso actual de la ciudad. Allí se encuentran gran parte de las empresas de la “nueva economía” (propaganda comercial, diseño de páginas web, etc. con sus formas de trabajo desregularizado y su halo de estar a la última), un alto porcentaje de la población inmigrante y la Rote Flora, uno de los últimos centros ocupados de Alemania. Hace unos años la policía desarticuló partes del mercado de drogas ilegales que se apiñaba alrededor de la estación central. Fueron empujadas hacia el Schanzenviertel. En poco tiempo, y con la ayuda de los constantes controles policiales que se aplicaban sobre cada persona de piel negra que entraba en el barrio, se gestó una atmósfera agresiva que se articulaba entorno a la figura del “narcotraficante negro”. El barrio hamburgués multicultural, tolerante y tradicionalmente izquierdista (hoy la mayoría vota a los verdes) necesitó producir una forma específica de “seguridad interna”. En defensa de “nuestro barrio” contra “los de afuera”, se desarrolló un consenso cada vez más racista, codo con codo con la policía, que nunca antes había sido bienvenida en el barrio. El multiculturalismo liberal mostró claramente su cara oscura. ¿Cuál fue la reacción de la Rote Flora, como lugar de experimentación de gestos radicales? Rompió con la posición de los centros okupados de los ochenta (‘narcotraficantes, iros a la mierda’), denunció a la política estatal prohibitiva como causa de la pobreza y la muerte de muchísimos consumidores de drogas ilegales, intentó impedir los abundantes controles policiales y desveló el “consenso racista” del barrio. De tal manera logró, por lo menos, la interrupción de una confluencia de varios factores de exclusión, fetichismo y proyección. El primero, tomar al narcotraficante como “agente de la esfera de la circulación” que no trabaja, y convertirlo en objeto del racismo popular y estatal. El segundo, fetichizar la droga (sobre todo la heroína), tomando como causa de la muerte la sustancia misma y no las circunstancias de su consumo, reguladas por el Estado. Y el tercero, proyectar la figura del consumidor de drogas ilegales como alguien que tampoco trabaja y que representa una amenaza para el sujeto autocontrolado. Pierde el control y puede tirar su vida por la borda porque parece poseer un goce4 del cual el sujeto siempre carece, ya que no funciona dentro de la sociedad del intercambio de mercancías: para él o ella tan sólo hay una mercancía – y por ella está dispuest@ a morir.

En esta reacción y en la radicalidad de su gesto no hay, como está claro, un sujeto revolucionario. Quién sabe si algún día este gesto radical de la Rote Flora será engullido y recuperado por una sociedad en la que el (auto)control de los individuos incluirá el consumo de drogas hoy ilegales. Pero de todas maneras valió la pena.


 

1. Scheit; Gerhard: „Die Schindler-Dramaturgie“, en: Jungle World, #16/1999 (www.jungle-world.com).
2. „Plädoyer für die Intoleranz“, Vienna 1998.
3. Zizek, Slavoj: How did Marx invent the symptom?, en: Zizek (ed.): Mapping Ideology, London 1994, pags. 296-331.
4. Esto se refiere a una figura que procede del psicoanálisis lacaniano: El robo de la jouissance. Para un empleo de esta figura – en la conexión que le da Zizek con “la cosa nacional” – en el discurso de la ‘seguridad interna’ y la situación en el Schanzenviertel me permito hacer referencia al artículo “Die innere Sicherheit des Staates ist die reale Ökonomie des Subjekts. Leiden und Genießen – Gesellschaft und Gemeinschaft”, en karoshi #4 (www.realkaroshi.org).