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22.09.2009

El psicoanálisis frente al discurso del amo contemporáneo

Si quieres días felices, no analices

Una mujer joven acudió a la consulta de un psicoanalista diciendo que quería analizarse. Como es obvio, al analista le pareció estupendo que llegase con una demanda tan decidida, pero no dejó de sorprenderle su insistencia en formularlo de un modo tan claro. Sus malestares la inducían a solicitar ayuda, y así lo hacía, con el «plus» no demasiado habitual de explicitar de viva voz que lo que quería era analizarse. El analista le preguntó entonces por qué quería analizarse. Ya había contado un poco sus malestares sintomáticos, pero ¿por qué precisamente analizarse? Parecía influir conscientemente la identificación con una buena amiga que estaba en análisis desde hacía un tiempo, aunque la propia sujeto añadió –no sin un cierto toque de ironía– que no la veía mucho mejor desde que se analizaba. Y entonces, tratando de contestar la pregunta, surgió una asociación deslumbrante. Su madre, desde que ella era pequeña, le decía a menudo la siguiente frase: «Si quieres días felices, no analices».

Así pues, para esa paciente su intención tan decidida de analizarse se jugaba, entre otras razones, en una tentativa de contradecir a la madre y/ó de hacer algo con ese extraño dicho materno. Manera particular de acudir al analista, particular como todas las buenas maneras de hacerlo. Siempre se acude al analista, y sobre todo se entra en análisis, a través de rasgos particulares, no puede ser de otra manera. Pero la anécdota es válida para abordar la cuestión de la posible articulación entre el análisis y la felicidad. ¿Acaso hay alguna incompatibilidad estructural entre la felicidad y el análisis? En sentido amplio, no, desde luego, aunque tendríamos que definir bien desde la teoría analítica qué significa eso de ser feliz. Lacan, en un momento dado de su enseñanza, sostuvo de manera provocadora que no hay más felicidad que la del falo, e incluso propuso un neologismo chistoso: la «falicidad».

Por supuesto que no hay una incompatibilidad absoluta entre cierto grado de felicidad razonable y la experiencia de un psicoanálisis, pero lo que sí está claro es que si alguien no quiere arriesgarse a perder ni una parte del goce inconsciente de sus síntomas y aspira –por el contrario- a conseguir una felicidad rápida, «ready-made», fácil de adquirir y sin complicaciones, el mercado de nuestro postmoderno capitalismo de ficción le ofrecerá multitud de «gadgets» para quedar gozosamente obnubilado y estupefacto: los iPOD’s para escuchar música sin fin, el ADSL para estar siempre «conectado», los chats infinitos y universales para simular que se dialoga con alguien, los SMS, la TDT, el «home cinema», las pantallas gigantes de LCD o de plasma, los móviles con cámara digital y vídeo, los DVD y los Blue-ray, los artilugios eróticos más avanzados y elegantes (nada de la zafiedad «vintage» de los antiguos consoladores) las nuevas e hiper-sofisticadas técnicas de la cocina de vanguardia, el sexo cibernético (con el que no se corre ningún riesgo salvo el muy real de quedarse encerrado en casa para siempre), la cirugía estética cada vez más en auge tanto para mujeres como para hombres, la medicina «anti-aging», etcétera, etcétera; y en el campo supuestamente terapéutico, los masajes de todo tipo y procedencia, las flores de Bach, la psicomagia, las mil y una terapias que florecen como setas, y con algo más de pedigrí pretendidamente científico, los antidepresivos de última generación, la PNL (programación neurolingüística) y sobre todo las cada vez más famosas TCC, es decir las terapias cognitivo-conductuales. Éstas últimas, las TCC, están adquiriendo un peso tan fuerte y un protagonismo tan avasallador que conviene que las conozcamos de cerca para entender bien de qué se trata y poder estar muy alertas. No menospreciemos su poder.

Tanto las neurociencias como el cognitivismo exhiben un modelo de interpretación del mundo mucho más difícil de denunciar que el biologismo simplista de la primera mitad del siglo xx o el conductismo (tipo «La naranja mecánica») de hace ya bastantes décadas.

Ha llegado el momento de volver a cierta reivindicación de la llamada «antipsiquiatría». No es extraño que algunos jóvenes estén desempolvando viejos textos antipsiquiátricos (Laing, Cooper, Bassaglia) y nos pregunten a los supervivientes de aquellos tiempos qué queda de aquel discurso crítico contra los abusos de la medicalización del sufrimiento psíquico. Es el momento de reconocer que los autores de la antipsiquiatría cayeron quizás en algunas ingenuidades reduccionistas e hicieron, en ocasiones, un elogio de la locura difícilmente sostenible en la vida cotidiana; pero, a pesar de ello, la crítica permanente de la medicalización del malestar psicológico no puede desfallecer. Desde esa perspectiva el psicoanálisis (sobre todo el que se orienta a través de Lacan) es, hoy por hoy, el reducto más digno y consistente del discurso anti-psiquiátrico, en el sentido de aquel que puede todavía poner límites a la pretensión de la psiquiatría posmoderna de explicar y tratar cualquier conducta humana.

Discurso analítico versus discurso del Amo postmoderno

Si desde el psicoanálisis tratamos de aportar elementos de reflexión en relación a las características más destacables de nuestra contemporaneidad, puede afirmarse que uno de los fenómenos más llamativos es el declive del padre. Lacan, en los años treinta, ya anticipó ese progresivo eclipse de la figura paterna. Evidentemente Lacan no era un profeta, pero supo captar muy bien el inicio de ese fenómeno creciente. Es indiscutible que en dicho declive ha influido de algún modo el propio psicoanálisis, pero sobre todo han influido enormemente el movimiento feminista y el progreso de la ciencia (pensemos por ejemplo en las nuevas técnicas de reproducción asistida que hacen estallar el modelo tradicional de familia, y también las técnicas de clonación).

Con respecto a la llamada «caída de los ideales» de la que tanto se habla en los mass-media y en algunos discursos sociológicos, hemos de intentar precisar de qué se trata. Lo que parece estar ocurriendo no es tanto la desaparición de los ideales antiguos sino más bien su pluralización, su estallido, coherente con la llamativa apelación de algunos autores al «fin de la historia», slogan que ha hecho fortuna en cierto pensamiento reaccionario disfrazado de hipermodernidad.

Ya no hay apenas ideales universalistas, es cierto. En términos analíticos podríamos decir que hoy en día no quedan apenas significantes-amo que universalicen como lo hacían antes, pero por supuesto siguen habiendo significantes-amo, en realidad tan o más potentes que nunca: lo que sucede es que se han multiplicado y ya no se pueden poner fácilmente en el lugar que hasta hace muy poco ocupaban los grandes Ideales con mayúsculas. El «a priori» moral kantiano que tenía que servir para todo sujeto parece haber quedado obsoleto. Algunos apuntan a que lo único que todavía desempeña mínimamente esa función es la declaración universal de los derechos humanos, como una alternativa ética laica a la moral religiosa perdida.

Hemos pasado además en muy poco tiempo de un paradigma que nos decía que habíamos venido a este mundo para sufrir (un valle de lágrimas), a otro, oscuramente mezclado con los imperativos de la sociedad de consumo, que nos dice que hemos venido a este mundo para disfrutar. Comprobamos día a día como esa paradójica exigencia de disfrutar está teniendo efectos clínicos indiscutibles en muchos sujetos. Al mismo tiempo, los progresos de la técnica nos impulsan al culto de la avidez: con la técnica, lo posible se vuelve deseable y lo deseable instantáneamente necesario (como bien saben utilizar los «creativos» publicitarios). El síntoma de la «hiperactividad» que sufren (supuestamente) muchos niños actuales y que ha saltado recientemente a los mass-media es una excelente metáfora de ese empuje feroz a la movilidad y el consumo constantes, a la cultura del zapping y de lo «fast», de la inmediatez y del no-aburrimiento. Los que se dedican a la educación y la enseñanza constatan día a día los estragos de todo ello en los adolescentes que tienen en sus aulas.

Igualmente, el fenómeno de la des-responsabilización es cada día más manifiesto. Ya Nietzsche nos había advertido de ese error peligroso cuando escribió en su «Genealogía de la moral»: «Sufro: indudablemente alguien tiene que ser el causante, así razonan las ovejas enfermizas». En palabras de Pascal Bruckner, la tentación de la inocencia es una creciente enfermedad del individualismo actual que se expande en dos direcciones, el infantilismo y la victimización, dos maneras de huir de la dificultad de ser, dos estrategias de la irresponsabilidad bienaventurada. Es algo comprobable también cada vez más en la práctica clínica de los analistas, así como en la vida cotidiana y en los medios de comunicación.

Declararse inocente es efectivamente muy tentador. Se produce una infantilización que resulta muy cómoda. Si alguien sufre, si tiene malestares o síntomas diversos, siempre puede recurrir a buscar la causa de los mismos en dos polos extremos: la biología o lo social. El sujeto así se des-responsabiliza. No es él, son sus genes, sus enzimas, sus hormonas, sus circuitos neuronales, o, en el otro extremo, la sociedad, con sus presiones, sus injusticias y sus exigencias. Esa dialéctica es muy evidente, por poner un solo ejemplo, en el caso de la supuesta epidemia actual de los trastornos de la alimentación. Frente a la anorexia, las respuestas más inmediatas son la apelación a algún trastorno bioquímico causal y, simultáneamente y en el otro polo del arco etiológico, la acusación a los estereotipos sociales de los dictados de la moda y del culto a los cuerpos bellos. Cualquiera que reflexione mínimamente sobre dichos fenómenos se dará cuenta enseguida de que, en todo caso, el cuerpo anoréxico hace una suerte de escarnio de esos dictados de belleza (en lugar de alienarse a ellos) y a la vez parece rechazar la cultura de la superabundancia y del consumo sin límites. En la escucha atenta de muchos de esos sujetos pueden rastrearse las marcas del encuentro con un Otro materno que, en palabras de Lacan, «le atiborra con la papilla asfixiante de lo que tiene, es decir confunde sus cuidados con el don de su amor». Sin duda esa dinámica estructural puede darse en cualquier etapa histórica pero ¿no es cierto que su lógica tiene un eco siniestro (y reduplicador) en los imperativos bulímicos del capitalismo actual?

Política y psicoanálisis

¿Puede hablarse de «poder» o de «política» en el ámbito psicoanalítico? El único poder legítimo que podría llamarse de verdad psicoanalítico estaría sin duda del lado del analizante, pero nunca del lado del analista. El analizante, gracias al dispositivo analítico, puede transformar las coordenadas del lenguaje a través del cual él –en tanto sujeto– fue constituido. Ese es su poder. Y el analista, en base a la ética que debe regir su acto, renuncia al poder de ubicarse en la posición del Amo. Por ello, Lacan insiste en que el discurso del amo es el reverso del discurso del analista, y éste a su vez el reverso del Amo. El analista, gracias a la transferencia, ocupa un lugar de poder respecto de su paciente, pero debe renunciar a utilizarlo para su provecho personal y/ó para sugestionar al analizante, limitándose a acompañar al sujeto en el atravesamiento de sus fantasmas.

Freud no optó por ningún modelo político o de organización social. Incluso receló explícitamente de las grandes utopías revolucionarias que se construyeron en su época. No obstante, en los textos freudianos hallamos numerosas indicaciones que permiten elaborar un posible tratamiento de lo político desde la teoría del inconsciente y del goce. Freud es el primero en postular de una forma contundente que todo lazo social se funda sobre la base de una renuncia parcial del goce pulsional. El modo en que las sociedades imponían dicha renuncia ignoraba el «uno por uno» de la particularidad, pero se sostenía sólidamente gracias a las fuertes identificaciones a los líderes y/ó a los principios que éstos representaban. Eso ha empezado a cambiar sustancialmente en los últimos tiempos. En la actualidad no sólo se reivindican los goces particulares, sino que incluso se constituyen grupos entorno a algunos goces específicos con la pretensión de acceder a la legitimidad. Un ejemplo extremo es el de un nuevo partido holandés que incluye como propuesta fundamental en su programa político la legalización de la pederastia.

Más allá de la vigencia estructural de las consideraciones freudianas acerca de los fundamentos de lo político, sus teorizaciones estaban referidas obviamente a la época en que las sociedades disciplinarias ejercían sobre todo una función de prohibición y/ó de regulación del goce.

Actualmente la situación es bastante más compleja. El superyo postmoderno ya no es exactamente prohibidor, se trata más bien de un superyo que empuja a gozar siempre más y más: de los objetos, de la técnica, del consumo, de la felicidad instantánea, de la supuesta autoayuda, del trabajo, de la imagen.

El declive del Nombre-del-Padre acarrea un fracaso de las formas tradicionales de regulación del goce.

El discurso capitalista del siglo xxi niega lo imposible y pretende apropiarse de lo real, de forma totalizadora, para que nada quede por fuera de dicho discurso que no soporta la falta.

El psicoanálisis no existe en los países no democráticos. Está ligado, desde sus comienzos, a la libertad de expresión y al pluralismo. Estuvo prohibido en la Unión Soviética, y casi no se ha desarrollado en los países musulmanes. En España, en la larga noche del franquismo, apenas sobrevivió en pequeños grupos que tuvieron una influencia prácticamente nula frente a la poderosa psiquiatría nacional-católica y celtibérica.

En la actualidad hay dos países en los que sigue teniendo un protagonismo y una difusión excepcionales, Francia y Argentina, pero incluso en ellos empieza a constatarse una implantación cada vez más feroz de las nuevas críticas a la praxis psicoanalítica.

En la medida en que las democracias neoliberales del nuevo milenio son cada vez más y más totalitarias en su estructura y en su gestión cotidiana, se problematiza la existencia misma del psicoanálisis y los psicoanalistas.

Los psicoanalistas han mantenido siempre cierto grado de extraterritorialidad. Esa separación respecto de las instituciones estatales y de los poderes oficiales se daba en contextos que respetaban cierta distinción entre lo público y lo privado.

Una paradoja actual es la íntima coexistencia de un discurso ultra-liberal que adelgaza supuestamente el papel del Estado en beneficio de la iniciativa privada, pero al mismo tiempo un Estado que no renuncia para nada a su rol de Amo y se reserva el derecho de decidir qué es lo sano y qué lo nocivo para los ciudadanos, pretendiendo salvar a los sujetos de sí mismos.

El modelo conductual-cognitivista se adecua muy bien a esa pretensión controladora dado que interpreta el síntoma como un error de cognición. Basta descubrir donde está ese error cognitivo para, desde el modelo de «realidad» que representa el terapeuta, ayudar al paciente a elaborar una percepción más «adecuada» de las cosas.

Los síntomas ya no son conceptualizados como un mensaje del sujeto que espera un desciframiento. La escucha analítica es la única que respeta el síntoma y lo pone a trabajar. Interpretarlo como un error es desactivar su raíz y ofrecer al sujeto una buena y uniformada «forma» de estar en el mundo.

Siguiendo a algunos autores como J.A. Miller y otros, puede decirse que el psicoanálisis no es revolucionario pero si subversivo. En el análisis no se trata de empujar al sujeto a cambiar el mundo. No obstante, es probable que al final de un proceso analítico el analizante esté en mejores condiciones que antes de decidir qué puede y qué quiere hacer respecto de las injusticias sociales y políticas.

El proceso analítico es subversivo porque va en contra de las identificaciones. En cierto modo el psicoanálisis socava un punto clave de cualquier teoría política: la identidad. En la identidad de un sujeto la política encuentra su base y su dialéctica. El obrero para el marxismo, como el trabajador para el capitalismo o la mujer para el feminismo, son sujetos que se definen en oposición a otras identidades supuestamente exteriores: el empresario y/o el patriarca machista.

El sujeto dividido propio del psicoanálisis, sobre todo a la luz de la teoría y la práctica lacanianas, subvierte la oposición radical entre lo interior y lo exterior. La «extimidad» destruye cualquier pretensión esencialista y demuestra que toda identidad política tiene un estatuto fantasmático, cubriendo a duras penas un vacío esencial.

Nos falta una reflexión política lúcida –y tal vez también lúdica– que se sustente de alguna manera en esa posición subjetiva post-analítica (de sujetos que hayan hecho un psicoanálisis), sin caer en el cinismo ni en el discurso ininteligible válido sólo para los iniciados.

Lo «auto» y lo «hétero»

Vivimos también en la época de lo «auto»: basta percatarse de la omnipresencia del concepto de «autoestima» (más que de «concepto» habría que calificarlo de «emblema») y del éxito abrumador de los llamados libros de «autoayuda». ¿Qué ha sucedido con lo «hétero», con la alteridad, con la diferencia?

El auge de lo «auto» es coherente con el «american way of life» en el que el mito del «self-made-man» (hombre hecho a sí mismo) es fundamental desde hace ya muchas décadas. Alguien que se hace a sí mismo es alguien que ignora radicalmente que nuestra constitución como sujetos tiene lugar siempre en el campo del Otro. Probablemente nos convendría un poco más de «heteroestima», aunque el espíritu contemporáneo no sea muy propicio a lo «hetero», a lo otro.

En estos tiempos dramáticamente simplones que nos está tocando vivir, escuchamos por doquier una constante apelación a la «autoestima» como clave de superación de muchos malestares. Aún y a riesgo de que se nos acuse a los psicoanalistas de ser unos aguafiestas o de querer nadar con demasiada frecuencia a contracorriente, conviene advertir que no siempre es apropiado incentivar la susodicha autoestima puesto que, en muchos casos, lo único que así conseguiremos es alimentar todavía más el siniestro narcisismo escondido en todo su­jeto.

En otras épocas existía un viejo y extraño precepto que nos conminaba a amar al prójimo como a uno mismo. Tanto Freud como Lacan comentaron en más de una ocasión la dimensión un tanto estrambótica de ese imperativo. Para intentar cumplirlo, la primera dificultad estriba en que no está nada claro que los seres humanos nos amemos de verdad a nosotros mismos. En todo caso hay que precisar bien de qué clase de amor se trata cuando un sujeto se toma a sí mismo como objeto de estima. El psicoanálisis desvela en el corazón de cada ser humano una poderosa fuerza a la que dio un nombre mítico: narcisismo. Pero el narcisismo que nos habita no es una simple e inocente manera de querer-se o de gustar-se. Lacan decía que la experiencia analítica ilumina en el fondo del hombre lo que podemos denominar el odio de sí. Ya en el relato del mito se ve con claridad como se trata de una fuerza que puede llevar hasta la muerte: Narciso queda capturado en la fascinación mortal de su propia imagen.

Reconozcamos que, más allá de las aporías referidas al amor propio, tampoco es nada fácil transitar el camino del amor al otro. La historia nos demuestra cómo a menudo lo que nos resulta más difícil es precisamente la convivencia con aquellos que están más cerca de nosotros o incluso más se nos parecen (un ejemplo muy claro de ello es el de los árabes para los españoles). Aunque en el racismo subyace un temor profundo a lo diferente (sostenido con frecuencia por la suposición fantasiosa de un goce también diferente, y por supuesto siempre superior) nuestra ambivalencia frente a lo distinto se camufla y se sublima con frecuencia en el interés por lo «exótico». Pero aquello que Freud bautizó como «el narcisismo de las pequeñas diferencias» es uno de los ingredientes esenciales en la dificultad cotidiana de soportar a esos otros que se nos parecen tanto que son casi como nuestro reflejo. El yo de cada uno se ha forjado con materiales procedentes de los otros, de los semejantes que han actuado como espejos constituyentes. Todos somos múltiples y todos tenemos una parte extranjera en nuestro propio interior. Solamente si somos conscientes de ello podremos abordar de una manera realista ese viejo y extraño precepto, y no quedarnos atrapados en las redes del narcisismo. La psicoanalista Colette Soler ha propuesto el neologismo «narcinismo» (mixto de cinismo y narcisismo) para designar una de las dimensiones más claras del espíritu actual.

Numerar, medir y evaluar

A todo lo mencionado, se le agrega también la ideología de la evaluación continua. Todo tiene que ser evaluado, medido, numerado. La voluntad universal de imponer una forma de evaluación normativa y cuantificadora es difícilmente compatible con lo más íntimo de la experiencia analítica, y entonces los propugnadores de dicha ideología utilizan esa incompatibilidad como un argumento más para descalificar la praxis analítica. Hacer pasar una cura psicoanalítica por los protocolos de la evaluación es equivalente a lo que los juristas romanos llamaban una «probatio diabólica», es decir una prueba del todo imposible.

La atmósfera de control de lo terapéutico que se va extendiendo cada vez más en el planeta global del siglo xxi es inquietante en grado sumo. Mencionemos sólo dos ejemplos.

En Canadá ya hay numerosos terapeutas que graban en vídeo todas las sesiones de psicoterapia con el consentimiento firmado del paciente, y al parecer la intromisión de semejante tercer ojo en la intimidad de la consulta se argumenta sobre todo para asegurar al terapeuta en el caso de que fuese denunciado a su colegio profesional por no haber cumplido satisfactoriamente sus promesas terapéuticas.

En Italia se ha dictado una ley que obliga a los profesionales de la escucha a denunciar a las autoridades cualquier uso de drogas ilegales que puedan conocer en el ámbito de su práctica clínica. Aunque luego no se llegue a aplicar, el mero hecho de concebir una ley semejante ya da cuenta de por donde van las intenciones legisladoras.

Lo que se nos vende como lo más científico es, en muchas ocasiones, un mero uso tendencioso de la estadística. Se nos pretende hacer creer que lo científico es solamente lo calculable, lo previsible y matematizable. Y ello va ligado muy estrechamente con una gestión de la política pública en salud mental basada en meros criterios de economía de mercado. Es una alianza perversa del cientifismo y de la ideología de los «managers».

Las disciplinas que se ocupan del «malvivir» en su dimensión psicológica y afectiva, las llamadas disciplinas «psi», están siendo atrapadas por ese modelo de pensamiento. Todo ha de pasar por «protocolos». El protocolo es el instrumento idóneo para ejercer un supuesto control de calidad en el que las experiencias deben poder serializarse de forma repetitiva e inmutable.

Se trata de disciplinas que en su núcleo central contienen un elemento ajeno a cualquier sistema uniformizante: el deseo. Pero la mayoría de sus practicantes prefieren no enfrentarse a ese elemento perturbador del que nada se dice en las universidades. De hecho, el éxito de las TCC y de sistemas semejantes es, en gran parte, un éxito frente a la angustia que experimentan muchos licenciados jóvenes (médicos, psicólogos, pedagogos) ante la incertidumbre de la clínica cotidiana.

El psicoanálisis en el siglo xxi

A pesar de sus más de cien años, el psicoanálisis goza de muy buena salud. Al margen de si los consultorios particulares reciben más o menos demandas que antaño, en las instituciones públicas de salud mental abundan los psicoanalistas (aunque nunca contratados como tales), sigue existiendo interés por la formación en psicoanálisis, y la teoría analítica se halla en un momento muy vivo con debates apasionados y replanteamientos novedosos de cuestiones tan diversas como el final del análisis y el abordaje de las llamadas nuevas formas de presentación de los síntomas. Tal vez lo que no goza de tan buena salud son las asociaciones de analistas, pero ese es otro gran asunto que no podemos abordar aquí y ahora.

No obstante, con el psicoanálisis sigue ocurriendo algo ya conocido y es que no se habla apenas de él en los medios de comunicación, a menudo como si no existiera, o las pocas veces que se menciona es para desprestigiarlo o hacer un certificado de defunción del mismo. Se dice una y otra vez que ya ha sido superado, o que no está «de moda». El riesgo es que los analistas nos acostumbremos demasiado a esa situación y nos quedemos en el confort de esa buena salud argumentando que cierto grado de «isolation» es inevitable para el psicoanálisis. Y es verdad que nunca podrá estar absolutamente incorporado por los discursos dominantes, pero ello no nos debe servir de excusa para no entrar en los debates contemporáneos.

Con relación a algunos de los diferentes rasgos de nuestra época que hemos ido mencionando, ¿qué dice el psicoanálisis? ¿qué decimos los analistas?

Respecto al declive del padre, constatamos sus efectos en los sujetos (a veces muy devastadores) pero debemos advertir al mismo tiempo de los riesgos que implican ciertas tendencias que empiezan a apostar por un retorno al poder patriarcal perdido. El principio de autoridad está en crisis, pero el psicoanálisis no puede aliarse con la nostalgia del padre que muestran ciertos movimientos sociales neo-conservadores (especialmente en los Estados Unidos de América, aunque –como todo- acabarán por llegar tarde o temprano a nuestros territorios). Desde el psicoanálisis podemos interpretar ciertos fenómenos dictatoriales que retornan con fuerza como la faz más oscura de la vuelta a la autoridad paterna. Nuestras investigaciones sobre la función paterna deberían ayudar a prevenir confusiones de consecuencias inquietantes.

Frente a la dialéctica globalización-diferenciación, los analistas hemos de denunciar y combatir las políticas de segregación siempre prestas a surgir en cualquiera de los dos extremos de dicha pareja especular. De hecho, el psicoanálisis, en su ética radical que lo diferencia del resto de terapéuticas, ha estado desde sus orígenes en la perspectiva diametralmente opuesta a la de cualquier política segregativa.

Por lo que se refiere a la tentación de la des-responsabilización, el mensaje ético que podemos aportar no siempre es fácil ni cómodo. Intentemos, pues, decirlo bien. Apliquemos la ética del bien-decir (que tanta importancia tiene en la dirección de nuestras curas) a los debates que podamos tener con otras disciplinas o con los ciudadanos en general.

Cuando apelamos a la responsabilidad de los propios sujetos, o de las familias, frente a sus malestares y sus síntomas, ello no debe implicar una culpabilización. Es otro reproche que se hace en ocasiones al psicoanálisis. Responsabilizarse quiere decir poder dar respuestas particulares, propias, íntimas, de cómo cada uno está concernido e implicado en aquello que lo hace sufrir. La escucha analítica ofrece a los sujetos un espacio en el que poder desplegar las causas que no se remiten solamente a la biología o al Otro social. Reconocer la responsabilidad que cada uno tiene de su goce y de sus síntomas es un paso liberador aunque no siempre sea fácil. Significa poder apropiarse de las palabras que han marcado al sujeto desde el inicio mismo de su existencia. Significa acceder a tener una voz propia, un estilo de vivir que no tiene porque estar acompasado con el estilo del rebaño.

Vivimos una época en la que se da la paradoja de que el postmodernismo, el post-feminismo y el post-estructuralismo enfatizan que todo es contingente y relativo, no utilizando casi referencias ancladas a la realidad, y a la vez el imparable avance de la ciencia explora más y más la referencia a una realidad supuestamente objetiva. En esa tesitura tan especial, el psicoanálisis ocupa un lugar bien definido aunque no siempre es fácil de transmitir. Reconoce una dimensión contingente indiscutible en lo humano (en las curas se trata a menudo de descubrir eso) pero a la vez sin olvidar del todo la referencia a lo real. Lo que ocurre es que el real al que nosotros nos referimos no es exactamente el mismo que el de la ciencia. Nuestro real es fundamentalmente el del goce y el sexo. Por tanto, el psicoanálisis no es idealista ni tampoco completamente relativista. De algún modo, podríamos decir que es «realista», pero siempre y cuando añadamos de inmediato que su real es distinto del de los científicos positivistas.

En el juego entre lo contingente y lo real, los analistas no podemos ignorar la dimensión social e histórica de los síntomas. En los síntomas hay una parte estructural, ahistórica, ajena al paso del tiempo, pero hay otra vertiente totalmente permeable a los discursos dominantes del momento. En la actualidad los síntomas tienen una presentación más autística y menos simbólica que hace un tiempo. Depresiones, toxicomanías, anorexias, fibromialgias, dolores crónicos, fatigas crónicas también, son trastornos que no coinciden con las demandas que presidieron el nacimiento del análisis, pero eso no quiere decir que el análisis no pueda ocuparse de ellos. Aunque sean presentaciones sintomáticas poco propensas al discurso, más cercanas al acto, están sostenidas igualmente por una estructura de lenguaje y, a lo sumo, los analistas tienen que adoptar un papel más activo para tratar de poner de manifiesto los elementos significantes que dichas presentaciones ocultan. Ese es uno de los retos fundamentales para el análisis contemporáneo, estar a la altura de esas nuevas demandas, reivindicando su eficacia terapéutica específica, pero a la vez sin olvidar nunca su dimensión subversiva respecto del saber y del deseo.