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22.02.2008

Estremecer los límites de la realidad

Es probable que algunos os acerquéis a Espai en Blanc temiendo que en el fondo se trate de una cosa de “filósofos”, algo para lo que se requiere cierta especialización académica, el dominio de un registro lingüístico difícil, muy abstracto, y al que solo se accede tras años de lectura, paciencia y alemán. Quisiera dirigirme a vosotros y convenceros de que no es así.

Si estamos hoy aquí es porque hay, en efecto, cosas que nos hacen pensar, cosas que están pasando en el trabajo, en las relaciones personales, en nuestra situación familiar, y que son como grietas o agujeros por donde la vida se nos desencaja de forma constante. Digo constante porque todos sentimos que nuestra vida está siendo sometida a un verdadero régimen de fuerza, que la presiona sin descanso, en toda la línea, y que nos obliga a redefinir nuestras fuerzas -a “movilizarnos”- una y otra vez, incesantemente, sin saber jamás a qué atenernos. No hay certezas, instituciones, objetividad a la que agarrarnos para poder resistir, y es justo esa precariedad absoluta lo que nos hace pensar. En efecto, ni las lecturas, ni la formación académica, ni menos aún el dominio de un discurso “abstracto”, producen por sí mismos pensamiento. Lo que de verdad hace pensar -y por eso estamos hoy todos aquí- es tener que soportar una vida que se rompe.

Solo que uno no sabe cómo, de qué modo, con qué palabras dar forma a esos pensamientos. Y no por ignorancia -ése no es el problema- sino porque siente también que el espacio del lenguaje, el ámbito donde viven y crecen las ideas, está completamente dominado por ese mismo poder que de forma constante fuerza nuestra vida, por el mismo régimen que la presiona y controla. De manera que al fin, al cabo de un rato, o de horas, o de días de esfuerzo, consumiéndonos en balbuceos, perdiéndonos por salidas falsas, el brote del pensamiento -la cosa que nos hizo pensar- se desvanece sin dejar ningún fruto, sin alcanzar con el mundo otra relación que la de la impotencia, el silencio o la necedad. Agotado el intento, la realidad se recompone intacta, y nosotros, a decir lo de siempre, lo de todos, lo de nadie: a repetir los tópicos con que se moviliza nuestra vida, a reproducir ese lugar común (“consensuado, solidario, participativo”) siempre renovado y que al igual que Matrix nos mantiene y sofoca.

Pero uno se pregunta qué significa eso, qué supone vivir en un espacio saturado de signos, de mensajes bajo control, neutralizados, y que hay que intercambiar por pura supervivencia, porque son el oro, la mercancía que nos permite seguir con vida; vivir así, digo, pero engullidos al mismo tiempo por el silencio infinito con que se nos impone la realidad, incuestionable y obvia; vivir, en fin, en la precariedad absoluta, sin saber a qué atenernos pero queriendo vivir, porque tal es, en efecto, el clavo ardiendo donde nos agarramos todos. Yo creo que esa es, en conjunto, la experiencia radical, profunda, que define al campo de concentración. No afirmo que vivamos en un campo de concentración moderno, mortificador, al estilo de Auschwitz, sino en otro distinto, “postmoderno”, y que se rige por el principio -igualmente siniestro- con que el poder domina ya nuestras vidas: hacer vivir sin dejar morir.

Sabemos que en estos días los dirigentes de la Ciudad Empresa -ministros, presidentes, secretarios de partidos y sindicatos, directores de periódicos- están creando también sus propias Fundaciones para la “producción de ideas”. Y es que ahí radica, por cierto, el problema del Campo de Concentración: cómo transformar nuestras palabras, nuestra pura actividad lingüística, libre y sin restricciones (ya sabéis que aquí, como en el psicoanalista, uno puede, o aun debe, decir lo que quiera, manifestar lo que se le ocurra) cómo, digo, convertir esa comunicación nuestra en sumisión política, en sentido común obediente y, ante todo y sobre todo, en capital -que es, sobra decirlo, la última instancia que gobierna el imperio. La Ciudad Empresa, el Campo de Concentración, debe organizar entonces de manera rentable el régimen de fuerza al que nos somete, garantizando la “productividad” de ese querer vivir nuestro que por su propia ambigüedad -los prisioneros resisten y colaboran al mismo tiempo- y sometido a esa presión constante puede, como sabemos, quebrarse y/o desbordar el límite capitalista, la línea de flotación del sistema. El mecanismo que opera ese milagro -y por eso el imperio las necesita tanto- son, en efecto, las ideas. No hablamos de conceptos, de juicios que justifiquen nuestra adhesión racional al nuevo orden, de valores que salven o satisfagan nuestra necesidad de sentido. Se trata de ideas literalmente “productivas”, de ideas-proyecto, políticas cuanto empresariales, que por su propia naturaleza -y aquí habremos de reflexionar mucho sobre el significado de “la cultura”- permitan dominar, tal cual, nuestro querer vivir, contener su zozobra, trabándolo desde dentro, interiormente, con los dispositivos de explotación y control que mantienen y reproducen el sistema social. Basta con pensar diez minutos qué es Operación Triunfo para ver con total claridad de qué estamos hablando.

Frente a esta situación, ¿qué proponemos nosotros?, ¿qué somos? Yo creo que la respuesta nos está viniendo estos días (al igual que otras buenas noticias en medio de tanta desgracia: hoy hemos leído que los marineros de Moaña han iniciado lo que tal vez sea la primera huelga contra el Estado-Empresa: se niegan a recoger a sueldo y a las órdenes de una multinacional el vertido del Prestige), nos está viniendo, digo, de Galicia. Somos como engrudo, como chapapote adherido a las redes del imperio, imposible de rentabilizar y someter al capital; somos como una mancha de fuel -difusa, incontrolable- que ocupa y bloquea la movilización general, aquí en Barcelona lo mismo que en la propia Galicia, que en Italia, que en Buenos Aires -¡cuánto estamos aprendiendo de las “situaciones” argentinas!-, que en todos los lugares, en fin, donde Espai en Blanc ha recibido ya la bienvenida; somos la grieta insoldable, la fuga en el monocasco, los agujeros por donde se vierte y libera no la verdad que el poder reprime -denunciar a esta alturas sus “mentiras” es un poco inocente- sino la realidad que ya no soporta, la que desborda, brutal, el escenario de su Ciudad Empresa, la que provoca al fin su zozobra.

Pero los que hemos dado ese paso -y vuelvo a dirigirme a vosotros, porque es de esto de lo que quiero convenceros- sabemos cuál es el secreto: a diferencia del petróleo nuestra mancha está llena de vida, de amigos con quienes sostenernos, de valor; es un agujero negro pero fértil, tan paradójico como nuestro logotipo, un magma donde los pensamientos -todo eso que pasa y que nos hace pensar- pueden al fin crecer, tomar cuerpo, darse una voz, tal como quieren y en el modo en que lo quieren: desencajándose, valientes, del régimen del Campo, desafiando con pasión las prisiones de este mundo solo. Porque aquí no venimos a taponar las fugas ni a salir, como en Matrix, por la puerta delirante de Morfeo. Si estamos todos aquí es para hacer más grande la grieta, para que esta marea blanca crezca y golpee con más fuerza, para estremecer juntos, amigos, los límites de la realidad, hasta medirnos con ella, cara a cara, cuerpo a cuerpo. Con el único requisito de esta decisión -más la lectura, el alemán y la paciencia que queráis- os animo a valeros, en confianza, del espacio que hoy abre nuestra fundación.