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19.12.2006

El sufrimiento social.
Entrevista a Emmanuel Renault

Esta entrevista fue realizada en verano de 2005. Emmanuel Renault es profesor de filosofía en la École Normale Superieur de Lyon y director de la revista Actuel Marx. Es autor, entre otros, de los libros Mépris social. Étique et politique de la reconnaissance, Éd. du Passant, 2000 yL’experience de l’injustice. Reconnaissance et clinique de l’injustice, La Découverte, 2004.

ESPAI EN BLANC:  Desde que coincidimos hace un año en Bilbao y conocimos tus trabajos (Mépris social, 2000, Expérience de l’injustice, 2004) nos ha interesado profundizar en el paralelismo y en el contraste que se puede establecer entre ellos y nuestra investigación colectiva acerca de las nuevas formas de politización.

Lo que nos interesa de tu trabajo es la apuesta por construir una lectura política de fenómenos y experiencias sociales que aparentemente no lo son, porque quedan circunscritas al ámbito de lo personal, de lo psicológico, de lo médico… Te acercas, por tanto, a lo que para nosotros es la clave de las formas de dominio en nuestras sociedades actuales: la neutralización de lo político. Siendo colectivos, los conflictos se viven individualmente; siendo políticos, se reconducen al terreno de lo personal. En el mundo de la precariedad, en esta sociedad-red herida, sin embargo, de fronteras, cada uno parece jugarse, solo, su relación con el mundo. Si la mantiene su éxito es suyo, contra los demás. Si la pierde, su fracaso es personal. Miedo, culpabilidad y depresión son los síntomas más evidentes del malestar que corroe esta neutralización de lo político.

Frente a este malestar (nosotros preferimos este término al de sufrimiento), hemos puesto la pregunta: ¿cómo se construye hoy una vida política? ¿Qué significa en nuestras sociedades politizarse o politizar un conflicto? Estas preguntas exigen rastrear lo no codificable, desde el convencimiento de que la vida es hoy el campo de batalla. Su fragilización (en todas las formas de precariedad, no sólo laboral) y su movilización (hacia una reproducción inapelable de lo obvio) la han puesto en el centro.

Si hemos entendido bien tus trabajos, la manera como tú te acercas a ella, a esta vida convertida en campo de batalla, es a través del concepto de identidad (esta relación positiva que cada uno puede mantener consigo mismo y con sus expectativas) y, siguiendo los trabajos de Axel Honneth, recurriendo al modelo de la lucha por el reconocimiento. Es la manera como los síntomas de ese sufrimiento social se vuelven traducibles en términos políticos. De la mano de estos conceptos (identidad-reconocimiento) puedes trazar el mapa y los horizontes de los conflictos políticos actuales.

A nosotros nos gustaría someter a discusión esta opción política y teórica, desde la complicidad que nos ofrece la pregunta común por las nuevas formas de politización.

El punto de partida de nuestro cuestionamiento sería el siguiente: pensamos que el malestar difuso que se expresa en los múltiples rostros del sufrimiento social que tú recoges es anterior a cualquier relación con la propia identidad. Proviene, precisamente, de la imposibilidad de tener una vida política, del silencio al que ésta queda reducida cuando las experiencias (del trabajo, del afecto, de todo vínculo social) se privatizan y particularizan. Estar obligado a ser tu propio proyecto: ¿no es ésta la fuente de todo el dolor social? Dicho de otra manera: esa identidad que conviertes en la clave del conflicto político, ¿no es precisamente la argolla que nos ata, separadamente, a la larga e infinita cadena que es la sociedad-red?

En continuación con la pregunta anterior, nosotros pensamos que una de las categorías a explorar hoy, desde un pensamiento político, es la de anonimato. En tus libros, tú contrapones el modelo de la diferencia, que consideras ya recuperado por el capitalismo actual y este modelo de la identidad que permite pensar las luchas por el reconocimiento. En lo primero, con matices, estaríamos de acuerdo. Pero de ello no derivaríamos lo segundo. Entre el modelo de la diferencia y el de la identidad hay una tercera opción por pensar: la de la fuerza del anonimato como experiencia de lo común. ¿No es cuando dejamos de ser lo que somos cuando se nos abre la posibilidad de reconfigurar la realidad y sus códigos? En vez de reconocernos (ya sea en la identidad, ya sea en la diferencia) ¿no tenemos precisamente que dejar de hacerlo? ¿lo común, en cuanto nos desposee de lo que «normalmente» somos no es un proceso de anonimato?

Ya que esta cuestión es una divergencia más general que tiene que ver con la identidad, me parece útil distinguir diferentes nociones de identidad. En primer lugar se puede entender la identidad en un sentido puramente formal, en el sentido de la relación positiva consigo mismo, que es sobre lo cual Honneth centra sus análisis. Él distingue la confianza en sí (relación positiva respecto a la propia existencia sentimental, afectiva y corporal), respecto de sí (relación positiva consigo mismo en tanto que voluntad susceptible de asumir su libertad) y estima de sí (relación positiva consigo mismo en tanto que existencia social). Es en referencia a este concepto formal de identidad que Honneth sostiene que la relación positiva consigo mismo está intersubjetivamente constituida y es intersubjetivamente vulnerable, de tal manera que es indisociable de una necesidad de reconocimiento, y es por ello que avanza que una identidad no menoscabada descansa sobre relaciones de reconocimiento. Esto significa que una identidad no menoscabada descansa sobre el reconocimiento de lo que puede ser considerado una característica de común humanidad (las condiciones más generales de la relación positiva consigo mismo), y que no implica ni posición de diferencia ni de identificación específica. En un segundo sentido, el término identidad remite a las identidades colectivas que no son tomadas en cuenta verdaderamente en el modelo de Honneth, precisamente porque parece difícil dar un valor universal al reconocimiento de una identidad colectiva. En un tercer sentido, el término identidad puede designar la identidad personal, es decir, una unificación o quizás solamente un poner en relación, las diferentes identidades colectivas y la trayectoria biográfica de un individuo. Me parece difícil estar de acuerdo con Honneth cuando analiza la forma de la identidad (la relación positiva consigo mismo bajo las tres formas: confianza en sí, respecto de sí y estima de sí) independientemente de su contenido. Me parece igualmente que la puesta en relación de esta forma y de este contenido ofrecen una cierta forma de legitimidad a las reivindicaciones que apuntan al reconocimiento de las identidades colectivas (como por ejemplo aquellas de los pueblos minoritarios) o de identidades personales (como por ejemplo aquellas que conciernen a la orientación sexual). Me parece igualmente importante insistir en esta legitimidad, incluso si es relativa y condicional, para así dejar espacio a las luchas políticas que están detrás.

EMMANUEL RENAULT:  El problema que pone vuestra pregunta concierne específicamente al reconocimiento de las identidades colectivas. Me parece que hay que distinguir un aspecto estratégico y un aspecto utópico. Dado que existen injusticias que están ligadas a formas de estigmatización y de invisibilización de las identidades colectivas, es difícil de admitir que la lucha contra la injusticia pueda rehusar toda referencia a la identidad. Estoy de acuerdo en que una lucha por el reconocimiento de una identidad, es decir, por obtener otra relación con la identidad que el que es impuesto por un orden social y simbólico determinado, no puede ser legítimo a menos que la reivindicación identitaria se politice y tome en consideración las razones generales que determinan que una situación pueda ser llamada injusta. En este caso, la lucha identitaria entra en un proceso de anonimato, en el sentido que no lucho porque mi identidad colectiva sea absoluta, sino porque pueda ser justificada en nombre de las normas compartidas que permiten la convergencia con otras luchas. Pero está claro que éste no es el destino de todas las luchas identitarias.

La vertiente utópica de la cuestión consiste en saber si en el mundo que queremos, tales reivindicaciones de las identidades colectivas podrían tener un lugar. Lo que parece excluirlo es que la idea de identidad parece designar una imagen limitada y socialmente construida de sí, y que estamos tentados de identificar esta imagen con una forma de sojuzgamiento. En cierta manera, querer desembarazarse de las identidades colectivas significa desembarazarse de lo social, como ocurre en Rancière. ¿Cuál es el sentido político y sociológico de una tal propuesta? Es lo que para mí no está claro. Tratándose de la cuestión del reconocimiento de identidades colectivas, prefiero tener en cuenta el análisis de las dinámicas reivindicativas que atraviesan los movimientos sociales, antes que juzgarlos desde el punto de vista de ideales que les son exteriores. Pues bien, desde este punto de vista si es posible constatar que el proceso de politización de las reivindicaciones identitarias puede inducir una forma de anonimato, no hay ninguna razón para pensar que este proceso deba conducir a una supresión pura y simple de las identidades colectivas.

E.B.:  Otra de las categorías políticas que pones en el centro es la de la injusticia. Esto permite delimitar un «quién» (quién la sufre), que normalmente en tus textos se convierte en un «ellos». En la búsqueda de esa politización difusa que recorre de manera invisible y transversal lo social, ¿no sería más útil partir siempre de un nosotros, en el que también estamos, como hombres anónimos que somos? No nos parece interesante –por poco productiva y también poco radical– una mirada «desde fuera» sobre lo social, aunque esa mirada sea honesta ya que no pretende capturar en categorías preestablecidas. Nosotros partimos de que existe un nosotros. Ambivalente ontológicamente hablando. Ambiguo políticamente hablando. Nosotros estamos en ese nosotros. Analizar su malestar social ¿no sería analizar, pues, nuestro propio malestar social? Entonces quizás tendríamos que atrevernos a abordar lo que nos impide vivir. Pero creemos que no se gana nada con llamarle injusticia a «lo-que-nos-impide-vivir», ya que con ello lo que sucede es que, lo que era concreto, se abstrae. Y toda abstracción siempre supone una pérdida.

E.R.:  Como acabo de decir, yo también pienso que un juicio político tiene que privilegiar el punto de vista de los actores, o sea, que tiene que desarrollar una crítica inmanente. En la medida en que el juicio político supone siempre una toma de posición, y en la medida que justamente esta toma de posición tiene que ser asumida, pienso como vosotros que el juicio político tiene que referirse a los procesos de construcción de un nosotros. Pero me parece igualmente que existen dos injusticias relativamente diferentes, y que cada una se refiere a un tipo de juicio político diferente. Es precisamente así como empleo –dándole un sentido un poco diferente al de vosotros– vuestra distinción entre una política diurna y una política nocturna. Las injusticias que provienen de una política diurna son aquellas que pueden ser transformadas en objeto de luchas políticas llevadas a cabo por los que las padecen; y en este caso, la crítica de las injusticias es siempre de una cierta manera formulada por un nosotros, el nosotros de los que luchan, y de los que solidarizan con ellos. Pero la situación es diferente cuando las injusticias tienen como efecto específico producir efectos sociales o psicológicos que hacen casi imposible a los que las padecen rebelarse contra ellas (es el caso de los vagabundos) u organizarse colectivamente (es el caso de los parados de larga duración). Me parece que este tipo de injusticia hace problemático identificar un nosotros porque, por un lado, los que juzgan políticamente no son aquellos que son directamente concernidos, por otro lado, porque los individuos concernidos están a veces tan hundidos en su situación, que tenemos que superar serios obstáculos para considerarlos como unos de los nuestros. Éste es el caso de todas las situaciones de extrema pobreza, y es lo que ha hecho decir a algunos antropólogos de izquierda: «no trabajéis con los pobres, todo lo que podáis decir sobre ellos será dirigido contra ellos». Esta posición es evidentemente indefendible, ya que es justamente en estas situaciones en las que se muestra la injusticia del orden social, además de que estas injusticias comportan no sólo una dureza objetiva de la situación sino también su invisibilización. En este tipo de situación, el juicio político es emitido por un «portavoz» (categoría movilizada tanto en las luchas de los «sin» como en las luchas contra el «colonialismo interior»), y estoy tentado de denominar estas prácticas políticas que se refieren a ese tipo de situación con el término de política nocturna. Es una suerte para nosotros aún poder decir «nosotros», pero existe una crítica y un trabajo político que debemos hacer con otros que nosotros.

E.B.:  La cuestión del reconocimiento pone el problema del «quién» es reconocido así como del «ante quién» se es reconocido. Creemos que la operación que el reconocimiento comporta es demasiado simple y nos aboca necesariamente a un modo muy tradicional de hacer política. Una referencia a los zapatistas puede aclarar lo que decimos. Los zapatistas aparecen en el espacio público cubiertos por pasamontañas, y a la gente que les pregunta quiénes son, les responden que ellos mismos se miren al espejo. Se trata de un nosotros que, en su aparecer, se des-identifica. Pero esta desidentificación no es una proliferación postmoderna de las diferencias. En absoluto se trata de un carnaval. La desidentificación es verdadera construcción de lo común «hacia adentro». «Hacia afuera», en cambio, no se busca ningún reconocimiento, muy al contrario lo que se persigue es imponer la intercambiabilidad.

E.R.:  Aquí también creo que hay que comenzar con una distinción. Yo establezco una diferencia entre luchas de reconocimiento y luchas por el reconocimiento. Desde el momento que una injusticia es producida por (o acompañada) de una denegación de reconocimiento, la lucha contra la injusticia es también contra la denegación del reconocimiento. Pero eso no significa, sin embargo, que la lucha sea por la obtención de un reconocimiento positivo de parte de los que expresan esa denegación de reconocimiento o de la sociedad en general. En las luchas contra el racismo por ejemplo, hay siempre una lucha contra una forma de denegación del reconocimiento, pero esta luchas de reconocimiento no son necesariamente luchas por el reconocimiento, en el sentido que no conducen necesariamente a reivindicar ser reconocido como miembro de una raza especial. Además, es claro que un modo de lucha contra la denegación del reconocimiento consiste en responder a la violencia simbólica del menosprecio o de la ignorancia ostensiva mediante la violencia simbólica o física. En tanto que este tipo de respuesta es un modo de afrontar la denegación de reconocimiento, hay en ella una lucha de reconocimiento, pero ésta no consiste verdaderamente en una lucha por ser positivamente reconocido por otro: se trata únicamente de forzar al otro a que tenga en cuenta nuestra existencia y eso se hace reenviándole su violencia como en un espejo.

Creo que la mayoría de las lucha políticas, quizás todas, tienen un componente simbólico que desarrolla una lógica de luchas por el reconocimiento. En cuanto al movimiento zapatista, quisiera distinguir dos modos de denegación del reconocimiento: el menosprecio y la invisibilización. En el primer caso, la denegación tiene que ver con una forma de identificación, con un reconocimiento negativo (desvalorización o estigmatización), mientras que en el segundo caso, tiene que ver con un error de identificación, con una ausencia de reconocimiento. Estas dos formas de violencia simbólica pueden conducir a contra-violencias simbólicas distintas. El movimiento Punk ofrece el ejemplo de una respuesta al menosprecio social, que tiene que ver manifiestamente con el primer tipo. A la estigmatización de su identidad de jóvenes obreros hundidos en el paro y la pobreza, los punks anarquistas de la Inglaterra de finales de los años setenta, han querido poner en escena la imagen del rechazo de la sociedad, a la vez que entrar en las interacciones cotidianas de la manera simbólicamente más violenta posible. No es tan extraño que la respuesta a la invisibilización que sufren los indios de Chiapas sea bien diferente, y que consista en poner en escena la invisibilidad misma, haciendo ver mediante el pasamontañas, toda la violencia política de la que la invisibilidad es portadora. ¿La política simbólica de los Zapatistas puede ser reducida a una política de desidentificación? Lo dudo ya que uno de los objetivos es justamente sacar de su invisibilidad a las poblaciones que tampoco cuentan para la izquierda. Estamos aquí ante una lucha de reconocimiento, incluso siendo claro que el proyecto zapatista no puede ser reducido a un proyecto de reconocimiento identitario, como tampoco era el caso de los punks anarquistas.

E.B.:  La práctica de los zapatistas, que bien podríamos convenir, ha sido un modo innovador de intervención política, no se deja subsumir en la estrecha lógica que impone el par identidad/reconocimiento. De alguna manera, en algunos momentos el movimiento de okupación también ha conseguido cortocircuitar esta lógica. Sabemos que es difícil y ciertamente muy provisional. Pero la otra opción ¿dónde nos conduce? ¿Cuál sería el horizonte de las luchas por el reconocimiento? ¿Cómo imaginar ese mundo en el que podemos ser lo que verdaderamente somos? ¿No contiene, en última instancia, una imagen utópica de un mundo «descolonizado»?

E.R.:  Yo creo que el proyecto de una política del reconocimiento no tiene sentido si no es entendido como un proyecto de transformación social. La teoría del reconocimiento, tal como la entiendo, es un intento de descripción de toda la variedad de formas de injusticia. Algunas tienen que ver con relaciones de reconocimiento propias de la esfera íntima (el reconocimiento afectivo en el que se juega la socialización de mis afectos y de mi cuerpo), otras con las interacciones sociales en las que afronto el juicio de otro sobre mi voluntad y mi responsabilidad (el reconocimiento moral y jurídico que pone el respeto de sí en juego), otras con juicios hechos acerca la utilidad social o colectiva de mi actividad (reconocimiento que me pone siempre en juego el trabajo, ya sea asalariado o no, ya sea «productivo» o «improductivo»), otras en las que los componentes colectivos de mi identidad personal y mis elecciones biográficas están en juego. Está claro que experimentamos sentimientos de injusticia en todos estos ámbitos, y que tienen siempre algo que ver con una forma de denegación del reconocimiento, por parte de los individuos que los experimentan. Estos sentimientos tienen que ver con la injusticia social desde el momento que la denegación de reconocimiento se refiere no solamente a la voluntad individual de otro, sino que es producida por la influencia que el propio contexto social ejerce sobre el comportamiento del otro. Esta es la razón por la que las luchas de reconocimiento adquieren valor verdaderamente político sólo cuando apuntan al contexto social que produce la denegación de reconocimiento, y según mi opinión, las luchas no tienen que atacar únicamente las instituciones propias de cada contexto específico, sino igualmente a la estructura capitalista de la sociedad que imprime su marca sobre la mayoría de las instituciones. La imagen utópica de una política del reconocimiento es la de una transformación de las condiciones sociales injustas, y personalmente no llego a dar otro sentido a la idea de justicia: un proceso de reapropiación dirigido a satisfacer las necesidades fundamentales del yo (que no se reducen ciertamente a las necesidades de reconocimiento ya que existen igualmente necesidades biológicas y necesidades pulsionales junto a estas necesidades orientadas hacia el componente intersubjetivo de la individualidad), lo que se traduce en un proceso del cual no puede pensarse el final.

E.B.:  La identidad-trabajo ha sido socavada, pero no la violencia ejercida en el medio laboral a través del salario. Sin embargo, el conflicto se ha desplazado: mobbing, despresión, estrés, vacío… el asalariado que sufre y se convierte en víctima no se define ya por la dominación directa debida al trabajo, sino por los ataques que padece en su ser moral, por la presión que constituye el ser desechable a voluntad, como un kleenex que se puede tirar sin preocupación, o también por un acoso, sexual o de otro tipo, que no tiene nada que ver con el trabajo propiamente dicho… El sufrimiento del trabajador no está inscritos meramente en las relaciones laborales. ¿Crees que este sufrimiento social puede organizarse colectivamente?

E.R.:  La razón por la que prefiero hablar de sufrimiento social antes que de dolor o malestar, reside en que esta noción permite sacar a la luz toda la dificultad de un tipo específico de injusticia en la que los efectos subjetivos sobre el individuo implican igualmente la movilización de defensas psicológicas que pueden conducir al individuo a identificarse con una situación injusta. Es el caso del asalariado bajo coacción que está obligado a huir hacia la sobreactividad o el exceso de atención para no hacer frente al hecho de que su actividad no tiene sentido para él, que le agota y que no tiene de hecho ninguna garantía de conservar su trabajo. Es el caso del parado de larga duración que interioriza la imagen de un individuo incapaz de encontrar un empleo: «si soy un parado es que soy un incapaz, vivo la vida que merezco». Como es el caso del vagabundo que busca en el alcohol el medio de no sentir la vida que lleva. Es propio de la naturaleza psíquica humana movilizar defensas contra el sufrimiento.

Estas situaciones de adaptación a la injusticia parecen desesperadas, y en cambio, no es imposible politizar el sufrimiento social. Hay que empezar por rechazar el discurso sobre el «stress» o sobre «el cansancio mental» en el trabajo, y llamarlos sufrimiento social para subrayar el carácter insoportable de lo vivido por los individuos, así como la dimensión social del problema. Este proceder no es solamente una abstracción propia de un filósofo sino el objeto de debates en el interior de ciertos sindicatos, en la medicina del trabajo, en los Comités de Higiene y Seguridad de ciertas empresas. De la misma manera, sería falso creer que los parados de larga duración están condenados a la pasividad política. Cuando tuvieron lugar los movimientos de parados de fines de los años noventa en Francia se vio que lo que era crucial, era especialmente el trabajo de las asociaciones contra los complejos de culpabilización, así como el esfuerzo por construir colectivamente una imagen de la injusticia de la situación. Aquí también, implícitamente al menos, era la problemática del sufrimiento social la que estaba en el centro.

E.B.:  Falta finalmente una referencia a la precariedad que para nosotros es absolutamente central. Pensamos que el fenómeno de la precariedad implica sobre todo una forma de individuación caracterizada por fragilizar hasta lo que nos es más propio: las mismas ganas de vivir. De aquí que sostengamos que la precarización es el modo de dominio que consiste en la producción del «ser precario» en tanto que sujeto (sujetado). Esta individuación no requiere a los demás puesto que es esencialmente personalizada. El precario está solo frente al mundo. Ciertamente, la precariedad puede vivirse como una huida del trabajo, en la medida que uno mismo se autodetermina, cuánto y cuando trabaja. Sin embargo, junto a esta cara digamos positiva, la precariedad es un ataque social que se vive individualmente, es esa individuación terrible de la que hablamos. ¿Por qué la precariedad –que es una de las principales fuentes de malestar social en la actualidad– no se politiza? O dicho más directamente: ¿por qué la precariedad es tan difícil de politizar?

E.R.:  El modelo del reconocimiento me parece interesante precisamente porque elabora una definición de la justicia que permite identificar la precariedad social como una injusticia social. La idea de precariedad define en efecto una fragilización de los soportes subjetivos de la existencia individual, una fragilización que deteriora igualmente las formas de reconocimiento sobre las que descansa la relación positiva consigo mismo y todo lo que hace que la vida nos parezca digna de ser vivida. Estoy totalmente de acuerdo con la idea de que la dificultad de politización de la precariedad se debe a la individuación que comporta. Es el objetivo de una política nocturna tratar de afrontar este tipo de problemas.

Pero no estoy seguro que el término «precariedad» sea suficiente para dar cuenta verdaderamente del problema. Por un lado, la noción no permite describir las mediaciones psicosociales que hacen que la individuación sea a menudo igualmente una adaptación a una situación injusta. Por otro lado, el problema de la precariedad no tiene que estar disociado del de la dominación. Tanto el trabajo precario como la exclusión prolongada respecto a un trabajo, convierten a los individuos vulnerables a distintas formas de dominio. La crítica social tiene a veces tendencia a olvidarlo cuando se concentra sobre las cuestiones de la «precariedad», de la «desafiliación», o de la «exclusión». En fin, el término precariedad designa dos tipos de relaciones sociales bastante diferentes: las que caracterizan las nuevas formas de explotación del trabajo, y las que conducen a la exclusión prolongada de los individuos respecto a las zonas de protección y de control social (lo que Bertrand Ogilvie llama «la producción del hombre desechable»). Estos dos fenómenos son característicos de la forma actual del capitalismo, pero la categoría de precariedad no describe por ella misma lo que constituye su unidad dado que la categoría de precariedad en tanto que categoría metasocial, se presenta casi completamente como una teoría social. Estas diferentes razones me hacen pensar que la problemática de la precariedad tiene que ser englobada en el interior de una problemática más larga.