24.12.2010
¿Cómo hacer?
Traducido por: Fundación Straubinger
Don’t know what I want, but I know how to get it.
Sex Pistols, Anarchy in the UK
I
Veinte años. Veinte años de contra-revolución.
De contra-revolución preventiva.
En Italia.
Y fuera de Italia.
Veinte años de un sueño de alambre de espino, poblado de vigías. De un sueño de los cuerpos, impuesto por el toque de queda.
Veinte años. El pasado no pasa. Porque la guerra continúa. Se ramifica. Se prolonga.
En una articulación mundial de dispositivos locales. En un calibrado inédito de las subjetividades.
En una nueva paz de superficie.
Una paz armada
bien hecha para cubrir el desarrollo de una imperceptible
guerra civil.
Hace veinte años, era
el punk, el movimiento del 77, el área de la Autonomía,
los Indios metropolitanos y la guerrilla difusa.
De un golpe surgía,
como salido de alguna región subterránea de la civilización,
todo un contra-mundo de subjetividades
que ya no querían consumir, que ya no querían producir,
que ya no querían ni siquiera ser subjetividades.
La revolución era molecular, la contra-revolución no lo fue menos.
Se dispuso ofensivamente,
después duraderamente,
toda una compleja máquina para neutralizar lo que era portador de intensidad. Una máquina para desactivar todo lo que podría explotar.
Todos los (in)dividuos de riesgo,
los cuerpos indóciles,
las agregaciones humanas autónomas.
Luego fueron veinte años de estupidez, de vulgaridad, de aislamiento y de desolación.
¿Cómo hacer?
Alzarse. Alzar la cabeza. Por elección o por necesidad. Poco importa, en verdad, desde ahora.
Mirarse a los ojos y decir que volvemos a comenzar. Que todo el mundo lo sepa, lo más rápido posible.
Volvemos a comenzar.
Se acabó la resistencia pasiva, el exilio interior, el conflicto por sustracción, la supervivencia. Volvemos a comenzar. En veinte años, hemos tenido tiempo para ver. Hemos comprendido. La demokracia para todos, la lucha «anti-terrorista», las masacres de Estado, la reestructuración capitalista y su Gran Obra de depuración social,
por selección,
por precarización,
por normalización,
por «modernización».
Hemos visto, hemos comprendido. Los métodos y los objetivos. El destino que SE nos reserva. El que SE nos niega. El estado de excepción. Las leyes que ponen a la policía, a la administración, a la magistratura por encima de las leyes. La judicialización, la psiquiatrización, la medicalización de todo lo que se sale del cuadro. De todo lo que huye.
Hemos visto. Hemos comprendido. Los métodos y los objetivos.
Cuando el poder establece en tiempo real su propia legitimidad,
cuando su violencia se vuelve preventiva
y su derecho es un «derecho de injerencia»,
entonces ya no sirve de nada tener razón. Tener razón contra él.
Hay que ser más fuerte, o más astuto. Es por esto
también
por lo que volvemos a comenzar.
Volver a comenzar no es nunca volver a comenzar algo. Ni retomar un asunto justo donde lo habíamos dejado. Lo que vuelve a comenzar siempre es otra cosa. Siempre es inaudito. Porque no es el pasado lo que nos empuja, sino precisamente lo que en él
no ha
advenido.
Y porque somos también nosotros mismos, entonces, quienes volvemos a comenzar.
Volver a comenzar quiere decir: salir de la suspensión. Restablecer el contacto entre nuestros devenires.
Partir,
de nuevo,
desde donde estamos,
ahora.
Por ejemplo, hay golpes
que ya no SE nos darán.
El golpe de la «sociedad». Por transformar. Por destruir. Por volver mejor.
El golpe del pacto social. Que algunos quebrarían mientras que otros pueden fingir
«restaurarlo».
Estos golpes, no SE nos darán más.
Hay que ser un elemento militante de la pequeño-burguesía planetaria,
un ciudadano verdaderamente
para no ver que ya no existe,
la sociedad.
Que ha implosionado. Que ya no es más que un argumento para el terror de los que dicen
re/presentarla.
A ella que se ha ausentado.
Todo lo que es social se nos ha vuelto extranjero.
Nosotros nos consideramos absolutamente desligados de toda obligación, de toda prerrogativa, de toda pertenencia
social.
«La sociedad»,
es el nombre que ha recibido a menudo lo Irreparable,
entre aquéllos que querían que también fuera
lo Inasumible.
Quien rechaza este cebo deberá dar
un paso de distancia.
Operar
un ligero desplazamiento
respecto de la lógica común del Imperio y de su contestación,
la de la movilización,
respecto de su común temporalidad,
la de la urgencia.
Volver a comenzar quiere decir: habitar esta distancia. Asumir la esquizofrenia capitalista en el sentido de una facultad creciente de desubjetivación.
Desertar pero guardando las armas.
Huir, imperceptiblemente.
Volver a comenzar quiere decir: sumarse a la secesión social, a la opacidad, entrar en desmovilización,
sustrayendo hoy a tal o tal red imperial de producción-consumo los
medios de vivir y de luchar para, en el momento elegido,
barrenarla.
Nosotros hablamos de una nueva guerra,
de una nueva guerra de partisanos. Sin frente ni uniforme, sin ejército ni batalla decisiva.
Una guerra cuyos focos se despliegan a distancia de los flujos mercantiles aunque conectados a ellos.
Hablamos de una guerra totalmente en latencia. Que tiene el tiempo.
De una guerra de posición.
Que se libra ahí donde estamos.
En el nombre de nadie.
En el nombre de la existencia misma,
que no tiene nombre.
Operar ese ligero desplazamiento.
Ya no temer a su tiempo.
«No temer a su tiempo es una cuestión de espacio».
En la okupa. En la orgía. En la revuelta. En el tren o el pueblo ocupado. En la búsqueda, en medio de desconocidos, de una free party inencontrable. Hago la experiencia de ese ligero desplazamiento. La experiencia
de mi desubjetivación. Yo devengo, me vuelvo
una singularidad cualquiera. Un juego se insinúa entre mi presencia y todo el aparato de cualidades que me están ordinariamente vinculadas.
En los ojos de un ser que, presente, quiere estimarme por lo que yo soy, saboreo la decepción, su decepción al ver que he devenido tan común, tan perfectamente accesible. En los gestos de otro, una inesperada complicidad.
Todo lo que me aísla como sujeto, como cuerpo dotado de una configuración pública de atributos, siento que se derrite. Los cuerpos se deshilachan en su límite. En su límite, se indistinguen. Barrio tras barrio, lo cualquiera arruina la equivalencia. Y yo alcanzo
una desnudez nueva,
una desnudez impropia, como vestida de amor.
¿Se evade uno alguna vez solo de la prisión del Yo?
En la okupa. En la orgía. En la revuelta. En el tren o el pueblo ocupado. Nos volvemos a encontrar.
Nos volvemos a encontrar
como singularidades cualquiera. Esto es,
no sobre la base de una común pertenencia,
sino de una común presencia.
Esta es
nuestra necesidad de comunismo. La necesidad de espacios de noche, donde podamos reencontrarnos
más allá
de nuestros predicados.
Más allá de la tiranía del reconocimiento. Que impone el re/conocimiento como distancia final entre los cuerpos. Como ineluctable separación.
Todo lo que SE –el novio, la familia, el entorno, la empresa, el Estado, la opinión– me reconoce, es por ahí por donde uno cree que SE me tiene.
Por el recuerdo constante de lo que soy, de mis cualidades, SE querría abstraerme de cada situación. SE me querría exigir en toda circunstancia una fidelidad a mí mismo que es una fidelidad a mis predicados.
SE espera de mí que me comporte como hombre, empleado, parado, madre, militante o filósofo.
SE quiere contener entre los bordes de una identidad el curso imprevisible de mis devenires.
SE me quiere convertir a la religión de una coherencia que SE ha escogido para mí.
Cuanto más soy reconocida, más mis gestos se encuentran trabados, interiormente trabados. Heme aquí capturada por la malla ultra-ajustada del nuevo poder. En las redes impalpables de la nueva policía:
LA POLICÍA IMPERIAL DE LAS CUALIDADES.
Hay toda una red de dispositivos en los que me hundo para «integrarme», y que me incorporan esas cualidades.
Todo un pequeño sistema de fichaje, de identificación y de «policiaje» mutuos.
Toda una prescripción difusa de la ausencia.
Todo un aparato de control comporta/mental, que apunta al panoptismo, a la privatización transparencial, a la atomización.
Y en el cual yo forcejeo.
Necesito devenir anónima. Para estar presente.
Cuanto más anónima soy, más estoy presente.
Necesito zonas de indistinción
para acceder a lo Común.
Para no reconocerme ya en mi nombre. Para no escuchar en mi nombre sino la voz que lo llama.
Para hacer consistir el cómo de los seres, no lo que son, sino cómo son lo que son. Su forma-de-vida.
Necesito zonas de opacidad en donde los atributos,
incluso criminales, incluso geniales,
ya no se separen de los cuerpos.
Devenir cualquiera. Devenir una singularidad cualquiera, no está dado.
Siempre posible, pero nunca dado.
Hay una política de la singularidad cualquiera.
Que consiste en arrancar al Imperio
las condiciones y los medios,
incluso intersticiales,
de experimentarse como tal.
Es una política, porque supone una capacidad de enfrentamiento,
y porque una nueva agregación humana
le corresponde.
Política de la singularidad cualquiera: liberar esos espacios en los que ningún acto es ya asignable a ningún cuerpo dado.
Donde los cuerpos reencuentran la aptitud al gesto que la sabia disposición de los dispositivos
metropolitanos –ordenadores, automóviles, escuelas, cámaras, portátiles, gimnasios, hospitales, televisiones, cines, etc.– les había disimulado.
Reconociéndolos.
Inmovilizándolos.
Haciendo que giren en el vacío.
Haciendo existir la cabeza separadamente del cuerpo.
Política de la singularidad cualquiera.
Un devenir-cualquiera es más revolucionario que todo ser-cualquiera.
Liberar los espacios nos libera cien veces más que todo «espacio liberado».
Más que de poner en acto un poder, gozo de la puesta en circulación de mi potencia.
La política de la singularidad cualquiera reside en la ofensiva. En las circunstancias, los momentos y los lugares en los que serán arrancados
las circunstancias, los momentos y los lugares
de un anonimato tal,
de una parada momentánea en un estado de simplicidad,
de un anonimato tal,
la ocasión de extraer de todas nuestras formas la pura adecuación a la presencia,
la ocasión de estar y ser, al fin,
ahí.
II
¿CÓMO HACER? No ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer? La cuestión de los medios. No la de los fines, la de los objetivos,
de lo que hay qué hacer, estratégicamente, en abstracto.
La cuestión de lo que podemos hacer, tácticamente, en situación,
y de la adquisición de esta potencia.
¿Cómo hacer? ¿Cómo desertar? ¿Cómo funciona? ¿Cómo conjugar mis heridas y el comunismo? ¿Cómo permanecer en
guerra sin perder la ternura?
La cuestión es técnica. No un problema. Los problemas son rentables.
Alimentan a los expertos.
Una cuestión.
Técnica. Que se redobla en cuestión de las técnicas de transmisión de esas técnicas.
¿Cómo hacer? El resultado contradice siempre al fin. Porque plantear un fin
es todavía un medio,
otro medio.
¿Qué hacer? Babeuf, Tchernychevski, Lenin. La virilidad clásica reclama un analgésico, un espejismo,
cualquier cosa. Un medio para ignorarse un poco. En tanto que presencia.
En tanto que forma-de-vida. En tanto que ser en situación, dotado de inclinaciones.
De inclinaciones determinadas.
¿Qué hacer? El voluntarismo como último nihilismo. Como nihilismo propio
a la virilidad clásica.
¿Qué hacer? La respuesta es simple: someterse una vez más a la lógica de la movilización, a la temporalidad de la urgencia. Bajo pretexto de rebelión. Plantear fines, palabras. Tender hacia su cumplimiento. Hacia el cumplimiento de las palabras. Mientras tanto, dejar la existencia para más tarde. Ponerse entre paréntesis. Alojarse en la excepción de sí. A distancia del tiempo. Que pase. Que no pase. Que se pare. Hasta… Hasta el próximo. Fin.
¿Qué hacer? Dicho de otra manera: vivir es inútil. Todo lo que no habéis vivido, la Historia os lo devolverá. ¿Qué hacer? Es el olvido de sí que se proyecta sobre el mundo.
Como olvido del mundo.
¿Cómo hacer? La cuestión del cómo. No de eso que un ser, un gesto o una cosa es, sino de cómo es eso que es. De cómo sus predicados se relacionan con él.
Y él con ellos.
Dejar ser. Dejar ser la abertura entre el sujeto y sus predicados. El abismo de la presencia. Un hombre no es «un hombre». «Caballo blanco» no es «caballo».
La cuestión del cómo. La atención al cómo. La atención a la manera en que una
mujer es, y no es,
una mujer –hacen falta dispositivos para hacer de un ser de sexo femenino «una mujer»,
o de un hombre con la piel negra «un negro».
La atención a la diferencia ética. Al elemento ético. A las irreductibilidades que lo atraviesan. Lo que pasa entre los cuerpos en una ocupación es más interesante que la ocupación misma.
¿Cómo hacer? quiere decir que el enfrentamiento militar con el Imperio debe ser subordinado a la intensificación de las relaciones en el interior de nuestro partido. Que lo político no es más que cierto grado de intensidad en el seno del elemento ético. Que la guerra revolucionaria no debe ser ya confundida con su representación: el movimiento bruto del combate.
La cuestión del cómo. Volverse atento al tener-lugar de las cosas, de los seres. A su acontecimiento. A la obstinada y silenciosa prominencia de su temporalidad propia
bajo el aplastamiento planetario de todas las temporalidades
por la de la urgencia.
El ¿Qué hacer? como ignorancia programática de esto. Como fórmula inaugural
del desamor atareado.
El ¿Qué hacer? vuelve. Desde hace varios años. Desde mitad de los años 90, más que desde Seattle. Un revival de la crítica hace como si se enfrentara al Imperio con slogans, con las recetas de los años 60. Salvo que esta vez se simula. Se simula la inocencia, la indignación, la buena conciencia y la necesidad de sociedad. Se vuelve a poner en circulación toda la vieja gama de los afectos social-demócratas.
De los afectos cristianos.
Y de nuevo, las manifestaciones. Las manifestaciones mata-deseos. Donde no pasa nada.
Y que ya no manifiestan
sino la ausencia colectiva.
Hasta el fin.
Para los que tienen nostalgia de Woodstock, de la ganja, de mayo del 68 y del militantismo, están las
contracumbres. SE ha reconstruido el decorado, falta lo posible.
He aquí lo que ordena el ¿Qué hacer? hoy: ir a la otra parte del mundo a contestar
la mercancía global
para volver, tras un baño de unanimidad y de separación mediatizada,
a someterse a la mercancía local.
A la vuelta, está la foto en el periódico… ¡Todos solos juntos!… Érase una vez…
¡Qué juventud!…
Lástima para esos cuantos cuerpos vivos perdidos allí, buscando en vano un espacio
para su deseo.
Vuelven un poco más fastidiados. Un poco más vaciados. Reducidos.
De contracumbre en contracumbre, acabarán por fin comprendiendo. O no.
No se contesta al Imperio por su gestión. No criticamos al Imperio.
Nos oponemos a sus fuerzas.
Ahí donde estamos.
Decir lo que a uno le parece tal o tal alternativa, ir allí donde SE nos llama, todo esto ya no tiene sentido. No hay proyecto global alternativo al proyecto global del Imperio. Pues no hay proyecto global del Imperio. Hay una gestión imperial. Toda gestión es mala. Los que reclaman otra sociedad harían mejor comenzando por ver que ya no hay. Y tal vez cesarían entonces
de ser aprendices de gestores. Ciudadanos. Ciudadanos indignados.
El orden global no puede ser tomado por enemigo. Directamente.
Pues el orden global no tiene lugar. Al contrario. Es más bien del orden de los no-lugares.
Su perfección no es la de ser global, sino la de ser globalmente local. El orden global es la conjuración de todo acontecimiento
porque es la ocupación acabada, autoritaria, de lo local.
Uno no se opone al orden global sino localmente. Por la extensión de las zonas de sombra sobre los mapas del Imperio. Por
su puesta en contacto progresiva.
Subterránea.
La política que viene. Política de la insurrección local contra la gestión global. De la presencia recobrada sobre la ausencia de sí. Sobre la extrañeza ciudadana, imperial.
Recobrada por el robo, el fraude, el crimen, la amistad, la enemistad, la conspiración.
Por la elaboración de modos de vida que sean también
modos de lucha.
Política del tener-lugar.
El Imperio no tiene lugar. Administra la ausencia haciendo planear por todas partes la amenaza palpable de la intervención policial. Quien busca en el Imperio un adversario al que medirse encontrará el aniquilamiento preventivo.
Ser percibido, de aquí en adelante, es ser vencido.
Aprender a devenir indiscernibles. A confundirnos. Volver a degustar
el anonimato,
la promiscuidad.
Renunciar a la distinción,
Para desarticular la represión:
componer en el enfrentamiento las condiciones más favorables.
Volverse astutos. Devenir despiadados. Y para esto
devenir cualquieras.
¿Cómo hacer? es la cuestión de los niños perdidos. Aquéllos a los que no se ha dicho. Los que no son seguros en sus gestos. A los que nada ha sido dado. Cuya criaturalidad, cuya errancia, no deja de traicionarles.
La revuelta que viene es la revuelta de los niños perdidos.
El hilo de la transmisión histórica ha sido roto. Incluso la tradición revolucionaria nos deja huérfanos. El movimiento obrero sobre todo. El movimiento obrero que se ha vuelto instrumento de una integración superior al Proceso. Al nuevo Proceso, cibernético, de valorización social.
En 1978, el PCI, el «partido de manos limpias», lanzó en su nombre
la caza a la Autonomía.
En nombre de su concepción clasista del proletariado, de su mística de la sociedad,
del respeto del trabajo, de lo útil y de la decencia.
En nombre de la defensa de los «avances democráticos» y del Estado de derecho.
El movimiento obrero que se habrá sobrevivido en el operaísmo.
Única crítica existente del capitalismo desde el punto de vista de la Movilización Total.
Doctrina temible y paradójica,
que habrá salvado el objetivismo marxista no hablando más que de «subjetividad».
Que habrá llevado a un refinamiento inédito la denegación del cómo.
La reabsorción del gesto en su producto.
La urticaria del futuro anterior.
De eso que toda cosa habrá sido.
La crítica se ha vuelto vana. La crítica se ha vuelto vana porque equivale a una ausencia. En cuanto al orden dominante, todo el mundo sabe a qué atenerse. Nosotros no tenemos
ya necesidad de teoría crítica. No tenemos necesidad de profesores. La crítica gira a favor de la dominación, desde ahora. Incluso la crítica de la dominación.
Ella reproduce la ausencia. Nos habla desde donde no estamos. Nos propulsa a otra parte. Nos consume. Es cobarde. Y permanece al abrigo cuando nos envía a una carnicería.
Secretamente enamorada de su objeto, no cesa de mentirnos.
De ahí los idilios tan cortos entre proletarios e intelectuales comprometidos.
Esos matrimonios de razón donde no se tiene la misma idea ni del placer ni de la libertad.
Más que nuevas críticas, son nuevas cartografías las que necesitamos.
Cartografías no del Imperio, sino de las líneas de fuga hacia fuera de él.
¿Cómo hacer? Necesitamos mapas. No mapas de lo que está fuera del mapa.
Sino mapas de navegación. Mapas marítimos. Herramientas de orientación. Que no tratan de decir, de representar lo que hay en el interior de los diferentes archipiélagos de la deserción, sino que nos indican cómo llegar, cómo unirnos a ellos.
Portulanos.
III
Es martes 17 de Septiembre de 1996, poco antes del alba. El ROS (Reagrupamiento Operacional eSpecial) coordina en toda la península el arresto de 70 anarquistas italianos.
Se trata de poner término a 15 años de investigaciones infructuosas que tenían por objeto a anarquistas insurreccionalistas.
La técnica es conocida: fabricar un «arrepentido», hacerle denunciar la existencia de una vasta organización subversiva jerarquizada.
Después acusar sobre la base de esta creación quimérica a todos aquéllos a los que se quiere neutralizar de formar parte.
Una vez más, secar el mar para coger a los peces.
Incluso cuando no se trata más que de un estanque minúsculo.
Y de algunos gobios.
Una «nota informativa de servicio» escapó al ROS
en relación a este asunto.
Se expone su estrategia.
Fundada sobre los principios del general Dalla Chiesa, el ROS es el servicio imperial tipo de contra-insurrección.
Trabaja sobre la población.
Allí donde una intensidad se produce, allí donde algo ha pasado, él es el french doctor
de la situación. El que pone,
con el pretexto de profilaxis,
los cordones sanitarios cuyo objeto es aislar
el contagio.
Lo que teme, lo dice. En este documento, lo escribe. Lo que teme, es «el pantano
del anonimato político».
El Imperio tiene miedo.
El Imperio tiene miedo de que nos volvamos cualquieras. Un medio delimitado, una organización combatiente. No los teme. Pero una constelación expansiva de okupas, de granjas autogestionadas, de viviendas colectivas, de reuniones fine a se stesso, de radios, de técnicas y de ideas. El conjunto ligado por una intensa circulación de los cuerpos y de los afectos entre los cuerpos. Ese es otro asunto.
La conspiración de los cuerpos. No de los espíritus críticos, sino de las corporeidades críticas. He ahí lo que el Imperio teme. He ahí lo que lentamente adviene,
con el incremento de los flujos,
de la defección social.
Hay una opacidad inherente al contacto de los cuerpos. Y que no es compatible con el reino imperial de una luz que ya no ilumina las cosas
sino para desintegrarlas.
Las Zonas de Opacidad Ofensiva no están
por crear.
Están ya ahí, en todas las relaciones en las que sobreviene una verdadera
puesta en juego de los cuerpos.
Lo que hace falta es asumir que tomamos parte en esta opacidad. Y dotarse de los medios
de extenderla,
de defenderla.
Por todas partes donde se llega a desarticular los dispositivos imperiales, a arruinar todo el trabajo cotidiano del Biopoder y del Espectáculo para exceptuar de la población una fracción de ciudadanos. Para aislar nuevos untorelli. En esta indistinción reconquistada
se forma espontáneamente
un tejido ético autónomo,
un plan de consistencia
secesionista.
Los cuerpos se agregan. Recuperan el aliento. Conspiran.
Que tales zonas estén condenadas al aplastamiento militar importa poco. Lo que importa,
es cada vez
arreglar una vía de retirada bastante segura. Para volverse a agregar en otra parte.
Más tarde.
Lo que sustentaba el problema de ¿Qué hacer? era el mito de la huelga general.
Lo que responde a la pregunta ¿Cómo hacer? es la práctica de la HUELGA HUMANA.
La huelga general permitía interpretar que había una explotación limitada
en el tiempo y en el espacio,
una alienación parcelaria, debida a un enemigo reconocible, por tanto derrotable.
La huelga humana responde a una época en la que los límites entre el trabajo y la vida acaban por difuminarse.
Donde consumir y sobrevivir,
producir «textos subversivos» y precaverse de los efectos más nocivos de la civilización industrial,
hacer deporte, el amor, ser padre o estar con el Prozac.
Todo es trabajo.
El Imperio gestiona, digiere, absorbe y reintegra
todo lo que vive.
Incluso «lo que yo soy», la subjetivación que no desmiento hic et nunc,
todo es productivo.
El Imperio ha puesto todo a trabajar.
Idealmente, mi perfil profesional coincidirá con mi propio rostro.
Incluso si no sonríe.
Las muecas del rebelde venden muy bien, después de todo.
Imperio, es decir que los medios de producción se han convertido en medios de control
al mismo tiempo que lo contrario se verificaba.
Imperio significa que de ahora en adelante el momento político domina
el momento económico.
Y contra esto, la huelga general no puede ya nada.
Lo que hay que oponer al Imperio es la huelga humana.
Que nunca ataca las relaciones de producción sin atacar al mismo tiempo
las relaciones afectivas que las sostienen.
Que socava la economía libidinal inadmisible,
restituye el elemento ético –el cómo– reprimido en cada contacto entre los cuerpos neutralizados.
La huelga humana es la huelga que, allí donde SE esperaba
tal o cual reacción previsible,
tal o cual tono apenado o indignado,
PREFIERE NO.
Se disimula al dispositivo. Lo satura, o lo estalla.
Se recobra, prefiriendo
otra cosa.
Otra cosa que no está circunscrita en los posibles autorizados por el dispositivo.
En la ventanilla de tal o tal servicio social, en las cajas de tal o tal supermercado, en una conversación cortés, en una
intervención de la poli,
según la relación de fuerzas,
la huelga humana hace consistir el espacio entre los cuerpos,
pulveriza el double bind en el que están capturados,
los conduce a la presencia.
Hay todo un luddismo por inventar, un luddismo de los engranajes humanos que hacen girar el Capital.
En Italia, el feminismo radical ha sido una forma embrionaria de la huelga humana.
«¡Basta de madres, de mujeres y de hijas, destruyamos las familias!» era una invitación al gesto de romper los encadenamientos previstos,
de liberar los posibles comprimidos.
Era un atentado a los comercios afectivos fracasados, a la prostitución ordinaria.
Era una llamada a sobrepasar la pareja, como unidad elemental de gestión de la alienación.
Llamada a una complicidad, pues.
Práctica insostenible sin circulación, sin contagio.
La huelga de las mujeres llamaba implícitamente a la de los hombres y los niños, llamaba a vaciar las fábricas, las escuelas, los despachos y las prisiones,
a reinventar para cada situación otra manera de ser, otro cómo.
La Italia de los años 70 era una gigantesca zona de huelga humana.
Las auto-reducciones, los atracos, los barrios okupados, las manifestaciones armadas, las radios libres, los innumerables casos de «Síndrome de Estocolmo»,
incluso las famosas cartas de Moro detenido, hacia el final, eran
prácticas de huelga humana.
Los estalinistas hablaban entonces de «irracionalidad difusa», y ya es decir.
Hay autores también
en los que se está todo el tiempo
en huelga humana.
En Kafka, en Walser,
o en Michaux,
por ejemplo.
Adquirir colectivamente esa facultad de sacudir
las familiaridades.
Ese arte de frecuentar en sí-mismo
al huésped más inquietante.
En la guerra presente,
en la que el reformismo de urgencia del Capital debe tomar los hábitos del revolucionario para hacerse entender,
en la que los combates más demókratas, los de las contracumbres,
recurren a la acción directa,
un papel nos está reservado.
El papel de mártires del orden demokrático,
que golpea preventivamente todo cuerpo que podría golpear.
Yo debería dejarme inmovilizar ante un ordenador mientras las centrales nucleares explotan, debería dejar que SE juegue con mis hormonas o a envenenarme.
Debería entonar la retórica de la víctima. Porque, está claro,
todo el mundo es víctima, también los opresores mismos.
Y saborear que una discreta circulación del masoquismo
vuelva a dar encanto a la situación.
La huelga humana, hoy, es
rechazar jugar el rol de la víctima.
Atacar ese rol.
Reapropiarse de la violencia.
Arrogarse la impunidad.
Hacer comprender a los ciudadanos pasmados
que aunque no entren en la guerra están de todos modos.
Que allí donde SE nos dice que es tal cosa o morir, es siempre
en realidad
tal cosa y morir.
Así,
de huelga humana
en huelga humana, propagar
la insurrección,
donde ya no hay sino,
donde somos todos
singularidades
cualquiera.