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03.03.2009

Anonimato y sobremodernidad

Desde la publicación de mi libro No-lugares, Los espacios del anonimato (Gedisa, 1993), el proceso de urbanización del mundo ha continuado y se ha amplificado en los países desarrollados, en los sub-desarrollados y en los que hoy llamamos emergentes. Las megalópolis se extienden al igual que, a lo largo de las costas, de los ríos y de las vías de comunicación, los «hilos urbanos», por recodar la expresión del demógrafo Hervé Le Bras.

Asistimos pues a un triple desplazamiento o, por así decir, un triple «descentramiento». En primer lugar, las grandes ciudades se definen principalmente por su capacidad de importar o exportar personas, productos, imágenes y mensajes. Espacialmente, su importancia se mide según la calidad y amplitud de la red de autopistas o de las vías ferroviarias que las conectan con sus aeropuertos. Su relación con el exterior se inscribe en el paisaje a la vez que los centros llamados «históricos» son, cada vez más, un objeto de atracción para los turistas de todo el mundo.

En segundo lugar, en las mismas viviendas, casas o apartamentos, el televisor y el ordenador han ocupado el lugar del hogar. Los helenistas nos han enseñado que sobre la casa griega clásica velaban dos divinidades: Hestia, diosa del hogar, en el centro umbrío y femenino de la casa, y Hermes, dios del umbral, que mira hacia el exterior, protector de los intercambios y de los hombres que tenían su monopolio. Hoy en día, el televisor y el ordenador han ocupado el lugar del hogar en el centro de la vivienda. Hermes ha sustituido a Hestia.

Finalmente, también el individuo está de algún modo desplazado respecto a sí mismo. Se equipa de instrumentos que lo ponen en contacto constante con el mundo exterior más lejano. Los teléfonos móviles son a su vez cámaras fotográficas, televisores, ordenadores. El individuo puede vivir singularmente en un ambiente intelectual, musical o visual completamente independiente de su entorno físico más inmediato.

Este triple desplazamiento corresponde a una extensión sin precedentes de lo que llamaré los «no-lugares empíricos», es decir, los espacios de circulación, de consumo y de comunicación. Pero, a este respecto, conviene recordar que no hay «no-lugares» en el sentido estricto del término. He definido como «lugar antropológico» todo espacio en el cual pueden leerse las inscripciones del vínculo social (por ejemplo, cuando se imponen estrictas reglas de residencia) y de la historia colectiva (por ejemplo, los lugares de culto). Estas inscripciones son evidentemente menos comunes en los espacios marcados por el sello de lo efímero y del tránsito. Lo que no impide que, en la realidad, no existan, en el sentido absoluto del término, ni lugares, ni no-lugares. La pareja lugar/no-lugar es un instrumento de medida del grado de sociabilidad y de simbolización de un espacio dado.

Ciertamente, los lugares (lugares de encuentro y de intercambio) pueden constituirse en lo que para otros sigue siendo un no-lugar. Esta constante no presenta contradicción alguna con aquella otra de la extensión sin precedentes de los espacios de circulación, de consumo y de comunicación que se corresponden con el fenómeno que actualmente designamos con el término de «globalización». Esta extensión tiene consecuencias antropológicas importantes pues la identidad individual y colectiva se construye siempre en relación y en negociación con la alteridad. Por tanto, es a partir de aquí que el conjunto del campo planetario se abre a la investigación, por parte del antropólogo, de los mundos contemporáneos. De este modo, ciertos temas y fenómenos pueden ser abordados desde un nuevo punto de vista.

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Se puede ver, en la expresión de los espacios virtuales, el signo de una progresión rápida de la «sobremodernidad» entendida como la combinación de tres fenómenos: el estrechamiento del espacio, la aceleración del tiempo y la individualización de destinos. Frente a mi ordenador tengo la sensación de tener el control sobre mi comunicación, sobre todo si firmo con un nombre inventado, y, evidentemente, puedo comunicar de manera casi instantánea con individuos que viven al otro lado de la tierra. Lo que queda por saber es qué tipo de relación establezco de esa manera y cuál es la naturaleza de la libertad que ejerzo como sujeto «comunicante».

Es necesario distinguir dos cosas: la mediación de Internet puede ser la condición previa del establecimiento de una relación en el sentido habitual del término, al estilo de los anuncios en los periódicos. En ese caso, lo «virtual» es una promesa de actualización, un medio, un mediador. Pero no es de eso que se trata en el «social networking», cuya finalidad es establecer un tipo de relación y de ambición, la creación de otra realidad. Esta finalidad y esta ambición pertenecen propiamente al mundo contemporáneo, en el cual la parte de la ficción y de la imagen no cesa de acrecentarse. Esto debe ser estudiado no tomándolo al pie de la letra, como si el mundo real hubiera sido substituido efectivamente por el mundo que designan, sino como uno de los factores que reorientan hoy nuestra relación con la historia y la actualidad.

Las «communities» son agrupaciones de usuarios, es decir, de consumidores. En esta medida, son figuras pertinentes del mundo que la antropología de lo contemporáneo tiene la pretensión de observar. El etnólogo, tradicionalmente, ha observado siempre grupos pequeños, la manera cómo se construían relaciones sociales simbolizadas, pero con una doble preocupación: contextualizar la observación y preguntarse en qué medida, a partir de qué condiciones y bajo qué aspectos eran generalizables. Este segundo aspecto de su trabajo es el que constituye a un «antropólogo», es decir, a un etnólogo que no se encierra en la pura descripción de un universo cerrado. Aceptar hacer como si una agrupación de usuarios o de consumidores agrupados bajo una misma etiqueta constituyese una «comunidad» con identidad fuerte, incluso a costa de un juego de palabras internacional (comunidad, «community»), es entrar en la ideología que se trata, por el contrario, de analizar. La primera función del antropólogo de nuestras sociedades es identificar (en los lugares de residencia, de trabajo o eventualmente de ocio, incluso en los medios asociativos) los grupos pertinentes para una observación contextualizada. Les «communities» forman parte del contexto.

Avatares y seudónimos

En este contexto, la aparición de identidad digital plantea varios problemas. En primer lugar, la identidad digital puede ser utilizada para actividades específicamente lúdicas o para actividades profesionales o públicas. Es acompañada por una metáfora espacial cuando es utilizada para crear un «sitio» o para visitar y frecuentar otros «sitios». Recurre a la metáfora social (la cuestión es saber en qué medida se trata en ese caso de metáfora) cuando permite ser parte de una «comunidad» que puede ser definida por medio de una actividad lúdica, profesional o intelectual. Vemos también, recorriendo Internet, que el juego identitario se encuentra en el centro de la referencia a la identidad digital: en efecto, se puede cambiar de identidad, reaparecer en diferentes sitios con un nombre nuevo y una nueva máscara. El yo se define, en esas circunstancias, a través de la existencia cibernética de diversos avatares.

Este problema de las identidades enmascaradas abre algunas cuestiones específicamente antropológicas. La identidad individual se construye siempre en relación, en negociación con la alteridad. Las nociones de identidad y de relación son estrechamente complementarias. Existen, por lo tanto, diversos niveles identitarios, que están –ellos mismos– en relación más o menos estrecha, y variable, los unos con los otros. Sabemos, por ejemplo, que la educación familiar tiene consecuencias sobre la formación del adulto y, en consecuencia, sobre su vida afectiva, intelectual o profesional. Esas dimensiones afectan a la identidad o, más exactamente, a las identidades parciales de un individuo que tiene dificultad –a veces– para conciliar las diversas identidades en relación con las cuales tiene que situarse. La aptitud para dominar los diferentes «roles» que nos impone la vida nos define –en principio– como adultos.

Con la identidad digital, la cuestión se plantea de manera diferente. Se plantea, en primer lugar, la cuestión de saber si el mundo cibernético se añade o substituye al mundo de las relaciones «frente a frente». El riesgo no es no existir, bajo la máscara de una identidad ficticia y de un nombre prestado en el confort de un mundo cibernético cerrado sobre él mismo, abierto a los otros, cierto, pero a otros que a su vez están enmascarados y concebidos para existir en ese mundo. Se plantea, seguidamente, la cuestión de la relación con la ficción. Vivimos cotidianamente en un mundo influenciado por avalanchas de imágenes y mensajes: lo real no es para nosotros sino la suma de informaciones que nos son comunicadas. Pero con la identidad digital, un paso más es franqueado: entramos en la pantalla, pasamos al otro lado del espejo y podemos tener el sentimiento de convertirnos en actores. Pero ¿actores de qué? ¿Actores de nuestra vida, expresando nuestras opciones y nuestras opiniones? ¿O actores de teatro improvisando nuestro rol bajo la cobertura de una identidad prestada? El doble olvido –de los otros y de uno mismo–, hace correr el riesgo de matar al mismo tiempo la relación y la identidad, como lo señala Freud en relación con las crisis adolescentes.

Lo que podría ser llamado la dialéctica de la máscara y de la persona, desemboca de esta manera en una forma de esquizofrenia de la que no es fácil desembarazarse. Los fenómenos de posesión en ciertas sociedades tradicionales y el recurso a la máscara estaban estrechamente y simbólicamente controlados. Era revelado, a aquél que alcanzaba la edad de hombre, que detrás de las máscaras divinas no había sino hombres. Las figuras de la posesión identificadas por especialistas eran figuras de ancestros que no cesaban de referir la actualidad del pasado para controlar los desórdenes eventuales. La fantasía cibernética hace caso omiso de esas simbolizaciones y no se refiere sino al presente del cual ella es una expresión. Da, de esta manera, a sus héroes enmascarados una impresión de superpoder al cual las realidades del mundo en el que ha sido, no obstante, concebido el mundo virtual pueden aportar un cruel desmentido. De esta manera, las nociones de máscara, de persona y de ficción nos ayudan a comprender que el mundo cibernético no se plantea en realidad nuevas cuestiones, sino que se da con demasiada facilidad la ilusión de conocer las respuestas.

La imagen, la ficción y la realidad

Uno de los aspectos más sutiles de la sociedad de consumo, que en este sentido es un éxito ideológico finalizado, es que convierte en deseables (y por lo tanto, comprables) las instrucciones que fabrica para nuestro uso. En la antropología que organiza, el ser humano es ya dependiente de los profetas de la inversión: es necesario consumir para existir y lo máximo de la existencia es pasar al otro lado del espejo, hacerse uno mismo imagen. La telerealidad, la creación de sitios personales en la red, traducen la necesidad de ese paso a la imagen, pero también la publicidad («visto en la televisión») y lo que podría ser llamado la impregnación de la ficción. La impregnación de la ficción es un fenómeno antiguo (se visita cerca de Marsella el calabozo del conde de Monte Cristo, que es un personaje de novela), pero es un fenómeno que se generaliza hoy a partir de imágenes vistas en la pantalla y no de elaboradas por la imaginación. No solamente turistas van a intentar encontrar en Nueva York los lugares de la serie norteamericana Sex and the City, sino que Disney construye al lado de Disneylandia Paris un pueblo a su imagen donde habitan los verdaderos habitantes –suficientemente ricos– como para vivir esa vida de ensueño. Los aspectos más fascinantes de ese sistema es su capacidad de reproducción. La sociedad, o más bien el sistema de consumo de imágenes, es hábil y rápido para hacer de cualquier cosa un producto de consumo, incluyendo las formas artísticas o literarias que quisieran contestarle.

Esta dimensión de la sociedad de consumo es preocupante en la medida en que combina la ciencia (bajo la dimensión de beneficios tecnológicos), la economía (bajo el aspecto de empleo que crea y de productos que pone a la venta) y el poder (hoy todo acontecimiento es un acontecimiento mediatizado y no hay poder que se ejerza sin cobertura mediática). Por otra parte, la tecnología modifica la sensibilidad, las percepciones y la imaginación humanas más fuertemente y más irreductiblemente que los sistemas religiosos más elaborados. Sabemos que la ciencia avanza de manera radicalmente acelerada y que la distancia entre los más instruidos y los menos instruidos (tanto a nivel de las naciones como de los individuos) se abre aún más rápidamente que el distanciamiento entre ricos y pobres. Se puede, temer por lo tanto, que a medio plazo el futuro de la humanidad no sea una democracia generalizada sino una aristocracia planetaria que opondría, de manera más o menos organizada, una minoría de los más próximos a los polos del saber, del poder y de la fortuna a una masa de alienados (por el consumo) y una masa aún más grande de excluidos (del consumo).

No-lugar y anonimato

El término «no-lugar» se aplica, al mismo tiempo, en el plano teórico, a espacios en los cuales no se puede leer ninguna relación social, ningún pasado compartido, ningún símbolo colectivo y, sobre un plano empírico, a todos los espacios de comunicación, de circulación y de consumo que se desarrollan en nuestros días en todo el planeta. En la realidad, ningún espacio puede definirse absolutamente como un lugar o un no-lugar. Un aeropuerto no es un no-lugar para aquellos que van a trabajar todos los días, que tienen allí amigos y hábitos. Un supermercado puede servir de lugar de encuentro regular a jóvenes que habitan las periferias urbanas. Todo eso es evidente. Pero también es cierto que los espacios de comunicación, circulación y consumo se extienden y transforman los paisajes. Los responsables están tentados a veces de hacer propuestas de transformación de no-lugares en lugares, o incluso en «hiper-lugares», «humanizándolos», multiplicando los comercios, las actividades de esparcimiento y descanso, las áreas de juego para los niños, etc. Ese juego puede continuar indefinidamente y, en ese sentido, pertenece al mundo de la imaginación y de la recuperación. El anonimato del individuo en esos no-lugares empíricos (espacios de circulación, comunicación y consumo) es relativo y ambivalente.

Es relativo ya que, a la entrada y a la salida, es necesario justificar la identidad, presentar la tarjetas de miembro, su tarjeta de crédito o el código que le ha sido atribuido. Las cámaras de vigilancia, los ficheros de diverso tipo de que disponen los servicios de policía o de seguridad, los controles y las interpelaciones permanentemente posibles, relativizan aún más ese anonimato.

Es ambivalente, en el sentido de que se define negativamente (por ausencia de relaciones sociales simbolizadas), pero que puede vivirse como una experiencia íntima de libertad. En el espacio del no-lugar, me encuentro entre paréntesis, pero en el interior del paréntesis no debo, en principio, dar cuenta a nadie. Me encuentro en ese espacio neutro en el que todo encuentro se convierte en posible, en el que todo puede acaecer, en el que me siento existir por un momento fuera de los límites de la coacción ligada a la identidad social. Ese sentimiento tiene que ver con la ilusión, sin duda, pero Freud señalaba que la ilusión es el fruto del deseo. Nos dice, por lo tanto, algo sobre lo real.

De hecho, existe una tensión esencial, fundamental, entre la noción de identidad y la de libertad. Algunos autores, en los años 60, hicieron progresar la reflexión sobre la noción de cultura entendiéndola como un sistema de coacción intelectual a partir de una doble constatación: el individuo no siente su identidad sino en y por la relación con el otro; las reglas de construcción de esta relación le preexisten siempre. Lévi-Strauss escribió en su «Introducción a la obra de Marcel Mauss» que era, a decir verdad, aquél que llamábamos sano de espíritu quien se alienaba, pues aceptaba existir en un mundo definible únicamente por la definición de yo y del otro. El sentido social no es un sentido metafísico o trascendental, sino la misma relación social en tanto que representada e instituida. Resulta que existe siempre una tensión entre sentido (social) y libertad, definida como el espacio dejado a la iniciativa individual. Si el nombre es el primer símbolo de la identidad, el anonimato es la expresión más acabada de la libertad. Es esta tensión entre los dos extremos lo que la democracia debe saber administrar. En las sociedades en las que la atribución del nombre está estrictamente determinada por la filiación, la posición en el interior del grupo de hermanos o la pertenencia a una casta, la libertad del individuo se reduce a algo muy estrecho. Al igual que en las sociedades totalitarias que someten el nombre individual a una categoría englobante: camarada, hermano, hermana… El anonimato, desde ese punto de vista, aparece como una fuerza y una conquista, pero no tiene sentido sino en el marco de un combate por la reivindicación de la libre identidad. No soy libre si no existo y no existo sino en la medida en que me nombro. Ahora bien, los bautismos, sea cual sea su origen y su naturaleza, me encierran en una categoría o en una clase, en una pertenencia de la que debo tener la capacidad de liberarme si así lo quiero. Garantizar la libertad de los individuos sin condenarles al anonimato, he aquí la función más alta de la democracia.