03.03.2009
El dispositivo de la persona
Traducido por: Valentina Ariza
1. Si la tarea de la reflexión filosófica es el desmontaje crítico de las opiniones corrientes, la interrogación radical de lo que se presenta como inmediatamente evidente, pocos conceptos como el de «persona» reclaman una intervención de su parte. Antes que su significado, o sus significados, lo que sorprende es su éxito arrollador, testimoniado por una serie creciente de publicaciones, congresos y fascículos dedicados a él. La impresión que deriva es la de un exceso de sentido que parece hacer de éste, antes que una categoría conceptual, una consigna destinada a aglutinar un consenso tan extendido como irreflexivo. Si se exceptúa el de democracia, diría que ningún término de nuestra tradición goza hoy de una fortuna tan generalizada y transversal. Y esto no sólo en relación a los ámbitos que involucra, de la filosofía al derecho y la antropología, hasta la teología, sino también a posicionamientos ideológicos en principio contrapuestos. Este hecho, esta convergencia, declarada o tácita, salta a la vista en un terreno aparentemente conflictual como el de la bioética. Porque el choque, a menudo brusco, que se registra en él entre laicos y católicos se centra en el momento preciso en el que un ser vivo puede ser considerado una persona –en la fase de la concepción para algunos, más tarde para otros– pero no en la valencia atribuida a esta calificación. Ya sea que nos volvamos personas por decreto divino o por vía natural, es éste el pasaje crucial a través del cual una materia biológica exenta de significado se vuelve algo intangible: puede ser considerada sagrada, o cualitativamente apreciable, sólo una vida preventivamente pasada por aquella puerta simbólica, capaz de proveer las credenciales de la persona.
Una fortuna tan extraordinaria, que parece forzar incluso el habitual panel divisor entre filosofía analítica y filosofía continental, tiene más de un motivo. Para empezar, hay que reconocer que pocos conceptos, como el de persona, exhiben, desde su aparición, una riqueza léxica, ductilidad semántica y fuerza evocativa similar. Constituida en el punto de cruce y de tensión productiva entre lenguaje teatral, prestación jurídica y dogmática teológica, la idea de persona parece incorporar un potencial de sentido tan denso y variado que resulta inexcusable, no obstante todas sus, incluso conspicuas, transformaciones internas. A esta razón, que podríamos definir estructural, se suma una segunda, no menos significativa, de carácter histórico, que explica el singular incremento que ha experimentado a partir de la mitad del siglo pasado. Se trata de la evidente necesidad, después del final de la segunda guerra mundial, de reconstruir el nexo entre razón y cuerpo que el nazismo había tratado de romper en un tentativo catastrófico de reducción de la vida humana a su desnudo componente biológico. La intención positiva, y el empeño meritorio, de los redactores de la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948, y de todas las que le sucedieron y desarrollaron en términos cada vez más explícitamente personalistas, están naturalmente fuera de discusión. Así como la fecundidad general de una tradición de estudios, concentrada en el valor y la dignidad de la persona humana, que ha marcado todo el escenario filosófico contemporáneo, desde el trascendentalismo postkantiano a la fenomenología no sólo husserliana, hasta el existencialismo (no hiedeggeriano), para no hablar de la línea accidentada que, desde Maritain y Mounier, hasta Ricoeur, se enlaza a ésta última.
Lo que resulta más difícil de descifrar es el efecto de la oleada personalista, bajo diversos títulos, que crece todavía a nuestro alrededor. ¿Ha sido capaz, la categoría de persona, de reconstituir aquella conexión, interrumpida por los totalitarismos del siglo xx, entre derecho y vida en una forma que haga posible, es decir finalmente efectivo, algo como los «derechos humanos»? Es difícil rehuir a la tentación de dar una respuesta tajantemente negativa a este interrogante. El simple dato estadístico, en términos absolutos y relativos, de las muertes por hambre, enfermedad, guerra, que marcan cada día del calendario contemporáneo, parece refutar por sí solo la enunciabilidad misma de un derecho a la vida. Se puede reconducir esta impracticabilidad de los derechos humanos a dificultades de orden contingente, a la falta de un poder coactivo capaz de imponerlos. O bien a la presencia agresiva de civilizaciones históricamente refractarias a la aceptación de modelos jurídicos universales. El problema nacería, en este caso, de la difusión aún parcial, o contrastada, del paradigma de persona. Pero por esto mismo estaría destinado a resolverse de manera directamente proporcional a su expansión, paralela a la del modelo democrático que constituiría a la vez su presupuesto y su resultado. Sobre esta interpretación, que podríamos definir reconfortante, de la cuestión yo creo que sea útil abrir una discusión que ponga en juego una perspectiva diferentemente problemática. En su base no hay una subvaloración de la relevancia de la idea de persona. Al contrario, está la convicción de su rol estratégico en la configuración de los ordenamientos no sólo socio-culturales, sino también políticos, del escenario contemporáneo. Lo que cambia es el signo que debe ser dado a tal rol.
La tesis argumentada en una reciente investigación de mi autoría (R. Esposito, 2007) es que la noción de persona no es capaz de subsanar el hiato crucial entre vida y derecho, nomos y bios, porque ha sido ella misma quien lo ha producido. Bajo la retórica auto-celebradora de nuestros rituales políticos, lo que sale a relucir es que justamente a esta producción está conectada la prestación originaria del paradigma de persona. Sin abrir de nuevo la cuestión, compleja y problemática, de la etimología del término en cuestión, es evidente, para apreciar su núcleo constitutivo, la necesidad de regresar al derecho romano, también para quien no sea un especialista o estudioso habitual de éste último. Se trata de un paso obligado, dado el espesor de la raíz jurídica del concepto, que no está separada, sino, al contrario, intensamente ligada a aquélla específicamente cristiana.
Pero quisiera agregar que en este encuentro cada vez más frecuente entre la filosofía contemporánea y el derecho romano hay algo más que una mera exigencia específica. Hay algo que atañe a la constitución misma de la que ha sido llamada civilización cristiano-burguesa de una forma que parece escapársele tanto al análisis histórico como al antropológico: una especie de resto escondido que se substrae a la perspectiva dominante, pero que, justo por esto, sigue «trabajando» de forma subterránea en el subsuelo de nuestro tiempo. Probablemente también a éste, a este residuo subterráneo, o soterrado, aluden los relatos de fundación que ligan el origen de la civilización a un conflicto, o a un delito, entre consanguíneos. En donde a «delito» ha de atribuirse el significado literal de «delinquere», de una falta, o de un corte, que separa violentamente la historia del hombre de su potencial capacidad expansiva.
2. Una consideración preliminar, antes de entrar en el núcleo del discurso. En el momento en que aludimos al efecto, a largo o larguísimo plazo, de un concepto, nos situamos más allá de su definición estrechamente categorial. No todos los conceptos producen determinadas consecuencias; y sólo en pocos casos tales consecuencias tienen una magnitud comparable a la que es posible atribuir a la noción de persona. Esto significa que ésta es algo distinto, algo más que una simple categoría conceptual. En el texto al que me refería he asignado a esta especificidad el nombre de «dispositivo». Como bien es sabido, se trata a su vez de un concepto, en sí mismo productor de efectos, empleado ya en los años setenta por Michel Foucault y sobre el cual han vuelto a interrogarse, sucesivamente, por un lado Gilles Deleuze (G. Deleuze, 2007), y por el otro, Giorgio Agamben (G. Agamben, 2006) en dos ensayos que llevan curiosamente el mismo título, ¿Qué es un dispositivo?. Éste último, en particular, ha creído reconocer la raíz en la idea cristiana de oikonomia –traducida por los padres latinos con dispositio, del cual deriva nuestro «dispositivo»– entendida como la administración y el gobierno de los hombres ejercido por Dios a través de la segunda persona de la Trinidad, Cristo. Ya aquí, aunque Agamben no lo nota, al empujar su discurso en otra dirección, es posible notar un primer parentesco entre el funcionamiento del dispositivo y el desdoblamiento implícito en la idea de Persona, en este caso divina. No sólo el dispositivo es lo que separa, en Dios, ser y praxis, ontología y acción de gobierno, sino que también es lo que permite articular en la unidad divina una pluralidad, específicamente de carácter trinitario. La otra figura clave junto a la de la Trinidad en la dogmática cristiana, el misterio de la Encarnación, presenta la misma estructura, la misma lógica. También en este caso el dispositivo que permite su formulación es el de la persona, aunque con una inversión de rol: si en Dios las tres personas están constituidas por una única sustancia, Cristo es una única persona que une en sí, sin confundirlos, dos estados, o naturalezas, sustancialmente distintos.
Sin embargo, no menos importante, respecto a los sucesivos desarrollos del paradigma, es el hecho de que estos dos estados, o naturalezas, que conviven, en su distinción, en una única persona, no son cualitativamente equivalentes, siendo uno divino y el otro humano. Esta diferencia cualitativa, en la figura de la Encarnación, es de alguna manera ignorada frente al milagro de la unificación entre los dos elementos, aunque no hay que olvidar que la asunción de un cuerpo humano por parte de Cristo testimonia el grado extremo de humillación al que, por amor a los hombres, se ha sometido el hijo de Dios. Pero cuando se pasa de la doble naturaleza de Cristo a la que, en cada hombre, lo caracteriza como conjunto combinado de alma y cuerpo, la diferencia cualitativa entre los dos elementos asume de nuevo un papel central: éstos, jamás en el mismo plano, se relacionan en una disposición, o precisamente en un dispositivo, que sobrepone, y así subpone, uno al otro. Este efecto jerárquico, ya evidente en San Agustín, surca toda la doctrina cristiana con una recurrencia que no deja espacio a dudas: pese a que no sea en sí algo malo, siendo a su vez una creación divina, el cuerpo constituye la parte animal del hombre, a diferencia del alma inmortal o de la mente, que se presenta como fuente de conocimiento, amor, voluntad: el hombre «secundum solam mentem imago Dei dicitur, una persona est» (S. Ag., De trinitate, XV, 7, 11). Ya aquí, con una formulación de insuperable claridad dogmática, la idea cristiana de persona está fijada a una unidad no sólo hecha de duplicidad, sino de modo que subordina uno de los elementos al otro hasta excluirlo de su relación con Dios. Pero la lejanía de Dios significa también disminución, o degradación, de aquella humanidad cuya verdad extrema desciende sólo de su relación con el Creador. Es por esto que la exigencia, en el hombre, de satisfacer sus necesidades corporales puede ser definida por San Agustín como una «enfermedad» (De trinitate, XI, 1, 1): lo que del hombre no es propiamente humano, en el sentido específico que es la parte impersonal de su persona.
Es aquí, en este nudo indisoluble de humanización y deshumanización, donde entra en juego el papel central atribuido por Foucault al término «dispositivo», o sea el de su capacidad de subjetivación. Es bien sabido que Foucault no separó nunca el significado de esta expresión de aquél, simétrico y contrario, de sujeción: sólo estando sujetos, a otros o a nosotros mismos, nos volvemos sujetos. Por lo demás, sabemos cómo durante una larga fase, concluida sólo a comienzos del siglo xviii (con Leibniz), por «sujeto» se entendiese lo que nosotros llamamos «objeto». Justamente en la sustancial indistinción entre estas dos figuras, de sujeto y objeto, de subjetivación y sujeción, se sitúa la prestación específica del dispositivo de la persona. La Persona es precisamente aquello que, dividiendo un ser vivo en dos naturalezas de cualidades distintas –una sometida al dominio de la otra– crea subjetividades a través de un procedimiento de sujeción u objetivación. Es aquello que sujeta una parte de un cuerpo a la otra en la medida en que hace de ésta el sujeto de la primera. Aquello que sujeta el ser vivo a sí mismo. Como dirá el filósofo católico personalista Jacques Maritain, la persona humana es «un todo señor de sí mismo y de sus actos» (J. Maritain, 1960, p. 60), agregando enseguida que «si una sana concepción política depende ante todo de la consideración de la persona humana, debe tener en cuenta al mismo tiempo el hecho de que la persona es un animal dotado de razón, y de que, en esta medida, es inmensa la parte de animalidad» (ivi, p. 52). El hombre es persona si, y sólo si, es amo de su propia parte animal y es también animal sólo para poder estar sujeto a aquella parte de sí dotada del carisma de la persona. Naturalmente no todos tienen esta tendencia o esta disposición a su propia desanimalización. De su mayor, o menor, intensidad derivará el grado de humanidad presente en cada hombre y por lo tanto la diferencia de principio entre quien puede ser definido a pleno título persona y quien puede serlo sólo bajo ciertas condiciones.
3. Indagar cuánto esté implicada la concepción cristiana de la persona con la metafísica platónica de la subordinación del cuerpo a un principio espiritual superior a él, aunque prisionero de éste último, así como con la definición aristotélica del hombre como «animal racional», adoptada por Maritain (a través de la mediación tomística), merecería una investigación a parte. Por lo demás, ya Heidegger, si bien con otra intención, había sostenido que «se piensa siempre en el homo animalis, también cuando el anima es dada como animus sive mens, y ésta última más tarde como sujeto, como persona, como espíritu» (M. Heidegger, 1995, pp. 45-6). Es un hecho que la más potente sistematización de esta metafísica de la persona está constituida por la codificación jurídica romana. Sin poder definir aquí con precisión las deudas recíprocas respecto a la concepción cristiana, ésta retoma, llevándolo a perfecto cumplimiento formal, el nexo constitutivo de unidad y separación. Las célebres palabras de Gaio, citadas cuatro siglos más tarde en las Istitutiones justinianas, sobre la summa divisio de iure personarum constituyen su más clásico testimonio. Porque, cualquiera que fuese la intención específica del autor y el nivel de tecnicidad asignado por él al término «persona», lo que de ellas resulta es su conexión original con un procedimiento de separación, no sólo entre servi y liberi, sino también, dentro de éstos últimos, entre ingenui y liberti, y así sucesivamente, en una cadena ininterrumpida de desdoblamientos consecutivos. Persona es, por un lado, la categoría más general, capaz de comprender dentro de sí a toda la especie humana, y por el otro, el prisma perspectivo en cuyo interior esta especie se desglosa en la subdivisión jerárquica entre tipos de hombres definidos precisamente por su diferencia constitutiva. El hecho de que esta caracterización no tenga relevancia externa al ius –es decir, que sólo de iure los homines asuman el título de personae y por lo tanto estén situados en categorías distintas– es una prueba ulterior de la potencia performativa del derecho en general y de la noción de persona en particular. Sólo con base en ella los seres vivos son unificados en la forma de su separación. Las dos cosas, unidad y separación, se estrechan en un lazo absolutamente obligado que caracteriza a todas las otras figuras jurídicas que descienden de él.
Ya aquí es posible encontrar un elemento destinado a marcar toda la historia, se podría hablar también de lógica del derecho, más allá, o a través, de sus innumerables transformaciones: se trata del procedimiento de inclusión mediante la exclusión de lo que no está incluido. Por más que pueda ser amplia, una categoría definida en términos jurídicos asume relevancia sólo a través de la comparación, y aún más del contraste, con aquella de quienes resultan excluidos. La inclusión, independientemente de su amplitud, tiene sentido sólo en la medida en que marca un límite más allá del cual se halla siempre alguien o algo. Fuera de esta lógica diferencial, un derecho no sería ya tal. Constituiría un dato jurídicamente irrelevante y, es más, ni siquiera enunciable en cuanto tal, como lo demuestra la antinomia insuperable de los que han sido llamados derechos naturales: es decir, la aporía de definir natural un artificio o artificial un hecho natural. Precisamente la auto-contradictoriedad de una definición de este tipo expresa e contrario no sólo la implicación histórica, sino el carácter de necesidad lógica, que liga todo el edificio jurídico a aquella primera «invención» gaiana: el derecho, en su lógica estructural, es decir, independientemente de sus diferentes e incluso opuestas formulaciones, permanece ligado de modo inevitable a la forma más abstracta, pero productora de efectos formidablemente concretos, de la summa divisio. No porque no tienda históricamente a la unificación de sus contenidos, así como a la progresiva universalización de sus enunciados, sino porque unificación y universalización presuponen lógicamente la separación.
La fuerza insuperable del derecho romano, asumido aquí en su conjunto, y por lo tanto independientemente de sus múltiples transformaciones internas, reside precisamente en el hecho de haber fundado con inimitable capacidad sistemática esta dialéctica. En su centro se halla la noción de persona, dilatada en sus polos extremos, hasta comprender incluso lo que de otra manera es declarado res, como el esclavo, precisamente para poder subdividir el género humano en una serie infinita de tipologías dotadas de diferentes estatutos, como los de los filii in potestate, las uxores in matrimonio, las mulieres in manu y así sucesivamente, en un recorrido que procede dando vida cada vez a nuevas divisiones. Pero el encadenamiento, por decirlo así inexorable, del dispositivo romano de la persona no reside sólo en la producción de umbrales diferenciales en el interior de un único género, sino también en su continuo desplazamiento en función de objetivos siempre distintos. A esta exigencia, históricamente ligada a la evolución de la sociedad romana de su fase arcaica a la republicana, hasta la larga y variada época imperial, se debe en primer lugar la presencia constante de la excepción, no fuera, sino en el interior de la norma: la norma, podríamos decir, constituye en Roma el ámbito natural de despliegue de la excepción, así como la excepción expresa no tanto el exceso, o la ruptura, como el mecanismo de recarga de la norma. Por ejemplo, si el poder de muerte del pater respecto al filius, típico de la fase arcaica pero no desaparecido del todo en las sucesivas, estaba entredicho en relación a los hijos varones inferiores a los tres años de edad y a la primogénita, esta excepción se hallaba a su vez excedida, o exceptuada, cuando se trataba de hijos deformes o de hijas adúlteras. En este caso la segunda excepción devolvía a la norma lo que había perdido con la primera, en un circuito que hacía derivar la excepción de la norma y la norma de la excepción.
A este primer mecanismo, hoy llevado a pleno cumplimiento por los estatutos jurídicos modernos no sólo en el ámbito del derecho privado, sino también del derecho público e incluso internacional, se suma un segundo, por cierto estrechamente conectado al primero. Me refiero al movimiento de tránsito, implícito también en el dispositivo de la persona, entre los varios status, no sólo los contiguos, de carácter familiar, sino los más lejanos, como el estado servil y el de hombre libre, en sus variadas y múltiples gradaciones. Las dos figuras, no simétricas, pero en algunos aspectos complementarias, de la manumissio y de la mancipatio aparecen desde este punto de vista insuperables en su capacidad coactiva y fantasía creativa. Lo que éstas últimas regulan, a menudo con rituales de carácter performativo, o sea con declaraciones no sólo expresivas, sino productivas, de determinados regímenes, es la mutación de la relación de dependencia y de dominio de algunos individuos respecto a otros. Es decir, el grado, siempre móvil, de despersonalización, establecido de la manera más explícita en la diferente intensidad –minima, media y máxima– de la diminutio capitis. Nadie en Roma era plenamente persona desde el comienzo y para siempre –algunos se volvían personas, como los filii hechos patres, mientras que otros eran excluidos, como los prisioneros de guerra o los deudores. Otros en cambio oscilaban por toda la vida entre las dos situaciones, como los hijos vendidos, sujetos al comprador, pero también al padre original, al menos hasta la tercera venta, después de la cual podían ser definitivamente adoptados cayendo in manu al nuevo pater. Lo que asombra, más allá de la precisión cristalina de las distinciones, son las zonas de indistinción o de transición a las que dan lugar las primeras en su continuo desplazamiento. Si también la res servil –homines reducidos a strumentum vocale– estaba de algún modo en el interior de la forma más general de la persona, esto quería decir que ésta última comprendía todas las estaciones intermedias de la persona temporal, la persona potencial, la semi-persona y hasta la no-persona; que la persona no sólo incluía su propio negativo, sino que lo reproducía incesantemente. Desde este punto de vista, el mecanismo de personalización no era sino el revés del de despersonalización y viceversa. No era posible personalizar a unos sino despersonalizando o cosificando a otros, empujando a alguien en el espacio indefinido situado bajo la persona. En el fondo móvil de la persona se delineaba siempre el perfil inerte de la cosa.
4. Es difícil resistir la tentación de vincular esta dialéctica a aquel proceso moderno de subjetivación y desubjetivación que Foucault conectaba a la función del dispositivo. Naturalmente entre las dos experiencias corre el surco profundísimo constituido por la noción misma de sujeto, externa e irreducible a la concepción jurídica romana. Y sin embargo, la distancia conceptual y lexical no debe borrar una continuidad paradigmática más honda que, como hemos dicho, atañe a la estructura lógica impresa desde su origen en el lenguaje jurídico. El elemento decisivo es la diferencia que, ya en su formulación cristiana, y aún más en la del derecho romano, separa la categoría de persona del ser vivo en el que no obstante se halla insertada. La persona no coincide con el cuerpo al que es inherente, así como la máscara no forma nunca un todo con el rostro del actor al cual se adhiere. También en este caso el elemento más intensamente caracterizador de la máquina de la persona debe ser rastreado en la delgadísima franja que, independientemente de la cualidad del actor, lo diferencia siempre del personaje que interpreta.
Es cierto que tal distancia entre persona y hombre, implícita en el ius personarum, es teorizada de forma explícita sólo por los juristas que, en el siglo xvi, reactualizan el formulario romano con finalidades distintas y en un diferente horizonte categorial. Sin embargo, precisamente su utilización, que lleva a Donello (o quizás Vultejus) a sostener que «homo naturae, persona juris vocabulum est», indica cómo el lazo con la raíz romana no sólo no dejó nunca de existir, sino que fue decisivo para legitimar las nuevas construcciones dogmáticas. Así, la definitiva disyunción moderna de la persona frente al ser humano, que le permite representar a otro u otros hombres, como en la concepción hobbesiana de la soberanía, o indicar entidades no humanas de carácter individual o colectivo en una modalidad ya externa al derecho romano, revela, con todo, más de un punto de tangencia con éste último. El derecho subjetivo mismo, inasimilable al objetivismo jurídico romano, lleva en su interior una raíz reconducible justamente al dispositivo de la persona, ahora transferido a las categorías que le corresponden, a partir de aquélla de «sujeto». De hecho, es cierto que ya a finales del siglo xviii, al menos por principio, todos los hombres son declarados iguales –precisamente sujetos de derecho–. Pero la separación formal entre tipologías diferentes de individuos, expulsada del ámbito de la especie, es, por decirlo así, trasladada al interior de cada individuo, desdoblándolo en dos esferas distintas y sobrepuestas, una dotada de razón y voluntad y por lo tanto plenamente humana, y la otra apisonada sobre la simple materia biológica, comparable a la naturaleza animal. Mientras la primera, a la que corresponde exclusivamente la calificación de persona, es considerada el centro de la imputación jurídica, la segunda, que coincide con el cuerpo, constituye por un lado su substrato necesario y por otro un objeto de propiedad similar a un esclavo interior. Si ya la distinción cartesiana entre res cogitans y res extensa fija una línea de separación inquebrantable entre el sujeto y su propio cuerpo, la tradición liberal, desde Locke hasta Mill, queriendo garantizar el dominio del cuerpo a su legítimo propietario, es decir a quien lo habita, lo empuja inevitablemente al horizonte de la cosa: el hombre no es, sino que tiene, posee su propio cuerpo, del que puede, evidentemente, hacer lo que quiera.
Pero lo que asombra aún más es el efecto, jerárquico y excluyente que, dentro de esta misma concepción liberal, es determinado por la reintroducción de la semántica de la persona. Hablo de autores que se definen liberales como Peter Singer y Hugo Engelhardt. Éstos, enlazándose expresamente al derecho romano, y en particular a la formulación de Gaio, parten de la distinción entre dos categorías de hombres, los primeros adscrivibles plenamente a la categoría de persona, a diferencia de los segundos, definibles sólo como «miembros de la especie homo sapiens» (P. Singer, 2004, p. 149). Entre los dos extremos, precisamente como en el ius personarum, hay una serie de grados diferentes, caracterizados por un nivel de personalidad –creciente, o decreciente, según el punto de observación– que van del adulto sano, al que corresponde únicamente el título de persona como tal, al infante, considerado persona potencial, al viejo definitivamente inválido, reducido ya a semi-persona, al enfermo terminal, al que se asigna el estatus de no-persona, al loco, al que corresponde el rol de anti-persona. La consecuencia de una clasificación de este tipo es el sometimiento de las personas «defectivas» a las personas integrales, libres de disponer de ellas con base en consideraciones de carácter médico, pero también económico. Así como, sostiene Engelhardt citando a Gaio, «si capturamos a un animal salvaje, a un pájaro o un pez, lo que de este modo capturamos se torna inmediatamente nuestro, y debe permanecer nuestro hasta que sea mantenido bajo nuestro control» (H.T. Engelhardt, 1991, p. 153), del mismo modo, si se trata de niños deformes o de enfermos irrecuperables, las personas a cuya potestad están sometidos podrán decidir libremente si mantenerlos en vida o empujarlos a la muerte.
5. Sin querer disponer en un mismo eje semántico eventos y conceptos lejanos en su génesis y destinación como los del mundo romano y los de épocas próximas o incluso contemporáneas a nosotros, es difícil eludir la impresión de estar frente a algo que va más allá de una simple analogía y que evoca una especie de recurrencia, algo como un resto no disponible a la transformación histórica que se reproduce periódicamente, así sea en un marco contextual completamente distinto. Pero ¿de qué se trata, más precisamente? ¿Qué es lo que regresa bajo la forma de una aparente coacción a la repetición? Y ¿puede constituir lo que he llamado el dispositivo de la persona una expresión significativa de este hecho? Antes de responder a estas preguntas, es necesario poner en claro un punto preliminar que atañe la metodología de la investigación histórico-conceptual y, en últimas, la noción misma de historia. Es sabido a cuáles obnubilaciones interpretativas pueda llevar la transposición arbitraria de formulaciones lexicales, términos y conceptos, fuera del contexto histórico-semántico que los ha generado. Si esta advertencia –y la cautela hermenéutica que desciende de ella– es válida en cualquier caso, debe tenerse aún más en cuenta en el paralelo entre el sistema jurídico romano, a su vez dividido en fases irreducibles a un único bloque temporal, y los modernos. Conocemos ya los graves infortunios críticos que nacen de los tentativos, repetidos periódicamente, de tirar de hilos de continuidad demasiado desenvueltos entre estos dos universos o modernizando el derecho romano o, peor aún, romanizando el moderno. Las mismas divergencias que rasgan nuestra concepción jurídica, a partir de aquella, primordial, entre civil law e common law, pero también entre jusnaturalismo y juspositivismo, con todas sus infinitas ramificaciones y especificaciones, no son más que la resultante horizontal de una más marcada discontinuidad vertical que parte la historia del derecho en al menos dos grandes vectores separados por la cesura epocal de la caída del imperio romano de Occidente.
Y sin embargo con esto no se ha dicho todo y tal vez no se ha dicho la cosa más importante, que atañe justamente al «resto» antes mencionado. De entrada, como es incluso obvio, discontinuidad no significa incomparabilidad. Sin un esfuerzo de comparación, por lo demás, la misma discontinuidad permanecería ciega frente a sí misma. Pero el nudo de la cuestión no está tampoco en esta consideración de simple sentido común. Reside más bien en una excedencia, en un saliente, respecto a cualquier modelo clásico de periodización cronológica. Quiero decir que si la perspectiva que traté de presentar no es inscribible en una hermenéutica por decirlo así continuista con todas las consecuencias historicísticas que descienden de ésta última, no es reconducible tampoco a una actitud simplemente discontinuista. Y esto porque se sitúa precisamente en su punto de cruce y de tensión, que vuelca una a la vez, o contemporáneamente, la una en la otra. En el sentido que las sobrepone haciendo brotar algo distinto de la una y de la otra, como en una dislocación lateral parecida al movimiento del caballo en el ajedrez. Se trata de la hipótesis, implícita en lo que se ha dicho hasta ahora, de que el pasado, o por lo menos algunas de sus figuras decisivas, como la de «persona», regresan en tiempos posteriores justamente a causa de su inactualidad, de su carácter anacrónico. Naturalmente, para aferrar este trazo no histórico, o hiper-histórico, que atraviesa y desestabiliza lo que estamos habituados a llamar historia, hay que activar una mirada oblicua, transversal, que exceda tanto el historicismo lineal de la historia de las ideas como el anti-historicismo programático de cierto heideggerismo parmenidiano.
Más cercana a esta mirada resulta la concepción, avanzada por Reinhardt Koselleck, de la compresencia de tiempos distintos en un mismo tiempo (R. Koselleck, 1986). Pero sus antecedentes más íntimos deben ser rastreados en la genealogía de Nietzsche, en la arqueología de Foucault y en el proyecto de Benjamin, cuando, sobre todo en los Passages, buscaba los fragmentos de lo originario sepultados en el corazón de la modernidad. En todos estos paradigmas –el mismo concepto de paradigma debería ser pensado en una dirección no externa a lo que voy diciendo– emerge, si bien de manera distinta, el mismo rechazo de la alternativa seca entre continuidad y discontinuidad, entre pertenencia y sentimiento de alteridad. Lo otro, lo ajeno también en el plano temporal es, como es sabido, el núcleo escondido de lo familiar; así como lo arcaico está a menudo tan indisolublemente conectado a lo contemporáneo, que constituye su punta más aguda. Pero, como antes se ha dicho, no hay que perder de vista el hecho de que lo que podemos definir el resurgimiento de lo arcaico en lo actual no pasa por la proximidad de segmentos temporales consecutivos, sino, al contrario, a través de su distancia. Dicho de otro modo, es justamente la distancia, la ruptura de la continuidad cronológica, provocada por la que ha sido llamada futurización de la historia, la que ha abierto, en el flujo del tiempo, aquellos vacíos, aquellas fracturas, aquellas grietas en las que lo arcaico puede volver a emerger. Pero, naturalmente, no como cuerpo vivo de la historia, sino como espectro, o fantasma, que se despierta o que es despertado por los brujos de turno. Despertado se entiende también, y a menudo precisamente, a partir de su negación absoluta. Como Freud ha explicado de modo definitivo, es justamente el rechazo, la remoción, el abandono de algo, lo que provoca su regreso fantasmal. De aquí también su efecto potencialmente mortífero.
Es posible proporcionar más de un ejemplo de este regreso mortífero de algo que parecía acabado, incluso sepultado. Para empezar, el del poder soberano, entendido también y sobre todo en su letal dimensión militar, dentro del actual régimen bio-político que de algún modo parecía haberlo disuelto y substituido. En donde el elemento espectral, o si se quiere, místico, está precisamente en el hecho de que regresa con características simétricas pero opuestas a su configuración original. Si la soberanía clásica consistía esencialmente en el poder de «hacer» la ley, la actual, de tipo bio-político, parece encontrar su especificidad exactamente en lo contrario: desactivándola, transformando continuamente la excepción en la norma y la norma en la excepción, igual que como acontecía en el antiguo dispositivo romano. Otro ejemplo, igualmente espectral, de re-emergencia de lo arcaico se puede encontrar hoy en el regreso de lo local, y de lo étnico, dentro del mundo globalizado. Y esto, como ha sido observado, no en contraste, sino en función, como causa y efecto, de la misma globalización; que, en cuanto más actúa como contaminación generalizada entre ambientes, experiencias y lenguajes distintos, más determina fenómenos de rechazo inmunitario mediante la reivindicación defensiva y ofensiva de la propia identidad particular. Y ¿no se presenta también el avivamiento, a menudo sanguinario y ensangrentado, de la religión en nuestro mundo secularizado y justo por esto como un resurgimiento de lo originario dentro de la hiper-modernización? También en este caso revirtiendo la intención inicialmente emancipadora y, en algunos casos, universalista de las religiones más maduras.
6. Se ha hecho referencia a Nietzsche, Benjamin, Foucault. Pero el autor que con más fuerza y originalidad ha buscado lo arcaico en lo actual, o lo actual en lo arcaico, ha sido sin duda Simone Weil. Si se leen sus ensayos sobre los orígenes del hitlerismo, centrados en el paralelo con la antigua Roma, se halla la evidencia más impresionante de este hecho. Se puede subrayar, como se ha hecho, su falta de sentido histórico, o inclusive un prejuicio anti-romano que, en su caso, se puede sumar al anti-hebraico. Pero estas consideraciones tienen sentido sólo si se mantienen dentro de un cuadro reconstructivo que deja por fuera precisamente aquel saliente hermenéutico del que se ha hablado, el elemento no histórico que tiende y corta transversalmente el estrato más exterior de la historia. Basta con salir de este horizonte habitual para cruzarse con otro tipo de mirada, la que antes definíamos oblicua o transversal, capaz de desdoblarse, o redoblarse, en dos planos que se intersecan recíprocamente. De este modo, lo que a primera vista aparece como un inaceptable anacronismo, resulta el único modo de aferrar el fenómeno recurrente de la re-emergencia de lo originario en el tiempo que pretende alejarse definitivamente de él. En su centro se sitúa una relación no opositiva, sino constitutiva, entre transformación y permanencia, que hace de la primera el revés antinómico de la segunda, como la autora advierte desde el comienzo.
Es a partir de esta relación que se disuelve la retórica de la continuidad racial, construida adrede por el nazismo mismo, a favor de una relación transversal que descompone y sobrepone, tiempos y espacios distintos: «El prejuicio racista, por lo demás inconfesado, hace cerrar los ojos frente a una verdad muy clara: lo que hace dos mil años se parecía a la Alemania hitleriana no eran los Germanos, sino Roma» (S. Weil, 1990, p. 210). Aunque, más que de un parecido, habría que hablar de una repentina erupción de algo que parecía muerto y que en cambio dormía, esperando a que se creara una desgarradura en el tejido del tiempo histórico desde la cual poder brotar con una violencia incontenible. Sus caracteres peculiares, el terror provocado a las víctimas, su engaño sistemático, la construcción metódica de un dominio ilimitado, son reconstruidos por la autora con una precisión, y casi una pertinacia, que deja entrever una decisión interpretativa no negociable porque se halla radicada en una convicción absoluta. Pero lo que resulta aún más sorprendente es que estos trazos mortíferos no se hallan contrapuestos, sino que son intrínsecos a la que ha sido bien definida «la invención del derecho» en Occidente. Es justo esta invención el objeto más directo de la genealogía crítica de Weil: «Loar la antigua Roma por habernos transmitido la noción de derecho es particularmente escandaloso. Porque si se quiere examinar lo que era en su origen esta noción, para determinar su género, se puede ver que la propiedad estaba definida por el derecho de usar y abusar. Y de hecho, la mayor parte de las cosas que cada propietario tenía el derecho de usar y abusar eran seres humanos» (S. Weil, 1996, p. 76). Si la mirada retrocede al origen más remoto del que sin embargo es considerado el momento originario de nuestra civilización, lo que sale a la superficie es la desnuda factualidad de la apropiación. De hecho, según la autora, el puente entre el derecho romano y la violencia está constituido por la propiedad sobre las cosas y los hombres, transformados en cosas por el instituto de la esclavitud, que constituye no sólo el escenario contextual, o un contenido histórico, sino la forma constitutiva de ese orden jurídico. Es ésta última que se debe atribuir, bajo el perfil conceptual, el paso al imperio, entendido, detrás y dentro de su relato universalístico, como el lugar de máxima generalización de la condición servil: «De Augusto en adelante, el emperador fue considerado como un propietario de esclavos, el patrón de todos los habitantes del imperio (…) los romanos, considerando la esclavitud como el instituto fundamental de la sociedad, no concebían nada que pudiera oponerse a quien afirmase que tenía sobre ellos los derechos de un propietario y que hubiese sostenido victoriosamente esta afirmación con las armas» (S. Weil, 1980, pp. 235-6). Vuelve a emerger, en el corazón de un análisis dirigido intencionalmente al fenómeno nazi, el efecto cosificador de aquel dispositivo lógico-jurídico que, habiendo dividido a los seres humanos en libres y esclavos, interpone entre ellos una zona de indistinción que acaba por sobreponerlos, haciendo de cada hombre libre el equivalente de un esclavo.
Pero el elemento que se inscribe aún con mayor pertinencia dentro de nuestro discurso es la circunstancia de que también Weil conecta la prestación de este dispositivo excluyente precisamente a la categoría de persona: «La noción de derecho arrastra naturalmente tras sí, a causa de su mediocridad, a la de persona, porque el derecho se refiere a las cosas personales. Está situado a este nivel» (S. Weil, 1996, p. 78). El ataque dirigido por Weil, en especial disonancia con el avivamiento general del movimiento personalista y en explícita polémica con Maritain, se dirige no sólo a la primacía de los derechos sobre los deberes, es decir a una concepción subjetivista y particularista de la justicia, sino a la escisión que esta categoría presupone, o produce, en el interior de la unidad del ser vivo. La misma idea, hoy divulgada a los cuatro vientos, de la sacralidad de la persona humana funciona precisamente dejando, o expulsando, fuera de sí lo que, en el hombre, no es considerado personal y por lo tanto puede ser tranquilamente violado: «Hay un transeúnte por la calle que tiene brazos largos, ojos azules, una mente en donde se agitan pensamientos que ignoro pero que tal vez son mediocres (…). Si la persona humana correspondiese a lo que para mí es sagrado, podría fácilmente sacarle los ojos. Una vez ciego, será una persona humana exactamente como lo era antes. En él, no habré atacado en absoluto a la persona humana. Habré destruido sólo sus ojos» (ivi, p. 65). Quizás no ha sido expuesto nunca con tanta claridad el funcionamiento deshumanizante de la máscara de la persona, salvaguardada la cual no importa ya tanto qué suceda al rostro sobre el que se apoya. Y aún menos a los rostros que no la poseen, que no son todavía, no son más, o no han sido declarados nunca personas. Es la absoluta lucidez de este punto de vista, ignorado por todos los personalismos de ayer y de hoy porque rompe, como un seco golpe de ganzúa, la evidencia ciega de un lugar común, la que empuja a Weil hacia un pensamiento de lo impersonal. Cuando, algunas líneas más abajo, puede escribir que «lo que es sagrado, lejos de ser la persona, es lo que, en un ser humano, es impersonal. Todo aquello que es impersonal en el hombre es sagrado, y sólo aquello» (68), inaugura un recorrido, ciertamente arduo y complejo, del que sólo ahora se comienza a advertir la relevancia. Es más: la posibilidad, hasta ahora ampliamente ignorada, de modificar, en su mismo fondo, el léxico filosófico, jurídico y político de nuestra tradición.