08.03.2011
Dar que pensar
Sobre la necesidad política de nuevos espacios de aprendizaje
«Para educar hay que aceptar perder el tiempo»
J.J. Rousseau
En octubre de 2004, terminé una conferencia en el MACBA proponiendo la autoformación como actividad necesaria para una subjetividad resistente que en ese momento se estaba desdibujando. Dentro del ciclo «Otras estéticas geopolíticas», planteé la necesidad de ir más allá de las irrupciones intermitentes e imprevisibles de los movimientos anónimos (movimiento contra la guerra, v de vivienda, etc.), a través de una palabra capaz de escapar al chantaje del poder: o dialogas conmigo o no existes. Esa palabra compartida, capaz de resistir y de construir desde la autonomía, de existir más allá del diálogo y de la representación política, era pensada como aquella que abre tiempos y espacios propios para la autoformación o el aprendizaje colectivo. La situación que se creó con esta propuesta no pudo ser más embarazosa. El organizador del acto, Jorge Ribalta, y la siguiente conferenciante, Beatriz Preciado, arremetieron en contra con irritación y cierta violencia. ¿Cómo se podía hablar de autoformación, como práctica antagonista, en la sociedad de control que nos somete a la esclavitud de la formación continua? ¿Y cómo se puede plantear esto desde la perspectiva de los movimientos sociales? La verdad es que no me supe defender. Por eso cinco años después vuelvo sobre ello. No me supe defender porque hablaba desde una intuición sin experiencia, desde una idea que en ese momento no contaba con una práctica que le diera cuerpo y consistencia. Era una idea con una historia que nos es cercana y a ella apelé en ese momento: la historia del ateneísmo libertario y todas las experiencias obreras de aprendizaje colectivo como práctica de resistencia y de transformación social. Pero el presente parecía no responder a esta historia, ni tener ya nada que ver con ella. Cinco años después, la situación ha cambiado mucho: el desierto que ha dejado el desvanecimiento de los últimos grandes movimientos (movimiento de okupación, movimiento antiglobalización, movimiento contra la guerra, movimiento por una vivienda digna…) se ha poblado de una multitud de propuestas formativas, educativas, de pensamiento, de intercambio de saberes, etc., que permiten de nuevo retomar la pregunta por el valor político de la educación hoy.
Para dar cuenta de la realidad de este nuevo panorama, y antes de entrar a analizarlo, quiero nombrar simplemente las propuestas con las que yo misma, sin buscarlas expresamente, he estado en contacto de una manera u otra a lo largo del último año:
- En marzo de 2009, el colectivo Zemos 98 de Sevilla dedica el tema de su Festival a «La educación expandida».
1 - En diciembre de 2008, el proyecto Transductores de Aulabierta de Granada, con el apoyo de la UNIA y del Centro José Guerrero, dedica unas jornadas a las «Pedagogías colectivas y las políticas espaciales».
2 - La revista Mouvement. La révue indisciplinée, a la que estoy suscrita, dedica su número 53, de octubre-diciembre de 2009, al tema «El arte de transmitir».
3 - El programa de radio Una línea sobre el mar, conducido por amigos de Madrid habituales de la revista de Espai en Blanc y emitido por Radio Círculo, dedica uno de los programas de noviembre de 2009 al Patio Maravillas, centro okupado recién desalojado, y lo presenta como una «Escuela de conocimientos compartidos».
4 - El colectivo artístico catalán Sitesize propone la publicación «D’allò comú permanent. Quadern pedagògic», como uno de sus trabajo para la exposición «La comunitat inconfesable», comisariada por Valentín Roma para el Pavellón de Cataluña en la Bienal de Venecia de 2009. Partiendo de una relectura de las pedagogías libertarias, especialmente de la Escuela Moderna de Ferrer i Guàrdia, propone una reflexión sobre la metrópolis como experiencia común.
5 - Entre 2007 y 2009 la asociación de artes escénicas L’Animal a l’esquena pone en marcha, de manera independiente, el Máster en Artes Prácticas Contemporáneas y Diseminación, donde se propone abordar la creación artística como una práctica colectiva de conocimiento no localizada ni en el mercado cultural ni en el ámbito estrictamente académico.
- Los viernes por la tarde de otoño de 2009, el local Exit abre su espacio en el Raval de Barcelona para su propuesta de autoformación en torno a «Ciudadanías, Metrópolis y commonfare», en red con UniNomade (Italia), la Universidad Nómada (España) y Edufactory (lista transnacional de discusión online).
- En noviembre de 2009, el Macba organiza un seminario y ciclo de cine sobre el educador francés Fernand Deligny, titulado «Permitir, trazar, ver», que pone sobre la mesa la experiencia radical de un hombre dedicado a permitir vivir a aquellos (delincuentes, indeseables, autistas, etc.) que la sociedad ha aplastado bajo el peso abrumador de la indiferencia.
- En el marco de las protestas contra el Plan Bolonia de reforma de la universidad, en marzo de 2009 se crean en Barcelona diversas propuestas de Universitats Lliures, como la que estuvo funcionando en la Facultad del Raval de la UB
6y la que aún hoy continúa, tras un primer desalojo, en la casa okupada La Rimaia.7
Hay muchos más ejemplos. Podríamos seguir ampliando el círculo de las referencias e incluir todos los colectivos, propuestas, publicaciones, etc., que han tomado parte de estos mismos acontecimientos. Pero más que abrumar con un exceso de información, lo que me interesa es partir de estas propuestas cercanas para analizar el actual reencuentro del pensamiento crítico con las prácticas educativas. Desde los grupos activistas más radicales hasta los grupos artísticos y los museos más innovadores, todos estamos apuntando hacia la educación como práctica en la que desarrollar nuestras ideas y nuestras formas de intervención. Con cierta ironía sobre nosotros mismos, podríamos preguntar: ¿por qué los artistas y los activistas queremos ser, ahora, educadores? ¿Qué nos está pasando? Desde una mirada sospechosa, se podría responder: en esta travesía sin movimientos reales, no tenemos nada más que hacer… Y además, la educación ofrece la posibilidad de gestionar proyectos y de financiarse, aunque sea precariamente. Algo hay de esto, claro está. Pero ¿es sólo esto? Sería demasiado fácil y demasiado cómodo quedarse ahí. La fuerza que está tomando esta tendencia, aunque sea a partir de una intuición compartida aún por formular, merece un grado más de atención. Y su conexión con otros momentos de la historia de las luchas sociales le da un eco que no podemos silenciar. En una época postilustrada como la nuestra, caracterizada por la falta de confianza en la ciencia, la razón y la conciencia, ¿en qué sentido podemos encontrar un horizonte de transformación social y política en las prácticas educativas? ¿De qué manera aprender nos ofrece hoy un espacio de intervención en lo social y en nuestras propias vidas?
Colaboración, participación, organización
De mi experiencia de este último año, colaborando o participando en los proyectos señalados más arriba, lo primero que puedo extraer es una fuerte sensación de confusión. Desde los ámbitos más diversos, nacen a un mismo tiempo propuestas para repensar la educación o para poner en marcha prácticas de aprendizaje. Hay muchos proyectos, asociaciones, colectivos, pero cualquier debate sobre las cuestiones de fondo, nos hunde en discusiones en las que es difícil encontrar algún punto de referencia claro. No sólo nos falla el discurso, incluso las palabras se nos vuelven escurridizas: ¿educación? ¿Aprendizaje? ¿Autoformación?… ¿De qué estamos hablando y dónde nos situamos?
Por eso quizá resulte interesante interrogar no tanto el discurso como las prácticas que se proponen. Veremos, entonces, que sí hay algunas líneas más o menos claras, o algunos presupuestos compartidos sobre los que podemos pensar. Hay un punto de partida evidente que explica esta proliferación de propuestas educativas: la insuficiencia de las instituciones académicas actuales, ahogadas en un proceso de mercantilización y de nueva burocratización que está produciendo una verdadera asfixia sobre el aprendizaje, la creación, el pensamiento. Sólo «se oferta» aquello que puede ser evaluado positivamente, sólo se enseña lo que tiene la suficiente demanda, sólo se escribe lo que puede obtener el correspondiente índice de impacto, sólo se crea lo que el mercado acoge. En estas condiciones, la reacción es obvia: o salir corriendo o crear otras condiciones y configurar esos espacios en los que sí sea posible hacerse la pregunta ¿qué queremos saber? ¿Cómo aprender? ¿Para qué? Esos espacios en los que aprender, enseñar, pensar, escribir y crear puedan exponerse a lo imprevisto, a lo desconocido, a la zozobra, a la experimentación que no se protege bajo resultados ya preestablecidos. En definitiva: espacios donde abrir preguntas que realmente importen y compartir saberes que verdaderamente nos afecten.
Pero más allá de esta primera reacción, que creo que dadas las condiciones institucionales actuales va a ser creciente, las propuestas que han ido apareciendo recientemente ponen en práctica además una serie de hipótesis políticas que podemos resumir, groseramente, bajo tres miradas. No se excluyen, pero abordan el problema desde diferentes perspectivas:
1. En primer lugar, hay una serie de propuestas que parten de las transformaciones que ha supuesto el desarrollo de la cultura digital, es decir, de la digitalización de la información y del acceso a ella en red. En esta primera línea, educación significa sobre todo colaboración horizontal en red. El colectivo sevillano Zemos 98 lanzó su convocatoria sobre «La educación expandida» con el eslogan: «La educación puede suceder en cualquier momento, en cualquier lugar». Esto implica, principalmente, tres desplazamientos: la disolución de fronteras institucionales y disciplinares; el acceso universal a la información y a los recursos culturales y, finalmente, la organización del trabajo colectivo en red. Educación expandida, es, por tanto, educación abierta y educación colaborativa. Como escriben en la misma convocatoria: «Se trata de recuperar la idea de reciprocidad en las formas de distribución del conocimiento». Platoniq, un colectivo barcelonés con el que desde Espai en Blanc hemos colaborado y que participó en las jornadas de Sevilla, presenta su propuesta de «Banco Común de Conocimientos» en la misma línea: «El objetivo fundamental del BCC es la creación de nuevos canales de transmisión de la información, es decir, de generación de conocimiento común que puede ser compartido por un grupo social».8 La cultura digital renueva la vigencia de una vieja idea: el procomún, es decir, la idea de que los bienes pertenecen a todos. Esto, que en un tiempo valió para las aguas, los bosques, los bancos de pesca, [etc.], hoy se replantea en el campo del conocimiento, las ideas y los bienes culturales. Y como explica muy bien Antonio Lafuente, la relación con el procomún no puede ser neutra, sino que es directamente resistente: «El procomún redime a los públicos de su condición de súbditos/consumidores y fragmenta la sociedad en comunidades resistentes a la realidad».9 Las posibilidades que ofrece la cultural digital, más allá de la misma red, ponen en cuestión, por tanto, las formas de legitimación, transmisión y producción del saber: sus espacios institucionales, sus leyes de propiedad, sus dinámicas de consumo y sus definiciones disciplinares han sido desbordadas por prácticas que no las acatan ni como fuente de valor ni como pauta de reproducción. ¿Cómo dar consistencia y sostenibilidad a esas prácticas? ¿Cómo crear redes de apoyo mutuo entre las diversas comunidades de resistencia?
2. En segundo lugar, hay otro abanico de propuestas que parten de la destrucción del lazo social y de los espacios de lo común en las metrópolis contemporáneas. En esta segunda línea, la educación apunta sobre todo a la participación democrática o a la producción de un sentido comunitario en espacios territoriales concretos. Desde este punto de vista, la educación no puede ser reducida a un servicio ni a un producto. Es una práctica colectiva de implicación y de transformación de los espacios (urbanos, sociales, culturales, mentales…) en los que vivimos. Su neutralización por parte de la institución educativa y su mercantilización por parte del mercado académico no pueden hacernos olvidar que vivir es aprender a vivir colectivamente y que el sentido de este aprendizaje es el fruto de una reescritura permanente y conflictiva de los saberes y de los valores que compartimos o con los que nos enfrentamos. El colectivo artístico catalán Sitesize apuesta en su «Quadern pedagògic» por «un compromiso de las prácticas creativas para incidir en la construcción de las metrópolis como experiencia común».10 Inspirados en las propuestas pedagógicas libertarias, especialmente de F. Ferrer i Guàrdia y la Escuela Moderna (Barcelona 1901-1909), Sitesize defiende hoy «la opción pedagógica como vía unificadora y a la vez liberadora del fortalecimiento comunitario».11 Esta opción es la que apuesta por «una implicación en la creación de significados y saberes que se tiene que orientar hacia el rescate, la generación y la preservación de una nueva cultura popular desligada cada vez más de la manipulación y la aniquilación que impone la economía mediática y corporativa».12 Este planteamiento, compartido por muchos de los colectivos que asistieron a las jornadas «Transductores. Pedagogías colectivas y espacio público» (Granada, dic.09), resitúa el valor de la creatividad artística, la producción cultural y la transmisión de conocimiento en sus contextos sociales y en relación con su capacidad para abrir espacios autónomos de crítica y de construcción de tejido social.
3. En tercer lugar, hay una línea de propuestas que parten del desplazamiento de la lucha de clases en el capitalismo cognitivo hacia la producción de conocimiento. Esta tercera línea presenta la autoformación como forma de organización de una subjetividad antagonista en el nuevo capitalismo. Así, la autoformación se sitúa como estrategia política en el corazón de la producción capitalista actual, basada en la producción de signos, valores y saberes. El conflicto se ha desplazado, en nuestras sociedades desarrolladas, de la fábrica a la universidad. Como explica el Manifiesto de Edufactory: «Así como la fábrica fue en otro tiempo el lugar paradigmático de la lucha entre trabajadores y capitalistas, hoy la universidad es el espacio clave del conflicto, en el que la propiedad del conocimiento, la reproducción de la fuerza de trabajo y la creación de estratificaciones sociales y culturales están en juego». En este sentido, la universidad ya no es una institución de una clase social cerrada, garante de la cultura nacional. Es una universidad-metrópolis en la que entran en lucha las dinámicas más feroces del capitalismo cognitivo: mercantilización, planificación, precariedad. No son términos antagónicos, son las claves del sistema de dominación actual. Frente a ello, como escriben en Exit, «la autoformación es una línea de fuga de la dialéctica público-privado. Es una construcción de lo común y la forma de organización de los trabajadores cognitivos». Sandro Mezzadra, en la presentación de Uninomade matiza esta idea de línea de fuga como «una interpretación no pacificada de la idea de éxodo». El éxodo no se pone fuera: desocupa las instituciones para abrir las brechas del conflicto y rehacerlas desde el antagonismo, desde una subjetividad que pueda ser el nuevo motor de cambio y desde un conocimiento que no quiere ser alternativo sino «oposicional» o de oposición. La autoformación como éxodo, por tanto, se mueve en «lugares de frontera» para apuntar mejor a lo común: «la autoformación no busca la universalidad sino la construcción de lo común». Este común, en el marco educativo, toma para estas propuestas el nombre concreto de «universidad global autónoma», que estaría compuesta no de una macroestructura sino de una multitud de prácticas.
En resumen, la educación como colaboración horizontal en red, como participación comunitaria y como autoorganización de la nueva clase trabajadora, dibuja un campo de prácticas de que dan un sentido nuevo a la relación entre educación y emancipación. Un sentido que se define menos por su horizonte o su resultado que por su hacer en un presente continuo, que puede llegar a ser un presente de transformación de la vida, de la sociedad y de nosotros mismos a través de la apuesta por nuevos espacios y modos de aprendizaje. ¿Cuál es el sentido de este nuevo potencial emancipador de la educación? ¿A qué peligros se enfrenta? ¿Y qué posibilidades ofrece?
Un nuevo sentido para la emancipación
En mayo de 1907, F. Ferrer i Guàrdia, procesado como instigador del atentado contra Alfonso XIII el día de su boda, escribía estas palabras desde la cárcel, en Madrid:
«Si la clase trabajadora se liberara del prejuicio religioso y conservara el de la propiedad, tal cual existe hoy; si los obreros creyeran cierta la profecía que afirma que siempre habrá pobres y ricos; si la enseñanza racionalista se limitara a difundir conocimientos higiénicos y científicos y preparase sólo buenos aprendices, buenos dependientes, buenos empleados y buenos trabajadores de todos los oficios, podríamos muy bien vivir entre ateos más o menos sanos y robustos, según el escaso alimento que suelen permitir los menguados salarios, pero no dejaríamos de hallarnos entre esclavos del capital.» (1 mayo 1907)
¿Somos nosotros estos esclavos ateos, sanos y robustos que Ferrer i Guàrdia entrevió hace ya más de un siglo? Y si lo somos, ¿podemos confiar de nuevo en que la educación, entendida no solamente como gestión de la instrucción pública sino como práctica radical de transmisión y de creación de los saberes, pueda tener en nosotros algún efecto emancipador?
La modernidad ilustrada hizo suyo el binomio educación-emancipación: la educación, en sí misma, era considerada una práctica de libertad, progreso, reforma social, igualdad, dignidad, revolución… Tanto en su versión liberal como en su versión revolucionaria, la educación ilustrada iba asociada a un ideal de autonomía, que tanto Kant como Rousseau ya en el siglo xviii habían situado en el horizonte de toda formación. ¿En qué consistía esta autonomía? Si tuviéramos que responder a esta pregunta a partir de los múltiples discursos que ha construido la modernidad acerca de la emancipación, obtendríamos el perfil que dibujan los anhelos de la modernidad, desde la libertad del individuo hasta la revolución integral de la sociedad.
Pero quizá hoy, desde nuestro presente de horizontes borrosos, nos resulte más significativo entender el sentido de la autonomía no tanto desde el discurso emancipador como desde las prácticas pedagógicas en que se encarnaba. Lo que estaba en la base de todos los proyectos educativos de la modernidad, incluida la «pedagogía del oprimido» de Paolo Freire ya en el siglo xx, era la práctica de aprender a escribir. Entender el ideal de autonomía desde la práctica de la alfabetización ofrece un punto de vista muy esclarecedor sobre el sentido moderno de la emancipación. Aprender a escribir es aprender a dominar un código para rehacer el mundo. Michel de Certeau lo explica muy bien en La invención de lo cotidiano: la escritura no es una mera técnica ni un medio de traducción y representación del sentido, es el espacio mítico de la modernidad. Es decir, es un espacio de autonomía (la hoja en blanco) donde nos damos la capacidad de transformar o influir sobre ese exterior (lo real) del que previamente nos hemos aislado. El sujeto moderno, el que asume su dignidad como tal, es el que «hace la historia fabricando lenguajes».13 Espacio para la fabricación de lenguajes, el espacio de la escritura muestra su ambigüedad: instituye tanto el espacio del hacer capitalista y conquistador como del hacer revolucionario. Es tanto el espacio de la emancipación individual como de la emancipación colectiva, el del sujeto como página en blanco y el de la sociedad como página por borrar y escribir de nuevo. Parece claro que la historia de la modernidad es el triunfo del primer sentido sobre el segundo y que la escuela, como institucionalización de la educación, ha acabado siendo, en gran parte, la fábrica de los individuos productores-consumidores de la sociedad capitalista. Esto explica que en los años 60-70, con el cambio de perspectiva que supone el 68 dentro del pensamiento revolucionario, predominaran las críticas de signo antiautoritario y antidisciplinario a la institución escolar. Los situacionistas, Vaneigem, Foucault, Ivan Illich, Bourdieu y tantos otros son los nombres que dan testimonio de este agotamiento de lo escolar como lugar de resistencia y de emancipación. Pura captura, aprender a escribir es aprender a reproducir la realidad y sus miserias. A este aprendizaje capturado se le llama hoy «adquisición de competencias»: la escritura como puro procedimentalismo vacío, herramienta ágil y sumisa para adaptarse a la realidad flexible del nuevo capitalismo.
¿Cómo puede ser que en este contexto renazca la necesidad y la confianza en una práctica educativa emancipadora? ¿En qué sentido puede hoy una práctica educativa tener un potencial de transformación social, mental y existencial? ¿En qué términos se replantea hoy, en los nuevos espacios de aprendizaje, la cuestión de la autonomía? Yo diría que el desafío que está en el corazón de todos estos nuevos intentos educativos es dar(nos) que pensar. Frente al ingente consumo de información, frente al adiestramiento en competencias y habilidades para el mercado, frente al «formateo de las mentes» de la esfera mediática, frente al consumo acrítico de ocio cultural, frente a todo ello, el gran desafío hoy es darnos el espacio y el tiempo para ponernos a pensar. Esto es lo que hace la Universitat Lliure cuando dentro de la movilización estudiantil de protesta abre un tiempo para preguntarse sobre la fragmentación del saber; esto es lo que hace el Máster en Artes Prácticas y Diseminación cuando abre un espacio y un tiempo para la creación artística no sometida al tempo y al baremo de la producción cultural; es lo que hace también Platoniq cuando abre los canales telemáticos para poder decidir colectivamente qué queremos aprender, con quién y para qué; lo que hacen las comunidades que liberan los materiales que sí nos interesa conocer y compartir y lo que hace la red italiana de universidades nómadas cuando abre sus seminarios no sólo para transmitir conocimientos sino para pensarse subjetivamente como fuerza de trabajo antagonista en el campo de batalla del capitalismo cognitivo.
Lo ejemplos podrían seguir. Lo importante es entender que dar(nos) que pensar no es entrar en una actitud contemplativa ni refugiarse en un nuevo intelectualismo. Todo lo contrario: es aprender a ser afectado, a transgredir la relación de indiferencia que nos conforma como consumidores-espectadores de lo real. Empezamos a pensar cuando aquello que sabemos (o no sabemos) afecta nuestra relación con las cosas, con el mundo, con los otros. Para ello hace falta valentía, y la valentía se cultiva en la relación afectiva con otros. Ésta es la experiencia fundamental que puede cambiar hoy de raíz nuestra relación con el mundo y sus formas de dominación, cada vez más íntimas y subjetivas. No es éste el lugar para desarrollar una reflexión filosófica amplia y precisa sobre el significado de este don que es el pensamiento. Habrá que hacerlo en otro lugar. Lo que podemos decir, brevemente, es que dar que pensar es lo que ocurre cuando se interrumpe el sentido del mundo (la obviedad de lo que vivimos) y hacemos experiencia de nuestra implicación en él (pensar es descubrirse en situación). Esto es lo que están haciendo los nuevos espacios de aprendizaje cuando plantean, de manera muy práctica y situada, la pregunta por el sentido (uso, valor, efecto, etc.) de nuestros conocimientos. Desde ahí, la educación vuelve a ser un desafío para las estructuras existentes y un terreno de experimentación.
El desplazamiento respecto a la concepción ilustrada de la emancipación, es que dar que pensar no es inaugurar una página en blanco. La autonomía, hoy, no remite a la unidad de la forma (el sujeto bien formado, la conciencia clara, la sociedad bien diseñada) ni, seguramente, a la idea de comienzo. Tiene que ver, más bien, con el claroscuro de lo que está entre nosotros. Los nuevos espacios de aprendizaje ocupan los bordes de páginas demasiado saturadas para ser reescritas. ¿Qué puede ocurrir en esos bordes? ¿Hasta dónde pueden interferir y desequilibrar el mensaje del cuerpo central de la página?
En los confines…
Por todo lo que hemos dicho, los nuevos espacios de aprendizaje son la conquista de un campo de experimentación social y política, así como una forma de resistencia viva, directa y práctica al asedio de nuestras mentes, de nuestras vidas, de nuestras capacidades y potencialidades. Este asedio no es hoy el brazo de una fuerza oscura (la ignorancia, la superstición, la censura, etc.), es un dispositivo que pone todos nuestros saberes, conocimientos, recursos culturales, científicos y lingüísticos a funcionar contra sí mismos y contra su razón de ser. Este dispositivo tiene múltiples lógicas funcionando a la vez: la presión mercantil, la competitividad, la cultura del ocio, la hiperregulación institucional, la caducidad de las ideas, la precariedad de las relaciones…
Frente a ello, ¿cuáles son las estrategias de estas resistencias y de estas conquistas? Por lo visto hasta hoy, son básicamente dos: el éxodo y la infiltración. Ponerse fuera o colarse, escapar o agrietar, construir nuevos espacios radicalmente independientes o contagiar los existentes. No es una disyuntiva excluyente. Las dos opciones pueden darse a la vez. Por ejemplo, Uninomade en Italia convoca seminarios de autoformación en las universidades que toman tal fuerza que acaban imponiéndose como créditos reconocidos sin haber pasado por otra solicitud que su existencia. O Aulabierta en Granada, es la okupación y construcción de un espacio físico dentro del recinto de la Universidad de Granada que ofrece cursos, proyectos de investigación y de creación totalmente independientes de la oferta de la propia universidad.
Es habitual que los pedagogos de la emancipación fueran fundadores: de escuelas (como Ferrer i Guàrdia o John Dewey), de métodos (como Jacotot, Freire o tantos otros)… Cada uno escribía su página en blanco para enseñar a escribir a los hombres. Lejos de estas prácticas fundadoras, la educación emancipadora es hoy una práctica de confín cuya fuerza está en la multiplicidad de frentes y de tácticas. Dar que pensar en el borde de la página requiere, seguramente, de una estrategia global de este tipo.
Pero las prácticas de confín también corren peligros. El primero, es el peligro de caer en el confinamiento: la soledad de un profesor en el aula; la guetización de un grupo de aprendizaje encerrado en su propio lenguaje, en su autorreferencia; la incomunicabilidad de las experiencias… En las esquinas de la página, los lenguajes de cada propuesta de aprendizaje pueden caer en la tentación de escucharse demasiado a sí mismos y acabar encerrados en su burbuja de sentido. Esto es lo que ocurre muchas veces cuando se apela con demasiada insistencia a los movimientos sociales como horizonte de sentido de estas nuevas prácticas educativas. En muchas ocasiones, los movimientos dejan de ser el sustrato vivo del aprendizaje para convertirse en el objeto temático de sus propios programas formativos.
Junto al confinamiento, los otros dos peligros que corren estas prácticas son la marginalización y la neutralización. La marginalización tiene lugar cuando estas propuestas educativas, por su propia condición extrema, son empujadas a cumplir una función en los extremos de la sociedad: por un lado, el entretenimiento de las élites culturales, insatisfechas con la oferta formativa disponible, y por otro, el cuidado asistencial de la población sobrante, aquella que fracasa escolarmente y no participa de los circuitos de ningún tipo de vida cultural. Desde los espacios de autoformación estamos rozando continuamente estas dos caras de la marginalización. Cuando montamos un programa de estudios exquisito y minoritario o seminarios sofisticados de circuito cerrado, ¿sabemos qué estamos haciendo? ¿Buscamos maneras de entretenernos, encontrarnos y reproducirnos o realmente estamos trabajando más allá de nuestros límites, exponiéndonos juntos a lo que aún no sabemos, a lo que aún no hemos llegado a ser? ¿Y qué esperamos de todo ello? En el otro extremo, hay una cantidad creciente de colectivos, especialmente de colectivos artísticos, que están trabajando de manera comunitaria y participativa en espacios semi-abandonados de nuestra sociedad, ya sean barrios o grupos de personas. Aquí aparece otro problema: en este tipo de intervenciones, que generalmente se gestionan a través de proyectos aprobados y concedidos por la administración, ¿qué significa, como se dice a veces, «activar procesos de participación»? Como alguien comentó en las jornadas de Granada (Transductores): «¿no estaremos siendo la homeopatía del sistema?» Es decir, ¿no estaremos abriendo cauces de aparente participación democrática de la ciudadanía allí donde las instancias políticas ya no pueden llegar? ¿Qué juego conflictivo de expectativas se abre ahí?
Finalmente, el tercer peligro de estas prácticas de confín es la neutralización. No tener instituciones propias, no ocupar sino los bordes de una página demasiado saturada, nos obliga a entrar en juegos de equilibrios muy precarios y muchas veces contraproducentes. Hoy la neutralización de una propuesta cultural o educativa no viene frontalmente por sus contenidos. Por lo general, nadie entra hoy a discutir sobre contenidos a no ser que toquen ciertos elementos sensibles: género, raza, fascismo, terrorismo. La neutralización siempre se da por medio de las dinámicas, los procedimientos y la financiación. Lo importante, para cualquier propuesta, es diseñarse, comunicarse, financiarse, ejecutarse y evaluarse como proyecto. Esto hace que cualquier propuesta que quiera ir más allá de la espontaneidad y la gratuidad absoluta de todos sus esfuerzos, tenga que adoptar en algún momento esta forma. Boltanski y Chiapello analizaron de manera brillante, en su El nuevo espíritu del capitalismo, lo que era vivir en la «ciudad por proyectos».14 Los años van pasando y la intensidad con la que nos penetra la ciudad por proyectos se ha intensificado. Hoy podríamos decir que la lógica del proyecto ha alcanzado los niveles de violencia simbólica que en otro tiempo habían adquirido las instituciones totales: fuera del proyecto, como clave de lectura de todo hacer, no hay nada. Tampoco hay ningún interlocutor válido que no se presente con su proyecto por delante.
Más o menos pobres y precarios, vamos por el mundo con los bolsillos repletos de proyectos, con sus siglas, sus nombres, sus marcas y su balance de éxitos y fracasos. Por eso en este escrito he intentado no caer demasiadas veces en la trampa y he usado, casi siempre, la palabra «propuesta». Fernand Deligny, educador (entre muchas comillas) de delincuentes, autistas y otros imposibles, tenía una palabra mejor: tentativas. Cada espacio educativo que abría, cada lugar de vida que conseguía sostener por un tiempo, era una tentativa. Ni un centro, ni un proyecto: una línea capaz de trazar un precario espacio de vida que quizá permitiría (o no) vivir a alguno o algunos de los que allí «caían». Frente a la lógica computable y reconocible del proyecto, la tentativa es dueña de su tiempo, de su ritmo, de su valor. O funciona o no funciona. Y sólo funciona mientras permita a quienes la habitan seguir aprendiendo, seguir respirando, seguir desplazándose, seguir tejiendo un mapa imprevisible de alianzas con otras tentativas.
La tentativa es quizá la mejor imagen para una práctica del confín como la que los nuevos espacios de aprendizaje pueden asumir hoy en nuestro contexto social, institucional, político y cultural. Dar que pensar es hoy la tentativa: no tiene garantías, está abierta a lo imprevisible. Y a la vez es insistente y necesaria. Como el aire que respiramos y que nos está empezando a faltar.
… mapa de tentativas…
Emplazar los nuevos espacios de aprendizaje en un mapa de tentativas no es una imagen romántica, sino un lugar en el que situar la confusión que provoca hoy la educación, tanto dentro como fuera de las instituciones académicas.
Es muy posible que no sepamos muy bien qué es educar, o qué puede llegar a ser. Pero sí sabemos a lo que no puede renunciar la educación: a encender el deseo de pensar (saber, crear, conocer…), a abrir las puertas de este deseo a cualquiera y a asumir las consecuencias de este deseo compartido desde la igualdad. La idea de tentativa permite unir la fuerza de esta certeza a la fuerza de nuestra ignorancia, de nuestra relación con lo que no sabemos sobre nuestra propia capacidad de aprender. Los amigos del Colectivo Situaciones, junto con el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de Solano, recogen las siguientes palabras de su taller sobre El maestro ignorante de Rancière:
Lo que nos vuelve ignorantes en una situación concreta de aprendizaje no es tanto la postura –si suspendemos o no nuestros saberes previos– frente a otro, sino el hecho de hacer emerger un no saber sobre la relación que existe (y puede existir) entre nosotros: una relación que, precisamente, ignora lo que debe ser y entonces se convierte en un acto de libertad.15
Desde ahí, la confusión se convierte en la apertura de un campo de experimentación y de aprendizaje continuo, abierto y a la vez dotado de convicción.
Por lo que acabamos de decir, un mapa de tentativas no es un proyecto de educación alternativa, que se complace en su diferencia. No se contenta con ser el «plan B» de la educación oficial. Como decíamos antes, las tentativas parten de una doble práctica de infiltración y de fuga que no espera obtener su pequeño espacio de reconocimiento, sino interrumpir y desbordar a la vez los centros de producción de conocimiento ideológicamente «precocinado». El mapa de tentativas puede crecer inesperadamente donde menos se lo espera, pero a la vez no dejará de preguntarse, en ningún momento, qué relación puede mantener con esos centros: el sistema escolar, la universidad, la industria cultural. Se trata, quizá, de erosionar el sistema desde sus bordes: no sólo para combatirlo, sino para abrir sus paredes de cristal al contagio con ideas que no encajan, con maneras de hacer que deshacen inercias y tabúes, y con cuerpos capaces de transmitir el ritmo difícil de una vida no sumisa.
No sé si hoy tengo las ideas más claras que en 2004, pero un mapa de tentativas está tomando cuerpo más allá de lo que en otro tiempo podían ser intuiciones vagas o meros referentes históricos. Es imprescindible apostar por este mapa y aprender, en sus claroscuros, de las nuevas potencias que puede abrir hoy una práctica educativa valiente y a la vez honesta con la realidad que la rodea. Al mismo tiempo que escribo estas líneas estoy buscando colegio para mis hijos pequeños, que en el próximo curso iniciarán su vida escolar. He visitado escuelas alegres y me han recibido maestras, sobretodo maestras, cuya entereza me ha llegado a emocionar. Y sin embargo, cuántas preguntas dejamos sin pronunciar en la oscuridad de nuestras cabezas… ¿Cuándo nos atreveremos a empezar a hacerlas?