Contenido →

15.04.2011

La insatisfacción permanente
Los guiones ocultos de la publicidad

El señor Q acaba de comprarse un coche. Satisfecho, se reafirma en su decisión de haberlo comprado mientras sale conduciendo del concesionario. En su primer semáforo, el primero de su nuevo coche, se detiene y observa nuevamente su vehículo por dentro, pasa su mano por el salpicadero, acaricia la tapicería de cuero, las inserciones de madera y la tela que forra el interior de la puerta. Sin darse ni cuenta, el señor Q ha establecido rápidamente un vínculo inconsciente de afecto con su nueva adquisición, un lazo sensorial, emocional, táctil… de algún modo, tal y como habría hecho cualquier mamífero hembra nada más dar a luz a su cría. Pero el señor Q, perro viejo para con sus propias emociones y sabio escéptico de las sensaciones absolutas, experimenta y reconoce con los años un puntito levísimo de insatisfacción en su seno más profundo, incluso en sus mayores momentos de plenitud, como éste; una vieja y conocida sensación, implacable e inoportuna, que acompaña a sus más felices actos de compra. Y esta vez no es una excepción, mientras termina de aparcar en su plaza de garaje, también por primera vez. Después de apagar el motor y pasar unos breves segundos contemplando el salpicadero reluciente y brillante, el señor Q esboza una breve y mínima sonrisa, bloquea la dirección, cierra la puerta y se va, no sin antes echar una última ojeada a su coche desde unos metros de distancia, tratando de retener ese fotograma de felicidad en su retina unos pocos segundos más. Aunque sepa que, tarde o temprano, esa sensación mostrará necesariamente su cara más fugaz.

*** **

Desde pequeños hemos ido asumiendo como propia la idea de que poseer cosas equivale a ser felices. Y en el fondo, como si de un profundo secreto se tratara, sabemos que no nos contenta la posesión de cualquier bien, y que la felicidad y la infelicidad se relacionan muy directamente con una idea muy concreta y muy bien delimitada de posesión: se trata del deseo de poseer, como mínimo, lo mismo que nuestros iguales.

Poseer menos que quienes detectamos como nuestros iguales genera una estudiada insatisfacción, leve, pero sostenida, que a largo plazo sigue proporcionando innegables y suculentos frutos a terceros en el terreno comercial.

Este anhelo, de bajo voltaje, poco reconocible, no consciente y continuo, no debe confundirse con la envidia –aunque a algunos les interese, la que a veces, puntualmente, podamos focalizar en personas cercanas, hacia sus posesiones o circunstancias, porque esta insatisfacción permanente no llega a concretarse jamás absolutamente en nada.

Ésa es su mayor especificidad, y su mayor éxito: no concretarse, no resolverse; extenderse en el tiempo como un patrón de conducta sobre una tostada infinita, sin metas definidas, sin fecha de caducidad; un automatismo basado en adoptar ciega y cíclicamente nuevas y artificiosas necesidades supérfluas. Una tras otra.

Y en este escenario no es tan crítico lo que ya se posee –que nos iguala a los demás– como lo que no –que nos distancia–. Lo que se desea poseer, tras haberlo adquirido, pasa a quedar en segundo plano en tiempo récord, perdiendo su aura de seducción rapidísimamente, y entrando a formar parte, como un residuo, de los cimientos que nos apuntalan en nuestro irrenunciable y queridísimo escalafón actual.

Pero lo que centra nuestros esfuerzos y activa nuestra insatisfacción, es lo que no poseemos y consideramos que deberíamos poseer de acorde a nuestra posición, y esto es lo que verdaderamente percibimos (sin que nadie nos lo reproche, pues es una sensación estrictamente íntima, apenas racionalizada) como el motivo que nos aleja y nos segrega incómodamente de nuestro grupo de iguales.

¿Y dónde está nuestro grupo de iguales, el de cada uno de nosotros? Simplemente, no está. Nuestros iguales no existen en la realidad. No son un grupo real de personas que podamos constatar y listar. No son rostros conocidos, como pueden serlo nuestros vecinos o amigos, ni están localizados en un lugar concreto. Nuestro grupo de iguales es un espejismo, un ente intuído por cada uno de nosotros en nuestro propio subconsciente, pero fomentado y alimentado por los larguísimos brazos de la orquestación comercial del Sistema.

El grupo de iguales es una idea abstracta de conjunto grupal apenas reflexionada, pero paradójicamente muy anhelada por todos y cada uno de nosotros, poderosamente arraigada tras la tramoya de todos y cada uno de nuestros actos. Es un encasillamiento completamente aspiracional, un encierro voluntario junto a una masa abstracta de personas, dotadas –así lo creemos– de las características económicas, sociales y culturales que estamos permanentemente buscando para nosotros mismos. Nuestros iguales es el espacio que merecemos, al que deseamos pertenecer y del que no queremos descolgarnos ni renunciar; el plano privilegiado dónde deseamos ser reconocidos y encontrados. Y es el mecanismo selector, tanto de nuestras posesiones y bienes, como –mucho más espeluznante– también de nuestras amistades y parejas sentimentales. Una pulsión que se esconde tras nuestra afición por convertir nuestras vidas en algo rentable, desde el más importante hasta el más banal de nuestros actos.

Como puede deducirse, en este entorno contaminado por la mercantilización de nuestras vidas, las posesiones ya no tienen una finalidad en sí mismas, sino que se han erigido en pequeños salvoconductos para no quedarnos atrás en nuestro grupo. Si bien es verdad que los objetos materiales nos resuelven momentáneamente esa leve incomodidad vital cuando logramos adquirirlos –un respiro en nuestra pulsión–, también lo es que nos devuelven a ella, invariablemente –cada vez con mayor rapidez–, en cuanto pasa su efecto o surge otra nueva necesidad, perpetuando así la más rentable de cuántas ideas haya creado el Sistema: la insatisfacción permanente.

Pero la insatisfacción no puede entenderse sin ver el otro lado de la misma moneda: la mayoría de consumidores también experimentamos satisfacción en el acto de compra. Todos conocemos el efecto balsámico que supone desahogar un bajón emocional adquiriendo bienes –yendo de compras, por ejemplo. Es bien sabido que en épocas de crisis económica como la actual, cuando la necesidad de una píldora de la felicidad se acrecienta, crece con ella el índice de consumo compulsivo, y aumenta paradójicamente la venta de gadgets como barras de labios entre las capas con menos poder adquisitivo, y la de productos de lujo entre las clases más acomodadas.

Y es que alguien, un día, supo asociar exitosamente nuestra felicidad a nuestro consumo, inculcando esa idea sin distinción de clases, equiparando un acto de compra a un acto de reafirmación de nuestra identidad, a un primitivo gesto de retorno al grupo al que deseamos pertenecer, a un instinto que el Sistema sabe explotar a la perfección, tergiversándolo magistralmente en su favor y convirtiéndolo en una artimaña muy rentable.

Esta pauta está tan soberbiamente arraigada en nuestro comportamiento que hemos obviado por completo que acaba dictando nuestros objetivos personales y, en última instancia, el sentido de nuestras vidas.

Tanto es así, que el sistema de mercados ha extendido sus brazos hasta condicionar espectacularmente la existencia de la mayoría. Nuestras metas vitales como seres individuales dejaron de ser a largo plazo, por la imposibilidad de disponer de un tempo vital para ser reflexionadas, reconocidas y asumidas; dejaron de ser originales, puesto que preferimos que nos sean inducidas, seducidas y alentadas por la comparación con nuestros iguales; y lejos de ser espirituales, intelectuales o de autorrealización, se desvirtúan y relegan a lo material, a lo tangible, a lo consumible; a bienes que en un principio fueron simplemente una consecuencia más del éxito, y que ahora son un fin en sí mismo, casi siempre irrealizable. Nuestros planes vitales ni tan siquiera son ya individuales, puesto que, en esencia, todo el mundo tiene el mismo, no descolgarse jamás de su grupo de iguales.

En una segunda fase, mucho más actual, el Sistema sigue refinando esta técnica y uniformiza su mensaje en pro de reducir al máximo todos los grupos de iguales, en uno solo si fuera posible. Ya no es rentable en términos económicos comunicar la sensación de que hay ciertos muros infranqueables que van a delimitar implacablemente nuestra capacidad de consumo de por vida, aunque sea verdad. Y sí es rentable económicamente negar la existencia de clases sociales, porque éstas se revelan, en última instancia, en frenos al consumo. Al Sistema le interesa, por motivos económicos, desmentir que estamos encerrados en un determinado segmento social sin atisbo de acceso a determinados bienes, porque al Sistema le interesa, básicamente, nuestro esfuerzo y nuestra carrera consumista, independientemente de dónde la abandonemos, ya sin aliento, siempre y cuando hayamos sido suficientemente rentables como seres individuales.

Pero ¿quién sienta las bases del imaginario de lo que deberíamos poseer, quien seduce y quién decide a qué grupo de iguales debemos pertenecer?

Hemos dado esa función, sin discutir ni un ápice y otorgándole toda la credibilidad, a lo que todos conocemos como la publicidad.

La eterna promesa de la felicidad

Los académicos, los inconscientes o los colaboracionistas nos dirán que la publicidad consiste en la presentación de productos y servicios, de forma atractiva, para incitar a su consumo. Pero el objetivo de la publicidad es otro mucho más ambicioso: hacernos creer que la felicidad consiste en la consecución de todas las necesidades supérfluas que ésta nos propone. Es decir, hacer que confundamos felicidad con consumo, y éxito social con capacidad de consumo.

Una máxima de la creatividad publicitaria, terreno profesional por el que deambulé 15 años de mi vida, reza que las buenas ideas son siempre las más simples. Y este principio también puede aplicarse a la publicidad expresada como mecanismo absoluto, describiendo también con simpleza su propia naturaleza:

La publicidad cala en lo más profundo de nuestra condición humana: el anhelo por satisfacer –cuanto más urgente e inmediatamente, mejor– todas nuestras necesidades, hacer desaparecer todos los problemas, y llegar a una utópica sensación bienestar que nunca llega.

En este sentido, la publicidad se presenta como pequeñas dosis homeopáticas de felicidad, alimentando la sensación de que, teniendo la capacidad de acceder a todas ellas,1 nos acercaremos a un supuesto estado de autorealización y triunfo social.

De este modo, con el tiempo, la publicidad ha sabido eliminar nuestra capacidad para detectar nuestras propias necesidades (son muchas menos de las que creemos) y ha adoptado la misión de presentarnos nuevas necesidades supérfluas, hacérnoslas imprescindibles y urgentes, y volvernos infelices si no las logramos, dispuestos a agotar nuestro esfuerzo, consumiendo y consumiéndonos, dando el máximo de rentabilidad a nuestras vidas en beneficio de terceros.

Con el tiempo, nos ha arrebatado la capacidad de pensar nuestra realidad, ha parasitado también nuestra capacidad para construir nuestros propios sueños, y los ha sustituido por sueños basados en el consumo, en objetos materiales con la forma, el color y la marca que nos sugiere la publicidad. Nunca los mismos sueños fueron soñados por tanta gente con tanta exactitud y precisión.2

Hemos puesto nuestras vidas y nuestros sueños en manos de la publicidad. Encerrándolos en el marco de una televisión, en el anuncio de un autobús, en el guiño de una valla, en el módulo de un periódico o entre la música de un mensaje radiofónico… Sumando todos estos medios, y muchos más que no observamos conscientemente, actualmente en nuestra vida corriente estamos sometidos a cerca de 8.000 impactos publicitarios diarios, el bombardeo constante de 8.000 pequeñas promesas de felicidad aún no disfrutada, 8.000 propuestas que nos susurran que lo mejor está por llegar. Una aguja que nos inocula diaria y sibilinamente la promesa de que mañana, indefectiblemente, será mejor que hoy; que nos culpabiliza diciéndonos entre sonrisas que aún somos incompletos, no totalmente realizados, debido a lo mucho que nos queda por conseguir. Una aguja que nos inocula una dosis que mella en cada individuo en distintas intensidades,3 es cierto, pero con un veneno agrio al que nadie es inmune, que no es otro que la contínua promesa de la felicidad en una sociedad en la que ésta no abunda precisamente.

En un segundo plano de acción, la publicidad fríamente divide y reagrupa a la sociedad, repartiéndonos como fichas según nuestro potencial como consumidores. Y lo hace hasta tal punto que, con el tiempo y los años, a medida que vamos asimilando (y haciendo nuestra) la idiosincrasia del mensaje publicitario, acabamos aprendiendo la lección y percibiendo entre líneas, cual expertos, en qué grupo o grupos de iguales estamos, y a qué grupos de iguales superiores debemos aspirar indefectiblemente para ser felices.

Cuando el mensaje publicitario nos apunta con el dedo y nos dice «esto es para ti» (y nos lo creemos e identificamos con ello, ya veremos cómo lo consigue), en definitiva nos está encerrando dentro de alguno de sus múltiples y artificiosos grupos de iguales, elaborados con fríos criterios mercantiles, donde están bien delimitados tanto nuestro consumo mínimo, bien marcada nuestra rentabilidad como individuos, así como bien planteadas nuestras mínimas cotas de felicidad atendiendo a lo que deberíamos desear y poseer.

Cuando el mensaje publicitario nos tienta con mensajes aspiracionales y nos dice «esto debería ser para ti, esfuérzate por conseguirlo», nos está marcando un objetivo hacia el cuál debe dirigirse nuestra productividad como seres económicos –asumiendo créditos, hipotecas, préstamos–, un objetivo hacia el cual deben dirigirse nuestras metas personales –escalar posiciones profesionales, mejorar obligatoriamente nuestro nivel de vida, nuestra posición social y capacidad de consumo– y nos estimula a engrasar nuestro motor productivo para garantizar la supervivencia del Sistema a costa de nuestro esfuerzo.

El sacrificio del presente

En este sentido, la publicidad, como generadora de insatisfacción permanente actúa en estrecha connivencia y nada inocentemente con algunos de los trastornos psíquicos más comunes, como la ansiedad nerviosa y el estrés, y se realimenta exitosamente a través de ellos. Porque la publicidad es un elemento más (sino el más destacado) que nos instala permanentemente en el futuro, en el deseo, haciendo nuestro presente totalmente irrelevante y prescindible, para que podamos sacrificarlo si fuera necesario –haciendo horas extras, aguantando en un empleo que nos disgusta– en aras de un futuro mejor. Esto convierte a la publicidad en una precisa foto instantánea de las voluntades del Sistema.

Asistimos a una invitación maquiavélica para sacrificar nuestro presente y rentabilizar nuestra existencia al borde de la pérdida de la salud. Una invitación a correr y a no levantar el pie del acelerador, a instalarnos en la urgencia, a no mirar atrás y fijar nuestra vista en un futuro prometedor –que siempre está por llegar y que jamás se concreta– formado por el mosaico de sensaciones placenteras y de éxito que van instalándose en nuestro subconsciente spot tras spot.

Un futuro guionizado por los departamentos de marketing de las grandes corporaciones, protagonizado por las necesidades artificiosas que van inoculando en la población. Una auténtica ceremonia de legitimación de su realidad, no sólo de lo deseable y de lo que merecemos, sino también como herramienta visualizadora de lo posible ante el foro social.

Creando e inculcándonos necesidad superflua tras necesidad superflua, las empresas construyen su garantía de perpetuación y subsistencia como entes vivos peleándose en un mar de mercados saturados e hiperexplotados. Saben que estas necesidades banales deben sernos presentadas ante la mejor de nuestras predisposiciones (en prime time, publicidad insertada en espacios televisivos nocturnos de mayor audiencia) cuando nuestra capacidad crítica esté mermada por el cansancio diario; cuando nuestra posibilidad de ser persuadidos acerca de una vida mejor sea máxima, justo en el momento en que seamos totalmente permeables a absorber cualquier mensaje que nos aparezca bien vestido y decorado, y a adoptarlo como verdadero en oposición y huída a una vida en muchos casos precarizada.

Y en esta coyuntura de indefensión y pasividad, la televisión desarrolla su papel de versión moderna del panem et circenses, y facilita a la publicidad el mejor canal existente, una comunicación directa e incuestionable con nuestros anhelos, una herramienta de lujo (así se paga) por el que prometer una versión muy particular de la felicidad. Y nos la creemos. Y la creemos asequible, si estamos dispuestos a invertir aún un mayor esfuerzo. Si lo dice la televisión, será verdad. Y sí. Lo es, una vez ha cogido las riendas de nuestros sueños mientras nosotros hemos perdido la capacidad de soñarlos. Lo es, tras haberse erigido en el gran protocolo de legitimación de la realidad, y en el juez de lo auténtico, de lo necesario y de lo deseable.

Adiós al contrato

Un spot de una gran marca X multinacional de refrescos anuncia en su slogan4 «Lo natural se hace querer». Evidentemente no pueden utilizar la palabra natural para describir al producto, puesto que se trata de una bebida de sabor cítrico con un bajísimo porcentaje de fruta y un alto porcentaje de química. Así que utilizan la palabra natural para describir la actitud desenfadada –la naturalidad– de la que hacen gala los protagonistas de la película y, de paso, instalar la palabra natural en el espacio lógico textual donde cabría encontrar el beneficio del producto, en el slogan.

Esto no es casual, con esta treta, la gran marca X está asociando la palabra natural a su producto. Así provoca un equívoco calculado en nuestro recuerdo con el fin de aportar, poco éticamente, unas cualidades a su refresco que no tiene y que triunfan en una época en la que muchos consumidores son permeables a productos que supuestamente cuidan nuestra salud alimentaria.

Lo que ilustra este ejemplo es que a los anunciantes cada vez les interesa menos la comunicación textual en su publicidad, ya que tienen que sortear cada vez más trabas. La información textual en un anuncio es susceptible de ser comprobada, de ser verdad o mentira, y de ser regulada por ley. Es susceptible de ser reprochada, revisada, y denunciada por los consumidores; de ser comparada y rebatida por la competencia… ¿Por qué mojarse entonces?

Muchos productos pueden necesitar un desarrollo de información textual mayor que la que nos brinda un spot de 20 segundos en televisión, por ejemplo los servicios de telefonía móvil. Por ello, muchos nos remiten a su página web (verdadero reducto de la publicidad informativa), a un teléfono de información al consumidor o nos pasan una ristra ilegible de condiciones a toda velocidad por la parte inferior de la pantalla (en este último caso para cumplir con una absurda norma vigente). Pero todo esto de ningún modo es necesario para lanzar el anzuelo y captar nuestro interés, ya que en la mayoría de anuncios es suficiente con presentar la felicidad que rodea el acto de consumo para conseguir nuestra atención (y más en los veinte segundos en los que se desarrolla un spot). Cada vez más, a los anunciantes les basta y les sobra con la volátil información no verbal.

Esta información no textual no es nada desdeñable. Los expertos calculan que el 70% del mensaje asimilado en un spot corresponde a información no verbal, así que, sin que lo percibamos conscientemente, la publicidad nos bombardea con una serie de informaciones visuales paralelas, las que llevan a sus espaldas, en muchos casos, toda la carga del peso persuasivo.

La Publicidad se vuelca cada vez más en la imagen y produce una crisis de palabras totalmente voluntaria y poco o nada regulada desde el punto de vista legal, ya que las imágenes no tienen un peso contractual ante nadie. Los anuncios demostrativos / explicativos se pierden entre un mar de publicidad visual, vacía de compromisos plasmables en textos, y saturada de promesas visuales sin obligación ni trascendencia legal.

No son solamente engaños puntuales, que también juegan su papel, como todos conocemos: Los productos de limpieza siguen trucando las imágenes demostrativas de sus anuncios, los folletos siguen imprimiendo la leyenda de que el anunciante no se responsabiliza de la apariencia y color de los productos expuestos (y que éstos no tienen obligación contractual sino meramente informativa), los anuncios de coches siguen achatando ligeramente las imágenes para dar una apariencia más deportiva a sus modelos, las hamburguesas fotografiadas en los anuncios de fast food tienen un 20% más de volumen que las reales…

Lo que algunos spots subtitulan como ficción publicitaria, por desgracia va más allá, en un engaño algo más general. El mayor. La representación de la felicidad. La felicidad ante el consumo, ante la posesión del bien, algo común a todos los anuncios. Coca-cola, por ejemplo, no necesita explicar qué es su producto, ni a qué sabe. Necesita decir, con imágenes, que seremos felices bebiéndola. Y si esa circunstancia no se cumple, nadie pedirá cuentas, nadie protestará, nadie demandará a la marca ¿a quién se le ocurriría hacerlo? Nadie nos asegura en su publicidad que nos relajaremos yendo a un balneario, pero las imágenes de gente relajada nos lo comunica sin comprometerse a ello. Nadie nos asegura que nos gustará cierto producto alimentario, pero la visión de gente feliz consumiéndolo nos lo asevera, sin prometerlo. Así recibimos cualquier promesa visual de la publicidad, sin visos de trascendencia, sin voluntad de compromiso, adoptando el engaño con la mayor tolerancia. Hasta el punto de culpabilizarnos a nosotros mismos si no llegamos a un umbral aceptable de felicidad de consumo, y exculpando al mensaje publicitario visual de cualquier inexactitud con el mundo real. Asumiendo como algo perfectamente aceptable cualquier exageración, overpromise, metáfora, transgresión de la realidad… mientras no se traduzca en palabras, no habrá problema, porque no tendrá trascendencia legal ni fuerza comprometedora. Y es que jamás hubo una época ni una generación tan permeable a la manipulación mediática como la nuestra, y tan predispuesta a caer en ella como a disculparla, al mismo tiempo.

Copypaste

Un motor como éste, engrasado a la perfección a fuerza de eludir impunemente el compromiso verbal, tarde o temprano tenía que ser susceptible de ser copiado y trasladado a otros ámbitos de poder. Si funciona vendiendo productos, ¿por qué no va a funcionar vendiendo ideas?

La publicidad y la política han coqueteado desde sus inicios, no descubro nada. Pero ahora, aunque a primera vista parezca una involución, el discurso político está viviendo su propia e intencionada crisis de palabras, en paralelo a su homólogo comercial.

Los procesos políticos refinan y mejoran su estrategia mirándose en el reflejo de la publicidad. Si tradicionalmente el discurso político era diferenciador, oponiendo el mensaje de una opción frente a la otra, los criterios comerciales aplicados hoy a la política señalan todo lo contrario. Si para vender un producto, la tendencia actual sugiere mayoritariamente vaciarlo de contenido racional y dotarlo de anhelos sensoriales, el discurso político hará lo mismo, precisamente porque el contenido verbal en política es mucho más comprometedor y delicado, en una época en que no debería prometerse nada que no fuera indiscutiblemente rentable.

El fin último de un mensaje político es ganar unas elecciones (el equivalente al acto de compra), y no perpetuar un compromiso electoral mucho más allá de la fecha en que se convoca al electorado, fecha de caducidad de su rentabilidad efectiva. Por ello, la mejor manera de optimizar el mensaje político es afinar la seducción sin caer en el compromiso, y en eso, los creativos publicitarios son unos profesionales muy a tener en cuenta.

Precisamente por ello, no es extraño que los programas políticos se planteen en agencias de publicidad de confianza, designadas por el propio partido, grandes conocedoras de su línea ideológica. Ahí nacen las primeras promesas electorales que posteriormente se puntualizan en el seno de los partidos Luego vuelven, en muchos casos sin demasiada digestión ideológica, para ser comunicadas de la mejor manera posible utilizando técnicas publicitarias.5

En las agencias, el modus operandi para diseñar una campaña política no es distinto al modo de promocionar la venta de un refresco o un detergente: se manejan documentos a modo de guía sobre qué es y qué no es la línea de pensamiento de un partido, se estudia el producto, se analiza y se designa un equipo de profesionales a cargo de la campaña. Desde la propia agencia, una vez en pleno proceso y como si fuera un producto más a vender, se elucubran promesas para seducir al electorado, relegando cualquier propuesta socialmente interesante a un segundo plano, sin pudor alguno, si ésta no fuera coincidente con un estricto y frío criterio de rentabilidad.6

Aquellas promesas electorales que, aún estando en la línea ideológica del partido, pudieran ser consideradas incluso por simpatizantes de partidos contrarios como más radicales o más extremistas se invisibilizan, porque son un freno al crecimiento de la base electoral del partido. De este modo, las promesas electorales se aproximan entre partidos con vocación mayoritaria, y se indiferencian, de forma premeditada, hacia posiciones centradas donde se consigue un mayor rendimiento.

Se apuesta silenciadamente, en un pacto tácito entre partidos mayoritarios, por el modelo norteamericano y por la alternancia entre partidos iguales. Por un escenario compartido donde la oposición, agazapada tras el desgaste del equipo de gobierno, diseñará su campaña esperando su turno, parapetada tras la seguridad de una especie de ciclo natural bipartidista, rentable y prometedor.

En este contexto de campaña, no se enfrentan programas ni ideas, porque no interesa. El desgaste de ambos partidos en el poder significaría el desgaste del sistema político en general, así que se apuesta por publicitar, año tras año, una vacuidad de generalidades, repetidas hasta la saciedad, sin contenido contractual.7

Los espacios electorales confrontan cualquier cuestión menos ideas concretas, mientras que las campañas electorales (no los quince días estrictos de campaña, sino las que duran todo el año) siguen invirtiendo más y más recursos en mejorar el nivel de popularidad y el carisma personal de los líderes, y en saber qué necesidades reales de su electorado rendirán en votos y cuales no, independientemente de su urgencia.

Y para ello, se invierte, cómo no, en la comunicación no verbal:

  • Destinando recursos para contratar los mejores asesores de imagen, los mejores fotógrafos8 y publicistas. Invirtiendo tiempo y dinero en refinar el entrenamiento impartido por sus coaches,9 capaces de mejorar el timbre de voz del candidato, su seguridad en la transmisión del mensaje, la rotundidad del gesto, expresividad, cercanía, simpatía (dosificándola, si lo necesita) o capacidad comunicativa.
  • Dedicando esfuerzos a poner en marcha oficinas de prensa, capaces de generar noticias en los periódicos, de concertar entrevistas, de presionar a los medios de comunicación,10 o de pactar con ellos, por ejemplo, concertando en qué momento la televisión conectará en directo con el discurso del candidato, tras haber preparado una forma natural de enlazar su discurso con el párrafo especialmente redactado para ese minuto de conexión.
  • Gozando, con la lección bien aprendida, de una muy experimentada habilidad publicitaria: la de ofrecer promesas sensoriales inconcretables, capaces de driblar el compromiso verbal con una cintura envidiable.

*** **

El señor Q ya no recuerda que, muy al principio, a la par que iba ganando forma la idea de comprarse un nuevo vehículo, una serie de mecanismos difusos sobre los que el señor Q nunca acertó a reflexionar le pusieron ante si un abanico de 5 coches que él, de alguna manera, sintió que podrían ser buenos candidatos.

Y aunque el señor Q no supiera ni un ápice de marketing, algo le decía que podía optar a ellos, porque habían sido creados para gente como él, con sus mismas necesidades, edad, gustos y posición económica.

Incluso antes de haber comparado prestaciones racionales, el señor Q también visionó con gran claridad qué modelos y marcas definitivamente no eran para él, cuáles eran excesivamente ostentosas, y cuáles demasiado modestas, descartándolas no sin cierta indiferencia.

Es decir, el señor Q supo en todo momento cuál era su posición, y quién había encima y quién debajo. Y todo ello sin saber un ápice de marketing. ¿Quién le habría susurrado toda esa información?

Como paso último y final, el señor Q recabó toda la información detallada con los pormenores de cada candidato para tener un sustento tangible sobre el que basar su decisión. Pero el señor Q nunca dejó aflorar a su pensamiento consciente que, desde mucho antes, su decisión ya estaba tomada.

Quizá nunca llegue a racionalizar que, en realidad, había recopilado un argumentario racional para justificar su compra emocional. En honor a la verdad, con la predisposición adecuada, habría podido encontrar tantos argumentos a favor de su nuevo coche como de cualquier otro.

Ahora, con su vehículo recién estrenado, no es su mano quien acaricia el asiento de piel. Lo hace su subconsciente, blindando su elección emocionalmente e inmunizando el acto de compra ante cualquier argumento racional desfavorable, como habría hecho cualquier mamífero con su cría recién nacida.


1. Todas las que encajen con nuestro target.
2. Respecto a la venta de coches, el color más solicitado es el que aparece en el spot / folleto de venta.
3. Aquí cabe hacer mención especial a cómo afecta la publicidad a los niños, qué tipo de necesidades artificiosas y frustraciones calculadas genera, y cuán pobre e incompleta es nuestra legislación vigente en esta materia.
4. El slogan es una frase publicitaria más o menos llamativa que acompaña al nombre del producto y lo define, generalmente con su beneficio principal. Su intención es que sea memorizada por la audiencia y que ocupe un espacio en la cabeza del consumidor junto con el nombre de la marca, con el fin de afianzar alguna de sus propiedades en el subconsciente.
5. Después de haber intervenido durante años como creativo en sucesivas campañas electorales en uno de los principales partidos de gobierno, me encontré una vez con una anécdota que ilustra esta última afirmación: una de las promesas electorales, todavía muy primigenias, fue sugerida por un becario en prácticas en la agencia. Su propuesta consistía en algo que creíamos interesante para los objetivos de nuestro partido cliente, inmerso en una campaña electoral municipal en uno de los principales ayuntamientos del Estado Español: La promesa de un nú- mero de hectáreas de zona verde para la ciudad. El número que se propuso en el boceto era completamente ficticio, ya que no disponíamos de datos, y un número muy concreto (no era precisamente un número redondo). Ante nuestra sorpresa, finalmente ése mismo número exacto salió impreso en el programa electoral, inalterado. Tras llamar al partido para aclarar si había sido un descuido, el responsable de la campaña electoral se reafirmó en la validez de esa cifra, dándola por buena.
6. Del mismo modo sucede con la venta de un producto: Por muchos beneficios que éste pudiera ofrecer ante el consumidor, finalmente acabarán publicitándose unas pocas cualidades (o sólo una); no las más importantes, sino las que se sospeche que puedan tener una inmediata traducción en ventas. En el terreno político este modo de actuar tiene una consecuencia mucho más dañina socialmente hablando, ya que estratégicamente es preferible prometer lo rentable en votos antes que lo socialmente necesario.
7. La guerra de guerrillas con contenido ideológico sí existe, por supuesto. Pero se debate fuera de campaña, e incluso fuera de partido, respaldando económicamente a líderes de opinión, columnistas, tertulianos y/o grupos mediáticos, sin salpicar en ningún momento la imagen de sus propios candidatos.
8. Un conocido partido de izquierdas, mientras elaboraba las piezas para un congreso internacional, decidió repetir una foto en la que se veía a una niña rubia. El motivo fue, en boca del jefe de campaña, que la niña rubia parecía una niña rica a causa del color de su pelo, y se repitió la misma foto con una niña de pelo oscuro. Se malgastaron 700.000 pesetas, de finales de los años 90, a causa de esta decisión.
9. Entrenadores personales que adiestran a los políticos a salir de situaciones comprometidas en debates electorales, y a tener una respuesta adecuada para cualquier tipo de pregunta.
10. Es sobradamente conocida la presión que determinados políticos catalanes ejercieron sobre los responsables del programa de sátira política de TV3 «Polònia» para condicionar la frecuencia o la forma de sus apariciones en el mismo.