08.03.2011
Materiales del seminario:
“Crisis de palabras”*
El encuentro sobre «Crisis de palabras» tuvo lugar en L’animal a l’esquena1 (Celrà, Girona), los días 19, 20 y 21 de noviembre de 2009.
La idea de partida para el encuentro surgió de algunos textos de Daniel Blanchard, antiguo miembro de Socialisme ou Barbarie, quien ha hecho de la expresión «crisis de palabras» la clave para entender la relación entre el discurso crítico y lo real.2 En compañía del propio Daniel Blanchard, el encuentro se propuso como lugar para abordar eso que pudiera ser la crisis de palabras en nuestro propio contexto y en el marco del combate del pensamiento. Para ello se invitó a diferentes voces amigas a realizar juntos ese recorrido.
El encuentro se planteó en forma de sesiones de trabajo interno para los dos primeros días, y en forma de sesión abierta el último día, sábado, en la que nos propusimos compartir la crisis de palabras con otras voces para hacerla implosionar.
Asimismo, se acordó previamente un plan de trabajo para estructurar el encuentro y crear una narrativa interna para su desarrollo. Los tres ejes que configuran dicho plan, y que servirán para dar forma a este mismo artículo, son los siguientes:
- Ecos de la crisis: a partir del texto-experiencia de Daniel Blanchard, «Crisis de palabras», se trata de abordar qué ecos tiene la crisis de palabras en nuestra actualidad y en nuestros contextos de trabajo, pensamiento e intervención respectivos.
- Cómo somos hablados: a partir del escrito de Daniel «Impostura», donde analiza el poder codificador del lenguaje y las maneras como hoy el código nos expropia del poder significador de la lengua y de la posibilidad de articular una voz propia, proponemos explorar, en relación a prácticas concretas, las maneras como el lenguaje petrifica, codifica o expropia nuestra relación con lo real, con lo social, con nosotros mismos.
- Tomar la palabra: a partir del texto de Daniel «À propos de ce que fait la poésie», donde apunta a la necesidad de rehacernos como lenguaje para reencontrar el mundo, proponemos discutir prácticamente cómo nos rehacemos como lenguaje hoy a partir de nuestras respectivas apuestas por «tomar la palabra».
Ecos de la crisis
(…) Ya no sé hablar a las cosas de aquí, o bien ellas han dejado de hablarme a mí, lo que viene a ser lo mismo; ya no me conmueven, han dejado de suscitar en mí las palabras a través de las cuales las reconozco, y que a partir de las cosas y de mí mismo funden ese mixto que constituye el aquí y nos consumen como una carbonilla reveladora de un orden potencial del mundo.
Una primera alarma, aquella mañana: ¿no es verdad que desde entonces vivo en un sin-sentir, incapaz de experimentar ya nada? ¿Será acaso una costumbre que he adoptado? Una cara costumbre, sí, que cultivaría para protegerme, pero… ¿para protegerme de qué? ¿No será más bien una forma de impotencia?
(…) Puede decirse que un texto, o incluso un propósito, está animado por la virtud crítica cuando el movimiento que lo impulsa entra en resonancia con el movimiento que revela en lo real; es decir, cuando surge y se forma como análogo a la crisis de lo real. A fin de cuentas, la crisis es lo real. (…)
Precisamente porque subvierte el carácter fijo de las apariencias, el discurso crítico no puede a su vez quedar fijado, estabilizado en un estadio del pensamiento y de la enunciación. Sólo seguirá siendo crítico en esta pérdida de equilibrio que es descubrimiento y riesgo; he aquí el movimiento que lo mantiene fiel a sí mismo –esta caída evitada a cada paso.
(…) No es posible escapar a la «crisis de palabras». En eso que yo llamo «mi» crisis de palabras, lo único personal es el momento en que la detecté sin llegar a explicármela, el momento en que comencé a entrever su virtud crítica, aquello que en ella contrarrestaba la influencia, la invasión cotidiana, personal y masiva, de lo muerto sobre lo vivo (a fin de cuentas, quizás las palabras toquen, o sean, lo más vivo que hay en nosotros…).
(…) Hoy, entre las brumas de una modernidad petrificada, confinada al trabajo delirante de su auto-reproducción a gran escala, mantener abierta la «crisis de palabras» nos pone a cada uno ante el reto de mantener viva una conciencia –la «facultad de juzgar»–, y nos sitúa a todos ante el desafío de oponernos, para sobrevivir, a la sustitución de lo social por lo maquinal.
Daniel Blanchard, extractos de «Crisis de palabras».
¿Cómo nos interpela a cada uno de nosotros el texto de Daniel? En cierta manera, la sesión consiste en enfrentarnos a la pregunta: ¿cuál es tu crisis de palabras? A partir de ahí, se abre un espacio común o, mejor, un espacio en el que pueda emerger lo común de nuestras crisis.
Partimos, en efecto, de aquel texto, en el que se pone de manifiesto la manera en la que incluso un movimiento intelectual tan autónomo y vanguardista como Socialismo o Barbarie llega a encerrarse en una rutina de teorización abstracta, incapaz de ir al encuentro de lo real. Las palabras no son creíbles ni siquiera para el sujeto que las enuncia. De esta forma es necesario buscar una palabra que se corresponda con el malestar que se siente, que permita expresar sentimientos, experiencias y vivencias. En este marco se inscribe el combate del pensamiento.
El texto fue escrito muchos años después de que Daniel Blanchard abandonara Socialismo o Barbarie y representa un intento por comprender las razones por las que lo dejó. Se trata de una mezcla entre ensayo y relato de la experiencia personal de no sentirse afectado por el discurso, cosa que reflejaba la situación social de aquel momento: durante los últimos años de Socialismo o Barbarie el trabajo de crítica no tenía posibilidad de influencia. Nuestra palabra se quedaba fijada en una palabra teórica, éramos nosotros quiénes no estábamos afectados por lo que pensábamos que la sociedad tenía que decir, con lo que éramos aún más incapaces de enunciar algo que «la sociedad» pudiera escuchar. En el 68, en cambio, se produce la toma de palabra: en las calles se comienza a tomar la palabra, a hablar un lenguaje vivo que rompe con la homogeneidad de los discursos, que abre la crisis y que es capaz, entonces, de sostener la crítica.
Crisis de palabras, crisis de lo común
Ya en nuestro contexto, se podría sostener que se hace patente un conflicto entre lo individual y lo social, aunque quizás se pueda pensar mejor en términos de que lo privado ha engullido lo común: o enmudecemos solos o, si se produce esa toma de palabra, necesitamos de los demás para expresar nuestra experiencia –una experiencia que al fin y al cabo es siempre compartida–. Y sin embargo, la crisis se incrusta también en la dimensión social, pues en ella asumimos con demasiada facilidad formas de mirar y de percibir ya dadas. Se desvanece la responsabilidad de sostener una mirada propia sobre el mundo que compartimos. En esas condiciones, la figura del individuo ilustrado –conciencia que hace del mundo objeto de conocimiento– no puede aportar nada a la lucha contra lo que hay, contra lo que se nos impone como obvio, pues no ve la obviedad. Se trata, por contra, de recuperar la capacidad de mirar, escuchar, decir, hacer y pensar desde nosotros mismos y desde la experiencia común y concreta, porque hablamos de una crisis que surge sobre todo a medida que la realidad se construye como problema político –y no ya como problema de conocimiento cuando se la quiere cambiar–. Es en ese momento cuando aparece la crisis de palabras: en el instante en el que carezco de palabras para explicar mi situación, mi malestar, y carezco a su vez de la capacidad de abrir espacios comunes para ello; se trata de un problema esencialmente práctico.
Crisis de lo común, crisis de experiencia
En un plano diacrónico, en el lenguaje no quedan las palabras de las realidades que no llegaron a tener lugar, de las luchas que no se ganaron. Por eso hay muy pocas palabras nuestras. Ante esta carencia, las nuevas generaciones han tenido que inventar un lenguaje con palabras como democracia y productividad, que sólo consiguen aplanar nuestra existencia. Una existencia en la que no se da una correspondencia entre lo que queremos expresar como propio y las palabras de que disponemos. Sí, algo falla cuando queremos hablar de lo que nos ocurre. Entonces, la crisis de las palabras debe entenderse también como una crisis de la experiencia. En esta realidad capitalista que se nos impone, somos individuos fuertemente conformados, predeterminados en un sentido fuerte. Parece que irremediablemente toda experiencia queda reducida a mis vivencias personales. Los espacios en los que puede emerger la experiencia de lo común han sido privatizados. El turismo es un claro ejemplo de ello: las maneras de consumir y de transitar la ciudad presentan una pobreza de experiencia absoluta, la imposibilidad de acceder a las cosas. Esto es especialmente patente en la concepción turística de Barcelona. Así, efectivamente, hay muy pocas palabras nuestras, palabras que podamos ligar a experiencias y prácticas no conformadas de antemano.
Y sin embargo, podemos pensar la propia crisis como una experiencia positiva, siempre que haya posibilidad de comunicarla, de hacerla común.
Experiencias y palabras comunes, comunicables
Aunque parece que es justamente esa posibilidad la que está asediada. En un mundo que solo alcanzo desde mi vida privada, ¿cómo experimentar lo común? ¿Cómo comunicar a otros lo que me pasa? Porque la crisis de las palabras se experimenta también en el contacto con las personas cercanas con las que uno, a pesar de todo, no logra comunicarse. Aparece la sensación de estar expulsado del lenguaje, una sensación de incomunicación. La crisis, entonces, deviene también una crisis de afectos.
Se mueve mucha información. No es un problema de incomunicación en este sentido. Lo que queda incomunicado son experiencias, afectos, pues hay una dominación de lenguajes heredados –del pasado, pero también de un presente que se eterniza– que no pueden expresarlos. Aún así, sabemos que existen prácticas y malestares, toda una diversidad de experiencias que están buscando su nombre porque, efectivamente, esas palabras heredadas no sirven. Ellas sólo contribuirían a desvalorizarlas resumiéndolas en etiquetas; y la etiqueta, la marca, pertenece al ámbito de lo privado.
Quizás sea necesario abrir la propia biografía a los otros, a un nosotros que emerge, para garantizar una mejor comunicación, para abrir un espacio de lo común. Hay experiencias del pasado que nos interpelan, que pueden hablar a quien esté dispuesto a escuchar.
La escucha, el gesto, el cuerpo
Pero cuando la comunicación se reduce a la transmisión de información, ¿sabemos escuchar al otro? Si hablamos de experiencias y afectos, la cuestión de la crisis de palabras está directamente ligada a la escucha. Quizás el primer paso para entrar en un espacio de lo común se realiza a través de la escucha, precisamente. Y lo que entra en juego no es sólo la palabra verbal. Si desde cierto punto de vista es imposible separar pensamiento y cuerpo, ello también vale, pues, para palabra y gesto.
Así, «crisis de palabras» debe comprenderse en un sentido amplio. Al leer el texto de Blanchard se podría sustituir cada vez «palabra» por «gesto» y se comprendería perfectamente bien la situación de algunos creadores que trabajan con el cuerpo. También ahí se da una dominación de determinados lenguajes heredados. La existencia de una serie de disciplinas que prescriben un tipo de movimiento al cuerpo se ha considerado como un código que se debía romper. A partir de los años sesenta se encontró una opción que no consistía en crear un nuevo lenguaje, sino en un intento de partir de cero. Para ello se recurrió, en el caso de la danza, al cuerpo cotidiano, bien en forma de movimientos tomados de la vida diaria, bien invitando a cuerpos profanos a habitar la escena. Con ello se ha buscado lo que se podría llamar un «grado cero de la danza». Pero, ¿acaso no ha resultado éste también codificado?
De hecho, por lo menos en nuestro entorno, la propia noción de danza cae dentro de un estereotipo difícil de salvar, en una etiqueta que sirve para definir –marcar– proyectos que a la postre deben ser rentables en un mercado que admite pocas transgresiones, que no admite lo indefinible.3
Cabe cuestionar, en todo caso, esa aparente necesidad de traducir el gesto en lenguajes codificados. De la misma manera que cabe pensar en la dificultad de comunicar la multiplicidad de experiencias que el cuerpo en movimiento genera. La lucha consiste en revisar día a día ese cuerpo, el discurso y el lenguaje que genera; y en no darlo por sentado.
Crisis de palabras y combate del pensamiento
Lo que habilita esa lucha es la propia ambivalencia de la crisis de palabras. Nos muestra el muro, pero también sus grietas. De hecho, la crisis es un estado necesario para que se dé el lenguaje, es consustancial a él. Como nos recuerda Daniel, no es posible escapar de la crisis de palabras. Decíamos que en ella se revela una crisis social, de manera que puede descubrirse como palabra activa, crítica. Surgen entonces frecuencias –entendidas aquí como frecuencias de radio– que no son pertinentes para esta realidad aplastada que se nos impone («la realidad es así»), y por ello resultan prohibidas o quedan fuera de juego. Pero son ellas las que nos permiten descubrir el mundo en su complejidad, fuera de lo que aparece como obvio. De hecho, existen en la actualidad prácticas políticas que carecen de discurso y que no parecen necesitarlo. Surge la pregunta de cómo pensarlas, de cómo pensar estos espacios del anonimato. Porque, la crisis de palabras remite, también, a una crisis del espacio público.
Podemos enmarcar entonces nuestras crisis de palabras en el combate del pensamiento como un esfuerzo por salvar las ideas en este archipiélago diluido de prácticas. Es cierto, todos nos encontramos en prácticas que quieren transformar lo real, que buscan detectar un problema en el discurso y sus palabras para agujerear lenguajes conformados, para ir más allá de lo superficial de palabras heredadas que no sirven: si no hay palabras nuestras la acción resulta más débil. Quizás un camino sea partir de lo universal concreto, lo particular que sin embargo alcanza un estado intersubjetivo, en el que otros pueden reconocerse. Quizás también aquellos que han vivido una lucha política que ya se abandonó son capaces de reconocer las potencialidades de la situación presente.
Es importante no centrarse exclusivamente en la ausencia de discurso, sino sobre todo en las formas para construir situaciones y encuentros en los que intervenir sobre las circunstancias de manera que sea posible que emerja una palabra propia, común. En este sentido, la palabra se concibe como efecto más que como causa. La cuestión radica, entonces, en cómo crear contextos para una palabra viva. Debemos abrirnos a la experimentación; y la experimentación debe ir encaminada no sólo hacia el discurso, sino también hacia la creación de situaciones y contextos.
Crisis, en plural
Antes de pensar cómo somos hablados, hemos querido hacer un balance de los modos de hablar de la crisis de palabras. Desde su dimensión negativa, o clausuradora: (1) como crisis del pensamiento crítico; (2) como la relación de desencuentro entre palabra y experiencia, y, en este sentido (3) como crisis de lo común, de la comunicabilidad de experiencias y afectos; (4) como crisis en relación al ejercicio del poder por medio del lenguaje en sentido amplio (palabra, gesto), de manera que se producen un cierre y una codificación del sentido, lo cual expulsa a los individuos de la palabra y de su capacidad de crear nuevos significados. Desde su dimensión positiva, o desde su capacidad de abrir, de interrumpir: (5) la propia crisis de palabras como experiencia común y comunicable; y, así, (6) como contexto para esa palabra viva.
Cómo somos hablados
No evocaría todo esto que ahora llamo «crisis de palabras» si no pensara que puede aclarar un poco el vínculo problemático que une el discurso teórico a la palabra singular y a las condiciones que hacen que un discurso –o un simple propósito– estén animados por una verdadera virtud crítica. Porque no es suficiente con quererlo para que lo sea. (…)
Daniel Blanchard, extractos de «Crisis de palabras».
(…) hoy la palabra circula en un espacio social casi sin referentes: ¿a quién hablo, quién habla a partir de mí, quién me habla, etc.? Hemos alienado el espacio de la lengua a una multitud de emisores que no son nadie. Y quizá más grave aún: la lengua común está invadida por todo tipo de lenguajes técnicos que funcionan bajo el modo del código. Las palabras de un código no requieren ser asumidas por nadie. Cuando las adoptamos, bajo la presión del principio soberano de la instrumentalidad, nos desasimos de nuestra palabra, dejamos que el código hable en nuestro lugar.
Este tipo de palabra, así como los lenguajes y las jergas a las que pertenece, no implica para nada a quien la pronuncia, transmite de las cosas una noción pura de todo rasgo de subjetividad temporal o social y libre de todo anclaje en un devenir. Las capta fijadas y finitas, como la ciencia o la técnica las recortan en el flujo de lo real y fija el caleidoscopio del mundo en una configuración particular. En estos lenguajes artificiales, objetivos, ya no se dice una experiencia sino que precisamente es el objeto quien habla. Nosotros no somos más que su vehículo: máquinas de hablar.»
Daniel Blanchard, extractos de «Impostura».
«Nosotros no somos más que su vehículo: máquinas de hablar» La crisis de palabras abre, en el sentido de lo hasta ahora expuesto, una sensación de extrañamiento. Somos, por un lado, agentes de ese código en que nos inscribimos para tratar de comunicarnos. Sin embargo, esos códigos se convierten en lugares comunes no construidos desde lo común, sino que nos vienen ya impuestos, prefabricados. El código nos imprime la sensación de que no toda palabra comunica; cuando hablamos desde él nos entendemos y, sin embargo, pese a reproducirlo en nuestra cotidianidad, el código habla por nosotros. En ese sentido podemos decir que «somos hablados» por él. Los códigos no son sólo lenguajes sino modos de ordenar el mundo que marcan qué queda dentro y qué queda fuera de cada uno de ellos. Hablamos desde el código terapéutico (que organiza nuestras relaciones y afectos), desde el código de la publicidad (que establece nuestros deseos), desde el código democrático (que dictamina nuestra participación política), desde el código médico (que prescribe nuestra relación con la salud), desde el código empresarial (que decreta nuestra relación con el trabajo), etc. Ordenan el mundo de modo que aplicamos sobre él los criterios que forman ya parte de ese «común del sentido». Sin embargo, como decimos, ese no es un «sentido de lo común», más bien una simplificación del mismo en vistas a reducirlo, a repetir y reproducir la verdad sobre el mundo que imprime la lógica capitalista.
Efectivamente, la captura de la palabra por el capital organiza a su alrededor códigos que repiten la obviedad. La palabra tautológica es la palabra con que describimos nuestra realidad: una realidad simplificada y organizada que nos devuelve su obviedad. El código no puede dar cuenta de lo múltiple porque lo reduce, se limita a proliferarse en otros códigos desde los cuales hablar e inscribirse en esa realidad para que nada pueda existir fuera de ella. El funcionamiento de la máquina capitalista exige la subordinación de nuestra espontaneidad a él y el código es un modo de capturar esa palabra libre que emerge en el encuentro cuando, precisamente, la obviedad se rompe por algún lado. Hay palabras que abren espacios comunes, pero otras que los cierran sobre sí mismos.
Así, somos capturados desde un cruce de códigos desde los cuales hablamos, pensamos y nos relacionamos. Sin embargo, somos conscientes de que el código es, a su vez, facilitador de la palabra. Canaliza estereotipos que permiten, en una economía del lenguaje, simplificar y agilizar la comunicación (entendida como transmisión de información). Sentimos que desde el código es mucho más fácil comunicarnos y es justamente cuando queremos comunicar algo fuera de él cuando la crisis de palabras nos atraviesa.
El cuerpo codificado
Por otro lado, en cuanto nos construimos a nosotros mismos desde el código y nos hundimos en él, éste no deja de recortar constantemente nuestro espacio y nuestro margen de subjetividad. Como señala Daniel como ejemplo en su texto, el modo en que el deportista lee y concibe su cuerpo y su relación con él imprime en esa relación un desplazamiento hacia un cuerpo maquinizado que se puede optimizar, sometiendo a cada una de sus partes a una serie de prácticas y ejercicios. («Este “yo” posee un cuerpo que es su instrumento, su máquina, su “fórmula 1”, que debe regular, acondicionar, alimentar con combustibles especiales, etc.») Cuerpos codificados, cuerpos dóciles. Ese código, que imprime sobre los cuerpos una relación de repetición que los homogeniza y los objetiva, puede romperse desde la práctica de la danza.4 En efecto, el cuerpo puede ser concebido como lugar para una transformación que vaya más allá de lo individual y se extienda a lo social.
La codificación de lo político como codificación del espacio público
También el espacio político está atravesado por códigos simplificadores: las ideologías organizan a su alrededor un cliché que explica lo real y se muestran, así, capaces de vehicular un sentido y una verdad de nuestra realidad. Cuando los códigos ideológicos se aplican a los conflictos, más bien parecen simplificarlos, reducir su complejidad y sus ambigüedades en una cantinela que todo lo codifica del mismo modo. En un modo clásico de politización, el individuo se adscribe a una ideología, a una dimensión que lo abarca y explica. Así, el lenguaje militante emplea un código que expulsa los balbuceos y las zonas imprecisas de sombra. Con ello, el discurso político codificado genera un efecto inverso: despolitiza, aplana, vacía, despotencia y, lo que es peor, impide que aparezca una palabra que pueda hablar por si misma de esa realidad de la que surge.
La crisis de palabras es pues, ante todo, una crisis del espacio público exactamente donde éste deja de ser político. Hoy el espacio público se ha construido como un espacio de consumo y entretenimiento en el que la palabra no prolifera. Frente a ésta se sitúa la palabra tautológica («el poder es el poder») que secuestra la palabra libre y la convierte en tautológica a su vez.
Interrupción y desplazamiento del código
Nuestra única salida reside en la interrupción de la palabra tautológica, en parar ese hilo musical en el que estamos metidos y que se infiltra y coloniza la interioridad común, de manera que no deja pensar. Es necesario imaginar los gestos que pueden interrumpirlo. Husserl sugirió la idea de epoché, consistente en poner entre paréntesis la vida cotidiana. Es necesario crear contextos en los que pueda pasar algo, ya que en la continuidad del hilo musical nada cambia. El momento de la politización es, sin embargo, no sólo el momento de la interrupción, sino de la intervención.
Evitar pensar en términos de códigos y contra-códigos permite centrarse en un pensamiento táctico desde el que decidir los desplazamientos necesarios para interrumpir ese hilo musical que nos acompaña y que reproducimos constantemente. Abrir un resquicio y tomar la palabra secuestrada por el código. En relación a la dramaturgia y la danza, la improvisación sería un método para jugar al código y así escapar de él, abrir un tiempo, mostrar una latencia.5 Esa misma latencia es necesaria cuando se trata de pensar, de combatir con el pensamiento, con las ideas, contra la urgencia de la comunicación que sólo adopta hoy un formato informativo.
Sin embargo, en los últimos años parece que los intentos por romper el código acaban sumándose, por el contrario, a la proliferación de los mismos. Cada pequeño intento de ruptura es inmediatamente absorbido de nuevo. El pensamiento y el arte que pretenden resistir desde esa interrupción, abriendo brechas desde donde sea posible abrir un espacio crítico, se ven constantemente despotenciados: se da una rápida absorción de aquello que producen en códigos resultadistas que los canalizan, al fin, como productos consumibles y rentables. Es entonces cuando esa sensación de tener que comenzar de nuevo continuamente, haciendo y reinventando siempre prototipos, se convierte en el estado regular, en una cotidianeidad que se asume.6
Ese hilo musical no es homogéneo, sino que está compuesto de muchos discursos simultáneos. Pero a su vez, existe algo así como un murmullo que erosiona el hilo y que se puede entender como interrupción en otro sentido. Un desplazamiento subterráneo, silencioso y casi imperceptible. Pequeños gestos que se suman generando otro tipo de relaciones, que escapan de los códigos. Un ejemplo de ello es el modo en que en los ámbitos de la creación musical7 o literaria como en el ámbito de las nuevas tecnologías8 se abren hoy nuevos modos de relación ante los cuales las propias discográficas o editoriales9 se encuentran fuera de juego. Para poder rastrear esos murmullos se requiere poder moverse entre ellos desde la inmanencia y parece que estos vínculos, fuera de los canales tradicionales, suponen un desafío tal que los monstruos empresariales topan con su incapacidad para reseguir lo que se gesta en esos resquicios.
En definitiva, la crisis de palabras nos sirve para plantear la necesidad de poner en duda continuamente el código que empleamos, de pararse para sospechar del lugar en el que estamos. Sin embargo, mantener abierta esa brecha se hace difícil. Por un lado, porque el lenguaje del código captura y tiende a suturar la realidad y, por otro, porque la brecha abierta nos lleva a la intemperie de una palabra en crisis que no sabe hablar sobre sí misma.
Aprender a pensar
Abrir espacios de pensamiento que interrumpan el código es también preguntarnos qué es hoy aprender en una sociedad en la que hay saber, información, pero apenas pensamiento. El espacio educativo (la escuela, la universidad) está siendo sitiado por el código empresarial neoliberal.10 Ese ya precario espacio de autonomía que resistía, reforma tras reforma, se desvanece.
Es necesario pensar hoy cuál es la relación entre pensar y aprender y, más allá de eso, cómo abrir espacios donde ésta sea posible. Reflexiones como las de Paulo Freire o Jacques Rancière nos ayudan a pensar de otro modo la relación de aprendizaje. Pero es necesario un paso más si de lo que se trata es de abrir hoy nuevos espacios de aprendizaje y pensamiento colectivos, pues no se trata meramente de pensar, sino de combatir con el pensamiento, de abrir espacios de desafío y resistencia colectiva. Eso implica pensar con el cuerpo, aprender desde el cuerpo y resistir desde el cuerpo eludiendo la dicotomía no sólo entre cuerpo y mente, sino entre espacios de resistencia diferenciados: entre la ideología como aquello que somete las ideas y la disciplina como aquello que somete al cuerpo.
Vivir en una brecha abierta
Ha habido ya intentos de generar contextos de irrupción donde pueda emerger la palabra libre. En su caso, los situacionistas trataban de abrir espacios para momentos-paréntesis en los que se puede dilatar el tiempo mediante la creación de situaciones construidas. Pero, como decíamos, esos momentos de paréntesis requieren de una latencia mayor que la que el juego de irrupción-apropiación genera. En el texto de Daniel aparece, como veíamos, la necesidad de reencontrarse en la realidad para que de ahí surja una palabra creíble. Sólo cuando el discurso se aleja y se torna autónomo y cerrado en sí mismo, sólo cuando se aparta de la realidad de la que pretendía hablar, la crisis de palabras se impone como el silencio que abre la puerta a pensar de nuevo. Así, es necesaria una actitud de atención a los espacios del anonimato. Percibir esos murmullos necesita de una actitud de escucha, tratar de sintonizar, en el dial, entre los códigos, esos murmullos que suenan como un ruido de fondo.
Es, pues, de vital importancia el gesto de mirar, pero no con la mirada que analiza, que diagnostica, que se separa de la realidad para pensarla, sino al contrario, con la mirada que sólo puede pensar la realidad acercándose a ella, impregnándose de ella para pensarla sin alejarse. Este mero gesto de pararse a mirar es capaz de fundar un contexto en el que se dilata el tiempo, de manera que el tiempo interior empieza a estar regido por otra pulsión. Se trata de una operación de desplazar y re-situar el espacio-tiempo en otro contexto, de crear un espacio que se llena de la experiencia de los demás. Éste es el tiempo de la poesía, el espacio y el tiempo del cuerpo.
Producir contextos, nuevos espacio y tiempos propios: se trataría, entonces, de ir contra una idea dominante de proceso que nos atraviesa performativamente.11 Vivimos inmersos en procesos: vitales, formativos, terapéuticos, etc. Pero el proceso es la negación de la capacidad para comenzar algo, para interrumpir. Es necesario distinguir inicio e innovación. Innovar puede no ser más que modular nuevas repeticiones de lo mismo. El inicio que abre un nuevo espacio y un nuevo tiempo requiere de una escucha a partir de lo que nos llama la atención, lo que nos interesa. Y en el inicio no estamos solos.
Tomar la palabra
Así, al hilo de esta «crisis de palabras», buscando a ciegas más allá de lo que se me aparecía amargamente como palabras engañosas, falacias, construcciones ficticias y abusivas, buscando una sustancia elemental del lenguaje –casi podría decir material– sobre la que pudiera hacer pie, en la que pudiera de alguna manera reconocerme para reconstituirme como ser hablante, encontré la poesía –la reencontré, la reconocí.
Pero lo que constaté entonces, y no he dejado de constatar después, es que la práctica del arte llamado poesía, que no consiste en nada más que en la obra del lenguaje sobre sí mismo para redescubrir, habitar de nuevo lo que él es en lo más profundo, que esta práctica, pues, lejos de ser admitida en el círculo de la conversación común en la que los hombres hablan entre sí de su vida tanto pública como privada, está rigurosamente excluida. Las palabras mismas con las que yo me probaba a mí mismo que había aprendido de nuevo a hablar se desvelaban como inaudibles. Resulta flagrante que hoy cualquier proposición que se exponga a ser calificada de poética produce en la conversación corriente de los miembros de la sociedad ya no un silencio o un «gallo» sino un espacio en blanco, un espacio de insignificancia por encima del cual resbala, sin contagiarse, el flujo de palabras que se consideran sensatas, es decir, útiles.
(…) Buscar lo verdadero, reconocer, en el doble sentido de la palabra, lo real, compite a lo propio de cada uno en tanto que ser hablante, compite por tanto al hacer de la poesía. Sin embargo, ¿no es una idea aceptada que la simple palabra «poesía» tenga que ser escuchada como una negación de lo real? A diferencia del fantasma, del delirio o de producciones intelectuales como el discurso religioso o el discurso político, la poesía no entra en conflicto con lo real, no tropieza con ello como obstáculo, como un límite doloroso de la percepción, del pensamiento o del afecto. Por el contrario, la poesía va a su encuentro, como decía más arriba, es el aliento hacia la realidad, que no se manifiesta entonces como un principio o regla que le sería exterior, sino como el punto de fuga de su propio desarrollo. La poesía abre y descubre la realidad en una hilera de ventanas abiertas de par en par. Así, la poesía no nos da y aún menos nos impone lo real como un hecho, como algo pasado. Nos lo propone como un advenimiento, nos invita a participar de su acontecimiento.
(…) La poesía no crea nada, lo manifiesta: en este sentido, actúa, trabaja o más bien, obra. Obra como y en la memoria y el lenguaje, en ese momento en el que memoria íntima y lenguaje se encuentran y se fecundan mutuamente. Obra, para hablar como la geología, por acumulación de materiales, que sedimentan y se metamorfosean, es decir, cambian de naturaleza física y química por simple contacto pero también bajo el efecto de las formidables presiones que ejerce la acumulación misma de vivir en la memoria. Es así como la poesía llega a poner al día palabras «extraídas de la tierra como granos de trigo petrificado».
Daniel Blanchard, extractos de «À propos de ce que fait la poésie».
¿Cómo ejercer esa toma de palabra que, desafiando esta-realidad-que-se-nos-impone, emerge del encuentro con lo real, con lo que adviene? No es nada fácil responder desde posiciones abstractas o demasiado generalistas. En todo caso, preferimos empezar por encuadrar la cuestión en contextos conocidos.
Como se apuntaba más arriba, en determinados ámbitos de las artes escénicas plantea el problema de pensar la producción cultural fuera del esquema homogeneizante que vincula hoy creación-producción-rentabilidad-consumo. Salir de los tiempos que marca este esquema y plantear el desafío de una crítica cultural que implique darse otros tiempos y espacios se torna entonces problemático.12
En el caso de Espai en Blanc, tratamos de repensar aquellos encuentros en los que una cuestión que nos afecta convocaba a gente muy diversa en un espacio céntrico del Raval barcelonés, fuera de lo institucional.13 En cada uno de ellos se daba una mezcla de concepto y emoción imprevista; funcionaba bien porque no había identidades que se cerraran fácilmente: no se partía de monólogos o presentaciones, sino que se empezaba a dialogar desde el principio. Se nos hace muy difícil saber qué poso ha quedado de todo ello. Quizás lo óptimo habría sido, por ejemplo, que se hubiera generado una ruptura con la cadena convocante, que otros hubieran convocado encuentros, de manera que la iniciativa no fuera sólo unidireccional. La toma de palabra pasa por escoger las condiciones, el momento, la forma del encuentro. Se trataría, a lo mejor, de articular estas prácticas con otras de escucha y de amplificación.
En relación a la toma de palabra, un caso distinto ocurrió a raíz de los atentados del 11M en Madrid, en 2004. En la red de encuentros personales que empezó a urdirse entonces, se produjo un desplazamiento de «víctima» a «afectado» que desplazaba, a su vez, la forma de elaboración de aquellas experiencias.14 Las prácticas de elaboración del duelo se tornaron, en una u otra medida, prácticas de lucha, de resistencia al relato que se construye desde el poder; prácticas políticas.
Surge la cuestión de en nombre de qué o de quién hablamos. ¿Cómo hablar en colectivo prescindiendo del nombre individual? O, ¿cómo y qué aprendemos en prácticas políticas que no obedecen a un guión preestablecido? El espacio del anonimato rompe con la política. No constituye un espacio de aparición sino, más bien, un agujero negro. Se habla desde el yo, que es a la vez una interioridad común en tanto que, desde el anonimato, nos es fácil reconocernos en las experiencias de los otros. Pero es una subjetividad a la que se puede acceder. La paradoja del anonimato es que no tiene identidad y por ello cabemos todos. No se trata de un espacio corporativo, ni ideológico, ni nacional, ni identitario pero, a su vez, cada uno entra en su propio nombre, sin difuminar la singularidad ni la responsabilidad que sostiene la toma de palabra. Dicho de otro modo, la palabra sólo puede sostenerse políticamente cuando habla de lo común en nombre propio. Y como Daniel no deja de recordar, esa toma de la palabra colectiva crea una sensación de dignidad, tal y como ocurrió en mayo del 68.
Ahora bien, esos espacios de anonimato se abren y se cierran; desafían cuando no se los espera, se convocan en un gesto de vindicación de una dignidad colectiva. Sin embargo, la pregunta pasa por el paso a sostener esa palabra en el tiempo.
No se trata, pues, de pensarnos como «discurso» sino más allá. También en los silencios que abrimos y en los movimientos que provocamos estamos tomando la palabra: conquistamos, desplazamos, diseminamos, transmitimos, sostenemos sentidos resistentes y desafiantes que no claudican ni se pliegan al territorio de lo previsible. Esto lo estamos haciendo desde el pensamiento, la escritura, la creación artística, la apuesta por espacios colectivos… ¿Qué problemas y qué desafíos tenemos en este momento? ¿Cómo compartir fuerzas, recursos, ideas? ¿Cómo ir más allá del encuentro entre cómplices inquietos? Y, al fin, ¿cómo sostener una palabra creíble hoy?