15.04.2011
La música es la posiblidad misma de un encuentro en el que nos jugamos algo
Vocalista del grupo Delorean y compañero de Espai en Blanc desde hace tiempo. Con motivo del trabajo realizado con su grupo en el último año hemos querido hacerle algunas preguntas sobre los desafíos que actualmente plantea la creación musical.
Los nuevos medios digitales han puesto el mundo de la industria musical en pie de guerra, básicamente por la propiedad y por los beneficios que genera el consumo de música. Pero más allá de ello, nos gustaría saber en qué medida y de qué formas estos nuevos medios han transformado también la creación musical y sus efectos sociales, es decir, la manera como la música piensa hoy el mundo. ¿Cuál es, para ti, el cambio más importante en la creación musical?
El cambio fundamental en la creación musical es la irrupción de un contexto en el que el acceso tanto a los contenidos como a las herramientas de producción musical es libre de una manera inédita. Por libre, se entiende gratuita e inmediata. Gratuito significa que el dinero no determina el acceso a la música. Significa también que la ecuación más dinero igual a más posibilidades no funciona o ha quedado matizada. Obviamente, uno tiene que tener una serie de equipamientos básicos. Pero una vez resuelto este problema se tiene acceso a un universo donde reina un régimen de gratuidad brutal. Por otro lado, por inmediato se entiende que las instituciones y empresas a partir de las cuales uno tenía acceso a la música han quedado relegadas a un segundo plano. Hoy cualquier persona o grupo de personas puede descargar herramientas profesionales de creación y producción musical, puede escuchar música de cualquier género y época, especializada o no, depende básicamente de su ancho de banda y el tiempo que pueda dedicarle a ello. Tiene, en tanto que mero usuario anónimo, acceso directo al mundo de la música. Esto ha hecho que la producción de música sea mayor que nunca, que los focos de producción se dispersen, que los lugares y condiciones para su creación se multipliquen, abriendo un contexto libre en el que las viejas relaciones de producción y de poder han sido literalmente puestas en suspenso, y en el que se juega una batalla entre un deseo de gratuidad casi indomable y una nueva policía emergente que intenta dar con una forma de penar y determinar esos nuevos usos de la música. Lo interesante de este cambio es que ha abierto un mundo infinitamente rico y dinámico para la producción de música.
Pero sobre todo, la lectura política de este acontecimiento tiene que ver con cómo ha ocurrido. Este cambio de paradigma ha sido completamente espontáneo y unilateral. No tiene nada que ver con la «transgresión», aunque efectivamente se hayan transgredido muchos supuestos y muchas leyes. Se trata más bien de un desplazamiento, de un cambio de posición. Lyotard escribió sobre el Anti Edipo que «se encuentra un desprecio ostentado por la categoría de transgresión (y por lo tanto implícitamente de todo Bataille): y es que o bien uno se sale inmediatamente, sin perder el tiempo en criticar, simplemente porque se está en un lugar distinto a la región del adversario, o bien se critica, se mantiene un pie dentro, al tiempo que se mantiene otro fuera, positivado del negativo.»1 Efectivamente, lo ocurrido en el mundo de la música tiene mucho que ver con ese desplazamiento absolutamente positivo, acrítico en el sentido de no haber sido negativo u opositivo, pero verdaderamente político (y por tanto, crítico en un sentido nuevo y más fuerte) pues ha desocupado de forma unilateral un orden y un estado de cosas que configuraban el universo de sentido de la cultura popular musical.
Por otro lado, no hay un sujeto político al cual le sea asignable la responsabilidad de semejante subversión, y quizá no haya nada parecido a una «responsabilidad», sino que ha habido más bien un gran movimiento irresponsable, una gran irresponsabilidad insultante y despreciable a los ojos de cualquier conciencia política, o para cualquier conciencia en general. No hay sujeto político pero sí una multiplicidad de sujetos anónimos que se han politizado de forma casi inconsciente al imponer «porque sí» este régimen de gratuidad. No un sujeto con una conciencia política sino una multitud anónima sin apenas conciencia, pero que se ha politizado necesariamente. Y probablemente habría que preguntarse, a un nivel filosófico y político, por la relación que guarda esa subjetividad con la conciencia, pues ésta ha sido claramente puesta en suspenso también. Podría hablarse, quizá, de una pura fuerza política anónima y sin conciencia liberada de la forma sujeto. Aquí el concepto de fuerza parece crucial, pues el cambio ha acontecido por la fuerza de los hechos primero, desplazamiento y autoposición que no atienden a razones; la del deseo segundo, en tanto que el principio que rige la apertura de este nuevo campo es el del incremento de posibilidades; y finalmente por la misma fuerza de su anonimato, ya que es en el vacío que deja la absoluta ubicuidad y despersonalización donde esta subversión halla su fundamento. Vivimos una situación de literal «forcejeo» con el poder que se puede articular en relación a esos tres ejes.
La idea de «grupo» ha sido la forma de vida, de creación y de identificación más decisivo de la música moderna. ¿En qué ha cambiado la idea de grupo con las nuevas formas de creación y de producción musical? ¿Qué otras formas de colaboración y de cooperación aparecen? ¿Y cómo cambia la experiencia tanto de la identidad como del compromiso?
La idea de grupo, la forma-grupo de rock, nació, tal como la conocemos, a mediados del siglo pasado y se ha consolidado como una de las principales maneras en que la música llamada «popular» se ha producido, experimentado y expresado. Es una forma de hacer música que nace de una complicidad entre una serie de individuos que trabajan de forma conjunta. El grupo ha acompañado muchas veces a un autor como su complemento en las actuaciones en directo o en el trabajo de estudio, pero donde halla su expresión más rica es cuando se ha planteado como creación conjunta. Desde mi experiencia personal y la tradición que, en cierto sentido, he heredado (aunque de lejos), puedo decir que es con el nacimiento de las escenas independientes a finales de los 70 y comienzos de los 80 hasta los 90 en su entereza cuando el «grupo» adquirió una radicalidad y un sentido nuevos. Entonces el grupo pasa de ser un grupo de músicos a ser una alianza entre amigos. La música independiente (me refiero en concreto al hardcore y el punk, que es lo que conozco) partía de una concepción desinteresada de la música, tanto a nivel profesional como estrictamente musical. Musicalmente, no se trataba tanto de buscar un músico bueno como de buscar un compañero con quien hacer música. Esto pudo ocurrir porque la música independiente partía del hecho de que no había tribunal alguno, comercial o musical, que fuera juez del trabajo de un grupo. Un grupo se convirtió en una entidad que se autoconstituía, se autolegitimaba y se autogestionaba. Ni siquiera hacía falta un «público» que diera sentido o midiera el grupo, un concierto sin público o con una asistencia mínima pasó a ser perfectamente plausible pues no se trata de gustar sino de gustarse, y que hubiera un público o que no lo hubiera pasaba a ser una cuestión contingente, no por ello irrelevante. El grupo se convirtió en una estructura inmanente y unilateral. Es muy significativo que los casos del punk y el hardcore solo se expliquen musicalmente, como mínimo en sus formas más tempranas, desde el paradigma de la intensidad. Se trataba de hacer música lo más intensa y fuerte posible, y de hacer experiencia de esa intensidad y esa fuerza. Y era precisamente eso lo que otorgaba en último término un sentido a la existencia del grupo de música.
Esta mutación todavía constituye los fundamentos de la música popular de hoy, digamos que es su esqueleto. Sin embargo, tengo la sospecha de que el paradigma de la transgresión de los cánones y la cuestión de la autolegitimación han dejado de ser el elemento crucial de la música. Efectivamente, hoy es cierto más que nunca que cualquiera puede hacer música, que no hace falta ser profesional, que no hace falta siquiera un público, basta jugar con tu ordenador y tocar cuatro acordes con tu guitarra. ¿No es cualquier usuario capaz de autoconstituirse como músico, autolegitimarse musicalmente y autogestionarse? En gran medida es así. Por otro lado, la conversión de la música en pura información, si bien ha abierto muchas posibilidades, oculta una pérdida. Las diferentes expresiones de la música de escenas independientes priorizaban el cuerpo, o mejor dicho, disolvían la música en la misma corporalidad, en puro volumen, gravedad, masa. El carácter etéreo de la información hace, sin embargo, que la música haya perdido en cierto sentido esa corporeidad que le daba consistencia. Por un lado, el mp3 ha pasado a ser el formato hegemónico en que se presenta la música y, por otro lado, el software digital es cada vez más la principal manera de producir y registrar música (en todo esto, el papel de la música electrónica y la música de baile es crucial). Aunando ambos fenómenos, la red se presenta como un inmenso océano inmanente de canciones poblado de una infinidad de productores.
¿Y cómo cambia la idea de autoría? ¿Qué significa hoy crear?
Sin entrar a analizar la periodización exacta, creo que la idea de autoría ha cambiado fundamentalmente en los últimos treinta años y se ha generalizado de forma aplastante en los últimos diez. Esta mutación tiene que ver con dos cuestiones, una más bien sociológica y otra tecnológica. La sociológica tiene que ver con la sobreabundancia de información musical, y esto no tiene que ver con la era digital solamente.
Creo que el dj nace cuando la cantidad de música editada es inmensa e imposible de procesar para un simple aficionado de música. Aunque en realidad el dj, lejos de ser un especialista con unos conocimientos privilegiados, no deja de ser la imagen paroxística de unos modos de procesamiento de información que operan de hecho en cada individuo, sólo profundiza y lleva a su límite este modo de enfrentarse al mundo. El dj es la figura que se encarga de escuchar, procesar y y reunir esa abundancia que de lo contrario nos sería inabarcable. Mediante sus selecciones reduce la complejidad de una atmósfera musical que, por enorme, puede devenir puro ruido. El dj efectúa decisiones acerca de la música, esto es, discrimina: es fundamentalmente, lo que se llama a veces, un «selector». Por eso, es muy cierto que el dj puede convertirse en una instancia autoritaria y despótica, instancia separada del Poder que aplicando el código bueno/malo determina la realidad musical en cada momento (podríamos recordar el célebre estribillo de The Smiths «Hang the dj», literalmente, «Cuelga al dj»).2 Sin embargo, no es esta una cuestión que trata acerca de la verdadera naturaleza del dj, se trata más bien una cuestión política, la de su inversión como figura o institución despótica y sobredeterminante.
En realidad, el dj, en el mismo movimiento de selección y discriminación lleva a cabo un proceso de resignificación, y éste es un trabajo positivo y productivo. Tomemos una simple sesión de un dj. Se trata de poner una tras otra diferentes canciones, entrelazadas o simplemente yuxtapuestas. En ese proceso las canciones establecen nuevas relaciones con otras canciones, relaciones inimaginables e inéditas muchas veces, mediante las cuales se articulan nuevas constelaciones y se reconfigura el sentido de cada canción. ¿Pero qué significa aquí el concepto de «sentido»? Sentido no significa algo así como el significado oculto de una canción, su contenido o el mensaje del cual es portador. Sentido significa aquí la posición de una canción respecto a otras. El dj parte de una concepción relacional de la canción, pues estas no se están, sin más, solas y aisladas en unidades monádicas. Toda canción establece relaciones con otras canciones y guarda una posición en ese sistema de relaciones. Es por eso por lo que las canciones pueden ser «compiladas». Y lo que hace un dj no es sino compilar canciones, ya sea en directo o en el estudio. Por otro lado, el dj trabaja asumiendo un principio: toda canción puede conectarse con cualquier otra y en cualquier punto siguiendo reglas de tempo, ritmo, melodía o atmósfera. Para él, las canciones dejan de tener una especie de hábitat natural, un contexto original, para pasar a ser unidades encadenables y seriables siguiendo criterios estrictamente musicales y obteniendo resultados nuevos. El dj destruye el ámbito esencial de las canciones y crea nuevas cadenas, nuevas secuencias de canciones. Procesar información significa aquí marcar los contornos de un nuevo territorio. Por tanto, la tarea del dj es ya una tarea creativa que, atentando contra la integridad de la unidad «canción», produce nuevos territorios.
Pero más allá de ello, la mutación relevante aconteció cuando en la música popular se empezó a utilizar la música grabada y editada para crear canciones nuevas. Para poner un ejemplo, con el hip hopo los djs empezaron a utilizar dos platos para que, interviniendo en la reproducción normal de los discos y rompiendo el ritmo propio de una canción, se generen nuevos ritmos. El «scratch» (que significa «rasgar» el vinilo, literalmente) lleva el arte de manipular los platos con las manos a su máxima expresión creando mediante cortes ritmos rotos y en constante variación a partir de canciones ya editadas, ya sean de Queen, los Beatles o las más variadas rarezas. La unidad canción ya no existe, uno puedo romperla en el punto en el que desee simplemente parando el plato con el dedo y generar nuevos ritmo a partir de esas fracturas. Entonces, ¿quién reclama la autoría de esa canción? Obviamente, quien procesa la música de esa manera es un nuevo autor, pero resulta que ha creado a partir de canciones de otros autores. La misma noción de autoría comienza a resquebrajarase. Y, siguiendo con el hip hop, ¿Qué ocurre si uno canta sobre esos ritmos, ya sea parafraseando rimas o cantando melodías y nuevos estribillos? Y, ¿qué ocurrirá si una canción así construida se convierte en un hit de masas?
Aquí entra en juego la cuestión tecnológica. La gran herramienta que ha ayudado a destruir la vieja idea de autoría es el sampler. El sampler es una herramienta con una pequeña memoria que permite cortar, procesar y almacenar audio, sea cual sea la fuente, para reproducir ese fragmento pulsando un simple botón. El ejemplo más conocido es el hip hop, pero en realidad, toda la música de baile y la música electrónica de los últimos 20 o 30 años está relacionada en mayor o menor medida con el sampler o la idea de «sampleo» (véase la escena rave en el Reino Unido). Si no es porque se sampleen directamente otras canciones hay «sampleo» porque se utilizan librerías de audio, que no son otra cosa que «trozos» de audio almacenados y clasificados en bancos para producir y crear música. No hay que irse muy lejos para samplear, basta con coger el primer compás de «La leyenda del tiempo» de Camarón para hacer un tema techno a golpe de palma, añadirle nuevos elementos percusivos, crear melodías sobre ese compás y componer una canción completamente nueva a partir de la repetición de ese primer compás sampleado. Un sampleo ni siquiera tiene que ser el elemento principal de la canción, puede convertirse en un simple arreglo completamente anecdótico que nadie percibirá. Tampoco se tiene porqué guardar el sampleo tal como suena ni es importante que la referencia a la fuente original prevalezca, uno puede acelerar o bajar el tempo del compás, subir o bajar el tono, aplicarle un efecto, cortarlo en infinitas partes, invertirlo… Es sólo audio, ya no es Camarón, y puedes procesar el sonido de forma indefinida, conectar ese fragmento con otro sin guardar la esencia del original, sino cambiando la naturaleza misma del conjunto con cada nueva conexión. Todo Mil Mesetas resuena aquí. En este movimiento ha acontecido una gran reducción. Se trata de la reducción de toda la música clasificada en unidades trascendentes como «canción» o «álbum» a un chorro puro de sonido, mera voz, audio. Es como si así se hubiera dado con un plano de inmanencia en relación con el cual la música halla sus nuevas líneas de variación.
A todo lo mencionado habría que añadir las remezclas, otro mundo apasionante. Pero lo mencionado basta para ilustrar la crisis de la noción de autoría. Todo un universo de ilegalidad, al fin y al cabo, una puesta en suspenso de la noción de autor, pero también de todo el universo de derecho que se ha construido en relación a esa unidad de discurso y las que lo complementan. Las canciones hoy son acontecimientos musicales que se dan en la vecindad entre creadores y creaciones, en esa zona indiscernible. Toda esa clase de artistas consagrados se revuelve contra esta nueva situación y alertan sobre la desaparición de la música al grito de «Salvemos la música»,3 pero en realidad sólo claman piedad ante una realidad que los ignora y desprecia, al tiempo que se nos presenta sin tapujos en toda su riqueza y gracia musicales.
Para acabar, está claro que crear significa todo lo dicho, que estas son las coordenadas en las cuales se mueve la creación musical hoy. Aunque uno haga blues o flamenco, a pesar de que no utilice un sampler nunca, el músico está ya de facto involucrado en esta nueva situación estratégica. Sin embargo, me da la sensación de que crear es algo más que procesar. Crear no es simplemente una cuestión de «proceso», crear, intuyo yo, es dar una consistencia a la música, hacerla grave, darle un cuerpo, un volumen, una masa, restituir su materialidad en un universo musical etéreo y excesivamente liviano. ¿Qué significa esto? Que crear es el movimiento crucial que da consistencia a una posición. Dar consistencia a una canción es convertirla en la marca de una posición frente al mundo. Eso significa ocupar un lugar en el espacio, tenerse y mantenerse sobre él. Aquí la música, arte del tiempo, se hace espacio, se ralentiza y se condensa. No despliega su fuerza, sino que se pliega como fuerza creando un núcleo de densidad. Pues la música como información y proceso no ocupa lugar alguno, en un falso dinamismo, simplemente circula, se mueve, moviliza al fin y al cabo.
Con la digitalización y la red se hace posible la experiencia de la ubicuidad: una deslocalización de los cuerpos, una desterritorialización de la música como acontecimiento. ¿Qué aporta? ¿Qué posibilidades abre?
La experiencia de la ubicuidad, la desterritorialización de la música, todo ello abre efectivamente nuevas posibilidades. Obviamente, esto acontece junto a una mutación global del capitalismo, pero esto no reduce el hecho musical a la mera expresión de ello. Hoy la realidad se nos abre como un enorme espacio poblado de nuevos contenidos y herramientas de trabajo, marcada por procesos, líneas o tendencias estéticas que parecen no seguir un patrón homogéneo. No siguen un patrón homogéneo porque no hay una tendencia global, un proceso central. Por supuesto, el marketing inventa incesantemente tendencias globales, grandes corrientes musicales que la misma realidad se encarga sin mayor problema de desmentir continuamente, pues la realidad de lo musical es irreductible. Cuando hablo de heterogeneidad en la creación musical me refiero justo a esta irreductibilidad.
Sin embargo, esta agitación que nos puede seducir tan facilmente mediante el poder, la euforía y el esplendor de su movimiento incesante, deviene muchas veces liviana. El hecho de que sea liviana no tiene nada que ver con la conversión de la música al formato digital, y tampoco es una cuestión estilística. Creo que el carácter liviano de la música viene dado por su carácter circulatorio. No se trata de que sea música ligera o fácil, o de que el código de su registro sea binario, sino de que se presta a una circulación incesante, a una intercambiabilidad inmediata en tanto que información accesible y distribuible de forma igualmente inmediata. En cierto sentido, esto podría tomarse como la simple manifestación en las sociedades de la informaicón del principio de intercambiabilidad del propio capitalismo, expresión de la equivalencia general de toda cosa y, por tanto, de su circulabilidad. Sin embargo, no es muy interesante limitarse a establecer esa correlación, ni es interesante por simplista oponerle el silencio o la quietud. Aquí hay en juego una cuestión de percepción. La velocidad cada vez mayor en la que la música circula obliga a escucharla y crearla de otra manera. Por ejemplo, está la cuestión del tiempo de escucha, su reducción a un instante ínfimo que, si bien trágica para un nostálgico, abre nuevas posibilidades perceptivas; escucha fragmentaria que prepara nuestra atención para atrapar el detalle, para percibir lo impredecible o mantenernos al encuentro de un rasgo siempre huidizo.4 Lo mismo para el dj que ensambla sus canciones a base de aunar elementos musicales a priori lejanos entre sí, que desarrolla una canción para resolverla mediante un giro inédito e incoherente en apariencia. Ir al ritmo y a la caza de lo que circula, «hacer la liquidez más líquida todavía», ese es en cierto sentido el punto de partida. Pero, probablemente, no el de llegada.
El acceso a toda la información, incluso la más específica y minoritaria, en tiempo real y sin mediaciones ha producido, también, una fragmentación infinita de los gustos y de los referentes musicales. ¿Se experimenta también en la música la privatización de la vida, la autorreferencia y la incomunicabilidad de mundos? Si crear es ya de alguna forma pensar, ¿qué pensamientos crees que está produciendo y comunicando hoy la creación musical más independiente? ¿Qué dice del mundo y al mundo la música actual?
Esta es una pregunta que resulta realmente problemática, pero está muy bien formulada. Es muy fácil imaginar la privatización de la vida, la incomunicabilidad de los mundos, en el contexto de un trabajador anónimo de la metrópolis, con sus rutinas diarias, su vida doméstica, su ocio. Es fácil de imaginarlo incluso cuando parece que toda esta organización de la vida cotidiana está entrando en crisis. Se puede imaginar también en el aficionado a la música que solo frente al ordenador consume cantidades ingentes de música, en plena soledad. Se puede decir eso del coleccionista, del apasionado de la música. Sin embargo, eso que «pasa» cuando se escucha la música, la experiencia singular de esa escucha, ¿no establece cierta comunicación entre individuos en principio aislados?
Se podría decir que es puro espectáculo, que es sólo una falsa relación entre sujetos aislados mediante imágenes y signos. Afinando el concepto de espectáculo se podría decir que en ausencia de figuras despóticas de la mediación, es una especie de espectáculo «difuso», esa mediación espectacular imperceptible que se filtra en cada detalle de nuestra vida social como su propia trama. Dejando de lado la pertinencia del esquema de la mediación espectacular desde el punto de vista del análisis de las formas de poder, y aunque todo ello fuera cierto, ¿se llega a explicar eso que «pasa» en la música, esa experiencia?
Se dice muchas veces que en la música se establece una especie de comunicación subterránea, que es una especie de idioma universal que todos compartimos. Yo no creo que la música sea algo así como un idioma, no tiene nada que ver con comunicar en el sentido de transmitir un contenido, no es el vehículo de ningún mensaje, y tampoco creo que sea universal. Sí creo que es el espacio de una afección. Habría que conceptualizar mejor qué que significa esto, qué es una canción y cuáles son sus rasgos esenciales. A falta de eso me limitaría a decir que una canción ni se explica como algo ante los ojos con determinadas propiedades que la hacen un objeto de percepción manipulable, ni se explica por la experiencia subjetiva, las emociones que produce, las imágenes que evoca. Siendo ambas cosas rasgos de una canción, ésta tampoco se explica mediante la relación dialéctica del polo objetivo y el subjetivo.
Una canción es el lugar de un encuentro. Y sin embargo, no por ello unifica pues un encuentro es tanto una unión como una colisión. Sobre todo, un encuentro afecta y la canción es el lugar de esa afección. Tampoco afecta sólo a quien la escucha, pues entre el compositor y la canción se establece esa misma relación de afección mutua. ¿Se experimentan entonces la autorreferencia, la privacidad de la vida y la incomunicabilidad de los mundos? Es esencial a la experiencia de la canción como encuentro el romper la autorreferencialidad, la privacidad y la incomunicabilidad. Sólo su estatuto político en un campo estratégico dado hacen de la canción una unidad aislada y autorreferencial, de la cual se hace una experiencia privada e incomunicable. Estatuto político que quizá haya entrado en crisis como he adelantado.
Ante todo, hay que acabar con cierta noción introspectiva de la música, de las canciones. A menudo se entiende la introspección como la mera remisión a una interioridad privada. Pero si la música es un encuentro y un encuentro la posibilidad de ser afectado, de verse afectado, no hay movimiento de introspección sin que éste sea a su vez el movimiento de una sacudida, de un desplazamiento en relación consigo mismo, de un descentramiento. En ello consiste el carácter dinámico de la música, en esa insatifacción estructural, en esa ausencia de centro que la hace coja y en constante huida respecto a sí misma. Por otro lado, habría que acabar con una noción simplista de la música como algo público y común. La música es la posiblidad misma de un encuentro, pero un encuentro no es la concetración de mucha gente en un mismo lugar, no es un festival de música. La música no es estar unos con otros, es afectarse unos a otros, y eso no tiene nada que ver con estar en un mismo lugar. El lugar no preexiste al encuentro, como un espacio que lo soporta, que le sirve de soporte. El lugar acontece en el mismo encontrarse. En ese sentido, el encuentro es simultáneamente la aparición de un lugar, la marca de una posición. Y la canción es el lugar donde se condensan todas esas relaciones de afectivas.
¿Qué significa hacer una canción? ¿Que significa crear o pensar? Las canciones, como los conceptos, circulan a menudo con demasiada facilidad. Pasan de mano en mano, de boca en boca, pasan al fin y al cabo, pero eso que «pasa» cuando se piensa o se hace experiencia de la música suele quedar en el olvido. Circulan y hacen circular, se mueven y movilizan, y en ese desplazarse ingrávido se ven despojados de aquello que les daba consistencia, se ven despojados de su poder de afección. Antes se ha dicho que hacer una canción era dar consistencia a una posición frente al mundo. Creo que se puede aclarar un poco más qué significa eso a la luz del concepto de encuentro.
La canción es el núcleo que condensa las relaciones afectivas en juego en un encuentro, que es en sí mismo una posición. No se trata de hacer canciones buenas o malas, sino de restituir a la música su poder de afección mediante las canciones, su capacidad de acontecer como un encuentro que nos sacude. Restituir su poder de afección pasa por dar a las canciones un peso y una masa, un volumen y una gravedad que las hace determinantes, serias o relevantes. No se trata de interrumpir la circulación mediante el silencio puro o el ruido más extremo, ni de inventar canciones excentricas o raras, canciones «originales» que puedan circular como novedades en el espacio de circulación del capital. Por supuesto, no se trata de hacer canciones como si fueran inscripciones del carácter genial del músico, hacer música no es un virtuosismo. Hacer música, como pensar o trabajar con el concepto, es precisamente éso, un trabajo sobre unos materiales con vistas a la creación de algo cuya consistencia sea la de un encuentro, cuyo poder de afección sea tal que nuestra propia existencia se vea implicada, que sea la existencia misma la que esté en juego, que sea eso lo que nos juguemos.