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19.12.2006

Hablar a gritos. Correspondencia

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1

Lo máximo a lo que puedo aspirar… Compartir a fuerza de gritos este vacío, creer que se equivoca el de «mal de muchos, consuelo de tontos» porque de tontos sería el no gritar la angustia. Gritar, para no estar solos… para que nos responda, al menos, el sonido del propio eco.

Y es ahora, entonces, aquí. Una tesis, un grito. Partir de esta identidad o quedarse partida. Hacia dónde dirigir la voz… Dicen que en la dirección del viento llegará más lejos, pero no son buenos vientos los que corren. Gritar, hacia cualquier lado pero nunca hacia dentro. Explotar, sin implosionar, que la mierda vaya saliendo, tal y como se ha ido acumulando.

Y es entonces ahora y aquí. No hay otra. Lo que he dicho, lo repito: una tesis, un grito. Porque puede… que sí. Nos hemos dado por vencidos pero estamos aquí todavía gritando y con cuerdas vocales para rato.

Porque aceptar la derrota… no significa condenarse al silencio.

* * * * *

Prometeo no entrega a los hombres lo que a fin de cuentas ya existía antes –y por eso ha podido robarlo. El fuego que en la Edad de Oro ardía en las ramas de los fresnos no es fuego, tal como el trigo que no había que sembrar no es trigo. La llama que, al igual que la palabra, circula perenne entre los dioses y los hombres, dispuesta a ser tomada, no es llama, no es palabra. El fuego es fuego porque se lo enciende, porque hay que avivarlo, porque puede apagarse o incendiarlo todo. En este sentido sacarlo afuera, producirlo, es sustraerlo a sí mismo, volverlo inapropiado: su robo es su constitución. Su robo, no su creación. Como señala Castoriadis no es éste el lugar de los versos de Antígona, de ese hombre terrible (nada lo es tanto como él: oudén ánthropou deinotéron), que a sí mismo se ha enseñado la lengua, la reflexión, las pasiones constituyentes.

No debemos, en su subversión, dejar desnuda a la palabra, acabaría pidiendo a gritos su contexto. Si bien «el grito, a diferencia de la palabra, se agota en sí mismo», se desvanece con el orgullo de haber estado a la altura de su momento. El grito se arranca a sí mismo; provoca, con la locura de las cuerdas vocales, un corrimiento; a su manera, desterritorializa. ¿Qué ocurre con la palabra? ¿Cuánta es su resistencia? ¿Cuál, su fecha de caducidad? La inagotabilidad de la palabra, gran mentira. Nació subversiva, murió sola.

2

El Grito…

Te escucho y recuerdo:

«Qué curiosa desterritorialización, llenar la boca de palabras en lugar de llenarla de alimentos y ruidos. Una vez más, diríase que la estepa ha ejercido una fuerte presión de selección: la laringe flexible viene a ser el homólogo de la mano libre, y sólo puede desarrollarse en un medio talado, en el que ya no es necesario tener cavidades laríngeas gigantescas para dominar mediante gritos la persistencia del fragor del bosque. Articular, hablar, es hablar bajo, y es bien conocido que los leñadores apenas hablan…»

No un claro del bosque (lichtung, luar) sino un bosque talado: un espai en blanc.
Por qué hablar es hacerlo sólo aquí.
Preguntas.

* * * * *

Pero no, Castoriadis, porque todo ello provenga aún en Esquilo de una instancia heterónoma sino porque su condición es tal que no puede ser instituido, puesto ahí en un acto de creación, humana o divina. El mundo, como el lenguaje, no se da, no aparece, no consiste, se expone en un acto de provocación al principio mismo de toda consistencia, de toda justicia. Esa locura es lo realmente terrible, lo deinón, y a ella nos enfrenta el relato de Prometeo.

Coja de un contexto que la sostenga, que la rescate, la palabra abre una grieta en la que luego se atasca. Si subvierte rompiendo la cadena de lo fenoménico que se da, muere luego, de cansancio. Aguantar la provocación del mundo, robar el fuego sin quemarse: imposible cuando no hacemos de la palabra más que sólo un gesto solo. Hablar consiste, en su esencia más íntima, en apropiarse del sentido rompiendo el sinsentido del sentido común, en interponerse subversivamente ante/entre la realidad. Pero si se toma –en su subversión– descontextualizado como gesto casi heroico (¿no fue Prometeo un héroe?), hablar corre el riesgo de acercarse al grito, se agota, no por su propia esencia –en sí el grito ahoga, la palabra permite tomar aire– sino porque falta su potencialidad, la que le damos cuando hacemos contexto.

3

(Acércate, vamos a oírnos sin que tengamos que gritar…)

* * * * *

Una y otra vez lo advierte el coro: hay en Prometeo una demencia extraña y uno la presiente en sus palabras. Pero no es la hybris, el exceso que deforma el sentido y que acecha siempre como un riesgo interno –dominable por tanto– la producción de discurso. Se trata de que su figura ocupa un lugar que es en sí mismo excesivo, irreducible, y es justo esa Diferencia la que por primera vez da espacio de resonancia a las palabras, la que provoca su curso, la que las vuelve propiamente lenguaje. No es que hable como si estuviera loco: habla porque está loco.

El momento de la subversión remite así a contrario a un tiempo fuera del tiempo, dominio de una soberanía sin resistencia, en la que la palabra se asfixia inaudible, ensimismada. Cuál es ahí la suerte del hombre lo expresa Esquilo en sus versos más perturbadores: «Veían sin ver nada y oían sin oír / como formas de un sueño pasaban sus vidas…» Contra la hermenéutica tradicional no es este el relato de la prehistoria humana sino la inferencia (con efectos premonitorios, nos tememos) de un espacio de sentido que el gesto prometeico no pudiera interrumpir.

Hablar no es una posibilidad. Hablar no lo es cuando se hace esperando que se den las condiciones adecuadas para ello. A la palabra no se la espera, se la desespera. Y sin embargo, también ella, intempestiva, tiene su momento, su kairós. Lejos de entenderlo en un sentido temporal, como instante en el que se manifiesta la posibilidad, o en sentido ético, como el momento correcto, el kairós de la palabra nos lleva hasta el plano de lo estratégico, marcado en su acepción griega como instante en que se abre, en las competiciones de carros, el espacio para adelantar al contrincante. Ese es el momento de la palabra: Kairós, ya, ahora o nunca.

4

Gritos:

También yo pienso que el grito es lo primero. Si no se pasa por ahí no hay nada. Romper, romperse. Gritar. Le di vueltas al problema –a la locura– de que al fin el límite de nuestro discurso fuera ése: el grito. Pero sentía una reserva: el grito se agota en sí mismo; el querer vivir, no.

El grito es del bosque, de la maraña. No rompe la red: le pertenece. Es su herida.

Grita el miedo, la vida, el dolor. Pero queda lo imposible: talar el bosque, quemarlo. Y de pronto ahí sucede lo monstruoso, lo deinós: hablamos

Siento que esa es la experiencia del espai en blanc –de los pocos espais en blanc que logramos abrir: no hay que comunicarse pero tampoco gritar. Por primera vez: no estamos solos.

Tampoco conversamos. No es la charla amiga pero sin complicidad, a salvo de lo que nos punza, de lo que nos quema. Al contrario, el fuego del querer vivir encuentra ahí su sitio, una entrada de aire –una flexión de la laringe: una palabra.

¿Qué son estos lugares, qué pasa aquí, de modo que sólo nosotros, quienes los ocupamos podemos hablar?

* * * * *

Pero así como no hay creación, institución de mundo, así tampoco el descubrimiento o la desocultación definen este momento. En el gesto de Prometo no hay verdad. Toda la reflexión de Heidegger sobre la esencia de la técnica queda comprometida en este momento. Y es que la subversión, Heidegger, no tiene posibilidad. Es en sí misma imposible, no responde al sentido, no se da en correspondencia alguna, y por eso precisamente subvierte.

La palabra, si subversiva, no se da, no es fenómeno, pero existe e insiste en su espacio, que es el de la distancia parida entre mi yo y el nosotros, espacio en blanco que creamos al hablar. Un espacio que es en realidad tiempo, el que tarda la palabra en volver a mí después de realizar la experiencia del nosotros, después de que nosotros me tome la palabra y me la restituya; el tiempo, en fin, que nos damos cuando hablamos. Herida la simultaneidad, dentro del espacio íntimo de resonancia, todo se juega en la duración que sepamos dar a la palabra que subvierte, en el aire que alcancemos a insuflarle, en la vida –ánemos, pneuma como hálito, aire– con la que la podamos mantener; en su querer vivir, en nuestro querer hablar. Que una vez hayamos robado el fuego, éste no se nos apague en las manos, ni nos las queme… pásalo.

5

Mi grito tiene un contexto temporal, el de hace casi un año y medio. Por el bloqueo en el que estaba, en ese momento encerró rabia, asco…

Aquel gritar no fue, entonces, un hablar alto, tampoco un hablar en alto –quedó encerrado en el disco duro. Allí, gritar no es hablar, gritar ensordece y deja los tímpanos con ese hilo de sonido que los inutiliza: imposible ya oír, imposible hablar.

Pasa un año y medio y decido resucitar el grito y no abro la ventana y lo lanzo sino que lo envío a un espai en blanc. En ese momento, para mí, gritar ya no es gritar, es un hablar alto y un hablar en alto porque no suelta asco o rabia sino una petición que dice: “Acércate, para que me oigas sin que yo tenga que gritar”.

Lo importante ya no se juega, entonces, entre hablar o gritar sino entre la cercanía y la distancia.

Este era el desplazamiento que quise hacer, ésta, mi politización en Espai en Blanc.

* * * * *

El desafío que expone al mundo, que provoca todas las artes (pâsai technai: también la de arrancar «los recursos /ocultos para el hombre bajo tierra») no «se muestra en su ser» porque como tal desafío elude formalmente el darse, la condición ontológica, el ser. La subversión no es fenómeno. No se trata, pues, de que «la mirada en lo que es» se hunda en el abismo donde irrumpe y se origina el acontecimiento, sino de que se bloquea en un momento que no puede ser mirado, que interrumpe la meditación, provocando también al pensamiento en un gesto político desafiante, en una complicidad originaria: robar el fuego.

Perfilar la palabra, contextualizarla, hoy pasa por preguntar quién habla. La herida de lo colectivo muestra, en ella, su cicatriz. Poco se logrará intentando maquillarla con una sustitución. Muy poco, negándonos a abrazar su ausencia. La sangre ha dejado sus huellas en la dimensión temporal, marcadas en la diferencia de los momentos de la simultaneidad y la sucesión: Hoy no se da un sujeto colectivo que se pronuncie, no se produce ya el coro polifónico que sitúa su acción en la simultaneidad. Esa acción se lleva ahora a cabo en la figura de la sucesión, al modo de la resonancia que recoge, en su cercanía, la palabra una vez dicha.

6

Una pregunta que siempre me viene en relación con mis amigos es: «Que taire?» para no ofender nuestra complicidad con explicitaciones que nos quitan fuerza, para no interrumpir una intimidad activa, que traza su propia historia. En Horror Vacui, se dice que «la complicidad se paga con un alto precio: el auto-desconocimiento». Es el umbral (íntimo) de lo político.

¿Qué quiere decir «radicalidad política»? Es una pregunta que me asalta a menudo, pensando en nosotros. En una de vuestras escrituras parece bastante claro. Por decirlo de algún modo, la radicalidad demostrada en ella parece buscar un alcance directo en el mundo fuera del texto; una irrupción sin condiciones en lo real.

¿Es reducir esta radicalidad el pensarla dentro de una problemática de performatividad literaria? Al contrario. Me gusta la idea de que «l’homme est un animal politique parce qu’il est un animal littéraire».* Encuentro en Rancière un camino hacia la experiencia de ese nosotros que nos permite desocupar la identidad: «Las vías de la subjetivización política no son las de la identificación imaginaria, sino las de la desincorporación literaria». Esta desincorporación recoge el imperativo de hacer suya la fuerza del anonimato, la de la política nocturna, no representativa; la sensualidad de una vida estremecida.

¿No apunta hacia ahí toda vuestra correspondencia?

* * * * *

No se da en origen un estado de cosas subversivo, que conjure a tomarse la palabra. Ocurre que el espacio de sentido se origina en una intervención –el desafío– que, precisamente por no tener espacio, lo sostiene desquiciándolo, provocándolo. Contra lo que piensa Heidegger, el gesto de Prometeo no puede coligarse en una verdad que deje al descubierto el mundo justo porque, a causa de ese primer gesto, el mundo no queda a descubierto: zozobra, entre un defecto y un exceso para los que no hay límite.

Ya no el par distancia-simultaneidad, que en su seno acogía el espacio de la revolución, sino la cercanía-sucesión en la que ocurre que hablamos, en la que surge un nosotros que aun no cantando al unísono mantiene con vida a la palabra, –palabra sucedida. Ya no amantes en una armonía polifónica sino «cómplices y, por tanto, mis íntimos, aquellos que caben en esa distancia que mantengo con respecto a mí mismo»

7

Pienso que no es ninguna casualidad que los tres hayamos cruzado aquí nuestros mensajes. Pues los tres presentimos que es aquí, en el espacio discursivo del querer vivir, donde tiene que elaborarse hoy la experiencia de la palabra. Compartimos, en la intimidad del espai en blanc, ese mismo deseo –ese mismo demonio. Para quien vive poseído por él hay en catalán una palabra hermosa: lletraferit, «letraherido». Creo que esa es la verdad que sostiene nuestra escritura: el cuerpo que resiste es un cuerpo letraherido, querer vivir es letraherirse.

Manejarse con todo esto es muy laborioso. Son tantos los equívocos, las suposiciones, los rodeos… Hay que asumir que nuestros mensajes crucen un territorio inédito, sin límites, una subjetividad que no puede comprenderse a sí misma. Y sin embargo, al menos en parte, las cartas llegan a su destino –encuentran a otro. Qué emoción, ¿verdad?

Nos proponemos caminar juntos por esa zona de «desincorporación literaria» donde se cruzan lo poético y lo político. Prometámonoslo. Es ahí donde aguarda el trabajo más arduo, pero también más fértil. Y es que elaborar aquella experiencia de la palabra, exponer (nos a) la relación entre el querer vivir y el lenguaje, nos obliga de suyo a un esfuerzo de expresión –a una práctica «literaria»– extraordinaria. Nuestra escritura debe sostener (mientras lo soporte la performatividad del texto, su capacidad política de provocación) una tensión análoga y fronteriza a la de la poesía. A ver qué curso le damos.

* * * * *

Dislocado entre la temporalidad eterna –sin pérdida– de los dioses y la linealidad en que, una generación tras otra, nacen y mueren los mortales, el gesto prometeico provoca también el ritmo, la contracción originaria del tiempo, tiempo que, como dice Derrida, está en sí mismo desarticulado, descoyuntado, desencajado, y que Zeus, por tanto, hará circular, esto es, reducirá a ciclo, a remedo lineal de lo eterno, enviando cada noche al águila que devore su hígado, que mida su gesto, que imponga medida al desafío. Como el mundo, tampoco el tiempo perdura: resiste, zozobra.

Dando aliento a la palabra, en algún momento aún no pasado nos hemos acercado, tanto, que de una voltereta nos hemos hecho reversibles y en esa exterioridad nos hemos dejado atrás. Dejados de ser. Desocupados. Arrancándonos de nuestra condición de interlocutores y arrojando por la borda el ritmo acuchillado de la comunicación, hemos tirado de nuestras líneas de fuga hasta rompernos. Así, atravesando nuestros vacíos hemos llegado afuera, a ese punto donde no sólo «no decimos «yo», sino donde no tiene ninguna importancia decirlo o no decirlo. Donde ya no somos más nosotros-mismos. Donde cada uno conocerá a los suyos».

8

El grito y la palabra. El grito, que ahoga y ensordece, la palabra, que performa pero también lanza al vacío, desnuda de la resonancia de un nosotros. Con ellos, vaya… hasta aquí hemos llegado.

El grito y la palabra. La experiencia de la palabra, de la mía que es vuestra, que me atraviesa y me descoloca, que me descompone, diría Barthes, lejos ya de la explosión estéril de la destrucción:

«Destruir no sería otra cosa a fin de cuentas que reconstituir un lugar de enunciación cuya característica sería la exterioridad: exterior e inmóvil, tal es el lenguaje dogmático. Para destruir, en suma, hace falta poder saltar. Pero saltar, ¿adónde? ¿A qué lenguaje? ¿A qué lugar de la buena conciencia y de la mala fe? Mientras que descomponiendo, acepto acompañar esta descomposición, descomponerme a mí mismo… poco a poco: derrapo, me agarro, me arrastro»

El grito y la palabra. Ahogarse, descomponerse, hablar, pero hacerlo sólo en la cercanía del nosotros, en la apertura de un anonimato, de un espacio en blanco en el que la palabra dicha ya no es, ya deja de ser, ahora sí, la desdicha de la palabra.

«Estas que agora son palabras
E que antes eran só anceio,
Estas que agora son palabras
E foran dor e máis baleiro»

* * * * *

Nada de esto es cosa que el hombre haga por sí mismo: Prometeo no es la humanidad. Unilateralizando el conflicto, dislocándose siempre, una y otra vez, del mundo, más acá, en fin, ya no de la esencia sino del ser mismo, el gesto subversivo está radicalmente solo, insomne y en guardia, dice Esquilo, «donde no oirás ni voz ni rostro humano», ni tampoco, añadimos nosotros, el silencio de la verdad. Cómo el pensamiento se expone ahí a sí mismo, en qué términos se da curso, con qué palabras: de qué modo roba el fuego, eso es lo que intentamos expresar.

Un nosotros conforma ya, para la palabra, el espacio de resonancia que no deja que se agote, que le da aliento, que la aviva, que la deja respirar. Es el nosotros que acompaña la potencialidad de la palabra y la prolonga, como el pedal las notas de su piano. Sólo en este espacio la palabra subversiva alcanza, estallándolo, su sentido; sólo aquí se mantiene en pie porque no se agota, como el grito, en la soledad de su subversivo pronunciamiento. Si éste muere, si mata porque no permite coger aire, la palabra sola cae al vacío, ante el abismo de una exterioridad donde no encuentra resonancia.