02.10.2012
Los yippies y nosotros, que los queremos tanto
Introducción: regreso al futuro
Fue un flechazo, amor a primera vista. La potencia desestabilizadora del encuentro. En este caso, un encuentro hacia atrás. Un salto de cuarenta años en el tiempo. Y también un salto en el espacio, a ese lugar a la vez mítico y desconocido que es EEUU. Hablamos2 de nuestro descubrimiento de los yippies, un grupo revolucionario inscrito en el movimiento de la contracultura amerikana de los años 60. El imaginario del progreso que lo impregna todo nos quiere hacer creer que esos encuentros son imposibles: «el pasado no puede decirnos nada porque es lo viejo. Quienes lo habitaban sabían menos que hoy. Su mundo era más simple, no tenían que afrontar los complejos problemas del presente». Etcétera. Pero sin embargo, una y otra vez tejemos esos vínculos imposibles entre ayer y hoy. Rompemos la «línea del tiempo» que nos separa cada vez más del pasado y establecemos diálogos con los muertos como si estuvieran a nuestro lado. De ese modo, convertimos la línea del tiempo en algo que se parece más a una red, donde no hay enlaces prohibidos, donde cada punto puede entrar en contacto (potencialmente) con cualquier otro punto. ¿Qué hay de nuevo, viejo? Hay búsquedas y preguntas que abren canales insospechados de conversación entre experiencias y personas de distintas épocas. Hay enamoramientos que atraviesan «océanos de tiempo» para encontrar al otro siempre joven. Porque contemporáneo es todo aquello que nos permite aferrar el presente, sentirlo y pensarlo. Hay jóvenes de dos mil años y viejos recién nacidos. En nuestro viaje al interior de la contracultura amerikana nunca nos sentimos como arqueólogos que buscan datos para reconstruir un pedazo de historia. Más bien nos pareció entrever que alguien nos hacía señales desde el pasado, nos acercamos a mirar y de pronto nos topamos con un fragmento del futuro incrustado allí, dios sabe cómo.
* * * * *
Es verdad que existen fuerzas muy poderosas que conspiran para neutralizar la virtualidad intempestiva del pasado. Por ejemplo los estereotipos. ¿Cómo funcionan? Un estereotipo nos presenta las cosas como algo ya visto y vivido. La vida en cartón piedra: sin contexto ni historia, sin clarooscuros ni contradicciones, sin riesgos ni desafíos. Nada que descubrir, nada por lo que preguntarse, nada que pueda emocionarnos. Los clichés impiden que el mundo nos afecte. Nos distancian de todo lo que podría tocarnos, ése es su poder de desactivación. Conjuran la intensidad del encuentro: la conmoción, la sorpresa, la expectativa, la excitación. Nos vuelven cínicos: gente que ya lo ha visto todo, que ya lo sabe todo y que no se cree nada.
La memoria de la contracultura amerikana ha sido sepultada durante los últimos cuarenta años por los estereotipos producidos al alimón entre el mercado y una parte importante del pensamiento crítico. El mercado ha convertido una serie de preguntas, búsquedas y desafíos situados en productos de consumo: modas, consignas, estilos de vida (que es lo contrario de una forma de vida). Una buena parte del pensamiento crítico ha concluido entonces que el mercado era la verdad secreta de aquellas preguntas, búsquedas y desafíos. Así, dos fuerzas en principio opuestas se conjugan para levantar una capa de plomo que fija las distancias. Si durante mucho tiempo nosotros mismos buscamos pistas sobre la articulación posible entre lo existencial, lo político y lo creativo en el mayo francés, los años 70 en Italia o el punk inglés, y nunca en la contracultura americana, se debe sin duda a esta barrera de los estereotipos.
¿Cómo atravesarla? Seguramente no hay receta. En nuestro caso, fue muy importante el poder de la ficción, que es capaz de recrear la mirada del espectador sobre lo mirado. La literatura yippie tuvo ese efecto en nosotros. De pronto, miramos la entera contracultura amerikana a su través y vimos más allá de los iconos estereotipados (flores, melenas, pacifismo ingenuo). Vimos cómo, en una sociedad de abundancia y prosperidad, aquel movimiento lanzó un envite de fondo: «no queremos la vida que se nos ofrece, vamos a inventar caminos aquí y ahora para escapar de este mundo». A partir de ahí, pudimos empezar una conversación entre nuestro presente y aquel pasado, entre su idea de lo que era un desafío y nuestra pregunta por lo que pueda ser hoy.
Este texto presenta un fragmento de esa conversación. En primer lugar, exponemos quiénes fueron los yippies a partir de nueve palabras clave que pueden dar cuenta de su imaginario (contra)cultural y político. Aquí despegamos de la realidad, cogemos altura y la bombardeamos sin piedad. En segundo lugar, explicamos cómo fue su caída a mediados de los años setenta, a partir de las trayectorias vitales posteriores de sus dos líderes más conocidos: Jerry Rubin y Abbie Hoffman. Con esa caída aterrizamos en nuestro presente: un mundo que, no dejando de cambiar, no se deja cambiar. Desde ahí, en la última parte, nos preguntaremos qué significa madurar políticamente y si es posible seguir volando pero ahora bien pegados a tierra. Ha sido sin duda la parte más difícil de escribir. Seguramente porque la reflexión aún está en proceso, inacabada. De ahí que la presentemos a medio hacer, casi en estado de borrador. Nos gusta pensar también que como invitación a completarla con otros que compartan nuestras preguntas.
Los yippies en nueve palabras clave
1. Yippie!
«¿Quiénes sois?» Estudiantes por una Sociedad Democrática. «Ah vale, está claro». Movimiento por la Libertad de Expresión. «Gracias por la información». Comité de Coordinación Estudiantil No Violento. «Ajá, ya veo». Panteras Negras. «Entiendo». Yippies! «¿Eh, perdón?» (sorpresa, misterio, expectación). «Pero, ¿qué significa eso? ¿Qué sois? ¿Y qué queréis?» Basta con fijarse en los nombres de las organizaciones revolucionarias más importantes de los años 60 para advertir la anomalía salvaje en que consistían los yippies.
El nombre surge durante la nochevieja de 1967, cuando los futuros yippies celebran juntos el año nuevo mezclando a su estilo la fiesta, la droga, la música y los planes para derrocar a Lyndon B. Johnson, el Presidente Demócrata que implicó profundamente a EEUU en la guerra de Vietnam. Los porros circulan y ellos se preguntan: «¿cómo nombrar la radicalización política del movimiento hippie que nosotros representamos, anhelamos y queremos empujar?» La marihuana dispara la inspiración y de pronto Paul Krassner grita eureka: «ya lo tengo, ¡yippies!» La racionalización sólo llegará más tarde: Youth International Party (YIP), la vanguardia política freak de la revolución juvenil en marcha.
Yippie!, escrito con una exclamación, como de sorpresa y júbilo.
Yippie: un nombre contra el poder de los nombres.
Yippie: ruptura del sentido, un sinsentido que desafía el sentido establecido.
Yippie: una contraseña que pasar entre quienes piensan que gozo y política pueden ir unidos.
Yippie: una creación poética, un mito, una ficción colosal.
No hay nada que explicar: «la única manera de entender es sumarse, involucrarse. Únete a la batalla del misterio contra la máquina televisiva». Pero atención: los yippies son un misterio a la vista de todos, no un comité invisible. Un secreto a voces, no una realidad al margen. Una especie de bruma o niebla presente por todos sitios que confunde las cosas y a las personas, también en el propio bando: «estamos entre el movimiento y la comunidad, entre la izquierda y el hip, entre los medios de comunicación y la calle». Rumores en lugar de demandas, payasos en lugar de portavoces, mitos en lugar de programas, la niebla yippie confunde una y otra vez los estereotipos de los media. Invisibilidad visible, visibilidad invisible. Porque sólo en el misterio se pueden dar formas de participación mística y otra experiencia del compromiso político.
2. Acción
«La acción es nuestra relación con todo», dejó dicho Bruce Lee. Lo mismo vale para los yippies y su «jiu-jitsu psicológico». El título del célebre libro de Jerry Rubin es bien significativo al respecto: Do it!
La acción media la relación con todo. ¿Qué significa eso? La palabra sólo tiene sentido si acompaña, induce, impulsa la acción. Los yippies eran oradores temibles: sus mítines fueron capaces en muchas ocasiones de desencadenar acto seguido manifestaciones espontáneas y disturbios, el sueño imposible de todo intelectual revolucionario. El teatro sólo tiene sentido en la calle, si afecta directamente a lo real, sin escenario ni espectadores, como teatro de acción de la vida. El arte sólo tiene sentido si produce inmediatamente otras relaciones sociales, sin obligación de pasar por ninguna mediación cultural o institucional, como festival, manifestación, ritual comunitario. Un libro sólo tiene sentido si es un arma que toca brutalmente la vida del lector, disparando su adrenalina y dirigiendo la energía vital liberada hacia la lucha social.
Formas colectivas de existencia,
práctica comunicativa,
desafío a lo establecido,
reinvención de los lenguajes,
abolición de las distancias,
amor armado,
belleza de la comunidad en marcha,
acción acción acción.
Nunca la acción paciente y gradual, la férrea-lógica-del-paso-siguiente de que hablaba Norman Mailer. Acción apocalíptica: «el radicalismo no funciona paso a paso, lógica o racionalmente: el radicalismo es una iluminación, una explosión histórica del cuerpo y de la mente, un orgasmo espiritual, una aventura en la que los individuos cambian de la noche a la mañana… Volverse revolucionario es como caer enamorado. Nadie puede explicarlo, no hubo aviso previo, las causas son cataclísmicas». Iluminación, explosión, cataclismo, orgasmo, aventura, amor loco… La acción como acontecimiento que sacude la existencia individual y la rompe en dos: antes y después. La acción como acontecimiento que trastoca el orden de la historia y lo parte en dos: antes y después.
Según Abbie Hoffman, la acción yippie tiene que ser idéntica a una buena película… de acción: dinámica, con la gente totalmente involucrada, sin permitir ninguna distancia, produciendo constantemente expectativas: ¿qué pasará ahora? Pero una acción sin programa, guión, ni estructura: imprevisible, creativa, abierta. Como dejó escrito Hannah Arendt en un arrebato yippie: «el acto más pequeño en las circunstancias más limitadas lleva en sí mismo la semilla de la misma ilimitación e imprevisibilidad; un acto, un gesto, una palabra bastan para cambiar cualquier constelación. En la acción, por oposición al trabajo, es verdad que nunca podemos saber realmente qué estamos haciendo».
Acción sin reivindicaciones, ni objetivos, donde la mejor explicación es la no-explicación, donde la forma es el contenido, donde el cómo es el qué. No en vano Abbie Hoffman tituló uno de sus libros más conocidos Revolution for the hell of it (porque sí): la lucha como forma de vida deseable en sí misma. Acción, por último, que confronte y polarice constantemente: oponiendo símbolos de libertad a símbolos de autoridad, dividiendo a la población e incitando a tomar parte y partido, poniendo sobre la escena el enfrentamiento irreductible entre los mundos.
3. Amérika (con la K de Ku Klux Klan)
Es muy simple: Amérika es la Muerte.
En primer lugar, repetición, silencio y pasividad en la familia, la escuela, el hospital, el cuartel, la prisión, la fábrica. En cada una de esas instituciones disciplinarias que formatean las subjetividades para hacerlas «dóciles y productivas». La trayectoria normal de una vida amerikana consiste en la pacífica transición de una institución disciplinaria a otra. Atacar una es atacarlas a todas. Como escribió Jerry Rubin sobre Julius Hoffman, el juez octogenario y despótico que presidió el tribunal del célebre juicio contra los ocho de Chicago: «Julius era todos los jueces, todos los políticos, todas las figuras de autoridad, todos los profesores, todos los padres». Homogéneo poder dinosaurio.
En segundo lugar, la novedad del consumo. A partir de un cierto momento, el capitalismo comienza a apoderarse de todo aquello que había quedado por fuera del trabajo y a convertirlo en mercancía de compra-venta: cultura, sueños, costumbres, sentimientos, etc. Herbert Marcuse, que fue maestro de Abbie Hoffman, radiografió en su obra esta «integración generalizada en un sistema de necesidades dirigidas». El «hombre unidimensional» que describe es un sujeto pasivo ya no sólo en el trabajo, sino ahora también en el tiempo libre (televisión, cine, turismo), convertido en cosa. Su razón es sólo una razón instrumental que manipula todo lo que toca.
Sociedades disciplinarias y sociedades de consumo coincidían entonces perfectamente, aunque el «capitalismo psicodélico» que denunciaban ya los yippies anunciaba el cisma: «la revolución arroja beneficios. Y por eso los capitalistas intentan venderla. Los chupasangres toman lo mejor de cuanto producen nuestras mentes y corazones, lo convierten en bienes de consumo, le ponen precio y nos lo revenden como mercancía. Toman nuestros símbolos, empapados todavía de la sangre de las calles, y los hacen chic. Se apropian de nuestra música, la música creada por nuestro sufrimiento, nuestro dolor, el inconsciente colectivo de nuestra comunidad».
Y por último, poder imperialista. Guerra en Vietnam, destrucción masiva, fuerza bruta, sacrificio de miles de jóvenes amerikanos en la jungla oriental, poder infinito de dar la muerte al otro deshumanizado y designado como enemigo.
En definitiva, muerte por todos lados. Esparcida hacia afuera y hacia dentro. Estabilidad contra inestabilidad. Orden contra energía. Represión y aburrimiento contra el goce de los cuerpos. Repetición contra creatividad. Sobre-organización contra el caos autoorganizado. Poder de destrucción contra la autodeterminación de los pueblos.
La muerte muere matando. La visión yippie sobre Amérika es la de una civilización herida y que llega a su fin. La política se presenta entonces como una estrategia de supervivencia: hay que escapar del barco que se hunde. «Amérika se desmorona, hay dos alternativas: revolución o catástrofe. Hemos descubierto el amor y la fraternidad de una comunidad que lucha hombro con hombro por su supervivencia. Hemos descubierto que sólo nos tenemos Unos a Otros. Alambradas de espino, porras, gases lacrimógenos y detenciones políticas son el estertor final de un gobierno que ha perdido el apoyo de la misma gente cuyas vidas trata de dirigir». Esto no lo escribe Tiqqun en el cambio de milenio, sino Jerry Rubin en 1967.
4. Contracultura
«¿Dónde reside usted?», le pregunta el fiscal a Abbie Hoffman durante el juicio de Chicago. «En la nación de Woodstock», es la respuesta fulgurante de Abbie. «¿Y eso qué es, dónde queda?», interroga el fiscal al líder yippie. «Es un nuevo pueblo, una nueva sociedad, un estado mental». La nación de Woodstock es el nombre que da Abbie Hoffman a la contracultura tras el célebre festival de 1969. Es el «mundo aparte» en el que los yippies piensan hacer palanca para volcar Amérika. Cristianos royendo las catacumbas del Imperio Romano. La droga y la música son los sacramentos de la nueva religión.
Ahora el sujeto revolucionario se llama drop-out:
el que se desconecta,
el que se desafilia,
el que deserta,
el que se pone al margen,
el que se baja del tren,
el que desaparece,
el que abandona los estudios, la oficina, la universidad
y se borra de la sociedad.
En una sociedad de la abundancia como la amerikana miles de drop-outs deciden empezar a vivir de otra manera aprovechando las copiosas migajas que caen de la mesa donde se celebra el banquete oficial. Política del éxodo (¡pero éxodo de verdad!): comunas que sustituyen a las familias, tribus que sustituyen a los amigos y a las organizaciones políticas, la orgía en lugar de la pareja o el matrimonio, el LSD en lugar de la razón instrumental, la gratuidad y lo compartido en vez del trabajo, la autoorganización creativa en vez de una vida prediseñada
El símbolo yippie era una hoja de marihuana en el interior de una estrella roja. La alianza de radicalismo y contracultura. Una política de las formas de vida: «nuestra política es nuestra música, nuestro olor, nuestra piel, nuestro pelo, nuestros cálidos cuerpos, nuestras drogas, nuestra energía, nuestra prensa clandestina, nuestra visión». La base contracultural diferencia radicalmente a los yippies de la Nueva Izquierda: ellos hablan desde otro lugar y también le hablan a ese otro lugar. «(La Nueva Izquierda y los políticos) se entienden. Todos visten chaqueta y corbata, se sientan, hablan racionalmente, usan las mismas palabras… Yo estoy en la emoción, en los símbolos y los gestos, no tengo un programa, no tengo una ideología, no soy parte de la izquierda», explica Abbie Hoffman. La contracultura como corazón vital del radicalismo y el radicalismo como expansión conflictiva de la sociedad paralela.
En resumen, los yippies pretenden 1) organizar el éxodo, crear espacios liberados para los desconectados, zonas de retaguardia donde descansar para proseguir el viaje, lugares para intercambiar saberes, promover por todas partes la política revolucionaria de lo gratuito (comida gratis trabajo gratis sexo gratis sonrisas gratis sol gratis luna gratis teatro gratis tienda gratis música gratis drogas gratis alojamiento gratis parque gratis). El amor en la nación de Woodstock no es otra cosa sino esta gratuidad, este desinterés, este rechazo de la posesión, esta donación de uno mismo, esta cooperación sin cálculo.
Pero también el amor tiene que organizarse y armarse para sobrevivir en el viejo mundo: sostenerlo es una cuestión rigurosamente práctica y material. Así que se trata de politizar el éxodo, hacerlo ofensivo, volverlo legible para las masas de desertores, un proceso menos ingenuo, espontáneo y a la vez consciente de sí mismo como movimiento, conocedor de sus amigos y sus enemigos (por ejemplo, el incipiente capitalismo hip o psicodélico que convierte la experiencia contracultural en mercancía de compra-venta).
5. Media
Los años 60 marcan el umbral entre las sociedades disciplinarias y las sociedades de control anunciadas por William Burroughs, lectura obligada para los yippies. Ya no la reclusión sino el control. Un control que consiste sobre todo en la comunicación: «cuando se informa y se transmite una información en realidad se dice lo que hay que creer, se hace circular una consigna», explica Deleuze siguiendo a Burroughs. Los yippies mismos son criaturas mediáticas: hijos primogénitos de la sociedad del espectáculo, los hermanos mayores de la primera generación educada por la televisión. Y por eso advierten tan rápidamente que la tele no sigue exactamente la lógica disciplinaria ni la ética protestante: le atrae demasiado el suspense, el morbo, lo exagerado, lo grotesco, el drama, el evento. Hay algo excesivo en la televisión, que puede volverse contra el poder mismo. Mc Luhan les enseñará después que los media son ya extensiones de nuestro cuerpo. De Warhol aprenderán que la única «línea de masas» posible pasa necesariamente por intervenir en la cultura pop. Y ellos mismos llegarán rápidamente a la conclusión de que en la mediatización de la comunicación social el pensamiento mítico prevalece sobre el pensamiento lógico-crítico. «Los media no informan de las noticias, las crean; un suceso se produce cuando la tele lo emite y se convierte en mito».
Los yippies piensan que si es en los media donde se configura directamente la realidad (lo que se puede ver, pensar, hacer y nombrar), si los media son el nuevo entorno, entonces ahí debe estar también el espacio de intervención política. Eso les alejará por ejemplo de los Diggers de San Francisco, que plantean que la propia comunidad debe ser siempre el objetivo, el espacio y el entorno de la acción. Tanto los Diggers como los Yippies quieren llegar a la gente, pero ¿dónde está la gente? Para los yippies está claro: enfrente de la televisión. Ellos le hablan a un espectador remoto. Mejor dicho: no le hablan, sino que le sacuden. Porque no se trata de aportar contenidos más críticos, sino de romper el formato del show. Desarticular el dispositivo mediático.
Por un lado, burlándose de lo más sagrado. Invitado a hablar en televisión en un programa de máxima audiencia en 1968, Abbie Hoffman descubre de pronto que lleva una camisa hecha con una bandera de EEUU. En cuestión de segundos, el programa recibe dos mil quejas telefónicas. Inmediatamente se censura el cuerpo de Abbie en la imagen, sólo se escucha su voz y se ve al presentador del programa entrevistando a una curiosa mancha azul. Todo se puede decir, pero hay cosas que no se pueden mostrar. Los cuerpos son más peligrosos que las palabras.
Por otro, filtrando en los media imágenes del nuevo mundo. «La TV es el arma secreta de los yippies: entra en cada casa, divide a las familias, azuza a los hijos contra los padres». Los yippies manipulan a los media no tanto para transmitir el horror de la guerra o el hecho de que existe una protesta contra ella, como sobre todo para exponer que hay una nueva manera de ver y estar en el mundo. El objetivo es abrir ventanas para tentar al espectador remoto, lanzarle señales y turbarle con imágenes de otro mundo, exponiendo la belleza del afuera. The Golden Path.
6. Mitos
¿Qué poder tiene quien no tiene ningún poder (económico, militar, tecnológico, numérico, etc.)? La gente de abajo se ha hecho esa pregunta una y otra vez a lo largo de la historia, toda vez que se ha apoderado de ella el demonio de la voluntad revolucionaria. También los yippies se la plantearon, mientras en el tocadiscos sonaba Lucy in the Sky with Diamonds. Se contestaron a sí mismos y actuaron en consecuencia: el poder de la comunicación. El mito, ése es el poder de los sin-poder. El mito que a la vez anuncia y construye un nosotros en el que cualquiera puede participar. El mito que alerta los oídos proclamando: «¡aquí está pasando algo y tú puedes formar parte!»
¿Qué mito proponen los yippies? En resumidas cuentas, el de la revolución juvenil. En los años 60 los jóvenes son enviados a la guerra por los viejos, fuman marihuana, queman sus cartillas de reclutamiento, escuchan a los Beatles, tienen visiones, acuden a festivales masivos, se dejan el pelo largo, abandonan sus carreras, se ponen a la escucha de sí mismos y del mundo, se van a vivir en grupo, sueñan y pierden la razón. Amérika sufre una auténtica hemorragia: todo se fuga, todo se escapa. El mito yippie es el de la cruzada de los niños. Pero en el imaginario yippie no puede haber fuga sin conflicto: la liberación pasa por interrumpir, desarreglar, alterar, agujerear, romper y subvertir las estructuras de poder establecidas. Por tanto, el mito ha ser necesariamente una narrativa de lucha. El nuevo mundo contra el viejo: ese es el mensaje que se debe lanzar, mediante el teatro-guerrilla y la mitopoiesis, mediante los rumores y la acción.
Pero atención: no se trata de un discurso crítico que transmitir, porque «el pensamiento lineal está obsoleto, es la hora de los iconos y las imágenes». Esto no lo escribe Bifo en el año 2000, sino Abbie Hoffman en 1967. La batalla es fundamentalmente una batalla de imágenes: la acción debe ser comunic-acción. Pero no se trata de oponer a la «industria de la conciencia» un contrapoder alienante simétrico y opuesto, sino de abrir «espacios en blanco» en los engranajes de la sociedad del espectáculo: «el espacio en blanco es la transmisión de la información donde el espectador tiene una oportunidad de involucrarse como participante». Mantener la magia y el misterio, no saturar ni adoctrinar, implicar a la gente personal y emocionalmente, menos ideología y más participación («en la ideología no se puede participar»). El espacio en blanco son símbolos y rumores, relatos y mitos cuyo sentido se completa sólo con la activación del espectador: «los rumores empiezan a volar como sólo ellos saben hacerlo. Los rumores tienen poder, como los mitos, la gente se siente implicada en ellos, añadiendo, sustrayendo, multiplicando». Tú eres el media, tú eres el mito. Esto no lo escribe Luther Blissett a mediados de los años 90, sino los yippies en 1967.
La verdad, entendida como adecuación del discurso a la cosa, no es aquí la fuerza decisiva. Es la distorsión la que tiene el poder de construir mitos: juego del teléfono estropeado. Importan más las expresiones y los tonos que la información transmitida por las palabras. El drama pesa más que la información racional. La revolución es un conflicto entre mundos, no una discusión razonable. La derecha republicana lo sabe tan bien como los yippies: en un mítin llegaron a exhibir como un trofeo la hermosa melena rizada que Abbie Hoffman perdió (¡no sin pelear!) al ingresar en la cárcel de Chicago. En definitiva, el mito yippie trata, como explica perfectamente un filósofo muy poco yippie, de «seducir en nombre de algo que es, finalmente, una verdad».
7. Humor
¿Quién era la principal referencia de los yippies? ¿Marx, Mao, Ho Chi Mihn? No, no y no. ¿Malcolm X, John Lennon, el Ché? Tampoco. ¡Lenny Bruce, el famoso humorista satírico estadounidense! El hecho de que un cómico sea la primera fuente de inspiración de un grupo político ya es algo bien llamativo. Uno se pregunta qué tipo de política es la que practica ese grupo.
Lenny Bruce se hizo famoso por su humor sucio y su gran capacidad para la improvisación. Sus actuaciones en directo eran vigiladas atentamente por la policía, que interrumpía los monólogos cuando juzgaba que el cómico traspasaba los límites de la decencia. Arrestado y juzgado en varias ocasiones por obscenidad, perseguido, censurado y vetado en muchos estados, Lenny Bruce acabó con su vida en 1962. Años más tarde los yippies lo nombraron su presidente honorífico y Abbie Hoffman le dedicó su libro sobre el festival de Woodstock. Escupir las verdades prohibidas, usar un lenguaje sucio, callejero y muy directo, mezclar la sátira y la crítica política, improvisar… ¡yippie!
¿Qué otros cruces entre humor y política inventaron los yippies? Una fotografía les muestra en una manifestación anti-guerra en Nueva York. Llevan entre varios una extraña pancarta que reza: «fuck communism». ¿Eh? Se trata de las dos palabras prohibidas en la Amérika de los 60 (literalmente, en el caso de «fuck»). Decir lo prohibido sin decirlo, evitando la censura y la criminalización, buscando la complicidad del espectador inteligente que sabe leer entre líneas y apreciar el ingenio de la operación. Decir sin decir: ¿no es eso precisamente lo que hace el humor?
Toda legitimidad se funda en algo que deja oculto: el humor lo revela y lo destruye. Por eso la risa libera y hablamos incluso de una «risa liberadora». Otra escena: Rubin y Hoffman entran en la sala del tribunal que les juzga en Chicago ¡disfrazados con una toga de juez! El verdadero juez les ordena encolerizado que se quiten inmediatamente el vestido. Hoffman y Rubin obedecen ipso facto, mostrando así el uniforme de la policía de Nueva York que llevan debajo. Carcajada general. Se presenta lo impresentable: la policía es la esencia del poder judicial. ¿No ha sido siempre ésa la función de los bufones y los payasos? Presentar lo impresentable (las verdades anti-oficiales) en la misma cara de los poderosos, haciendo así vulnerables a los invulnerables.
¿Y cómo reducir el poder destructivo a la impotencia sin generar más destrucción? El rebelde-payaso no opone al poder su propio poder, sino precisamente su impotencia, asumida positiva y gozosamente. We’re not leaders, we’re cheerleaders: un lema yippie. Hay que atreverse a hacer el ridículo, pero eso sólo está al alcance de personas muy fuertes. En la marcha al Pentágono de 1967, justo antes de que empiecen los enfrentamientos con la policía, muchos de los que luego formarían los yippies se esfuerzan por levitar el edificio mediante un ritual de exorcismo. La idea es que una vez que el edificio se eleve cien metros en el aire comenzará a girar sobre sí mismo y entonces expulsará todos los demonios que lo habitan: los demonios del militarismo y el imperialismo. Las autoridades, algo confundidas por el carácter de la iniciativa y tras pintorescas negociaciones, conceden permiso a los manifestantes para levitar el Pentágono ¡pero únicamente diez metros! El cachondeo es total. En su autobiografía, Hoffman cuenta muy serio cómo el edificio endemoniado empezó entonces a elevarse sobre el suelo y expulsó en el aire a los malos espíritus. ¿Mentía? No es seguro. Allen Ginsberg explicó tras la acción que la burla ritual había disuelto el miedo que infundía (y protegía) la autoridad del Pentágono y que en ese sentido sí lo hicieron levitar. La risa liberadora vuelve más ligero todo lo que toca.
8. Teatro
«Artaud está vivo en los muros del Pentágono», escribe Abbie Hoffman tras la multitudinaria marcha anti-guerra de 1967. ¿Por qué? Una acción puramente simbólica –la policía militar protegía un edificio que estaba prácticamente vacío el fin de semana en el que se realizó la marcha–, había establecido sin embargo «vínculos dolorosos y mágicos con la realidad y el peligro», tal y como le exigía Artaud a su teatro de la crueldad. Asalto frontal al edificio, acciones de desobediencia civil, miles de personas venidas de todos los rincones de Amérika, confrontación dramática entre las líneas de los jóvenes policías militares y las de los jóvenes manifestantes, el exorcismo delirante de los yippies, las imágenes de Vietnam sobrevolando todas las cabezas, detenciones masivas, un asedio de centenares de personas que duró dos días.
Hambre,
frío,
la exaltación de la protesta vivida en común,
la cercanía del peligro,
la belleza y la fraternidad del movimiento.
El aire libre facilitando la participación.
La multitud improvisando colectivamente,
sin necesidad de director ni autor.
Todos actores, todo real, sin público.
En los muros del Pentágono encontramos lo que Artaud exigía a un teatro que quisiera estar a la altura del «ritmo epiléptico y rudo de estos tiempos»: «envolver al espectador de la acción», «la poesía de los festivales y las multitudes», «una concepción de la vida apasionada y convulsa», «la creación de mitos», no sólo discursos, sino también «movimientos, formas, colores, vibraciones, actitudes, gestos». El teatro de los yippies quiso manejar siempre esos ingredientes: «es en parte vodevil, en parte insurrección, en parte recreación comunal». Un teatro-guerrilla: móvil y ligero, se infiltra y ataca las comunicaciones, aparece y desaparece. Un teatro del apocalipsis: «Nuestras tácticas son las crisis, las sorpresas, los cambios brutales en los sistemas de referencias». Un teatro de acción de la vida: «Actuar las fantasías, superar los miedos, acabar con las inhibiciones, tú eres el escenario, tú eres el actor, todo es de verdad». Pero entonces, ¿por qué hablar todavía de teatro y no simplemente de acción, de política o directamente de vida?
El grupo de los Diggers, de quienes los Yippies aprendieron tantísimo, organizaban comidas gigantescas en los parques de San Francisco para la gente pobre de la comunidad alternativa del barrio de Haight-Ashbury. Para llegar al lugar de la comida, había que atravesar un marco enorme dispuesto allí intencionadamente. El marco venía a decir: «fíjate bien, ahora estás al otro lado del espejo». El marco abría una escena y señalaba un corte: entre la normalidad y una situación insólita organizada según la lógica de otro mundo (cooperación, gratuidad, derroche). «Fíjate bien: esto no es normal; entonces: ¿qué es lo normal?» El marco hacía ver la redefinición en marcha de lo posible. Los Yippies sabían muy bien esto: necesitamos ficción para ver la realidad, así como también necesitamos ficción para ver la realidad como ficción (por ejemplo, que un despliegue policial tampoco es otra cosa que una escena de teatro). Todo depende del marco de referencia. Fíjate bien.
9. Chicago 1968
Ahora lo llamamos «cumbre» y «contracumbre». En el verano de 1968 el Partido Demócrata organizó una convención en Chicago con el fin de elegir candidato para las elecciones presidenciales de 1968, tras la súbita renuncia de Lyndon B. Johnson («¡se ha vuelto un drop-out!», decían los yippies) y el asesinato de Robert Kennedy. Podríamos considerar la contracumbre entera como una acción yippie.
En primer lugar, escenificaba la confrontación entre mundos. La propuesta yippie era celebrar un Festival de la Vida ininterrumpido durante tres días en el parque Lincoln, «una obra de teatro revolucionario para sustraer a las masas de jóvenes alienados a sus padres, a sus maestros y a Amérika como un todo». Allí pretendían que estuviese presente toda la cultura alternativa: desde los grupos musicales de referencia ofreciendo conciertos gratuitos hasta poetas-profetas célebres como Allen Ginsberg, pasando por los mejores grupos de teatro-guerrilla y toda la droga disponible. Estar fuera tiene que ser más atractivo que estar dentro. El Festival de la Vida debía mostrar y comunicar al mundo entero la belleza exuberante de la cultura juvenil alternativa frente a la Convención de la Muerte donde se decidía la continuación de la guerra de Vietnam. Se trataba de dramatizar las divisiones culturales que atravesaban entonces el país: «(Chicago es) una obra moral de teatro religioso que aborda emociones humanas elementales, pasadas y futuras: juventud y vejez; amor y odio; bien y mal; esperanza y desesperación; yippies y demócratas».
En segundo lugar, los yippies construyeron un perfecto evento mítico. Meses antes, utilizaron las negociaciones para poder establecerse en el parque Lincoln durante los tres días de la convención para crear expectativas sobre lo que estaba por venir. El alcalde Daley denegaba el permiso, los yippies escandalizaban con su propuesta de actividades, Allen Ginsberg cantaba «Hare Krishna» en medio de las negociaciones, la tensión en torno al evento crecía y crecía. Manipulando el ansia de morbo de los media, los yippies lanzaron rumores disparatados que la prensa recogía y amplificaba encantada: «los yippies proyectan echar grandes cantidades de LSD en el agua», «los yippies han pintados sus coches como taxis, secuestrarán a los delegados de la Convención y los soltarán en Wisconsin», «los yippies disfrazados de Vietcong piensan repartir arroz y besar a los niños por la calle», etc. La imaginación se excitaba más y más.
El teatro-guerrilla y el humor hicieron su aparición ya en pleno evento, cuando los yippies promovieron a un cerdo, de nombre Pigaso, para candidato demócrata. La campaña fue tumultuosa y muy corta, todos acabaron entre rejas, Pigaso incluido. Así lo narra Jerry Rubin en Do it!: «“La democracia en Amérika es de chiste”, grité mientras nos maniataban. “Ni siquiera se le permite a nuestro candidato pronunciar su discurso”. Nos llevaron a comisaría y cuando llevábamos un rato, un policía entró y nos dijo: “malas noticias, se enfrentan todos ustedes a cargos muy graves”. “Maldita sea, pensé yo, ¡el cerdo ha cantado!”»
Por último, en Chicago se desplegó a sus anchas la táctica yippie de la provocación/reacción: provocar al poder hasta obligarle a mostrar su auténtico rostro represivo. «Anhelamos la represión para exponerla», escribió Rubin. La confrontación intensifica además la experiencia de comunidad. Los yippies estaban divididos, no sabían qué deseaban con más fuerza: si que el Festival de la Vida saliese bien y adelante, o bien que la policía reprimiese destruyendo su sola posibilidad. Esto último fue lo que ocurrió. A pesar de la poca gente que se congregó finalmente en la ciudad para la protesta y el festival, Chicago 1968 es un acontecimiento importantísimo en la historia amerikana porque fue casi enteramente televisado y la represión policial salvaje quedó a la vista de todos. «The whole world is watching»: antes de que se coreara en Génova en la contracumbre de 2001, los manifestantes de Chicago aullaron ese eslógan en otra ciudad sitiada durante el verano de 1968.
Yippie vs yuppie: renuncia o repetición
¿Qué pasa cuando todo tu mundo se hunde a tu alrededor? ¿Qué haces cuando se desactiva la acción política que daba sentido a tu vida y percibes la despolitización como un estado de muerte en vida? ¿Qué queda de la creencia en lo colectivo cuando, en el deshacerse generalizado de un movimiento, los antiguos compañeros desaparecen o «traicionan» para poder seguir viviendo?
Estamos a principios de los 70. La represión sobre el movimiento se acentúa. En diciembre de 1969, Fred Hampton, portavoz de los Panteras Negras, es asesinado a sangre fría por el FBI. En mayo de 1970, en la Universidad de Kent (Ohio), cuatro estudiantes caen abatidos a balazos por la Guardia Nacional mientras protestan por la invasión amerikana de Camboya. Escalada del enfrentamiento, ¿hasta dónde puede sostenerse la dinámica de confrontación? La desesperación política por la crisis del movimiento en el cambio de década se retroalimenta con el salto al vacío de la agitación armada. Los que deciden asumir la dureza del nuevo paisaje y pasan a clandestinidad son los Weather Underground, un grupo surgido de la protesta estudiantil que toma su nombre de una canción de Bob Dylan («no necesitas a un hombre del tiempo para saber en qué dirección sopla el viento»). La atmósfera en el movimiento se hace muy pesada, quienes empujan hacia las líneas más duras llevan ahora la voz cantante. Los Weather Underground son para muchos un modelo de entrega y compromiso revolucionario. Incluso para los yippies. Jerry Rubin les dedica We are everywhere, su segundo libro, escrito en prisión, porque «hay un weathermen en el interior de cada yippie». En marzo de 1970, tres miembros de los Weather Underground se vuelan por los aires cuando fabricaban una bomba casera.
Otras tensiones desgarran a los yippies desde dentro: las mujeres y los homosexuales promueven entonces con mucha fuerza prácticas de separación activa. Denuncian la naturaleza patriarcal de los espacios, el sesgo masculinista en las formas de hacer y el papel relegado que se reserva a quienes no se ajustan al modelo androcéntrico. Jerry Rubin y Abbie Hoffman se convierten a menudo en el blanco de los ataques. Al fin y al cabo, son líderes «muy machos». Por otro lado, si bien a finales de los años 60 Abbie y Jerry meditan seriamente la necesidad de levantar estructuras organizativas, las nuevas generaciones yippies («zippies» y «yipellas») rechazan radicalmente todo atisbo de organización o disciplina, radicalizando la tendencia yippie al caos y la espontaneidad. Jerry y Abbie se convierten también en blancos de sus ataques (simbólicos y físicos): se han vuelto figuras mediáticas, no quieren abandonar la jefatura yippie, coquetean con el Partido Demócrata y, sobre todo, ¡ya son mayores de treinta años! ¿Y no repetían ellos mismos tanto aquello de que uno nunca debería fiarse de alguien mayor de treinta años? De ese modo, el mito de la revolución juvenil y el doble vínculo con las celebridades les empieza a pasar factura. Ahora se sienten presos de su imagen: atacados por feministas y jóvenes, despreciados ahora por los medios de comunicación (que los glorificaban sólo uno par de años antes) y adorados como iconos de consumo rápido por las grupies que los persiguen allá donde van.
Si en el Festival de Woodstock miles de personas se habían congregado pacíficamente para disfrutar colectivamente de la música, sólo unos meses después se desata la violencia en el Festival de Altamont. Un joven muere apuñalado por los Ángeles del Infierno, que habían sido contratados por los Rolling Stones para garantizar la seguridad del evento. El Festival de Altamont y los asesinatos de la Family de Charles Manson presentan una sombra inquietante en la «comunidad del amor» contracultural. De hecho, tras Altamont se habla de «la muerte de la nación de Woodstock».
En la contracumbre de Miami en 1972 nada funciona. Chicago queda ya lejos: la protesta es perfectamente absorbida por la nueva línea demócrata. Nixon triunfa de nuevo en las elecciones de 1972: la radicalización contracultural de los últimos años alimenta la exigencia de Ley y Orden en la balanza del miedo. El movimiento contra la guerra alcanza un tope. Y en 1973 se firman los Acuerdos de Paz de París por los que se pone fin a la Guerra de Vietnam.
El movimiento se hunde. Muchos militantes se convierten directamente en traficantes de droga: de revolucionarios a delincuentes. Las anfetaminas, la cocaína y la heroína sustituyen a la marihuana y el LSD en el imaginario popular. La heroína penetra y devasta enclaves míticos de la contracultura como el barrio de Lower East Side en Nueva York. Problemas materiales gravísimos afectan a los drop-out: no tienen carrera, oficio ni beneficio y ahora tampoco el apoyo de una comunidad. Se han quedado colgados en el aire en el salto revolucionario al nuevo mundo. Y mientras la realidad de las formas de vida desaparece a toda velocidad, el nuevo capitalismo hip o psicodélico consume la imagen hippie en musicales de éxito masivo como Hair. La ley del «sálvese quien pueda» impera en el hundimiento: Lee Weiner, uno de los encausados en el juicio a los ocho de Chicago, contará que un día de comienzos de los 70 decidió quemar su agenda en un restaurante, escapar y alejarse de los restos del naufragio del movimiento como única vía para conservar la cordura y la vida. En 1976, se suicida Phil Ochs, mítico cantautor folk y activista envuelto en todas las aventuras yippies. Como dirá su compañero Stew Albert, «su gesto legitimará el suicidio ante toda una generación».
Durante varios años, los yippies fueron capaces de afectar, desafiar y transformar la realidad, ¿cómo seguir relacionándose con ella una vez que se ha perdido esa capacidad y la realidad se ha vuelto como de plomo? ¿Cómo habitar una derrota tan descomunal? No fueron pocos los que siguieron el camino de Phil Ochs, incapaces de reaclimatarse a la normalidad después de haber vivido con absoluta exaltación una política de la intensidad que parecía no iba a decaer nunca.
Jerry Rubin decidió que era mucho mejor empezar a hacer yoga que pasar a clandestinidad. Desde comienzos de los años 70, mientras todavía mantiene su actividad política, se interna en el mundo de la auto-ayuda. Hasta el fondo, al más puro estilo Jerry Rubin. «De 1971 a 1975, experimenté en carne propia el electroshock, la terapia gestáltica, la bioenergética, el rolfing, los masajes, el trote diario, los alimentos saludables, el tai chi, Esalen, la hipnosis, la danza contemporánea, la meditación, el Control Mental Silva, el grupo Arica, la acupuntura, la terapia sexual, la terapia reichiana y la Casa More: un cursillo de Nueva Conciencia con todo un surtido de posibilidades». En 1976 publica un libro donde desnuda completamente su travesía hacia el Yo: Growing (up) at 37. El título es muy significativo: hace alusión a su edad, a la célebre consigna que lanzó en uno de sus mítines («somos un carnaval de adolescentes perpetuos, nos negamos a crecer en Amérika porque sabemos lo que significa: perder nuestros sueños») y al movimiento Grow up de crecimiento interior.
El libro comienza así: «en 1970, a la edad de 32 años, tenía todo lo que pensaba desear en la vida. Era el líder de un potente movimiento político que luchaba para cambiar las instituciones del país. Amaba y disfrutaba el amor de una ardiente mujer. Había escrito un best-seller y era el líder popular de la rebelión para la gente joven. Mi vida era excitante, comprometida, relevante. Había satisfecho todos mis sueños infantiles. Y entonces: crash. En poco menos de dos años, el movimiento político de masas desapareció y la mujer me dejó. Un grupo de jóvenes me retiró del movimiento por pasar de los treinta años. Mi fama se convirtió en notoriedad e historias del tipo «¿Qué fue de él?» Los periódicos empezaron a describirme con adjetivos como «antiguo» y «viejo». La gente se relacionaba conmigo como con una imagen, no como con un ser humano. Y lo peor de todo: me creía esa imagen. Me sentí muerto a los treinta y cuatro. Pero no me lo tomo personalmente. Lo que me pasó a mí le pasó también a miles de personas que creían estar haciendo una revolución política y cultural en los años 60. De pronto el movimiento se acabó y ¿dónde estábamos nosotros?»
Crucificado en su imagen, Rubin decide dar un giro radical a su vida. Un giro en torno a sí mismo. Como tantos otros radicales deprimidos políticamente antes y después que él, se dijo: «me expuse demasiado, los otros no me cuidaron y ahora debo cuidarme yo». Si en el movimiento había perdido la intimidad con su cuerpo, ahora volvería a cuidar de él: buenos alimentos, horas de sueño, ejercicio. Si en el movimiento se había convertido en un «símbolo incontrolable», ahora se disponía a reencontrarse con su verdadero Yo. Si en el movimiento tenía «muchos contactos, pero pocos amigos», ahora iba a cuidar más las relaciones personales auténticas y desinteresadas. Si en el movimiento su ambición personal había crecido desmesuradamente, ahora iba a aprender a diferenciar la voz del ego y la voz de la verdad. Si en los años 60 todo pasaba por una lucha contra el enemigo exterior, ahora entablaría una lucha interior contra sí mismo para encontrarse a sí mismo. En definitiva, se propuso dejar de criticarlo todo y hacerse cargo de la propia situación, porque «cada cual elige lo que quiere vivir», «obtenemos de la vida lo que queremos» y todo lo que nos pasa sólo es en el fondo «un proceso mental».
De alguna manera, Rubin proseguía a su modo la lucha de liberación de los años 60 contra el condicionamiento social. Pero ya no se trata del condicionamiento capitalista, sino familiar: «soy una copia en papel carbón de mi padre y de mi madre muertos». Rubin confiesa que le debe a su madre ser tan dependiente, ponerse tan nervioso al tocar a otros, estar siempre juzgando, comparando y compitiendo, pensar que ninguna mujer es realmente buena. Y a su padre, creer que la imagen es más importante que la realidad, hacerlo todo rápido, existir en la propia reputación y carecer de vida interior. Finalmente, a través de la terapia, se reconcilia con sus padres y les reconoce todo lo bueno que ha heredado de ellos: la sensibilidad, la cortesía, la ternura, la escucha, la belleza positiva de la timidez. «Lo siento, te perdono, madre». Rubin les dedica el libro a ambos, «con amor».
Según Rubin, si en el movimiento de los años 60 el rechazo del condicionamiento social pasaba por «el auto-odio», la terapia te ayuda por el contrario a «confrontar cosas, a tomar la responsabilidad por ellas, a quitarles el poder para destruir tu vida». Es una verdadera «declaración de independencia» con respecto a «la programación social que hace de nosotros en la infancia máquinas sin ninguna capacidad de elección verdadera». El movimiento Grow up es para Rubin una prolongación del acid-grass movement: ambos rompen con una existencia en la cual interpretamos papeles en lugar de ser y nos identificamos demasiado con nuestro nombre, el estatus, el ego y el poder. «Necesitaba matar a Jerry Rubin para ser Yo» y así «reencarnarme en vida».
Todavía en 1976, Rubin parece pensar en una re-politización. Ha tocado fondo, se ha encontrado a sí mismo y desde esa roca dura se propone impulsar de nuevo una vida política. «Quiero estar activo políticamente de nuevo, pero ya no a expensas de mi felicidad y de mi salud». «El malestar no es la única fuente para la acción política, la gente puede ser política desde un lugar satisfecho personalmente». «Quizá en los 80 veamos el activismo de los 60 combinado con la conciencia de los 70». No suena mal. ¿Por qué ha de estar reñida necesariamente la acción colectiva y la calidad de vida personal? Y sin embargo, ya en el propio libro se puede intuir algún problema para esa re-politización.
Rubin confiesa que, después de su proceso de autodescubrimiento del Yo, está «más cínico, más apático y más individualista que antes». Reconoce que en los años 60 tenía mucho ego y ambición, pero también «una afectación real por la pobreza y el sufrimiento, la desigualdad y la injusticia». Y ahora, como viene a confesar en una entrevista de la época, lo que pasa en el mundo ya no le abruma. ¿Por qué? Cuando el movimiento se viene abajo, Rubin busca un nuevo punto de partida para su vida. Es la única manera de escapar del barco que se hunde y seguir vivo. El espacio de elaboración de la crisis y de autodescubrimiento que encuentra es el movimiento Grow up. Las técnicas de crecimiento interior le dicen que para descubrir a su verdadero Yo y reconectar con él, lo primero que debe hacer es perder el ego y abandonar los apegos. «El potencial de la disciplina espiritual es la habilidad para romper la programación y los apegos de la gente. La gente piensa que es sus deudas, su trabajo, sus casas, sus posiciones de poder, sus niños. El movimiento espiritual tiene el potencial de poner a la gente en contacto con la esencia que hay tras las cosas con las que se identifican». ¿Qué significa esto, adónde le lleva?
Según el movimiento de autoconciencia, lo que uno es no tiene tanto que ver con los entramados de relaciones y los contextos histórico-sociales, sino con una esencia inmutable por debajo de todo ello. Por esa razón, rehacerse tras la crisis no pasa por recuperar fuerzas y encontrar nuevas alianzas, sino por aprender a encontrar el verdadero Yo tras cada relación, cada situación, cada devenir, cada contexto. La terapia se convierte así en una estrategia de liberación y una declaración de independencia… del mundo y de los otros. Ya no los necesitamos, más que de manera segunda y derivada. El nuevo punto de partida que encuentra Rubin para la vida conlleva una desconexión profunda de la experiencia política básica: descubrirse implicado en un mundo común. Por todo ello, quizá no es de extrañar que aunque acabe el libro sobre su viaje interior llamando a una re-politización, lo siguiente que sepamos de él es que se ha convertido en un empresario de muchísimo éxito y fortuna. De yippie a yuppie. Rubin pone a partir de ese momento todas sus capacidades –para emprender, entusiasmar, innovar, promover y motivar– al servicio de una sola causa: hacer dinero, todo el dinero posible. En eso queda su idea de un «socialismo del Yo». Como decía su amigo Stew Albert, «creyó inventar el socialismo del Yo, pero era una idea ya vieja. Se llama capitalismo».
A comienzos de los 70, la desesperación política conduce a Abbie Hoffman a coquetear con la cocaína. Consume y vende. ¿Problemas de dinero, curiosidad, voluntad de autodestrucción? En todo caso, la coca y el tráfico sustituyen a la intensidad perdida con el fin del movimiento. Abbie es capturado con una cantidad importante de droga en una operación policial. Sin apoyo social, con su credibilidad en crisis, en un contexto político hostil, Abbie corre el riesgo de ir a la cárcel durante una larga temporada. Es Abbie Hoffman: hundir a su persona en la cárcel es hundir la imagen de los 60 en el fango del descrédito. Decide entonces pasar a clandestinidad, en la que vivirá durante los siguientes seis años. Uno de sus amigos dirá: «prisionero de su mito, prisionero de su historia, Abbie vivirá la clandestinidad como una continuación de los años 60». Pero en la superficie social, los años 60 desaparecen a gran velocidad, ¿quién se acuerda de Abbie Hoffman?
La vida sumergida no será nada fácil para Abbie. Los Weather Underground, a quienes les pide el ingreso en la organización (¡como dirigente!), le rechazan: demasiado inestable, demasiado egocéntrico, demasiado ingobernable. Su padre muere de un infarto, que todo el mundo atribuye al episodio de la cocaína y al paso de su hijo a clandestinidad. Se separa de su mujer Anita y de su hijo América (!), que recordará luego cómo su padre le ignoraba casi completamente.
La vida en clandestinidad le permite deshacerse de su yo-imagen y mirar las cosas desde otro sitio. Por ejemplo, asegura haber descubierto «cómo es la vida de la gente normal», que él siempre había despreciado como pura alienación. También traba una nueva relación sentimental que mantendrá hasta el final de su vida. Una parte de él respira aliviada por poder dejar de ser quién es, pero otra sufre muchísimo por ello. En la vida en clandestinidad no hay confrontación, focos ni escena. La visibilidad es justamente lo que está prohibido. Y Abbie no lleva bien la penumbra. En uno de los ataques que empieza a sufrir entonces, recorre los pasillos de un hotel gritando: «¡Soy Abbie Hoffman, soy Abbie Hoffman!» Desde entonces le acompañan largos periodos de depresión. Es diagnosticado como maníaco-depresivo y empieza a ser medicado. Bajo una falsa identidad, se convierte en un líder de referencia de una lucha ecologista para salvar un río amenazado por una operación turística. Eso le devuelve la vida. «Es lo que sé hacer: soy un organizador de la comunidad».
Tras seis años de vida en clandestinidad se entrega a la policía. Pasa un tiempo en prisión, pero enseguida queda libre. Y vuelve a las andadas, pero sólo para encontrarse con el desdén y la indiferencia social. Se involucra en los movimientos anti-imperialistas (El Salvador y Nicaragua) y ecologistas (anti-nuclear) del momento. Es detenido en un par de ocasiones. Las luchas en las que se implica conocen algunas victorias. Pero para él ya nada es lo mismo. Es la época Reagan, la revolución queda lejos. Las luchas de los 80 no tienen comparación con las de los 60, pero Abbie no puede dejar de compararlas. Está clavado en su identidad: es una reliquia de los 60, incapaz de reinventarse a sí mismo en los nuevos tiempos. La nostalgia depresiva y la amargura se apoderan de él a menudo: «I miss my youth». Se embarca en una gira de debates con su viejo amigo Jerry Rubin bajo el título: «Yippie contra Yuppie». El guerrero Abbie Hoffman, fiel a sí mismo. El traidor Jerry Rubin, ahora el enemigo público número uno de la izquierda. La gira de debates arruinará una amistad que había sobrevivido al distanciamiento ideológico. Muchos de los que le tratan entonces le describen en caída libre: solo, enfermo, infeliz. Abbie es incapaz de vivir en tiempos no-revolucionarios: «nunca pudo aceptar que la pasión y la potencia de los años 60 se habían ido», dirá alguien. Lo que le daba la vida era desafiar al poder y ahora el poder le responde con una sonrisa burlona: «ya sólo eres una caricatura de ti mismo». Cuando a la depresión psíquica se añade una depresión física, Abbie decide quitarse de en medio. Se suicida con un atracón de pastillas en 1989 sin dejar ninguna nota de despedida. «La única cosa privada que hará en su vida adulta», dirá un amigo.
Jerry necesitó cambiar radicalmente para seguir viviendo. El rechazo a cambiar radicalmente impidió seguir viviendo a Abbie. Jerry decidió encontrar su «verdadero Yo», oculto bajo todos los disfraces y las máscaras de los años 60. Abbie decidió seguir siendo fiel a sí mismo: clandestinidad y luchas sociales. Pero, ¿realmente hay alguna esencia bajo el disfraz? ¿Y cómo puede uno ser fiel a sí mismo cuando desaparece el contexto social que hacía de uno mismo uno mismo? Entre la renuncia y la fidelidad como repetición, ¿qué vías se abren? ¿Qué significa madurar políticamente?
La guerra de los mundos
Primero fue el bombardeo, luego vino la caída. Hicieron de su vida un desafío y lo pagaron caro. La historia de los yippies nos fascina. Pero su desafío no puede ser el nuestro. Ahora cambiamos de tono y registro para preguntarnos porqué y exponer nuestras primeras intuiciones al respecto, fijar algunos puntos de contraste para seguir pensando.
Hay un nivel en el que podemos seguir pensando junto a nuestros héroes. Es el nivel táctico. Los yippies nos legan un depósito perfectamente actual y actualizable de formas de hacer, formas de decir y formas de estar. De hecho, los movimientos políticos más creativos de los últimos diez años lo han hecho suyo, aún sin conocerlo apenas. Una visibilidad enigmática, la potencia abierta de un nombre-ficción, el sinsentido que desafía el sentido establecido, ¿no fueron ingredientes de esa fuerza anónima que se expresó en la consigna Dinero Gratis o en el movimiento V de Vivienda? Los mitos que impulsan a la acción, las performances callejeras, los rumores, los fakes y el humor que dice (sin decir) lo prohibido, ¿no forman parte ya del repertorio de lo que se ha popularizado como «guerrilla de la comunicación»? Seguir esta enumeración sería fácil. En este sentido, lo más sorprendente es encontrar una extrema condensación de enunciados y estrategias del futuro en un pequeño punto de la galaxia contracultural amerikana, treinta años antes del nacimiento del movimiento antiglobalización.
Pero a otro nivel estas equivalencias y continuidades pueden funcionar como un trampantojo. Porque la potencia de la política yippie no consistía sólo en un repertorio táctico de herramientas más o menos originales o creativas, sino en la Idea-Fuerza que cada una de ellas presuponía, vehiculaba, y actualizaba a la vez: hay una guerra entre mundos. Amérika y la sociedad alternativa, el Festival de la Vida y la Convención de la Muerte, el viejo mundo y el nuevo mundo. No se trataba sólo de una ilusión o una construcción intelectual, el afuera era un posible efectuado aquí y ahora en las mil experiencias comunitarias que proliferaban al costado de la sociedad oficial. Ese afuera es la verdadera palanca donde los yippies se van apoyar para tratar de volcar la sociedad oficial.
Los yippies se constituyen en una vanguardia del enfrentamiento entre mundos. Una vanguardia freak y delirante porque se oponen a la «racionalidad» de un mundo que baña a los niños vietnamitas en napalm. Una vanguardia política, pero también estética, erótica o sensible. Cada una de sus intervenciones busca dividir uno en dos y trasladar la polarización al interior mismo de cada persona. Porque la guerra entre mundos se libra sobre todo en el desgarro más íntimo entre lo que cada cual es y lo que quiere/puede ser. Los yippies apuntan a esa contradicción y pretenden hacerla estallar hablando al deseo mediante imágenes. Lógica del antagonismo: entre los dos mundos hay que decidirse, porque la existencia de uno pasa por la total destrucción del otro. Ellos mismos se convierten (sobre todo Hoffman y Rubin) en imágenes vivas de la revolución juvenil. Proponen la ruptura de las formas alienadas de existencia, la promesa de una vida intensa y liberada. Representan, cada vez que irrumpen en la esfera pública, la distancia irreductible entre los dos mundos: locos, fumados, infantiles, violentos, carapintadas, fieros, divertidos, sexys, radicales. Ni siquiera contestan a las preguntas cuando les entrevistan, sino que aprovechan para encenderse un porro, burlarse de los presentadores de plástico, largarse un discurso incendiario, exhibir sus camisetas multicolores o sus melenas imposibles. Alteridad radical. Imágenes épicas, imágenes muy puras, imágenes sin sombra: Abbie y Jerry quedarán atrapados en ellas el resto de sus vidas.
El nuevo mundo está ahí, al alcance de la mano. Sólo hay que atreverse a saltar. Do it! La función de la vanguardia yippie consiste en «hacer hacer». Acción directa contra toda dilación. El imaginario del progreso y la temporalidad de la espera (plazos y etapas de la revolución) que maneja la Nueva Izquierda colabora con el viejo mundo. ¿Por qué esperar? La abundancia y el desarrollo tecnológico ofrecen las bases para un cambio inmediato. Se puede recomenzar todo sobre nuevas bases, ahora. Acción directa contra toda re-presentación. Incluidas las representaciones revolucionarias, como las que pone en escena el Living Theatre. Si la calle está viva, ¿qué demonios hacemos dentro de un teatro viviendo experiencias de liberación con horario fijo y pagando entrada? En el espacio acotado del teatro el escenario sigue organizando el juego, desconectado de las formas de vida alternativas, instalando la contemplación sin consecuencias (o la seudo-participación) como único modo de relación con la obra. La representación difiere la vida, los yippies participan de esa corriente de crítica de la separación que atraviesa todo el siglo xx y llega a nuestros días. Pero en su caso es muy paradójico, porque toda su actividad consiste en producir imágenes y símbolos pensados para el escenario de los medios de comunicación. Es el único que admiten porque entienden que ahora es allí donde se fabrica lo real y por tanto donde hay que llevar la guerra entre mundos. ¿Cómo plantear la acción directa en el terreno de las imágenes y los medios de comunicación? Se trata de que la imagen sea un arma de impacto inmediato. Choque, revelación, relámpago, cortocircuito, interrupción. Los yippies diseñan así cada una de sus acciones y de sus intervenciones en los media. Teorizan sobre los símbolos abiertos, pero muchos de los que proponen están completamente dirigidos. La acción directa yippie no quiere perder el control sobre los efectos.
Durante los años setenta el nuevo mundo se hunde. Queda sólo un mundo solo. La disolución del movimiento devuelve a los yippies a la orilla, con la resaca de una gran ola. La derrota les clava en ese mundo que han peleado por destruir. ¿Cómo vivir a partir de ahí? Las trayectorias de Abbie y Jerry son dos respuestas distintas a esa pregunta. Abbie se niega a aterrizar en el mundo único, la fidelidad a sí mismo pasa por insistir en el rechazo. Pero, ¿desde dónde? Ya no hace pie en ningún sitio y se queda colgado en el aire, entre la amargura y la melancolía. Jerry se despolitiza y decide triunfar en ese mundo que se ha vuelto único. Se convierte en su abanderado, con el mismo entusiasmo que fue abanderado de la contracultura: radicalmente, hasta físicamente (se corta el pelo y la barba, hace jogging y sólo come para nutrirse, etc.). Según él, el nuevo mundo ha triunfado a su modo (produciendo la liberación sexual, de las mujeres…) y ahora el viento de la innovación y el progreso sopla por otros lados (primero el movimiento de autonconciencia, luego la bolsa de Nueva York, Apple, etc.).
La historia de Abbie y Jerry representa para nosotros una metáfora del impasse en el que forcejeamos: la alternativa entre la fidelidad a una idea de desafío que ya no hace pie y la adaptación a la realidad. Ese impasse se nos aparece hoy como inadecuación radical entre los cuerpos (afectados), las palabras y las imágenes (críticas), las formas (y los formatos) de lucha. Cada cosa va por separado, sin apenas encontrarse. Los cuerpos se rebelan sin recurrir a ningún discurso, los discursos críticos giran en torno a sí mismos sin tocar la realidad, las prácticas efectivas se desencajan de los imaginarios de referencia, persisten las formas organizativas desfasadas, los modos de vida no casan con los modos de lucha, política y cultura se escinden, etc.
Judith Butler nos explica que cuerpo y palabra se desencuentran radicalmente en situaciones de dolor: por ejemplo, ante una pérdida importante. Alguien muy querido ha muerto, no sabemos nombrar lo que sentimos, no sabemos quiénes somos ahora, entramos en crisis de palabras o repetimos clichés de modo automático. La Idea-Fuerza de los dos mundos ahora sólo es una idea sin fuerza. Basculamos entre la opción de Abbie y la de Jerry, incapaces de elaborar positivamente el duelo y autotransformarnos. Preferimos hacer «como si» nada hubiera ocurrido y seguir dividiendo el mundo automáticamente en amigos y enemigos, capitalistas y anticapitalistas, nosotros y ellos, militantes y gente normal, movimientos sociales y realidad, interior y exterior, desierto y oasis, etc. O nos entregamos a la melancolía por la desaparición del «acto» verdaderamente radical de corte y separación que hoy se ha vuelto imposible, quizá simplemente porque ya no tiene la base donde prender (sin la pólvora contracultural, ¿qué explosión podría haber organizado la mecha yippie?).
La fuerza del anonimato
¿Se puede luchar sin alternativa en la que hacer palanca? ¿Podemos inventar una política sin afuera que no sea pura desesperación? Son preguntas que nos dejan perplejos y paralizados. Hay quien se esfuerza entonces en sacar algún conejo de la chistera especulativa: nuevos horizontes emancipatorios, sujetos revolucionarios y afueras de repuesto. Por su lado, este mundo único nos repite que no se puede luchar sin alternativa, colocándose así él mismo como única alternativa posible. Para desbloquear ese impasse, deberemos configurar otro imaginario de lo que significa luchar (otras imágenes, otras formas, otros discursos).
Un punto de arranque posible sería el siguiente: no preguntarnos si podemos o no podemos luchar sin alternativa, sino partir de que ya lo hacemos cotidianamente. ¿En qué sentido? No para salirnos de la sociedad, sino para crearla y recrearla en los intersticios del mercado, que hoy no opera tanto mediante formas disciplinarias que fijan los cuerpos a un lugar de encierro como en los 60, sino ensamblando y desensamblando continuamente el vínculo (léase también: el sentido) según la lógica de la maximización de la ganancia. De lo que resulta la dispersión y la precariedad como nuevo fondo inestable de lo social.
En estas condiciones de dispersión, el otro se convierte en «lo otro»: un recurso a instrumentalizar o un obstáculo del que librarme como sea. Es el tipo de relación que se nos propone pensar bajo la figura del «hostis»: no ya un enemigo reconocible e identificable (enemigo de clase, por ejemplo), sino más bien un problema ilegible, un otro absolutamente otro, un extranjero y un extraño (también interior: mis malestares, mis crisis de sentido). El mercado (ese mundo único) produce un territorio de hostilidad generalizada, donde el poder de representación se legitima en primer lugar como arbitraje necesario en la guerra de todos contra todos. La lógica del antagonismo entre mundos irreconciliables se ha convertido hoy en una estrategia de control: gestión desde arriba de la inseguridad y el conflicto.
En este paisaje, nos interesan las luchas que buscan transformar esa hostilidad en un mundo común y habitable, pero asumiendo su propia raíz: nos hemos vuelto todos extraños. Es decir, no las luchas que oponen a la dispersión algún tipo de cierre identitario, sino las que recrean y autoorganizan lo común entre extraños y desconocidos. Así, nuestro desafío ya no sería tanto dividir lo que está fundamentalmente unido, sino más bien reunir lo separado… pero en tanto que separado. Es lo que tratamos de pensar desde hace algunos años como fuerza del anonimato.
Por un lado, la fuerza del anonimato se expresa en las mil prácticas cotidianas invisibles que recrean informalmente el vínculo por fuera de la lógica mercantil de la conexión/desconexión según el beneficio. Como explica perfectamente Pierre Levy, si hay mundo, si aún vivimos en un mundo común, se debe a todos esos gestos que tejen en la sombra el vínculo. El mundo subsiste porque «las prácticas de acogida, apertura, cuidado, reconocimiento y construcción son finalmente más numerosas y fuertes que las prácticas de exclusión, indiferencia, cierre, resentimiento y destrucción». Levy reúne todas estas prácticas en el concepto de «hospitalidad», porque no se dan sólo entre quienes comparten identidad (familia, nación, clase social, oficio, religión), sino fundamentalmente entre extraños y desconocidos. No tejen un vínculo unánime, uniforme y desigualitario, sino recíproco, abierto e incluyente. Cada una de esas prácticas «hospitalarias» desobedece las dinámicas de guerra de todos contra todos que legitiman el poder de la representación. El problema es que esas prácticas no son utópicas: no niegan la realidad. Tejen una especie de sociedad subterránea, parcial, fragmentaria e inestable que sostiene la vida en común… y a la propia realidad. Paradójicamente, el mercado se hundiría de inmediato si no produjéramos cotidianamente relaciones no instrumentales, cooperación horizontal, apoyo mutuo o circulación no mercantil de bienes y servicios.
Por otro lado, la fuerza del anonimato se expresa también en luchas explícitas, que recurren al anonimato como estrategia no representativa de comunicación, visibilización, interpelación y generalización. Son luchas que se autoconvocan, sin rostro ni identidad clara. Están protagonizadas por gente cualquiera, desconocida entre sí, sin ideología ni participación regular en estructuras políticas estables. Escapan y desafían los esquemas convencionales, tales como izquierda y derecha. Se organizan por ejemplo a través de las redes sociales, donde el cualquiera se mueve como pez en el agua, se cortocircuita la distinción público/privado y se dan relaciones intermedias entre conocidos y desconocidos. Mediante un lenguaje muy directo y poco codificado, interpelan directamente a una intimidad común rompiendo el consenso, el sentido común y lo políticamente correcto («no vas a tener casa en la puta vida»). En muchas ocasiones los espacios de anonimato no muestran tabla reivindicativa alguna, ni poseen objetivos a muy largo plazo. No levantan nuevos gobiernos, sino que destituyen los existentes. No anuncian otro mundo posible, sino que más bien buscan impedir que se deshaga el único que hay, recreando nuestro vínculo con él. En resumen, son imprevisibles, incluyentes, horizontales pero no asamblearios, ambiguos, no utópicos, utilizan la coyuntura, atienden a lo existencial, potencian lo social sin dar cancha a los políticos y destituyen simbólicamente los saberes e instancias tradicionales de lucha.
El impasse de lo político al que nos referíamos antes tiene que ver con la dificultad de reconocer, valorar y componernos con estas luchas que redefinen lo posible sin criticar frontalmente el sistema, prisioneros como estamos entre el imaginario de la revolución y la adaptación a la realidad.
Ficciones de retaguardia
La experiencia yippie nos ha permitido pensar cuál era el papel de la vanguardia y el poder de la ficción en un contexto marcado por el imaginario de los dos mundos. Pensar ambos problemas desde la fuerza del anonimato nos obliga a revisarlo todo.
Primera cuestión. ¿Se puede intervenir en los espacios de anonimato? ¿Se puede suscitar su fuerza? ¿Cómo amplificarla? Veíamos que el modelo de la vanguardia yippie estaba basado en las ideas de polarización entre mundos y acción directa. Pero, ¿es posible esa polarización cuando vamos todos en el mismo barco? «Todos íbamos en ese tren» se coreaba en las manifestaciones tras el atentado del 11-M, resumiendo perfectamente lo que queremos decir aquí: hay un solo mundo, amenazado. La globalización intensifica esa percepción de fragilidad común, de interconexión, sin afuera posible. Cuando no hay ninguna posición de superioridad desde la que criticar, ningún nuevo mundo desde el que hablar, ningún afuera en el que hacer palanca o hacia el que empujar, cuando sólo hay problemas compartidos, ¿desde dónde y para qué se organiza una vanguardia?
En los espacios de anonimato no se sabe muy bien quién está a tu lado, quiénes son tus interlocutores, de dónde viene y hacia dónde va el cambio, cómo está vibrando lo quieto, cuál es el secreto del movimiento. No hay espacio para una vanguardia que enseña el camino a través de la acción directa y ejemplar. Más bien habría que pensar en «retaguardias» que cierran la marcha: escuchando y sistematizando, dando tiempo y espacio, elaborando y devolviendo, comunicando y amplificando lo que se produce en los espacios de anonimato. La acción de estas retaguardias no sería directa (agitar, arrastrar), sino precisamente indirecta: proponer dispositivos inacabados (enunciados sin autor, preguntas sin respuesta, contextos participables, procedimientos abiertos, ideas editables, espacios en blanco) cuyo sentido y uso sólo puede descubrirse con la implicación del otro anónimo en una aventura común.
Compartir algo, no empujar a alguien. Ser actuado, más que «hacer hacer». No presuponer el efecto de lo que se propone, tan sólo la inteligencia igual del desconocido. Hacerse tan anónimo como el otro y aportar desde la horizontalidad de una pregunta compartida. Problematizar, más que polarizar. Dejarse desbordar y arriesgarse a perder el control. Aceptar positivamente las distancias y las separaciones entre quien propone algo y quien hace algo con lo que se le propone, entre causa y efecto, entre teoría y práctica, entre imagen y vida, entre los diferentes planos de una misma vida, buscando más los cruces y las resonancias que la fusión. Buscar incluso lo común en el costado del enemigo. Por eso mismo acción indirecta, oblicua, ambigua, silenciosa muchas veces…
Segunda cuestión. Hemos visto en qué consistía el mito para los yippies: crear un contexto, una escena, un espacio mental compartido. El mito anuncia y construye un nosotros en el que cualquiera puede contarse. Señala y nombra un proceso en marcha e invita a tomar parte. Los espacios de anonimato también fabulan. Es vital para ellos proponer relatos abiertos de sentido donde sea posible participar y sentirse implicado, «añadiendo, sustrayendo, multiplicando». Pero las ficciones que proponen no están ya cargadas de la fe revolucionaria yippie: usan un lenguaje poco cargado ideológicamente, quizá incluso ambiguo o insípido, pero que sin embargo habilita en su interior a cualquiera a decir lo que quiera. No confrontan con la realidad desde la idea de otro mundo (utopía), sino que abren con respecto a ella pequeñas distancias que nos permiten habitarla de otro modo (heterotopías). No dividen el mundo en dos, sino que nos sustraen a los poderes de representación. No presentifican lo Otro en lo Mismo, sino que vuelven legible y compartida la realidad que vivimos. Ya no son armas del enfrentamiento entre mundos, sino herramientas del conflicto que plantean los espacios de anonimato: por autoconvocatoria, swarming, sustracción, vaciamiento, abandono, fuga, desidentificación, etc.
Un ejemplo que vale por otros muchos. Tras el atentado del 11-M, una consigna se replica desde abajo: «todos somos Madrid». Pero, ¿qué es Madrid? Todo el mundo lo sabe: nada. Una nada en la que cabe cualquiera. Algo muy diferente de lo que ocurre con el anunciado «España» que se propone desde arriba («les han matado por ser españoles», dice el presidente del gobierno). «España» depende de un cálculo político, su sentido viene dado, se define con respecto a un enemigo (la recurrente «anti-España», de geometría históricamente variable). Por el contrario, «Madrid» permite sustraerse a los significantes de la representación, abriendo un espacio de cualquiera. Un nosotros extranjero. No confronta o contrapone, sino que más bien ignora y deserta. Rompemos filas y nos vamos, vaciando el poder de la representación. Desertamos, pero no para fundar otro mundo, sino para hacernos presentes en el único que hay, para añadirle una dimensión común, para vivir directamente y en primera persona lo que (nos) está pasando. Nos referimos a cosas muy básicas: poder llorar sin sentir instrumentalizada cada lágrima o poder hablar con otra persona en la calle sin presuponerla en otro bando, sino en el mismo barco. Esa deserción invisible y casi imperceptible abre una distancia donde luego arraigará la protesta abierta del 13-M.
Un mensaje de despedida
Abbie, Jerry: os amamos. Pero no queremos acabar como vosotros, aunque entendemos muy bien y sabemos valorar las razones que os llevaron a cada uno a tomar sus decisiones. Así que estamos aprendiendo a mirar nuestro mundo con nuestros ojos, ya no con los vuestros. Madurar políticamente, le decimos a eso. Es difícil, ¡sois una influencia demasiado fuerte, demasiado épica, demasiado presente! Pero tenemos previsto hacernos más pacientes que vosotros, más topos. Hoy todo se ha acelerado muchísimo, pero las cosas importantes parecen suceder muy despacio, casi sin que nos demos cuenta. Igual no hacemos tanto ruido como vosotros, pero somos más efectivos.
Vuestro mundo ya no es el nuestro. ¿Cómo explicároslo? Nuestro malestar ya no consiste en ese desgarro íntimo entre lo que soy y lo que puedo/quiero ser que vosotros llamabais alienación, sino en la dificultad (¿imposibilidad?) para hacernos una vida y dotarla de una dimensión común: todo tiende a la precariedad, a hacerse superfluo y volatilizarse, a la individualización y la banalidad. Por eso vuestro desafío no puede ser exactamente el nuestro. ¿Romper qué? Está todo muy roto por acá. En todo caso, romper para defender algo que estemos construyendo o para darle espacio… Sin otro mundo en el que hacer pie, nos preguntamos dónde plantarnos para decir NO.
Hay amigos entre nosotros que dicen que vuestro destino estaba cantado, porque una política de la intensidad no se sostiene, nos agota, lo quema y devasta todo. Puede ser. Y sin embargo… no queremos otra. Pero ya no vamos a asociar la intensidad al gozo de un instante, sino al esfuerzo permanente de construcción de sentido y vínculos en esta realidad estallada. Vosotros sabíais bien que una vida intensa pasa por una vida en guerra. Pero nuestro enemigo se ha vuelto más abstracto y al mismo tiempo mucho más concreto: por un lado, esa disolución de todo que os mencionábamos y, por otro, nosotros mismos, nuestro miedo a cambiar, nuestro miedo al vacío, una sensación tonta de fortaleza autosuficiente que nos anestesia…
A menudo os echamos de menos. La izquierda sigue siendo esa cosa mortalmente aburrida que conocisteis. Los movimientos sociales no andan últimamente mucho mejor. Nos asfixiamos diciendo lo que hay que decir, viendo sólo lo que se quiere ver, haciendo lo que ya está hecho. Nos hemos vuelto gobernables de puro previsibles. Nos gustaría aprender a tomarnos la vida tan absolutamente en serio y al mismo tiempo todo lo contrario, como vosotros. Hacernos más ligeros. Expulsar el miedo a equivocarnos. No ponérnoslo nunca fácil. Estar allí donde no se nos espera y emocionarnos con todo lo que hagamos. De vez en cuando sucede algo rompedor en las calles, pero ¿sabéis qué? Viene de la gente normal y no politizada. No sé si lo entenderíais, pero al mismo tiempo ¡es muy yippie!
También hemos aprendido algunas cosas. Cuando necesitamos un héroe fabricamos uno virtual. Quizá nuestro Luther Blissett no tenía la fuerza de vuestro ejemplo vivo, pero al menos no sacrificamos a nadie en la trituradora mediática. Ya estabais los dos muertos cuando apareció (allí en Amérika precisamente) un movimiento que dio vida a muchas de vuestras viejas astucias estratégicas. Los media lo llamaron movimiento antiglobalización. En él usamos vuestras herramientas, pero no nos fuimos a vivir en ellas, ¿entendéis? Luego se vino todo abajo, se deshicieron muchas amistades y nos deprimimos bastante. Pero tampoco fue vuestra hecatombe. Quizá porque los tiempos han cambiado, quizá porque no pusimos toda la carne en el asador, quizá porque hemos aprendido a protegernos mejor. Siempre nos guardamos por lo bajinis muchos agarraderos con este mundo. Ya nos parece oíros: «no pasa nada si uno no se atreve a volverse loco». Vale, pero el caso es que diez años más tarde aquí seguimos. Es más de lo que otros pueden decir, ¿eh, Jerry? Ya no anhelamos una vida política, sino que vida y política puedan contaminarse, interpelarse, enriquecerse mutuamente, pero sin llegar a fundirse.
No nos comparamos con vosotros, ni hacemos vuestro balance. No os juzgamos, ni os reprochamos nada. A ninguno de los dos. Sólo nos apena una cosa: que sacrificaseis vuestra amistad en ese circo absurdo yippie vs yuppie. Una amistad que había sobrevivido hasta entonces a las rupturas políticas. ¿Merecía la pena? ¿No se llevó de nuevo el plano de la escena todo lo demás por delante? ¿Realmente es ahí donde se juega todo?
Aún tenemos mucho de qué hablar. Sigamos en contacto.