01.10.2012
Pensar (en) la dispersión
Entrevista con Franco Ingrassia*
¿Y si el impasse de lo político tuviera que ver con una desconexión profunda entre nuestro cuerpo y nuestro cerebro? Según esa hipótesis, nuestro cerebro político continuaría pensando los modos de intervención según una lógica del pasado: subvertir un orden fundamentalmente estable. Nuestro cuerpo, sin embargo, viviría ya un presente donde la estabilidad es una excepción y la alteración sería la norma, resultado de que el mercado opera hoy más por conexión/desconexión que por fijación. El problema, en las nuevas condiciones, no es tanto la excesiva sujeción de la vida en un punto (trabajo para toda la vida, pareja para toda la vida, un lugar para toda la vida, instituciones o valores para toda la vida, etc.), sino más bien la inexistencia. Es decir, el hecho de que todo tiende como «naturalmente» a la evaporación, la desintegración, la implosión, la entropía. Hoy nadie existe, salvo que demuestre lo contrario. Sólo existimos a la contra, a contracorriente de la dispersión, mediante un gran esfuerzo de tiempo, de atención, de presencia. Un esfuerzo que no sabemos bien cómo sostener, cómo sostener colectivamente, ni cómo compartir, cómo compartir colectivamente. De ahí que el problema central sea el del vínculo, cómo producir vínculo y qué tipo de vínculo. La hipótesis de la dispersión se propone pensar todas las consecuencias de este cambio decisivo, para que nuestro cuerpo y nuestro cerebro puedan volver a encontrarse como aliados.
¿Qué es la dispersión?
Es el nombre de una tendencia cada vez más presente en nuestras vidas. Aquella que hace que los lazos sociales que establecemos resulten cada vez más inestables, débiles y heterogéneos. Podría describirse como el tipo de experiencia social que produce la hegemonía del mercado. Si hasta no hace mucho tiempo la estabilidad de los vínculos era el presupuesto a partir del cual pensábamos nuestras estrategias de intervención (conservadoras o innovadoras, reformistas o revolucionarias), hoy la sensación creciente es que toda experiencia compartida se despliega sobre un fondo de contingencia, fragilidad e incertidumbre. Este nuevo fondo de lo social es lo que intenta volverse legible bajo la hipótesis de la dispersión.
¿De qué es resultado?
La dispersión podría pensarse como el efecto sobre lo social de la operatoria del mercado allí donde el Estado debilita su función reguladora y estructuradora de las relaciones intersubjetivas.
En el pasado reciente, el Estado se proponía moldear lo social en configuraciones estables, adaptadas al régimen productivo fordista, mediante instituciones (llamadas «disciplinarias») como la familia, la escuela, el hospital, el cuartel, la fábrica, la prisión, etc. La trayectoria de una vida podía ser descrita en términos de una circulación más o menos ordenada de una institución a otra. Ellas moldeaban las subjetividades, es decir, los modos de vida. Eran estas marcas institucionales, en su permanencia, las que definían quién era cada uno, las que ligaban ciertos cuerpos a ciertos nombres, tareas y lugares sociales. Y contra estos anudamientos y moldeamientos –en muchas ocasiones injustos y opresivos– se desplegaban las políticas emancipatorias modernas que eran, antes que nada, políticas de alteración de los órdenes estatalmente establecidos.
El despliegue de ese proceso de reconfiguración mundial que llamamos globalización introdujo una nueva serie de condiciones para el desarrollo de cualquier experiencia colectiva que transformaron el esquema anteriormente descrito. Hoy el mercado está constantemente ensamblando y desensamblando los vínculos en función de su incesante búsqueda de la maximización del beneficio. La alteración se convierte en la norma y la estabilidad en la excepción. Eso es la dispersión.
La hegemonía del capital financiero y de la operatoria de mercado que éste promueve trae como consecuencia la pérdida de centralidad del Estado, el debilitamiento de su función de meta-institución articuladora de los demás dispositivos institucionales. En todas partes crece una cierta sensación de crisis de sentido, de estar a la deriva. Las familias, fábricas, escuelas, hospitales, cárceles y demás instituciones continúan existiendo. Pero lo que tiende a erosionarse cada vez más es el contexto general de primacía de la estabilidad que la articulación metainstitucional estatal garantizaba. Y así como la significación de un texto depende de su contexto, en los entornos de primacía de la inestabilidad que genera el mercado, las instituciones de la era estatal ya no son lo que eran y necesitan repensarse para no caer en el automatismo ciego, en la perplejidad paralizante o en la deriva sin rumbo.
¿Cómo afecta la dispersión a nuestras vidas cotidianas?
La dispersión se traduce en un tipo de experiencia subjetiva caracterizada por el desborde, la saturación y la incertidumbre. La sensación de que nuestra vida se ramifica en infinitas diferencias –la heterogeneidad es un medio apto para la operatoria mercantil que la entiende como segmentación del consumo– va de la mano con el malestar que provoca la creciente dificultad para articular estas diferencias en una composición de sentido más o menos regulable, legible u orientable. La experiencia más habitual de la navegación en la web es un ejemplo claro de esto: vamos arribando a cada vez más enlaces que nos conducen a la apertura de nuevas pestañas que a su vez nos vinculan con nuevos enlaces hasta que, saturados de información, ya no sabemos a qué atender.
Es así como resulta muy frecuente que nos sintamos náufragos, a la deriva, sin capacidad de incidencia sobre nuestro rumbo, aferrados a recursos que encontramos desarticulados, en flotación, pero sin los cuales no podríamos subsistir. Al debilitarse la centralidad del Estado como metainstitución ordenadora de sentido, el acceso a la salud, la vivienda, la cultura, el trabajo o la experiencia amorosa se vuelven precarios, intermitentes, sujetos a composiciones tan contingentes como las condiciones en las cuales deben desplegarse. De este modo, nos vemos arrojados a una suerte de incesante bricolaje existencial, donde, en lugar de tener que luchar contra los roles y lugares previamente asignados para nosotros por la maquinaria estatal, nuestro problema se configura más bien como el de tener que autoproducir –de forma constante y a través de la innovación– los modos en los que queremos vivir allí donde todo tiende a destituir las configuraciones que osan establecerse.
Tomemos un ejemplo de la experiencia amorosa: hasta no hace demasiado, la forma hegemónica del vínculo sentimental era el matrimonio. Dicho modo de relación se articulaba con un conjunto de dispositivos –laborales, culturales, sanitarios, pedagógicos– que trabajaban en el sentido de una primacía «objetiva» de la estabilidad. Si permanecíamos pasivos al respecto, el vínculo se mantenía estable, formalmente idéntico a sí mismo. Y toda vía activa de subjetivación pasaba por generar una alteración de ese lazo que conducía a una experiencia amorosa disruptiva: ruptura del lazo y búsqueda de un nuevo amor, o redescubrimiento del otro en tanto otro y refundación transformadora del vínculo. Mientras que, en nuestras condiciones, la forma más habitual del vínculo ya no es el matrimonio sino la pareja. En la pareja no existe –en principio– mayor predisposición a la continuidad o al mantenimiento del vínculo que a su disolución. Y como el entorno en el que el vínculo se despliega es un entorno de primacía de la inestabilidad, lo más probable es que más temprano que tarde la alteración de las condiciones de encuentro lleve a la pareja a la necesidad de reinventarse si quiere permanecer viva. El problema no es ya la rutinización desapasionante, sino la construcción de una continuidad de la relación en medio de la alteración generalizada e incesante de sus condiciones (las variaciones en el trabajo, los horarios, la localización, las actividades, los proyectos y los demás vínculos de cada uno).
De ahí que el desborde y la saturación sean los riesgos subjetivos más habituales, ya que la cantidad de estímulos que la primacía de la inestabilidad genera implica un trabajo de constante actualización de nuestra lectura del medio en el que nos movemos (porque apenas logramos orientarnos, la cosa vuelve a cambiar y hay que reajustar dicha orientación).
¿Cómo es nuestra relación con el otro en la dispersión?
En condiciones estatales, el otro es mi semejante en tanto que comparte conmigo el espacio de la ley que regula nuestra interacción. Somos semejantes en tanto sujetos a la misma ley. No hay nada en las condiciones de mercado que instaure algo similar. Según la lógica neoliberal, el único modo de hacer legible el comportamiento humano es suponiéndole la búsqueda del máximo beneficio como motor. Por tanto, el otro deja de ser mi semejante y se convierte en un simple obstáculo a mi recorrido. Los mercados contemporáneos –habría que ver si podemos seguir hablando de sociedades contemporáneas– pueden ser pensados como territorios de la guerra de todos contra todos, como territorios donde las acciones de defensa de un confort «interior» ficcional se combinan con un reverso de hostilidad generalizada hacia todo lo que sea considerado como «exterior».
¿Qué papel tiene el Estado en condiciones de dispersión?
El Estado se encuentra en un proceso más o menos abierto de redefinición de sus funciones: la apuesta neoliberal consiste en que pase de ser el regulador general de los dispositivos institucionales que estructuraban la sociedad a constituirse en un dispositivo generador de «entorno de mercado» (clima propicio para las inversiones, intervención sobre movimientos colectivos o construcciones culturales que «distorsionen el libre juego de la oferta y la demanda», etc.).
Según otra línea, más intervencionista en lo social, se trataría de constituir al Estado en un agente que funcione dentro del juego del mercado pero con algunos privilegios particulares, como por ejemplo, la capacidad de desarrollo de normativas que, si bien ya no tendrían potencia suficiente para constituirse en precedentes sobre los cuales se desplieguen las dinámicas sociales y económicas, podrían incidir sobre las mismas con un peso no desdeñable.
Y podría pensarse en una tercera línea de investigación práctica de nuevas formas de estatalidad que apuestan a una hibridación con los procesos de autoorganización, recomponiendo la idea de la construcción de lo común como un proceso que articula una esfera pública que excede el ámbito específico de actuación del Estado.
Por otra parte, existe todo un conjunto de formas institucionales, procedimientos y lógicas normativas constituidas en las condiciones previas que siguen operando bajo las nuevas condiciones. Pensar el papel actual del Estado implica no sólo poder analizar las innovaciones que surgen en su interior, sino también los nuevos efectos que se desprenden de la persistencia de ciertos procedimientos en las nuevas condiciones.
¿Ayuda a explicar la dispersión el auge de las nuevas derechas?
Tal vez un elemento que esta hipótesis puede aportar para pensar este auge tiene que ver con que buena parte del discurso de las nuevas derechas resulta de una posición reactiva ante la dispersión. Ante la precarización de la existencia singular y social, las nuevas derechas instituyen una ficción identitaria «estable». Ante la volatilización de los vínculos, proponen la reactivación de un conjunto de códigos culturales «tradicionales» que –de modo falso pero no por ello ineficaz– operan con la ilusión de una restitución de la continuidad entre el pasado y el presente.
Estas respuestas reactivas exceden el campo que solemos identificar con las «nuevas derechas» y se difunden como riesgo de cierre identitario incluso en experiencias colectivas que se inician bajo premisas ideológicas bien distintas.
¿Cómo cuestiona la dispersión el pensamiento político vinculado a la idea de emancipación que hemos heredado?
Las diversas culturas políticas de la izquierda, tanto las provenientes de las grandes luchas obreras y populares del siglo xix y la primera mitad del xx, como las experiencias antiautoritarias de la segunda mitad del xx, comparten el supuesto de la primacía de la estabilidad sobre la inestabilidad en lo social y el rol central del Estado en este proceso de estabilización. De ahí que el problema de la ocupación o destrucción del Estado esté en el núcleo de la elaboración de sus estrategias. Se parte de un ordenamiento dado de lo social –que se buscaba reformar progresivamente, alterar localmente o revolucionar radical y globalmente– y se centra la intervención en lo que se identifica como la fuente de dicho ordenamiento.
La hipótesis de la dispersión viene a poner en cuestión justamente la idea de que lo social está estructurado y que el agente principal de esta estructuración sea el Estado. Ello implica una necesidad de analizar mucho más detalladamente el modo en que el mercado genera procesos de ensamblaje y desensamblaje de los lazos sociales, y una apuesta mucho más fuerte a los procesos de autoorganización que emergen como fuentes de producción de vida colectiva más allá de las operatorias mercantiles y estatales.
Ello no implica que el Estado desaparezca del radar de preocupaciones ni que deban eliminarse del repertorio de acción los procedimientos críticos o de ruptura, sino que lo que queda destituido es la premisa de que el Estado sea la fuente principal de ordenamiento de toda situación y de que toda política igualitaria pase necesariamente por un proceso previo de ruptura o de transformación de dicho ordenamiento.
¿Qué acción política emancipatoria es posible en la dispersión? ¿Dónde la localizas?
Es posible que la misma noción de «emancipación» implique una imagen demasiado anclada en el presupuesto de un tipo de dominación que opera por fijación –o, como dice bellamente Rancière, mediante el anudamiento de los cuerpos, los nombres, los lugares y las tareas. En condiciones de dispersión no hay tanto cadenas que romper, como experiencias colectivas que componer y sostener en entornos altamente variables, de modo que es posible que de lo que se trate sea de pensar en términos de políticas igualitarias: es decir, desarrollar un conjunto de procedimientos de intervención política que acompañen la producción y el desarrollo en el tiempo de experiencias de igualdad.
En este sentido, las diversas experiencias de autoorganización que en Argentina tuvieron un pico de visibilización durante los sucesos de diciembre del 2001, pero que continúan construyéndose hoy de modos más subterráneos, dan cuenta de procesos en los cuales la dimensión instituyente de formas de vida igualitarias –modos de cooperación y decisión asamblearia en las empresas recuperadas y movimientos campesinos, formas de intercambio más justas y sustentables en las redes de economía solidaria, procesos de desarrollo de democracia directa para la construcción de la trama urbana y el desarrollo de ciudadanía en organizaciones territoriales, espacios de libre acceso a la producción estética en los colectivos culturales autogestionados, modalidades participativas de construcción de la información en los medios sociales de comunicación, etc.– toma primacía y determina a los momentos críticos o destituyentes que se activan como momentos de las estrategias de autodespliegue de las propias experiencias.
El proceso –lento, complejo y para nada lineal– de constitución de un «campo» de la autoorganización, a partir del enlazamiento de estos distintos «puntos» o experiencias situadas, permite imaginar un horizonte en el cual cada vez más aspectos de la vida colectiva puedan sostenerse en dinámicas y espacios articulados en torno a premisas igualitarias –es decir, allí donde la singularidad permanece como diferencia cualitativa sin ser codificada en diferencia cuantitativa monetaria o jerárquica. La materialización de este campo implica el desarrollo de una red en la que los enlaces sean tan singulares como los nodos. Es decir, un tipo de articulación en la que el vínculo entre un punto de autoorganización y otro sea el resultado de una invención específica, distinta a la requerida para el enlace entre otros dos puntos de la red.
Desde mi perspectiva, el momento actual en este proceso implica que cada experiencia desarrolle al máximo posible su propio camino experimental prestando a la vez la mayor atención a los procesos desplegados por otras experiencias. No es necesario confluir apresuradamente, sino generar situaciones de intercambio en las cuales ciertos elementos de una experiencia puedan servir a otra y viceversa.
¿Cómo repensar desde ahí el problema de la organización y lo colectivo?
El problema de la organización se puede reenfocar en términos de proceso: más que el intento de establecimiento de una forma organizativa estable y eficiente, el desarrollo de múltiples procesos organizacionales –por momentos más estables, por momentos más fluidos– en función del aprovechamiento de las viabilidades cambiantes que la inestabilidad dispersiva va produciendo.
Las prácticas de autonomía operan hoy en el mismo suelo del mercado, pero no para adaptarse a él, sino para modificarlo. Ello implica poder producir operaciones de consistencia –a las que venimos refiriéndonos con el término autoorganización– sin recurrir a estabilizaciones inerciales que resulten en un colectivo incapaz de leer las variaciones de su entorno y operar en consecuencia.
La producción colectiva debe entonces construirse evitando dos riesgos simultáneos: el de su propia desconfiguración –la reabsorción de la experiencia en el flujo mercantil, con la consiguiente destitución de su ética fundante– y el del cierre identitario –la producción de una respuesta reactiva, conservadora, puramente defensiva ante la imprevisibilidad.
Es por ello que me parece importante insistir, contra la tendencia a constituir a los grupos como refugio, en la idea de que lo colectivo tiene que ser pensado como un «espacio de lo impropio», no tanto como territorio de afinidad sino como lugar de encuentro con la alteridad. Porque pensar lo colectivo en términos de afinidad, como lugar donde nos sentimos en casa, contribuye al cierre identitario del espacio, atenta contra la dinámica expansiva que a mi entender constituye la condición de posibilidad de la politicidad de un proyecto. La idea de lo colectivo como espacio impropio contribuye a tratar de eludir las implicaciones despolitizadoras de los cierres identitarios: relación hostil con el exterior en lugar de apertura, contagio y expansión, demanda de confort al interior en lugar de dinámica de autoalteración, expulsión de los elementos considerados «impropios» de un colectivo en lugar de construcción a partir de la alteridad.
¿Qué diferencia haces entre la dimensión expansiva de la política y el conexionismo capitalista que también busca multiplicar las interacciones y las redes?
Creo que, fundamentalmente, la diferencia es ética. Lo que orienta el conexionismo capitalista es la premisa de la maximización del beneficio: toda conexión o desconexión se mueve según ese criterio. Mientras que la dimensión expansiva de una política igualitaria se sostiene en la apuesta a querer ser consecuentes, a querer extraer todas las consecuencias posibles de la premisa de la igualdad de cualquiera con cualquiera. En este sentido, se trata de una apuesta muy difícil, porque implica asumir que, estrictamente hablando, no hay diferencias esenciales o jerarquizables entre el interior y el exterior de una experiencia colectiva. Una política igualitaria es expansionista en tanto es diagonal a todo comunitarismo, a todo particularismo identitario, en tanto reabre la trama afectiva instituida en un colectivo para entrar en contacto con la alteridad –tanto la alteridad de los «otros» (los que no forman parte aún de nuestro colectivo) como la que emerge entre «nosotros» (aquellos que venimos compartiendo una experiencia común). El riesgo, evidentemente, es que el encuentro entre dinámica expansiva y condiciones dispersivas resulten en una desconfiguración del proyecto. Es por ello que resulta vital para cualquier apuesta colectiva desarrollar una inteligencia táctica, una capacidad para leer situacionalmente cada momento de la experiencia para saber cómo modular el proceso expansivo.
¿Dónde queda entonces para ti el momento crítico-negativo (el NO, la ruptura, la interrupción, el acontecimiento) en ese esquema de la política que propones, donde lo central son los momentos afirmativos y constructivos?
Así como en condiciones de primacía de la estructura posiblemente la pregunta política central era «¿a qué te opones con esto que afirmas?», es probable que en condiciones de dispersión la pregunta política clave sea «¿qué construye tu oposición?» Planteado de este modo, los momentos crítico-negativos –y, particularmente, los procedimientos auto-críticos– no resultan a su vez negados, sino incorporados como instancias de los procesos constituyentes. Hay momentos en los que hay que decir «No». Y muchas veces a quien tenemos que decirlo es a nosotros mismos. Pero la pertinencia de la acción crítico-negativa dependerá de sus consecuencias afirmativas, de los efectos productivos que de esas negaciones se desprendan.
Dicho de otro modo, me parece que, más que hacer una «crítica de la crítica», de lo que se trata es de integrar los procedimientos críticos en tanto momentos singulares de las estrategias de composición expansiva. En este contexto, si los procedimientos autocríticos cobran una mayor centralidad es porque funcionan como recursos que permiten operar sobre las cristalizaciones que tienden a detener –o, más precisamente, a volver ilegible– el proceso de autoalteración de una experiencia. Se trata entonces de volver a dislocar la situación, llevándola más allá de sus propios límites, reabriendo la dinámica expansiva propia de toda política.
¿Tiene sentido hoy el eje izquierda/derecha? ¿Tiene en general para ti algún sentido nombrarse «de izquierdas»?
Tal vez sea un sentido muy genérico, pero mi primera impresión es que la idea de «izquierda» articula toda una serie de luchas por la igualdad acontecidas en diferentes momentos históricos en la cual yo creo que vale la pena intentar inscribirse. Pero parte de esa misma tradición, al menos como yo la entiendo, implica que la política siempre está en otra parte. La izquierda siempre llevó la política allí donde se suponía que no debía suceder: del mundo de los amos al de los esclavos, de los ámbitos de la nobleza a los espacios populares, del parlamento a la fábrica, de las instituciones a la calle, del espacio público al espacio privado, etc. Así que se trata, necesariamente, de una paradójica tradición experimental, una línea de continuidad que implica su propia innovación. Y esto conduce a trabajar en situaciones no codificadas donde el eje izquierda/derecha puede no resultar operativo como recurso de orientación.
Las dinámicas de la innovación implican que espacios, dispositivos o instituciones que alguna vez trabajaron en función de la producción de experiencias igualitarias hoy puedan haberse «derechizado», funcionando bajo una lógica antagónica y, viceversa, es posible pensar en ciertos procesos de reapropiación igualitaria de elementos o recursos surgidos en el marco de experiencias enemigas de la igualdad –pienso, por ejemplo, en ciertos elementos del pensamiento de Heidegger o en al menos dos de las «tres fuentes y partes integrantes del marxismo». Entonces, si bien el eje izquierda/derecha puede resultar útil para leer la historia y para inscribirnos en una tradición experimental –es decir, se trata de categorías con mayor valor retrospectivo que prospectivo–, creo que puede resultar un riesgo operar por defecto con esa codificación en las situaciones de experimentación en curso porque, justamente, la experimentación implica la construcción de experiencias sin modelo que necesariamente conllevan una interrogación de dicha codificación.
Por último, ¿cuál es la relación entre la hipótesis de la dispersión y otros análisis que asumen a su modo el carácter «dispersivo» de la realidad contemporánea?
La hipótesis de la dispersión es una elaboración teórica que podríamos considerar en proceso de construcción. Partiendo del rol fundacional que al respecto tuvo el trabajo del historiador argentino Ignacio Lewkowicz (Del fragmento a la situación, Sucesos Argentinos, Pensar sin Estado), este proceso implica múltiples lecturas, diálogos y apropiaciones parciales provenientes de otras constelaciones conceptuales.
En este sentido, hay una serie de elaboraciones compatibles con la idea de una prevalencia de la inestabilidad sobre la estabilidad, tanto en la dimensión descentralizada y modulante de las nociones de imperio y multitud según las elaboraciones de Hardt y Negri, los análisis del posfordismo de otros teóricos italianos provenientes de la experiencia obrerista, la metáfora del pasaje de lo sólido a lo líquido articulada por Zigmunt Bauman, y un largo etcétera.
Pero, más allá de las conexiones posibles entre diferentes constelaciones teóricas, me parece que lo verdaderamente central es la conexión entre los conceptos y las experiencias situacionales de invención política. En ese sentido, me parece que sólo un pensamiento político «en interioridad» –es decir, el pensamiento singular e irreductible que se despliega al interior de un proceso colectivo determinado– está en condiciones de determinar la pertinencia o la impertinencia local de determinada herramienta teórica. Y desde esta perspectiva, que podríamos denominar «epistemología militante», incluso la misma hipótesis de la dispersión debe ser puesta a prueba situación por situación y sólo tendrá valor de verdad allí donde logre constituirse en una fuerza material que incida en la experiencia en curso.