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01.10.2012

Para atravesar el impasse antes hay que haber entrado en él

1.Lo imposible como problema

El «impasse de lo político» no es un concepto teórico. Es un concepto eminentemente práctico que aparece como resultado de una dificultad: atacar esta realidad que se ha hecho una con el capitalismo se nos muestra como un imposible. Evidentemente, eso no significa que no se pueda luchar ni que la identidad capitalismo y realidad clausure completamente el mundo. Si osamos ir más allá del sentido común –lo que es imprescindible hoy para poder luchar– entonces hay que partir de una verdad que cuesta reconocer: lo imposible no es lo contrario de lo posible. Un imposible es aquella imposibilidad que se (nos) pone como problema. De aquí que lo imposible en tanto que problema tenga necesariamente dos caras: 1) «Lo imposible» hacia nosotros. En este caso, la imposibilidad es sinónimo de dificultad. La expresión «pedir un imposible» aplicado al éxito en la lucha recoge bien esta acepción. Se trata de la problematicidad inscrita en la propia acción política que se quiere transformadora. Esta problematicidad se nos presenta como arbitrariedad (no existe necesidad en la acción política); inconsistencia (de las propias vidas a la misma teoría crítica, nada de lo que hacemos permanece, estamos metidos en un volver a empezar continuo); dispersión (confusión entre proyectos personales y públicos, entre lo colectivo y los colectivo. 2) «Lo imposible» en sí mismo. En este otro caso, es la propia realidad la que se nos aparece como un imposible. La realidad es imposible porque se muestra intratable, insoportable… La frase «la realidad se ha puesto imposible» lo dice perfectamente. Imposible en ella misma significa, en concreto, que la realidad se indetermina y que también se cierra. Cuando queremos atacarla multiplica sus dimensiones con el objetivo de absorber el conflicto y la vez se encierra en la tautología: la realidad es la realidad. Blanda y dura. En todas sus infinitas variantes. Por eso hablamos de multirealidad y es en el modo como se da la autoposición de la realidad (la tautología) donde radica su carácter problemático.

2.Nuestra noche

Ciertamente las dos caras de lo imposible, la dificultad de la práctica crítica y la autoposición de la realidad, se coimplican en la medida en que la dificultad de la acción crítico-política deriva de nuestra propia situación, es decir, de nuestra inserción en la realidad mediante la movilización. En el fondo, la movilización global que hace de nuestra vida una cárcel, puesto que se confunde con la vida misma, consiste en la construcción mediante nuestra participación activa –el ciudadano como unidad de movilización– de una situación sin salida. Una situación sin salida que nosotros mismos contribuimos a erigir con nuestra disponibilidad absoluta, y al aceptar la hipoteca de nuestra vida por miedo a la muerte social que es la exclusión. La ausencia de salida confiere a nuestra vida una obsolescencia programada, una muerte más terrible que la misma muerte. La autoposición de la realidad no deja, pues, espacio para la crítica. El impasse de lo político es la conjunción de ambos aspectos, la problematicidad de lo que es imposible en sí y para nosotros. El impasse de lo político así abordado se puede describir entonces mediante una metáfora (la noche de la despolitización) y una estructura lógica (la circularidad). La noche de la despolitización expresa este coaislamiento en el que estamos sumidos, esta incapacidad de pensar la vinculación entre la vida personal y el destino colectivo. Y, sin embargo, la noche de la despolitización es también la noche del malestar aunque no alcanzamos a ver cómo dirigir esa ambigüedad contra la tautología de la realidad. Con todo hay que afirmar que esa noche no tiene ya nada que ver con la postmodernidad. La noche postmoderna implicaba un doble sentido de la «pérdida» que resumíamos así: «hemos perdido en la guerra contra el capital y, a la vez, estamos perdidos debido a la ausencia de horizontes». Ahora no es así. Por un lado, la derrota es algo lejano y tan obvio que no vale la pena detenerse en ella. Por otro lado, sabemos muy bien lo que queremos. Hemos aprendido que no tener horizontes puede ser liberador. No tener horizontes no significa carecer de objetivos, que sí los tenemos. Lo que ocurre es que la crítica no se materializa porque estamos metidos en una circularidad que ahoga la acción política transformadora. Esa circularidad o estructura lógica de nuestra noche se puede expresar brevemente de esta manera: lo que es políticamente factible no cambiará nada y las acciones que podrían traer consigo cambios realmente significativos son políticamente impensables.

3.La devaluación de la política

El impasse de lo político no debe confundirse con la pérdida de la centralidad de la política en la sociedad, aunque evidentemente se sitúa en el interior de esta mutación. Porque no se trata sólo de parálisis de la acción política con voluntad de verdadera transformación social –¿a qué fecha remontar el comienzo de dicha parálisis?– sino de una auténtica desvalorización de la política, que si bien tiene causas distintas, se da en todos los planos. El discurso filosófico se anquilosa en la filosofía política en tanto que disciplina. El discurso sociológico reduce la política a subsistema, por ejemplo, en Luhmann que sería un representante clave de la Teoría General de Sistemas, o la sustituye por la cultura como el nuevo paradigma de comprensión del mundo (A. Touraine). Y así podríamos seguir. Añadamos sólo que para la gente en general, no hace falta recordarlo, la política se ha convertido en sinónimo de corrupción, de vagancia. Esta desafección respecto de la política hace que los más capacitados huyan de ella, lo que genera una mediocridad imparable que llega incluso a la pequeña esfera crítica y militante. El discurso militante, sin embargo, sigue impertérrito defendiendo la acción política como una especie de ideal regulativo (la verdadera democracia, la unificación de las luchas, la izquierda, etc.). Lo que ocurre es que la propia idea de «intervención», al hacerse problemática, transforma la acción política en una práctica que sólo puede girar en torno a un «como si». Se hace (hacemos) «como si» la acción política de transformación social fuera factible. Pero la realidad-imposible nos obliga a optar entre reducir la acción política a un juego, juego que nada cambia ni tan siquiera a nosotros mismos, o a un discurso político «serio» que individua enemigos (la extrema derecha, el patriarcado…) y que pretende organizar una multiplicidad de resistencias que, en el fondo, desconoce. El impasse de lo político –la noche de la despolitización y el bloqueo de la acción política de transformación social– no puede vivirse desde la indiferencia sino desde la inquietud. Hay demasiada sangre y hambre en el mundo. Dos referencias muy distintas como punto de apoyo y una constatación. La primera es el inicio de una entrevista con Assange (fundador y editor de «Wikileaks») en la que denunciaba el ejercicio mafioso del poder. «He leído más documentos filtrados que nadie. Creí que sabía cómo funciona el mundo. Nada me preparó para lo que he encontrado». La segunda es la respuesta de un narcotraficante brasileño a un periodista: «Estamos todos en el centro de lo insoluble. Sólo que nosotros vivimos de él y ustedes no tienen salida. Sólo la mierda. Y nosotros ya trabajamos dentro de ella. Entiéndame, hermano, no hay solución. ¿Saben por qué? Porque ustedes no entienden ni la extensión del problema». Parece que, finalmente, esta entrevista era falsa, y sin embargo, justamente por expresar tan bien nuestra realidad ha tenido una extraordinaria circulación en internet. Y una constatación: a pesar de todo, lo imprevisible sucede y la historia no está clausurada. Sólo hace falta mirar el Magreb.

4.Con todo: ¿hacer política?

La pérdida de centralidad de la política en la sociedad no es un fenómeno accidental. Se trata de una característica definitoria de la realidad global. Cuando la realidad se hace plenamente capitalista, entonces se naturaliza ya que actúa como esencialmente despolitizadora. Los distintos mecanismos que aseguran su funcionamiento tautológico (indeterminación o gelificación, cierre mediante la obviedad, captura de la ambivalencia…) apuntan a este emborronamiento generalizado en el que todo tiende a confundirse: la búsqueda del enemigo es tanto el descenso interminable por un fractal como un choque directo con un poder que tiene una presencia absoluta, la grieta en la que nos introducimos para poder respirar se hace angosta y nos deja en la intemperie o es tan ancha que se transforma en un mar que nos ahoga. El dilema que reformula la circularidad anteriormente expuesta, si bien ahora en un marco más general, es el siguiente: 1) En la época global, la realidad misma se convierte en problema político (y ya no simplemente epistemológico o gnoseológico). 2) Pero la política es incapaz de resolverlo y, paradójicamente, sólo la política puede hacerlo. Lo que con este dilema afirmamos es que pensar una política crítica en su problematicidad tiene que afrontar también la pérdida de la centralidad de la política, aún a sabiendas de que ese «no» es propiamente nuestro problema. O mejor dicho, lo es únicamente en la medida que define nuestra época como esencialmente postpolítica. No se trata, por tanto, ni de rehuir lo político refugiándose en una especie de mundo políticamente neutralizado construido sobre la mera relación o vínculo social ni de reactivar la política clásica moderna con sus categorías inservibles como si nada hubiera pasado. Si deseamos salir del eterno debate «fin de la política/retorno de la política» en sus múltiples versiones tenemos que encarar lo que podría llegar a ser una política para una época postpolítica. Y en ese punto hay que ser claro, esa tarea ya no tiene nada que ver con defender la crítica en un momento en que la crítica ha sido deslegitimada, o en elaborar un pensamiento crítico cuando los fundamentos se han venido abajo. Eso ya ha sido realizado por muchos de nosotros. En definitiva, hemos atravesado la post­modernidad y la época global en la que estamos nos exige un esfuerzo más: materializar la crítica o, lo que es igual, «hacer política». Construir nuestra política en unas condiciones marcadas por el impasse de lo político.

5.La consumación del nihilismo

Es difícil asumir el carácter postpolítico de la época global en la que estamos y aceptar cómo esa imposibilidad de la política afecta a todo discurso político, sea crítico o no. En otras palabras, vivir en la época global es habitar en «el centro de lo insoluble» lo que significa que el impasse de lo político no viene definido única y exclusivamente por el carácter tautológico de la realidad sino también por el hecho de que la realidad –empujada por un capital desbocado y en copertenencia con el poder– ha emprendido una «fuga hacia delante». Esa «fuga hacia delante» de la realidad capitalista no puede abordarse a partir del concepto de crisis. Aunque añadamos dimensiones descriptivas a la crisis «económica» actual (crisis de los valores, crisis de sentido…) siempre resultará insuficiente ya que es el concepto mismo de «crisis» el que está en crisis. En crisis, es decir, desbordado puesto que el desbocamiento del capital con todo lo que implica no se deja encerrar en él. El concepto de crisis desde su origen en la antigua medicina griega significaba «paso hacia», lo que presuponía, evidentemente, un paso hacia una mejora o hacia un empeoramiento. Este horizonte dual que la ciencia económica retoma es el que ya no sirve en la actualidad. Hablar de «fuga hacia delante» es más apropiado puesto que este término problematiza tanto la idea de un «paso hacia» o transición como el propio finalismo dualista (apocalipsis/salvación), y sobre todo, porque nos permite dar cuenta del cambio que se ha producido en relación al tiempo, más exactamente, en el modo de vivir la temporalidad: el futuro no es ya promesa sino auténtica amenaza. Desde ese no-futuro, el pasado se ve teñido de nostalgia y la eternización del presente aparece como la única manera de evitar el futuro. El tiempo estalla en una multiplicidad temporal que sólo el miedo como horizonte parece poder sobredeterminar. La política se reduce a la gestión técnica de la movilización global, al encauzamiento del malestar social que esta marcha imparable del capital produce. Denominar esta «fuga hacia delante» globalización neoliberal es parcial, ya que supone quedar prisionero de un paradigma económico hace tiempo superado. Se hace necesario recurrir a un término filosófico de larga tradición como es el de nihilismo. Con lo que ahora podemos avanzar una primera formulación. El nombre que corresponde a esta «fuga hacia adelante» de la realidad, y que marca profundamente nuestra época, es la consumación del nihilismo. ¿Cómo llamar sino el lugar que habitamos caracterizado tanto por la ausencia de límite como de afuera? El concepto de impasse de lo político se puede empezar a precisar. Si no hay línea que cruzar ni afuera a donde ir, entonces obligatoriamente giramos en torno al «centro de lo insoluble». La imposibilidad de la que partíamos se nos muestra finalmente bajo la forma de un problema-sin-solución, o sea, de un problema que, porque encierra, sólo se puede atravesar. Estamos en el interior de la consumación del nihilismo y, únicamente teniendo en cuenta esta situación epocal, se puede abordar verdaderamente el impasse de lo político.

6.Dentro del vientre de la bestia

Aunque existe una gran diferencia en el modo de abordar la cuestión del nihilismo por parte de Nietzsche y de Heidegger –tanto por lo que hace al diagnóstico como a la respuesta– desde la perspectiva de su consumación se produce un acercamiento entre ambos sumamente útil. Por un lado, Nietzsche que adopta un enfoque «psicológico» nos presenta el nihilismo como una desvalorización de los valores supremos porque falta el fin, «porque falta la respuesta al ¿para qué?» lo que le lleva a defender una terapia superadora que tendrá en la afirmación del eterno retorno su palanca; por otro lado, Heidegger desde un enfoque más estrictamente ontológico, nos dice que el nihilismo es el olvido del Ser –el olvido de la pregunta por el Ser ya que el Ser permanece velado por el ente que es– y que de ahí arranca la metafísica cuya culminación se daría en la técnica, en el dominio planetario de la técnica. Según él, la única solución ante ese despliegue del nihilismo ya no puede ser activista sino un cierto tipo de espera que permita abrirnos a una relación otra con el Ser. Por lo demás, como es sabido, Heidegger intentará mostrar que Nietzsche no sólo no sale del nihilismo sino que lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Sin entrar en mayores precisiones, lo interesante reside en que Nietzsche recoge con su aproximación una de las caras fundamentales de la consumación del nihilismo (no hay respuesta al ¿para qué?) y Heidegger, por su parte, muestra bien cómo el nihilismo en tanto que una cosificación o entificación generalizada se proyecta sobre el conjunto de la sociedad, si bien su extensión y penetración queda encerrada dentro de un concepto de técnica en el fondo totalmente neutro. Con la consumación del nihilismo que la movilización global comporta se extreman, y a la vez, se complementan ambas aproximaciones. La movilización global, en la medida en que nos constituye en unidades de movilización, es una auténtica máquina de nihilización basada en una relación doble de sujeción/abandono que va mucho más allá de la mera expropiación de nuestra vida. Hoy vivir significa «tener una vida» que gestionar, o sencillamente, carecer de ella. No existe otra opción: o haces de tu vida una cárcel, es decir, un cuerpo secuestrado y marcado por el capital, o no cabes en el mundo. Vivir es aceptar que tu vida no vale nada. Que la realidad (capitalista) la utilizará mientras convenga, para después deshacerse de ti. Ciertamente siempre ha sido así. La «novedad» que nuestra época introduce es que esta nihilización de la vida ocurre cuando, paradójicamente, la vida se convierte en lo más valorado: la vida (personal) es mi capital. Con lo que la condena que se nos impone es muy fácil de describir puesto que consiste simplemente en encerrar nuestra vida en una vida privada, en hacer de cada vida una propiedad privada. Por eso el movilismo de la movilización nos tritura, nos enferma y nos mata. El sin sentido, el «huésped más inquietante» que intuía Nietzsche reside, justamente, en este movilismo permanente; y cuando el nihilismo es «puesto a trabajar» bajo la forma de técnica como Heidegger constata, y deja de ser simple ausencia de valores funcional al poder, entonces se convierte en el mecanismo fundamental de reproducción de la realidad. Una reflexión complementaria puede ayudar a aclarar todo lo anterior. Cuando Heidegger discute la idea de eterno retorno nietzscheana para reconducirla dentro de la historia de la metafísica, la acerca a la esencia del motor moderno. El motor, en su continuo girar, no sería más que una forma del eterno retorno de lo igual. Su compatriota Jünger, en cambio, al analizar el nuevo tipo de guerra que está surgiendo –la guerra entendida como proceso de trabajo y la existencia personal como pura energía que alimenta una turbina de muerte– se acerca mucho más a una noción compleja de motor. Porque el motor que se inventa con la modernidad no se limita a girar: nos hace girar en su interior. Vivir es habitar en el vientre de la bestia. La movilización global, insistimos, es esa máquina capitalista (Estado-guerra, fascismo postmoderno…) nihilizadora de nuestras vidas. Por esa razón, el famoso debate entre Jünger y Heidegger acerca de la posibilidad o no de cruzar la línea del nihilismo acerca de la necesidad de que tenga lugar un total despliegue del nihilismo para que pueda efectivamente ser superado pierde relevancia. En la consumación del nihilismo, dentro del vientre de la bestia que nosotros mismos alimentamos ¿qué significa querer agotar el nihilismo para poder liberarse de él?

7.La autodisolución de la nada

Reivindicar la transgresión del límite, como por ejemplo hace Bataille, es desgraciadamente inútil. «El extremo es la ventana: el miedo a lo extremo te deja en la oscuridad de la cárcel». Demasiado bonito. Tampoco abre un horizonte luchar por la reapropiación de la propia vida cuando vivir se ha convertido en pagar una deuda de vida por una vida que ha sido precisamente concedida. La consumación del nihilismo, en definitiva, es este desierto circular que habitamos, una constelación de poder, ser y nada que nos mata, y a la vez, nos mantiene vivos. Por esa razón, la consumación del nihilismo no nos deja fuera de él. Con lo dicho empieza a revelarse la consumación del nihilismo en su auténtica esencia. La nada no es un final, no es punto de llegada puesto que la propia nada se disuelve. Recientemente un trabajador de una empresa de automóviles explicaba a un locutor de televisión que, con la reducción del salario y la aceptación de unas condiciones de trabajo más duras, habían evitado la deslocalización. Ante la insistencia del periodista en conocer cuáles eran realmente las concesiones, el trabajador se limitó a responder un lacónico: «Esto es lo que hay». Esta frase, convenientemente descontextualizada y en ella misma, resume perfectamente la consumación del nihilismo. «Esto es lo que hay» y nada más. Nada de querer vivir, nada de la ambivalencia del querer vivir… solamente el peso de la realidad. El peso de la realidad que empuja a claudicar frente a ella. No nos ahogamos por falta de sentido, sino por demasiado (s)entido(s). «Esto es lo que hay» contiene y encierra todos los sentidos. Por esa razón, el nombre más adecuado para decir el peso de la realidad es el de obviedad. Y, la obviedad, es lo que nos impide respirar. Pero ¿por qué? Porque la obviedad, es decir, la fuerza de lo dado, desaloja la nada y cierra cualquier grieta. El trabajador que aparecía en la televisión no proclama que «No hay nada que hacer» lo que, en última instancia, podría abrir una travesía del nihilismo; muy al contrario, su afirmación «Esto es lo que hay» no contiene grito alguno. Se puede, sin embargo, dar un paso más y transformar el «Esto es lo que hay» en pregunta. Entonces ante el «¿Esto es lo que hay?» descubrimos que lo que la obviedad tapona no es la nada, sino el hecho de que la propia nada se ha disuelto: nada de nada. En otras palabras, la radical imposibilidad de un comienzo ya que ni siquiera podemos apoyarnos en la nada. Con lo que la consumación del nihilismo se nos muestra finalmente como la autodisolución de la nada.

8.Levantar una posición

La autodisolución de la nada nos deja en el desierto circular donde la indeterminación se generaliza. No es extraño, pues, que en la actualidad los conceptos más empleados para describir nuestro mundo sean el de dispersión, ambigüedad, precariedad… Esta fenomenología, aunque es acertada, no deja de ser la cara más superficial de la consumación del nihilismo, de la ausencia de una posición. En el desierto circular de la indeterminación existen múltiples opciones vitales, culturales o políticas… –esa multiplicidad de opciones personales es precisamente el desierto circular– y vivir consiste en escoger alguna de ellas. Hay opciones pero ninguna posición que pueda sostenerse. Como si las tormentas de arena abatieran cualquier intento de levantar un enclave de resistencia. Posición posee tres significados: postura, categoría en una escala y emplazamiento. En este punto nos interesa destacar esta última acepción. Una posición conlleva un posicionamiento. En otras palabras, una posición siempre tiene que ser ganada. Ganada contra el orden. El diccionario de la RAE lo explica así: «Posición es un punto fortificado o naturalmente ventajoso para los lances de la guerra». De nuevo podemos reformular nuestra noción de impasse de lo político. El impasse de lo político es el intento por alzar una posición en lo indeterminado. Es querer ponerse frente a la consumación del nihilismo –y ante la dificultad de encarar esta fuga tautológica hacia adelante– abrir una salida que sólo podrá ser una travesía del nihilismo. El impasse de lo político es, sencillamente, la noche de la Noche. El dramatismo del intento reside en el hecho de que ya no podemos seguir engañándonos. Ni hay teleología ni el nihilismo toca fondo. Por un lado, no existe horizonte alguno al que apelar. Por otro lado, no hay una nada activa que se pueda oponer a una nada pasiva, lo que posibilitaría salir hacia una afirmación pura. Hay una sola nada. O lo que es igual, y no es más que una consecuencia de lo anterior, no existe un nihilismo activo que pueda vencer a un nihilismo pasivo. Hay un solo nihilismo, y esa es precisamente su fuerza. De la misma manera que la resistencia tiene que ser de alguna manera también poder si quiere vencer al poder.

9.Potencia de la nada y anonimato

¿Cómo construir una posición en la indeterminación generalizada? No sirve una vía estética, por ejemplo, querer dar sentido desde el sin sentido. Tampoco una propuesta ética que apunte a un universal. No querer engañarse requiere ir a la única verdad que la indeterminación permite: la autodisolución de la nada. En ella, y sólo en ella, podemos apoyarnos para fijar una posición a la altura de nuestra época. En la autodisolución de la nada se muestra lo más inesperado: la potencia de la nada. La inmensa potencia de la nada capaz de acabar con ella misma en un proceso infinito. La nada infinita. Cuando la autodisolución de la nada supuestamente acaba con la potencia de la nada, muy al contrario, en el mismo momento resurge con más fuerza. En la medida en que la potencia de la nada pasa así a un primer plano, dentro de la indeterminación se determina una posición. La potencia de la nada se nos revela entonces como un extraño poder: un poder que aparentemente es no-poder y, a la inversa, un no-poder que es auténtico poder. La fuerza del anonimato es el nombre de esta posición que se alza en el confín de la autodisolución de la nada. Esta posición se distingue de lo que serían otros modos de establecer una relación con la nada. Max Stirner comienza su conocido libro El único y su propiedad con la frase «He basado mi causa en nada» lo que si bien plantea un comienzo radical cosifica la nada y, a pesar de la increíble capacidad de disolución de su propuesta, ésta permanecerá encerrada en la idea de propiedad de su Yo único. Cuando los Situacionistas, en referencia a la tesis de Stirner, introducen un desplazamiento con el que evitar una salida individualista («Hemos fundado nuestra causa sobre casi nada: la insatisfacción y el deseo irreductibles en relación a la vida») no hacen más que huir con prisa del nihilismo, lo que les aboca a un vitalismo lúdico-crítico que hoy nos parece poco útil. La posición aquí defendida, por el contrario, se alza en la indeterminación generalizada de la autodisolución, y por eso es capaz de retomar toda la potencia de la nada. No simplificamos si afirmamos que nuestra posición se expresa en una apuesta por la fuerza del anonimato que, en última instancia, es una decisión política por el querer vivir. Esta posición, la apuesta por la fuerza del anonimato, empieza a deshacer el impasse a condición de no ser pensada como ausencia de fundamento ni como una inversión interior a la nada, sino a partir de la idea de acompañamiento. Acompañar la autodisolución de la nada nos hace donación de la fuerza del anonimato y, en el mismo momento, nos permite establecer otra relación con la muerte. Se nos puede acusar de que con este planteamiento la muerte entra en la política y, efectivamente, es así. Ocurre, sin embargo, que la muerte siempre ha estado presente en el campo de la política, por mucho que se quisiera rechazar fuera de la ley y de la ciudad. Para Hobbes, el miedo a la muerte junto con la mediación racional constituía el fundamento del orden. Para nosotros, en cambio, la muerte se introduce de la mano de un querer vivir que no busca seguridad. La fuerza del anonimato desmonta el contrato social de Hobbes.

10.La plaza Tahrir: un espacio del anonimato

La plaza Tahrir de El Cairo ha sido una auténtica posición clavada en el corazón del orden. Una posición en la que la fuerza del anonimato ha tomado cuerpo. «Perder esta plaza es perder la revolución». Decenas de miles de manifestantes anti-Mubarak se atrincheran dispuestos a luchar hasta el último suspiro. «Nunca pensé que iba a decir esto: estoy aquí para luchar, para tirar piedras, para morir si es necesario», afirma Hisham Kasem. Ex editor del diario independiente Al Masry al Youm. Tiene 51 años. Se han multiplicado las tiendas de campaña, la autogestión funciona a pleno rendimiento. Sobra la comida y se ha conseguido tener energía al reconducir los cables eléctricos de los semáforos. La defensa de la plaza a base de barricadas y cascotes de rocas también está lista para repeler nuevas agresiones. Se han levantado varios hospitales de campaña, también hay pequeñas enfermerías. Y duchas, lavabos… Junto a la rotonda, dos escenarios con altavoces. En ellos se recitan poesías, se cantan canciones populares y se lanzan arengas. Auténtica posición ganada mediante una inteligencia política inaudita: violencia únicamente como autodefensa, capacidad de neutralización del chantaje del miedo (la guerra civil, el caos), unidad sin unificación. ¿No atacar a USA es una manera de ganar tiempo o una debilidad? Espacio del anonimato, agujero negro para el poder que no sabe cómo destruir, y a la vez, máxima proyección mundial gracias a una cobertura informativa espectacular y continua que pone al mundo por testigo. Allí esta Dina Faruk, de 31 años, montadora de cine. Móvil en mano, recibe llamadas que le indican qué accesos a la plaza están libres. Con un iPad, actualiza cada diez minutos su perfil de Facebook y con una web (RNN Rasd) informa a los que deseen venir a la plaza sobre cuál es la entrada más segura. Los hombres de Mubarak están desplegados por toda la ciudad para evitar que vengan más manifestantes. La plaza Tahrir será atacada violentamente por esbirros del régimen. Intentarán dividirles, convencerles de que todo es fruto de agentes extranjeros, de que están siendo manipulados. Pero ¿cómo destruir un espacio del anonimato, un espacio donde el ritmo del querer vivir ha expulsado el miedo? El desafío es tan grande que sólo una represión brutal y sangrienta podría hacerle frente. El ejército duda. Este es el mayor mérito del gesto radical con el que todo ha empezado: «Que se vaya (el régimen)». Este grito sostenido colectivamente y en el tiempo impone un nivel de confrontación que desarma al propio poder. Una respuesta militar es demasiado costosa y anuncia riesgos imprevisibles. Mejor negociar. Han mandado un comandante del Ejército egipcio con el fin de persuadir a los manifestantes para que dejen la protesta. «Tenéis todo el derecho a expresaros pero, por favor, salvad lo que queda de Egipto. Mirad a vuestro alrededor. Volved a casa» avisa Hasán Al Roweny sirviéndose de un altavoz. La gente le hace callar con gritos: «¡Nosotros nos quedamos, Mubarak se va!». Nosotros. Cuando los periodistas les preguntan quién ha guiado la revuelta, la respuesta es unánime: «nosotros». Ningún partido político, ningún sindicato ha guiado la protesta. Pero tampoco ha sido un movimiento espontáneo. Viene precedido de huelgas en fábricas, convocatorias mediante Facebook, reuniones en cafés… y muchos años de hacer frente a una represión feroz. ¿De qué materiales está hecha la rebelión? De esperanza, de desesperación, de ansias de libertad, de rabia por no tener futuro… Como en toda rebelión y también con toda una carga de innovación. No sabemos qué pasará. Vemos la indiferencia de Europa, de USA… tan demócratas ellos. No aplauden, todo lo contrario, aprietan los dientes, enfermos de miedo no sólo porque la geopolítica se complica y peligra el petróleo, sino sobre todo porque la lucha de los pueblos árabes desvela la mentira cínica sobre la que se asienta Occidente. El poder militar, convenientemente aconsejado por las potencias occidentales, quiere ganar tiempo. Ganar tiempo es preparar la contrarrevolución, es decir, imponer una transición política. Nosotros en España sabemos en qué consiste. La revolución democrática (¡ojalá fuera pudiera ser una revolución democrática¡) como punto final. Los dictadores ya no sirven, ahora se organizan «elecciones libres y limpias» bajo la supervisión de la «comunidad internacional». Democracia blindada. Democracia real. Hay que sacar la política de la calle –la calle esa fuerza del anonimato que habla– para encerrarla en el parlamento. Para que todo vuelva a su sitio. Restablecer la normalidad. Para que el desbocamiento del capital siga su marcha. Pero a veces llega lo imposible.

11.De la reivindicación al gesto radical

Desde la hipótesis del impasse de lo político se explica bien lo acaecido en los países árabes. Una situación de bloqueo político –aunque también económico, social, cultural– frente a la que no hay alternativa. Más exactamente: la única alternativa que, ciertamente no es tal, es la que se estaba preparando en silencio por parte de USA, Israel… un mero recambio para que nada cambie, terminar con el títere para preservar la continuidad del titiritero. En este punto irrumpe la fuerza del anonimato como expresión de un querer vivir colectivo. Más allá de lo que pueda suceder, creemos que esta irrupción nos obliga a afinar mejor el concepto de impasse de lo político. Sabemos, porque lo vemos cada día, que una reivindicación no llega a erosionar el poder puesto que gira en un círculo de impotencia. En los años setenta se teorizó por parte de autores como R. Panzieri que en la sociedad-fábrica existía una equivalencia entre relaciones de producción y relaciones de poder, lo que abría una vía completamente nueva para la lucha: «toda lucha obrera tiende a proponer la rotura política del sistema», es decir, mediante la reivindicación se puede atacar el poder. Pues bien, eso sabemos que ya no es así. Radicalizar la reivindicación en los modos de lucha no conducirá más que a una reivindicación radicalizada. Por otro lado, la propuesta clásica, tomar el poder para después satisfacer la reivindicación no sirve y tampoco deseamos olvidar la conocida carga de autoritarismo que conlleva. Esta doble imposibilidad es otra manera de plantear la cuestión del impasse ¿Qué pasa, en cambio, en la Plaza Tahrir siguiendo con nuestro ejemplo? Que la reivindicación se muta, poco a poco, en gesto radical. Que la fuerza del anonimato desafía el orden del régimen. Unos cuerpos interrumpen la normalidad: sencillamente, no vuelven a sus casas a pesar de todos los ataques. Se resisten. Y algo más que es fundamental: no tienen miedo a morir. Entonces sucede lo que parecía imposible: (se) atraviesa el impasse y el pronombre reflexivo e impersonal «se» es lo esencial en todo ello. Esta es la primera enseñanza. La estructura lógica del dilema (ni…ni…) o de la circularidad es demasiado simple, demasiado cómoda y tranquilizadora. La segunda enseñanza es una matización. Es cierto que el gesto radical colectivamente realizado permite atravesar el impasse de lo político pero hay que precisar mejor el significado de «atravesar». La geopolítica de un peso increíble confirmaba lo que el sentido común creía: no hay alternativa al régimen de Mubarak. «Esto es lo que hay». Sin embargo, la lucha de los egipcios cambia momentáneamente la realidad. Ahora bien, atravesar el impasse de lo político no implica superarlo definitivamente. No, atravesar el impasse de lo político, como nos ha enseñado la plaza de Tahrir, consiste en empujarlo más y más lejos arrancando así momentos de dignidad y de libertad, aunque sabiendo en todo instante que el impasse adoptará una nueva forma y que, por tanto, seguiremos aún en su interior. Por eso no hay que ver en el gesto radical que conecta con la potencia de la nada (no olvidemos también que la rebelión en el Magreb empieza con un gesto nihilista de inmolación cuando el 17 de diciembre del 2010 Mohamed Bouazizi se prende fuego) la solución por fin hallada. El gesto radical con todo lo que comporta de interrupción de la normalidad ofrece ciertamente pistas, si bien plantea también múltiples cuestiones: ¿cuándo el gesto radical se amplifica y vincula con la fuerza del anonimato? ¿por qué se agota en el tiempo y se convierte en gesticulación perdiendo toda eficacia? ¿cómo incorporarlo a una forma de vida? Con lo que, al final, intentar dilucidar el impasse de lo político nos conduce inexorablemente a la pregunta por el estatuto de lo político hoy.

12.La autonomía de la política

Los enfoques de la teoría política más interesantes coinciden en dividir el concepto de política desde su interior puesto que en dicho concepto existiría una insuficiencia esencial, de la misma manera que en filosofía la incompletitud de lo óntico (lo que es) parece reclamar lo ontológico (el Ser). Esta autoescisión da lugar a la conocida dicotomía: la política/lo político. La política remitiría a las formas de acción o gobierno, al subsistema político con sus normas y objetivos, a un plano práctico. Lo político, en cambio, jugaría el papel de lo ontológico y por eso se referiría al momento de la institucionalización, de la fundación de la sociedad. Más allá de cómo se piense la relación entre ambos planos –aquí hemos introducido el enfoque heideggeriano del fundamento desfundamentado– lo importante a resaltar es que, en seguida, aparecen dos modelos a la hora de encarar «lo político». Por un lado, la defensa de «lo político» basada en el aspecto asociativo o colectivo (Arendt, Lefort…); por otro lado, la defensa de «lo político» basada en el aspecto disociativo o antagónico (Schmitt, Laclau…). Ciertamente, esa insistencia en una u otra dimensión de «lo político» conlleva consecuencias ya que, por ejemplo, Arendt subestima el enfrentamiento y Schmitt, en cambio, es incapaz de pensar un nosotros fuera de la relación con el Estado. A pesar de ello, ambos planteamientos concluyen en una crítica de la colonización o de la neutralización progresiva de lo político en nuestras sociedades y, por tanto, coinciden en una defensa de la autonomía de la política. Las reivindicaciones contemporáneas de la política en un sentido emancipador (desde Badiou a Rancière) –la política es siempre política emancipatoria si bien escasa debido a su carácter de acontecimiento excepcional– se siguen moviendo en el interior de la misma concepción. Y cuando Nancy, inserto en otra tradición, piensa la colonización de lo político desde el esquema heideggeriano de la ausencia o retirada, se sigue moviendo en el interior de una defensa de la autonomía de la política. En este caso, sin embargo, la impotencia es llevada a su máxima expresión, ya que ahora la única acción «política» posible consiste en exponerse a la alteridad irreductible del otro. La defensa de la autonomía de la política en las versiones comentadas y sus derivaciones, acaba teniendo un trasfondo religioso indudable. Solamente podemos estar a la espera: un día llegará el milagro de la política. La palabra «milagro» es aquí muy adecuada puesto que además de expresar bien esa situación de impotencia, nos recuerda también que C. Schmitt defendía la política moderna como resultado de un proceso de secularización de la teología. Para el autor alemán, «milagro» significaba la situación excepcional (Ausnahmezustand) en la que el soberano decidía y se mostraba como tal; para estos autores «milagro» será el acontecimiento en el que surge la política o se hace posible el «ser-con». Esta estructura de la espera puesta en el centro del discurso político lo inutiliza para poder atravesar el impasse. No es extraño, pues, que la defensa de la autonomía política, al ser incapaz de levantar una posición, acabe expulsando fuera de la política: a la ética (Badiou), a la estética (Rancière), a la filosofía (Nancy).

13.Crítica de la política

De aquí que la crítica del concepto de autonomía de la política adquiera una importancia fundamental. Lo que ocurre es que esta crítica no es nueva, ya que se inscribe en el interior de lo que siempre se ha conocido como crítica de la política. Esta crítica se remonta a Marx cuando en sus reflexiones sobre la Comuna de París defiende que se trata de una revolución contra el propio Estado, y que la destrucción del aparato burocrático-militar implica que los trabajadores tomen en su manos la dirección de los asuntos públicos, en definitiva, se reapropien de la vida social. La crítica de la política se sitúa, pues, en la línea de una extinción del Estado y de todo lo que comporta. Para dar cuenta de este planteamiento que no reivindica la política sino su crítica, creímos necesario introducir el concepto de lo antepolítico (Horror Vacui, Madrid, 1996). Lo antepolítico, entendido como el ser político mismo, es la esfera vital donde ser y poder se interpenetran aunque sin confundirse, allí donde el querer vivir –que es la diferencia que vincula el ser y el poder– se despliega en toda su ambivalencia. Lo ante-político sería lo previo, tanto en un sentido temporal como ontológico a la política, y la política en ella misma aparecería siempre ligada a un acto de desposesión (la «política» es retirada del barrio, de la empresa… de la vida para ser puesta en manos de especialistas) y de reducción de complejidad. La política, en la medida que hace inteligible lo social, significa siempre el asentamiento del Uno frente a los muchos, y en ese Uno se confunden absolutamente ser y poder. «Lo político», por su parte, describiría la tensión entre ambos momentos (lo antepolítico y la política). Con lo dicho podríamos proponer una nueva aproximación a la consumación del nihilismo como ausencia de lo antepolítico. Ausencia de lo antepolítico porque ya no queda nada de la ambivalencia del querer vivir, porque el querer vivir ha sido secuestrado por la máquina de movilización. Aunque ganamos una descripción más precisa, el concepto de lo antepolítico si bien es operativo para la crítica, nos deja inermes por cuanto nos aboca a una especie de pasividad expectante parecida a la que anteriormente denunciábamos. Estamos de nuevo ante el impasse. Como si la «crítica de la política» tuviese que ser prolongada para no quedar reducida a una mera inversión de la «defensa de la autonomía política», y por tanto, encerrada en sus límites. Creemos que no es exactamente así porque lo antepolítico –anuncia porque lo contiene– un concepto que nos va a permitir ir más allá. Este (nuevo) concepto es el de politización.

14.El verbo «politizar»

El concepto de politización, aunque no es nuevo, siempre ha tenido un carácter secundario y subsidiario respecto a la política. Con dicho concepto se describía un proceso subjetivo que, por explicarse habitualmente en términos hegelianos, adoptaba la forma de una «toma de conciencia» por parte de un sujeto. La politización estaba ligada a la construcción de una identidad desalienada y funcionaba en el interior de un horizonte político de reapropiación. Reformular el concepto de politización y otorgarle una primacía que no poseía, no puede consistir evidentemente en la descripción de otro proceso de subjetivación –por ejemplo, limitarnos a hablar de una politización apolítica (ver Espai en Blanc n.º 5-6) sino que obliga a aprehender el concepto de politización mismo a la altura de la época global en la que estamos. Esto implica necesariamente pensar la politización más allá de una esfera subjetiva, es decir, como un proceso de la realidad que apunta contra la propia realidad. Dicho en otras palabras. Cuando la realidad se hace una con el capitalismo y actúa como esencialmente despolitizadora, la cuestión clave no consiste en responder a ¿qué es politizarse? sino en desentrañar el significado del verbo «politizar». Por eso la frase que constituye nuestro punto de partida, y en cierta manera nuestra verdad, es: «Nada es político, todo es politizable». Esta frase –vale la pena recordarlo– se separa de «Cuando todo es político, nada es político» enunciado que explicita «Le retrait du politique» (la retirada de lo político) y que fue introducido por Ph. Lacoue-Labarthe y J. L. Nancy en el año 1981 para resumir la crítica de la colonización de la política. «Nada es político, todo es politizable» se sitúa, en cambio, en el interior de la crítica de la política y nos pone ante la verdad en un doble sentido: 1) La verdad de la politización hoy, es decir, cómo funciona y en qué medida es posible. 2) La politización como verdad de la realidad, es decir, cómo mediante esta intervención politizadora la realidad se nos muestra en tanto que tal. Pero esta doble cara de la verdad –la verdad de la politización y la politización como verdad– en la actualidad está totalmente oculta, ya que en una realidad que el capitalismo ha naturalizado, el propio concepto de politización ha sido despolitizado, y esa transformación va mucho más allá de una neutralización de la política por conversión en una mera técnica administrativa. Restituir la verdad desdoblada de la politización es empezar a atravesar el impasse.

15.Una política de y con la politización

Pero no es una tarea sencilla. La desarticulación de la politización en cuanto tal se plasma en la propia homonimia del concepto. «Politizar» se dice –porque se hace– de muchas maneras. Internet se politiza cuando en su interior se despliega una lucha por la transparencia y contra la censura; una cooperativa de consumo se politiza cuando la preocupación por comer saludablemente se desplaza a la pregunta por las relaciones entre campo y ciudad; una solidaridad efectiva en defensa de la dignidad y contra la humillación puede ser un arranque de politización; una universidad libre clavada en la universidad tradicional puede politizar el espacio educativo. Los ejemplos son innumerables porque cuando ya no existen frentes de lucha, sino que la vida es el propio campo de batalla, el verbo politizar se conjuga de infinitas maneras, e infinitos son los procesos de subjetivación que se producen. Este estallido, sin embargo, no se recoge en un fondo común. La fuerza de la politización se pierde en la impotencia como aquella fuerza que, al no encontrar la fuerza que combate, necesariamente tiene que apagarse. Por esa razón, la politización posee actualmente un carácter centrífugo. Por un lado, su efecto sobre la realidad es escaso, como si huyera de ella incapaz de morderla. Por otro lado, la politización si bien responde a una decisión que posee una dimensión colectiva –e incluso puede arrancar de un proceso colectivo de lucha– termina muchas veces en una opción personal de retirada o de fuga como única salida. Esta aproximación al carácter centrífugo de la politización muestra ya algunos de los límites a los que se enfrenta. Tomemos, por ejemplo, la politización del ciberespacio que constituye un verdadero campo de experimentación. En este caso estamos ante una politización que, arrancando de los lugares más distintos e incluso contrapuestos ideológicamente, es capaz de generar una nube de singularidades que actúan al unísono sobre un objetivo. Finalizado el ataque la nube se deshace. Este modo de intervención es sumamente eficaz, y aunque se basa en una concepción clásica de crítica, desde el punto de vista de la organización supone ciertamente una innovación. Y, sin embargo, en dicha práctica –aunque en ella se llegue a combinar con éxito lo real y lo virtual– están contenidas aún todas las limitaciones que constatábamos: dispersión, discontinuidad, parcialidad… En definitiva, todo apunta a que politizar es un verbo muy difícil de conjugar aunque sólo él puede organizar la noche del malestar. La pregunta que entonces se nos plantea es la siguiente: ¿el concepto de politización puede ser un concepto político, es decir, una guía para la acción o tan solo puede ser un concepto descriptivo? Creemos que sí puede ser un concepto político aunque a condición de esquivar dos peligros que lo inutilizan. El primero consiste en querer imponer una irreductibilidad a la politización, ya sea mediante la apelación a la inmanencia, ya sea mediante una hipostatización trascendente. El segundo sería que, al desear mantener la ambigüedad, permaneciéramos prisioneros de una práctica política concebida exclusivamente como traducción entre experiencias diversas. El desafío que tenemos ante nosotros se clarifica enormemente. Inventar una política de/con la politización consiste en mantener la ambigüedad inherente a la actual politización sin reducirla –porque esta ambigüedad es en última instancia el reflejo de la ambivalencia del querer vivir– pero yendo más allá. Este «más allá» tiene que ser un momento organizativo puesto que la organización es lo único capaz de empujar la politización fuera de sus propios límites. Creemos que la articulación es la forma organizativa que, con un mínimo de violencia y sin desvirtuar esta ambigüedad esencial, puede cumplir esta tarea.

16.Por una articulación de la politización

La política que corresponde a una época postpolítica tiene que empezar, pues, por reconocer la ambigüedad no como un obstáculo sino como algo favorable, como la condición de posibilidad de lo común. Ahora bien, quedarse aquí sería renunciar en la práctica a toda política. Por eso hay que dar necesariamente un paso más. Ese paso adelante se puede describir como una sobredeterminación de la ambivalencia y se efectúa mediante una operación de articulación. La articulación no comporta superación dialéctica ni de ningún tipo, ya que sigue permitiendo la existencia y el movimiento relativo de los dos polos. Se puede afirmar que la articulación separa sin cortar, tensa sin romper. Cuando Schelling refiriéndose a la articulación hablaba de ternura acertaba plenamente. De aquí que anudar lo separado comporte mantener siempre una cierta ambigüedad. Este es el precio que toda articulación tiene que pagar, y es bueno que así sea. No hay que olvidar, por otra parte, que en el «anudar» hay obligatoriamente un momento de violencia inherente a la experiencia de verdad que es propia de toda politización. Por esa razón, si intentamos pensar la articulación de la politización –lo que en definitiva es introducir su definición– nos damos cuenta en seguida que esa definición, para ser efectiva, tiene que ser interna. Explicar la politización en relación con lo que no es politización es poco útil. Una vía más interna sería: la articulación de la politización se realiza como vinculación entre lo antepolítico y la política (entendida como crítica). Esta vinculación evidentemente no tiene una única forma de plasmarse. Avancemos un modo concreto que hemos vislumbrado en los últimos años: la vinculación entre la interioridad común y una estrategia de objetivos. Un ejemplo. Cuando un grupo de gente reunida en asamblea decide empezar una campaña de denuncia del problema de la vivienda e inventa la consigna «No tendrás casa en la puta vida» no sabía ciertamente que podía pasar. Desde el punto de vista militante tradicional se trataba de una frase absurda ya que no reivindicaba nada, además era machista etc. A pesar de ello, y por dos veces, miles de personas salieron a la calle en manifestación. No hace falta añadir que si se hubiese apelado al derecho de vivienda casi nadie hubiese acudido ¿Cuál era entonces el extraño poder de esta frase? Pues, simplemente, que conectaba con la interioridad común, o sea, con el querer vivir de la gente autoreflejado sobre sí mismo. Este movimiento por la vivienda digna se truncó, puesto que al no existir una estrategia de objetivos, era imposible establecer una vinculación entre ambos polos. Y, sin embargo, la experiencia es rica en enseñanzas. La expresión política de la interioridad común es mucho más delirante de lo que nosotros nos atrevemos a imaginar y su potencia es inmensa. Vale la pena recordar en este punto que la pancarta que inició un nuevo tipo de movimiento de parados en Francia en el año 1997 (la Asamblea de Jussieu) afirmaba «Queremos un trabajo de mierda pagado con unas migajas». En ambos casos no se llegó a concretar una estrategia de objetivos. La consecuencia fue que «V de vivienda» intentó finalmente protegerse con un marco jurídico para la defensa de los derechos sociales, y Jussieu acabó a causa de la represión y también porque el juego subversivo tiene sus límites. Ese doble resultado nos dice algo acerca de lo que sería una estrategia de objetivos. Una estrategia de objetivos ni debe confundirse con la defensa de unos derechos ni con una práctica lúdico-subversiva.

17.Politizar es unilateralizar y articular

Después de lo dicho avancemos una nueva aproximación: articular la politización es dar nombre al rumor de fondo, al malestar social. De aquí que politizar, es decir, la política de la politización, nunca podrá encerrarse en lo que sería la simple «aplicación de una regla». No existe regla alguna que pueda servirnos ya que politizar consiste precisamente en lo opuesto, es decir, en hacer saltar las reglas, los códigos. Lyotard defendía frente a un ideal de comunicación que el filósofo es aquél que «habla para encontrar la regla de lo que quiere decir, y por tanto, habla antes de conocerla y sin conocerla». ¿Se puede aplicar este razonamiento en el caso de la politización? Sí y no. Sí, en la medida en que este modo de actuar permite salvar la creatividad. No, por cuanto la creatividad en sí misma no es necesariamente sinónimo de resistencia al poder. Hay una manera de poder salir de esta paradoja, y es tener en cuenta que la politización no sólo requiere el tiempo –politizarse en tanto que proceso con un temporalidad propia– sino que también implica el espacio. C. Schmitt ya sostenía que a «lo político» le era esencial el espacio entendido a partir de la relación amigo/enemigo. Después de lo que llevamos dicho no hace falta criticar de nuevo este planteamiento. Creemos que el verbo politizar puede incorporar la espacialidad y así liberarse de una ambigüedad contraproducente pero no de toda, mediante la práctica de la unilateralización. Unilateralizar consiste en romper las relaciones de poder, sentido, explotación y esto, evidentemente, supone no olvidar la relación amigo/enemigo. Pero la unilateralización no queda encerrada en ella. Unilateralizar es un abrir que, paradójicamente, implica sustraer dimensiones a una realidad cuya (auto)reproducción se basa en multiplicarlas En una formulación sintética: politizar es unilateralizar y articular. La unilateralización precede, por tanto, a la articulación y es imprescindible. Atendiendo a la espacialidad podemos introducir una definición que prolonga la anterior: politizar es abrir lugares comunes. Un lugar de enunciación en tanto que nosotros vacío y que cualquiera puede ocupar si lo desea. Por eso toda politización levanta una posición en el desierto circular que habitamos. Entonces puede iniciarse la travesía. La palabra «posición», como las demás palabras empleadas (unilateralizar, abrir…), connotan ciertamente violencia. Es así. Politizar comporta crueldad con uno mismo para dejar de ser el que la realidad nos obliga a ser, y también violencia sobre un mundo que nos ahoga. En definitiva, la política de la politización no cabe en un acontecimiento ni por ello está a su espera. Surge, ésa es su gran fuerza y a la vez su dificultad, cuando ya se atraviesa el impasse.