01.10.2012
Catálogo de despolitización médica
Recortes de cinismo post-idealista
Trabajo como médico y trato de vivir de ello. Actualmente mi mundo es básicamente un hospital. En mi enfrentamiento diario con el hospital, no ceder al chantaje de la vida, evitar ser víctima de la impotencia o de la esperanza, son las directrices a las que trato de obedecer. Quiero huir del colchón de la remuneración así como de la ambición más simplona. Por eso, y paradójicamente, he tenido que disecar mi memoria con el fin de masticar los estímulos, las ideas, los miedos y las seguridades que me conformaron como sujeto politizado. Como tantos otros, he asistido a la demolición de mi ideología. Mi escenario vital se ha interrumpido a sí mismo para reorganizarse y lidiar con esta vida que trata de alejarme de los demás. Poco a poco, un disfraz de cínico se ha convertido en mi segunda piel. Para poder vivir trabajando y seguir pensando en un «nosotros» he sacado a flote el detritus que la batalla con lo obvio deja cada día. El conflicto constante que la medicina deshumanizada supone, el cansancio, la inoperancia emocional, me ha bloqueado muy a menudo, como lo había hecho la imposibilidad de poner en práctica cambios significativos en la colectividad. La identidad que se ha forjado tras este choque constante no es la de alguien feliz, completamente realizado; aunque ese enfrentamiento me ha permitido escapar de la precariedad y de la alienación completa. Mi cinismo idealista me hace menos vulnerable, más libre. A cambio, he tenido que sumergirme de lleno en uno de los focos de irradiación de la sociedad terapéutica, aceptar la ambivalencia de vivir dentro y querer un afuera. Rutina en la que caben las superespecialidades ciegas al resto, la descalificación envidiosa, el influjo constante de la farmacéuticas, las vanas expectativas creadas en los pacientes por un sistema que se esfuma, el trato paternalista, esclavizante, pero también la nitidez a la hora de identificar el fracaso, la posibilidad de sentirte en una comunidad reducida que trabaja supuestamente por algo bueno y acaba hundida en lo más zafio, la posibilidad de meterte en la intimidad de alguien desvalido y poder respetarla o destrozarla, etc. Ello ha conllevado que el lenguaje usado para remitirme a un mundo descompensado por la contradicción constante haya perdido las referencias de las que me nutría antes. Filosofía y política permanecen calladas tras mis palabras en el día a día, actuando como apuntadores fieles.
Propósitos desde el vacío
Antes de empezar mi formación hospitalaria denostaba a los intensivistas. El trabajo en la UCI me parecía frío, inhumano, mecanizado. No hablar apenas con los pacientes era algo que no quería vivir como médico. Ahora estoy convencido, para mi vergüenza, de que la UCI es el único lugar donde se va a las claras: vida o muerte. Cuestión de blanco o negro, y yo estoy adquiriendo un tinte más bien oscuro. El apuntalamiento idealista de los primeros pasos se me antoja como una actitud pueril, ahora que «lo humanamente posible» no tiene nada de humano. En esta vorágine, la definición de «actuar bien» ocupa la mitad de entradas del diccionario hospitalario, algunas de ellas antónimos, mientras que «actuar mal» no está escrito, es cuestión de práctica. Comprometerse con algo que no tiene otras raíces que las marcadas por la coyuntura me convierte en un camaleón del esfuerzo despilfarrado. En términos vitales, me quedo mudo. Siento que este proceso de analfabetización me esta cortando. Sigo andando y atrás quedan los pedazos de mí más pesados, lo que me hacía persona. A su vez, éstos son sustituidos por una epidermis de banalidad autocomplaciente que aplico de continuo, una vanidad poco convencida que se hace la inocente cuando la pena resbala sobre ella. No obstante, y a pesar de tanta desilusión, de tanta crítica, de ese inmenso hastío, aquí sigo. Y es que entre las nuevas capas que me he hecho, bajo esta cota de malla ridícula, sé que mi yo político conforma el centro rotor de mi día a día. Atrincherado en mi inconsciencia superviviente hay algo que me dice que continúe, que me enfrente a la podredumbre, sobre todo a la mía, para que las palabras y los hechos importantes lo sigan siendo. Quiero tener la seguridad de sostener la mirada a alguien y saber que digo la verdad cuando afirmo que se muere. Quiero que la muerte no se simplifique a mis ojos, que la batalla se reinicie cuando la cita con ella sea ineludible. No quiero olvidarme de lo que es la dignidad. En un momento en el que la radicalidad se hace cliché, me agarro al compromiso con mis cimientos de intermediario y me preparo a aguantar las embestidas con cada vez menos convicciones. Eso me digo en la cama del cuarto de guardia antes de que suene el despertador. Lucidez insomne. Ahora, arriba.
Cuando me acabe el café llegará la hora del pase de guardia. Esta noche no ha estado mal. Sin éxitus en las salas, sin paros, sin disneas súbitas a medianoche; he dormido casi tres horas. De todos modos no estoy de humor para escuchar los chistes que seguro motivará el caso de Mohammed, ingreso de las 3.20am. Ya no sé qué cara poner, pero mi sonrisa social se deja convencer y aparece en escena. Al salir, me odio por no mantenerme firme, por disimular mi desacuerdo con los comentarios imbéciles, facilones. Soy un traidor escindido, no me decido a traicionarme a mí del todo o a hacerlo con mis compañeros. No me acostumbro a la equivocidad de las verdades a medias con las que se ejecuta el contacto social en el entorno laboral, pero no me enfrento a ello más que algunas veces. Priorizo, me equivoco. Son mis compañeros, les debo lealtad por lo que nos une, por el trabajo que hacemos juntos, y que en términos profesionales, me causa admiración y respeto. No me gusta criticarles. A la vez, siento que no me dejan ser quien soy. Al empezar creía que, ya que me disponía a entregar mi tiempo y la mayor parte de mis energías a la medicina, podría unir mis inquietudes con mi vocación para sentirme realizado. Sin embargo, el entusiasmo del neófito no gusta, hay que machacarlo, pasarlo por el filtro de la jerarquía. Después ya veremos, tal vez el entusiasmo por publicar un artículo en una revista importante sea comprendido y aceptado, pero antes, no te hagas demasiadas ilusiones. Ahora, cuando digo esto, ya no me extraño, sé perfectamente que la normalidad anestesiante de la jornada laboral apaga la rabia para evitar que te consumas. Sólo así se puede resistir. No puedo seguir pensando todos los días lo espeluznante que es la aplicación de un código de conducta despótico a muchos jóvenes bien preparados y entusiastas, en vez de dejar que el propio enfrentamiento con la enfermedad y la muerte ponga a cada uno en su sitio. El desgarro invalidante de la obviedad, las calumnias, las ceremonias del vacío, los leitmotiv de la impostura, se dan al mismo tiempo que el compañerismo, la entrega, la preocupación desinteresada, la paciencia. Lo que al final queda, no lo sé, pero seguro que hay muchas preguntas que hacerse para poder ir deformando las convenciones, para discutir lejos de la penumbra.
Sísifo
De acuerdo: no entiendes lo que te explico. Ni le pones ganas, ni te serviría de nada. Te basta con saber que tu nombre figura en una etiqueta digital junto a un número de historia y un diagnóstico. Una sentencia que al dictarse hace ya cuatro años dividió tu vida en dos. El antes como tortura doble; vida y cuerpo en manos de otros. Lo que conseguiste hasta entonces abandonado durante el primer ingreso. Ahora vives con tu madre y no te responsabilizas de lo que te pasa o hacen contigo. Trato de ayudarte. En balde. Como seguro te ocurre con todos, me preocupo más por ti de lo que tú mismo te preocupas. Niño mayor, enfermedad y egoísmo. Tío-vivo de consultas, pruebas, pinchazos y noticias. Te indico si éstas son buenas o malas con una gran sonrisa o un rictus desazonado. No distingues entre ellas, todas se traducen en malestar. Sólo tienes energía para evitar pensar. Para levantarte otra vez mañana.
Humo
Otra sesión «desinteresada» acerca de las virtudes del fármaco X, con pica-pica previo a cuenta de la farmacéutica Z. Otra vez una excusa que me sirve para escaquearme. Ya no sé si trato de ser íntegro o estas pataletas son parte de mi formación inversa: prestidigitación hospitalaria a su servicio, señor enfermo. Sírvase ponerse cómodo en la camilla, procure no hacer mucho ruido, enseguida estoy con usted.
Salgo de guardia y no llevo nada que leer en el metro. Al pasar por el vestíbulo cojo un ejemplar de la revista institucional del hospital. ¡Joder, nada que envidiar a la Cosmopolitan! Todos los enfermos parecen sanos, los profesionales son guapos y sonríen como ángeles, los viejos son jóvenes. La cirugía bariátrica en portada. Hostia, esto se hunde y lo peor es estar gordo.
Qué maravilla, nuestro hospital. El rey se opera aquí con todos los recursos del mundo volcados en él, bloqueándose quirófanos, camas de UCI, entradas y salidas, una planta entera. Al salir dice «nuestra sanidad pública me llena de orgullo». Ya.
Un flamante centro de investigación con nombre de famosa aristocrática ha sido inaugurado apresuradamente para cumplir con los plazos electorales. Nueva bandera de la innovación sanitaria pública, según venden los medios. ¡Qué moderno!
El precio de la consulta privada en el dispensario de la tarde parece una broma. Fármacos de nombres ultrasónicos, revolucionarios, de patente blindada, alejando genéricos. A la vez, el edificio de urgencias se cae a pedazos, el comedor es una cueva y trabajamos contrarreloj con ordenadores escasos y lentos. Paradojas de la ciencia, que diría Stefan Zweig.
De buena cuna
Sesión de bienvenida a los nuevos residentes. Un médico de gran renombre, dedicado supuestamente a la docencia de los recién llegados, nos anuncia que el porcentaje de extranjeros entre las incorporaciones es apabullante. «Muy preocupante» dice. Entre los que reciben el mensaje están mis compañeros colombianos, argentinos, dominicanos, chilenos, paraguayos, alemanes, húngaros… Además, las oposiciones del examen MIR con las que se entra en nuestro hospital son cada vez más bajas. No me explico por qué… La educación (sí, sí, «educación» dice, nada de «formación») de los nuevos médicos es más que cuestionable y él, por lo que parece, está dispuesto a sermonearnos las veces que haga falta para ponernos en vereda. Todo eso lo dice en catalán frente a un auditorio que incluye un buen centenar de personas que llegaron a la ciudad hace apenas un mes.
Onfalocentrismo miope, qué curioso eres. «Som els millors, no vull enganyar a ningú» («Somos los mejores, no quiero engañar a nadie» es el lema no oficial con afán de transparencia de mi insigne institución. Sólo les falta añadir «encara que ara, amb tant de sudaca costa mantenir el nivell…» («aunque ahora con tanto sudaca cuesta mantener el nivel»). La última persona a quien se lo he oído decir es a la doctora que nos está dando la sesión a la que asisto amodorrado. Entre otras perlas, ha soltado también «no he sido yo quien ha subrayado esas palabras» cuando el corrector de Word no reconocía palabras como «angiogénesis» o «apoptosis» de la presentación cutre que nos ha endosado. Cuando alguien ha comentado tímidamente que, si clicaba sobre el símbolo de los cuadritos superpuestos de la esquina superior derecha («maximizar»), la pantalla se agrandaría y podríamos leer el contenido de las diapositivas, ella ha respondido, altiva, «és que jo estic acostumada a treballar amb Mac»(es que yo estoy acostumbrada atrabajar con Mac».
Reunión de residentes de mi servicio convocados por el jefe de docencia del «Instituto». Motivo: escoger al mejor tutor del año. Nadie sabe qué decir, pues la mayoría no conoce al suyo, y el resto no ha obtenido de ellos ayuda en absoluto. Cuando manifestamos nuestro descontento al responsable de nuestra formación, contesta que le da igual, que si no votamos ya lo hará él. Es importante que alguien salga elegido, pues un centro de nuestro nivel tiene que tener figuras sobresalientes en el ámbito de la docencia. Caras de imbécil mirándose entre ellas como toda respuesta.
Cuando monto en cólera por el no rotundo a mi petición de llevar a cabo una rotación externa («No tiene sentido que vayas a otros centros cuando aquí está lo mejor»), un compañero acota que en el BOE está escrito que tenemos por ley, derecho a seis meses de rotación libre. Como lo tienen la gran cantidad de residentes de otros hospitales que vienen al nuestro y van a consultas con los mejores adjuntos, publican, llevan los casos interesantes, mientras nosotros nos encargamos del busca y la sala.
Miseria
Me río de las excelsas cualidades humanas que supuestamente encarna el médico cuando, como hoy, un día cualquiera de la semana, las dos del mediodía, llevo en el hospital veintinueve horas, de ellas dos dormidas, y esta chiquilla de veinte años, que ha montado un escándalo simulando un intento de suicidio con cuatro orfidales, me dice que es muy desgraciada. ¿Qué me importa, después de una guardia en que no he visto ni un asomo de cortesía, ni el más mínimo atisbo de sincera preocupación por las desgracias de diferentes calibres que han circulado frente a mí? «Eso se lo cuentas al psiquiatra» es lo primero que me viene a la mente. Pero el flagelo de las ansias de perfección cae sobre mí, me atraviesa. Salgo a fumar un cigarrillo para que el mareo me haga sentir vulnerable y vuelvo a entrar en el box de visita. «Está bien, cuéntame». Diez minutos de atenta escucha, con implicación emocional cero, mucho temblor de piernas y dolor de cabeza magistral por la falta de sueño. «No te preocupes, ahora te verán los compañeros. Yo hablo con tu familia y les digo que estás bien, pero tenéis que arreglar esto». Mirada compungida y agradecida. Es decir: un médico insomne, con un callo en el alma de ver desgracias, enfermado transitoriamente por el humo que acaba de inhalar y que aconseja a todos ni probar, tras forzarse a empatizar con su paciente, finge comprender lo que le explica. Para terminar, frase paternalista, amenazadora. Maravillosa contradicción grandilocuente. ¡El siguiente!
Quiebros
No sé lo que estoy haciendo. ¿Sigo dando masaje? Todo el mundo grita, revoloteando a mi alrededor, mientras los minutos pasan y esta señora no recupera ritmo. Que acabe: no más sufrimiento, ni suyo ni nuestro.
Estoy harto de fútbol. Sólo se habla de eso y todos lo practican de continuo. Este paciente no es mío, lo chuto. Oye, no tiene sólo una neumonía, también tiene insuficiencia cardíaca. Que vaya a otro servicio. Yo estoy a punto de acabar mi turno, ya le pasará la medicación el compañero que me releve. Que se encargue el residente de recoger los datos, hacer el análisis estadístico y configurar el artículo, lo pondremos de cuarto autor. Parece un código ictus, llama a neuro y vámonos. Goooooooool!!!!
Era de prever. La preocupación de no ser fiel a mis principios, de flexibilizar mi ética hasta límites insospechados, se ha cronificado, está fibrosándose. La necesidad de estar al 100% a la hora de responder médicamente justifica cualquier medio. Y además, me gusta mi trabajo. Adiós, principios, adiós. Los ideales se cambian por valores y vuelves a apilcar el rasero, mucho menos estricto a cada paso, para lidiar con el día a día. Relativización para evitar la náusea continua.
Cosas claras
Perfecto, el ingreso del día es un drogadicto, así que me tocará a mí verlo, soy el único a quien le apetece hablar con él. Mañana a lo mejor es un magrebí, y así puedo seguir aprendiendo. Creo que este asunto es el único que no supone una competencia a la hora de elegir.
Cinco de la mañana en urgencias, una nueva ficha en la unidad de dolor torácico. Levántate, asegúrate de que el paciente no llega muriéndose, y con toda la diplomacia que te pueda imprimir el cansancio y tu desconcierto, acércate al descansillo para pedir –por favor– a las compañeras de enfermería que le tomen las constantes al paciente. Verbigracia, que hagan su trabajo cuando toca, sin enfadarse contigo ni dejar al paciente criando malvas hasta que se acabe el café. Si consigues ambas cosas, enhorabuena, nadie se dará cuenta.
Me equivoco a cada paso: demasiada cercanía con el paciente o sus familiares. Debemos aprender a temerlos, pues los semblantes esperanzados se tornarán hoscos si las cosas se tuercen y, ya se sabe, no sería la primera demanda, la primera carrera echada a perder por alguien que no entiende que la muerte llega, existan o no motivos para ello. Cómo nos gusta afirmar, a lo House «el paciente siempre miente». «Medicina defensiva»: si te piden un escáner se lo haces, pero si te piden el hombro date la vuelta y sal de la habitación
Modelos
Estoy asustado. Tengo delante a una chica de 32 años embarazada de gemelos. La envían de otro hospital para revertir eléctricamente una arritmia recién aparecida. En mis manos las palas del desfibrilador. No sé si va más rápido su corazón o el mío. De repente, un estrepitoso cortejo irrumpe en el box de paros. El SEM trae a un chico senegalés acuchillado en pleno tórax. La arritmia de la chica revierte espontáneamente con el susto. Alivio parcial. Maniobras de reanimación, toracotomía y drenaje del pericardio que, lleno de sangre coagulada tras la cuchillada, tapona el bombeo cardíaco. Sigue parado. Comentarios. Dejadlo ya, es un puto negro. Dieciocho años. Muerto.
¿Se puede saber de qué se queja, señora? ¡Su cáncer de páncreas terminal ha sido diagnosticado con los métodos más sofisticados!
Se acerca la eminencia al paciente asustado. A medida que se aproxima a él, el rostro afable y confiado del doctor le incitan a drenar los funestos presentimientos que se habían ido abscesificando, en su rincón de los temores, durante los últimos días de ingreso. Consultó por una fiebre estúpida y algo más de cansancio del habitual, nada preocupante. Ahora, después de un intensivo proceso de medicalización, la espera del diagnóstico se le antoja como la antesala a la silla eléctrica. Respira hondo, el doctor va a hablar: «Enhorabuena!! Tiene usted VIH!! Va a ser tratado con la última generación de fármacos antirretrovirales!!». «…» Quiere preguntar, pero le falla el resorte de la supervivencia. Al final, más por romper el silencio sostenido por la sonrisa satisfecha del médico que por curiosidad honesta, pregunta si se va a morir, si las cosas pueden ir bien, si tiene que empezar ya el tratamiento. «No se preocupe, hoy se va de alta. En una semana tendrá que acudir a consultas externas y ahí se lo explicarán todo a la perfección». La angustia le retuerce el esófago, que ahora siente infectado por un virus letal.
Analíticas varias, radiografías, TAC de cráneo, tórax y abdomen, gammagrafía, colonoscopia, cápsula endoscópica, ecocardiograma, biopsia, y seguimos sin tener un diagnóstico. Al final, nos tocará hablar con el paciente. Qué faena.
Predico con el ejemplo de la salud a raudales cuando duermo la mitad de lo debido, el deporte es para mí un perfecto desconocido, fumo, río a destiempo, como mal, en paroxismos, y mis ojeras forman parte de mi sonrisa de payaso.
Apuntarse a los pies
La mayoría de pacientes a los que atiendo y familiares con los que trato sufren la misma enfermedad: no tienen tiempo. Entiendo que quieran salir a galope del hospital pero, sinceramente, estoy harto de hijos que dejan a sus padres aparcados en urgencias; de gente que no quiere hacerse cargo de sus mayores; de quejas cuando no se receta algo nuevo en cada visita; de que me acusen por hacerse viejos y no poderlo arreglar; de que me exijan vacunas que están en fase I de experimentación porque las nombran en televisión; de que gente supuestamente adinerada se niegue a pagar un solo euro por su salud cuando no ve que la sanidad pública desaparece. Pero, sobre todo, estoy harto de no recordar que ellos no son los verdaderos culpables.
Recorte salarial del 5% y todas las manos en sus respectivas cabezas. Está bien, pero ¿por qué no salimos a quejarnos de que este supuesto sistema público se desmorona? ¿De que la investigación se haga en base a intereses puramente capitalistas, muchas veces absurdos y desligados de la realidad sanitaria? Si no lo hacemos nosotros, que lo vemos a diario, ¿quién lo hará? Las puntas de mis pies tampoco tienen respuesta a estas preguntas.
Cuando acabamos de comer, le toco la barriga a Fina y le pregunto cuándo cogerá la baja por maternidad. Sus facciones luchan unas con otras; al final, la contradicción se adueña de ellas. Dice que tendrá que esperar al sexto mes, hasta que su marido tenga algo más estable. Pero lo que le preocupa no es tener que aguantar hasta entonces haciendo la higiene a los pacientes, preparando la medicación, ni siquiera tener que doblar algún día. «Soy joven, el cuerpo me aguanta». Lo que le preocupa de verdad es no permitirse un patinazo, claudicar, por un momento verse desbordada, sea por el exceso de trabajo, sea por las hormonas gestacionales. No sería la primera entre sus compañeras que acaba siendo enviada a psiquiatría por la jefa de enfermería. Es impresionante: te exprimen hasta que claudicas, y cuando lo haces, te tildan de desequilibrado para no reconocer que te han quemado, y por supuesto, para no pagarte lo que te deben. Como otra compañera, que hace el turno de noche y se enteró hace poco de que llevaba meses sin cotizar desde las 12pm a las 8am y, cuando fue a reclamarlo, la amenazaron sutilmente con no llamarla más para cubrir huecos. Etc, etc… Estamos tocando fondo.
Contracciones
Otra vez: amenazas. Te amenazan tus superiores, tus compañeros, los pacientes y los familiares. Todavía me acuerdo de aquella familia gitana, serían unos treinta, y ese comentario: «Gracias, doctor, espero que las cosas sigan bien para que usted también siga bien». Y otro, del que fui testigo: «Sus días, doctora, se acabarán en este hospital si no mejora su indumentaria». Y tú amenazas: a pacientes, familiares, compañeros. Desde el «si no dejas de fumar tendrás un cáncer» hasta la amenaza no verbal, desafiante, a quien te quiere pisar el terreno.
¿Quién me mandaría ser sincero? Cuando mi jefe de servicio me interroga acerca de los comentarios que hacen mis compañeros sobre la carrera que estoy estudiando, para nada relacionada con la medicina, no le sé mentir y mi defensa no usa un código compatible con el suyo. ¿Acaso no cumplo con mis obligaciones? ¿Se me ve desmotivado? ¿No me hará un profesional más completo estudiar, sea lo que sea, mientras mantenga la curiosidad y las ganas de aprender? Nada, pájaros en mi cabeza. Pájaros que me pueden traer problemas. Capa de gris sobre tu personalidad. Aunque pases tres cuartas partes de tu tiempo entre estas paredes, mejor que no seas quien eres mientras estés aquí. Ya verás, me darás la razón. Eso sí, al final te olvidarás de lo que intentas esconder. Serás otro. Gajes del oficio.
Alegrías
Ver cómo unos padres pierden a su hija de 20 años después de dos años de lucha con una leucemia me hace más viejo. Más viejo, no más sabio. Canas en el alma, conservadurismo.
Hoy es uno de esos días en los que no le veo sentido alguno a mi trabajo. Creo que, en un plano más obvio, más inmediato, les haría más fácil lo que les queda de vida a esta gente si yo también estuviese enfermo. La mirada y los gestos bastarían. Después recuerdo que todos necesitamos a alguien firme, intocable, que nos obligue a seguir queriendo vivir.
Ganas de llorar cuando, tras treinta horas en el hospital, me aplasta el cansancio y deja de importarme todo, incluida la salud de mis pacientes. Evidentemente, ello denota falta de profesionalidad, o eso consideran «los mayores», que ni hacen guardias ni apenas ven enfermos (al menos no sus problemas familiares, las quejas, los impedimentos estúpidos, las dificultades de comunicación…).
Camino de hormigón
Sí, está frío. Se le ha ido la vida. En su cara, una vez disipado el sufrimiento, los rasgos se han relajado. Un cadáver. Hace una hora estábamos bromeando. Yo le tranquilizaba. Nada malo iba a pasar.
Otra vez naufrago en el pantano de la experiencia recién adquirida. Un paso me hunde hasta la rodilla por exceso de precaución, el siguiente hasta el cuello por fiarme de mi intuición. Consecuencias: yatrogenia, broncas inmerecidas, prejuicios infundados, valentía vacua, inmovilismo diagnóstico… En buenas manos, dicen.
Disfruto de un rato de libros y cerveza en mi «apuntodeserex» sala, con el sol entrando por la ventana y el ánimo a la vez encogido y risueño por el abandono del hogar y la llegada del hogar-familia. En los días en que salgo de guardia (si salgo pronto, como hoy), disfruto de mi inutilidad insomne para ponerme más y más enfermo de literatura. Es curioso: tras dos muertes y sus respectivos espectáculos con familia y ego; tras diagnosticar un cáncer terminal y definir burocráticamente la «inutilidad funcional» de un paciente; tras hundir mi risa en el cinismo durante horas para lidiar con la podredumbre vital; es decir, tras hacer de médico, necesito ponerme algo enfermo. Necesito huir de lo prescriptivo, de lo demostrativamente altivo, y enroscarme en este inútil disfrute de lo original.
Ayer me topé en el pasillo con un cuerpo cualquiera y una cara conocida que me saludó. Demasiado despersonalizado y azorado para reconocer que no la reconocía, sonreí con cara de pues claro, qué tal. Me contó cómo había ido todo desde el alta, lo bien que se sentía, incluso lo contento que estaba su marido en «todos» los aspectos. Reí con ella como el que se ríe por compromiso cuando unos padres recién estrenados le insisten en lo graciosa que es su criatura. Me agradeció todo lo que había hecho por ella, incluyendo la noche que pasé en vela junto a su cama, tranquilizándola, con la fiebre consumiéndola hasta el alba. Cuando nos despedimos me di cuenta de que soy capaz de lo mejor y lo peor. Más tarde, entre las sábanas revueltas por el insomnio, todavía me torturaba intentando averiguar cuánto peor que mejor vengo siendo.