02.10.2012
Sobre el origen, el uso y el contenido del término «sostenible»
Este texto publicado hace ya más de diez años, mantiene lamentablemente una actualidad palpitante. Y digo lamentablemente, porque eso denota lo poco que ha cambiado el panorama ideológico de fondo que trataba de racionalizar y denunciar en el artículo. Desde entonces se ha seguido extendiendo entre los políticos el término «sostenible» como banderín para atraer el apoyo generalizado que abarca tanto a los llamados desarrollistas como a los conservacionistas. Desde entonces la nueva jaculatoria de la sostenibilidad pasó a integrarse de forma habitual en el lenguaje políticamente correcto, apareciendo en un sin número de informes y propuestas e, incluso, dando nombre a departamentos académicos o administrativos. Pero a la vez que se generalizó un consenso formalmente favorable a la sostenibilidad, el término mantuvo su ambigüedad originaria que es la que lo hace escasamente operativo, salvo para hacer campañas de imagen verde. El triunfo universal de la propuesta del «desarrollo sostenible» ilustra con éxito una práctica habitual de manipulación del lenguaje, y del pensamiento, al servicio del poder: la práctica de soslayar las contradicciones y problemas habituales a base de unificar los opuestos en el terreno de las palabras. Orwell predijo hace ya mucho tiempo la posibilidad de que llegaran a hacerse familiares formas lingüísticas como las que hemos presenciado en los últimos tiempos, en las que partidos que trabajan a favor del capitalismo se llamen «socialistas», gobiernos despóticos se llamen «democráticos» o elecciones manipuladas se llamen «libres». Cosa que hoy ocurre, al igual que intervencionismos marcadamente autoritarios se tildan de «(neo)liberales», acciones militares tremendamente destructivas se dicen «humanitarias» o productos y prácticas agrarias, industriales o constructivas –cuya evidente artificialidad se apoya en el deterioro o la simplificación de los ecosistemas preexistentes– se califican de «naturales» y «ecológicos».
Introducción
Tras la aparición del Informe sobre Nuestro futuro común (1987-1988), coordinado por Gro Harlem Brundtland en el marco de las Naciones Unidas, se fue poniendo de moda el objetivo del «desarrollo sostenible», entendiendo por tal aquél que permite «satisfacer nuestras necesidades actuales sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas». A la vez que se extendía la preocupación por la sostenibilidad, se subrayaba implícitamente, con ello, la insostenibilidad del modelo económico hacia el que nos ha conducido la civilización industrial. Sin embargo, tal preocupación no se ha traducido en la reconsideración y reconversión operativa de este modelo hacia el nuevo propósito. Ello no es ajeno al hecho de que el éxito de la nueva terminología se debió en buena medida al halo de ambigüedad que la acompaña: se trata de enunciar un deseo tan general como el antes indicado sin precisar mucho su contenido ni el modo de llevarlo a la práctica. En lo que sigue recordaremos cuál fue el caldo de cultivo que propició su éxito, cuando otras propuestas similares formuladas con anterioridad no habían conseguido prosperar. Propuestas que van desde la pretensión de los economistas franceses del siglo xviii, los fisiócratas, de aumentar las «riquezas renacientes» sin menoscabo de los «bienes fondo», hasta las preocupaciones por la «conservación» en la pasada década de los sesenta o por el «ecodesarrollo» de principios de los setenta, a las que haremos referencia más adelante. Anticipemos, pues, que no es tanto su novedad, como su controlada dosis de ambigüedad, lo que explica la buena acogida que tuvo el propósito del «desarrollo sostenible», en un momento en el que la propia fuerza de los hechos exigía más que nunca ligar la reflexión económica al medio físico en el que ha de tomar cuerpo. Sin embargo, la falta de resultados inherente a la ambigüedad que exige el uso meramente retórico del término, se está prolongando demasiado, hasta el punto de minar el éxito político que acompañó a su aplicación inicial. La insatisfacción creciente entre técnicos y gestores que ha originado esta situación está multiplicando últimamente las críticas a la mencionada ambigüedad conceptual y solicitando cada vez con más fuerza la búsqueda de precisiones que hagan operativo su uso.
El presente documento tratará de responder a las mencionadas demandas de operatividad. Para ello se impone una clarificación conceptual previa que pasa por identificar las diferentes y contradictorias lecturas que admite el consenso político generalizado de hacer sostenible el desarrollo. Porque mientras la meta sea ambigua no habrá acción práctica eficaz, por mucho que el pragmatismo reinante trate de buscar atajos afinando el instrumental antes de haber precisado las metas. Sólo precisando las metas se podrán elegir instrumentos de medida apropiados para ver si nos alejamos o no de ellas y para evaluar las políticas y los medios utilizados para alcanzarlas. Para poner en práctica este esquema, se analizará primero el origen del término «desarrollo sostenible» y la utilización que se ha venido haciendo del mismo, para añadir después precisiones al propósito de la «sostenibilidad» desde los distintos sistemas de razonamiento que se contempla. Este esclarecimiento conceptual permitirá avanzar más sólidamente tanto en la búsqueda de aplicaciones operativas del mismo en el terreno que nos ocupa, como en el enjuiciamiento y la presentación del catálogo de buenas prácticas para una ciudad sostenible, que se abordan a lo largo de este documento.
Sobre el origen y el uso del término «sostenible»
La aceptación generalizada del propósito de hacer más «sostenible» el desarrollo económico es, sin duda, ambivalente. Por una parte, evidencia una mayor preocupación por la salud de los ecosistemas que mantienen la vida en la Tierra, desplazando esta preocupación hacia el campo de la gestión económica. Por otra, la grave indefinición con la que se maneja este término empuja a hacer que las buenas intenciones que lo informan se queden en meros gestos en el vacío, sin que apenas contribuyan a reconvertir la sociedad industrial sobre bases más sostenibles. Reflexionemos sobre el origen de este término, para hacerlo luego sobre su contenido.
El extendido uso del epíteto «sostenible» en la literatura económico-ambiental se inscribe en la inflación que acusan las ciencias sociales de términos de moda cuya ambigüedad induce a utilizarlos más como conjuros que como conceptos útiles para comprender y solucionar los problemas del mundo real. Como ya había advertido tempranamente Malthus en sus Definiciones en Economía Política (1827), el éxito en el empleo de nuevos términos viene especialmente marcado, en las ciencias sociales, por su conexión con el propio statu quo mental, institucional y terminológico ya establecidos en la sociedad en la que han de tomar cuerpo. El éxito del término «sostenible» no es ajeno a esta regla, sobre todo teniendo en cuenta que nació acompañando a aquel otro de «desarrollo», para hablar así de «desarrollo sostenible». Recordemos las circunstancias concretas que propiciaron el éxito de este término y que enterraron aquel otro de «ecodesarrollo» que se empezaba a usar en los inicios de los setenta.
Cuando a principios de la década de los setenta el Primer Informe del Club de Roma sobre los límites del crecimiento, junto con otras publicaciones y acontecimientos, pusieron en tela de juicio la viabilidad del crecimiento como objetivo económico planetario, Ignacy Sachs (consultor de Naciones Unidas para temas de medioambiente y desarrollo) propuso la palabra «ecodesarrollo» como término de compromiso que buscaba conciliar el aumento de la producción, que tan perentoriamente reclamaban los países del Tercer Mundo, con el respeto a los ecosistemas necesario para mantener las condiciones de habitabilidad de la tierra. Este término empezó a utilizarse en los círculos internacionales relacionados con el «medioambiente» y el «desarrollo», dando lugar a un episodio que vaticinó su suerte. Se trata de la declaración en su día llamada de Cocoyoc, por haberse elaborado en un seminario promovido por las Naciones Unidas al más alto nivel, con la participación de Sachs, que tuvo lugar en l974 en el lujoso hotel de ese mismo nombre, cerca de Cuernavaca, en Méjico. El propio presidente de Méjico, Echeverría, suscribió y presentó a la prensa las resoluciones de Cocoyoc, que hacían suyo el término «ecodesarrollo». Unos días más tarde, según recuerda Sachs en una entrevista [Sachs, I., 1994], Henry Kissinger manifestó, como jefe de la diplomacia norteamericana, su desaprobación del texto en un telegrama enviado al presidente del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente: había que retocar el vocabulario y, más concretamente, el término «ecodesarrollo» que quedó así vetado en estos foros. Lo sustituyó más tarde aquel otro del «desarrollo sostenible», que los economistas más convencionales podían aceptar sin recelo, al confundirse con el «desarrollo autosostenido» (self sustained growth) introducido tiempo atrás por Rostow y barajado profusamente por los economistas que se ocupaban del desarrollo. Sostenido (sustained) o sostenible (sustainable), se trataba de seguir promoviendo el desarrollo tal y como lo venía entendiendo la comunidad de los economistas. Poco importa que algún autor como Daly matizara que para él «desarrollo sostenible» es «desarrollo sin crecimiento», contradiciendo la acepción común de desarrollo que figura en los diccionarios estrechamente vinculada al crecimiento.
Predominó así la función retórica del término «desarrollo sostenible» subrayada por algunos autores [Dixon, J.A. y Fallon, L.A., 1991], que explica su aceptación generalizada: «la sostenibilidad parece ser aceptada como un término mediador diseñado para tender un puente sobre el golfo que separa a los «desarrollistas» de los «ambientalistas». La engañosa simplicidad del término y su significado aparentemente manifiesto ayudaron a extender una cortina de humo sobre su inherente ambigüedad» [O’Riordan, T., 1988]. En fin, parece que lo que más contribuyó a sostener la nueva idea de la «sostenibilidad» fueron las viejas ideas del «crecimiento» y el «desarrollo» económico, que tras la avalancha crítica de los setenta necesitaban ser apuntaladas.
De esta manera, veinte años después de que el Informe del Club de Roma preparado por Meadows sobre los límites del crecimiento (1971) pusiera en entredicho las nociones de crecimiento y desarrollo utilizadas en economía, estamos asistiendo ahora a un renovado afán de hacerlas «sostenibles» asumiendo acríticamente esas nociones que se habían afianzado abandonando las preocupaciones que originariamente las vinculaban al medio físico en el que se encuadraban. La forma en la que se ha redactado y presentado en 1992 un nuevo Informe Meadows, titulado Más allá de los límites [Meadows, D.H. y D.L., 1991], constituye un buen exponente de la fuerza con la que soplan los vientos del conformismo conceptual en el discurso económico. El deterioro planetario y las perspectivas de enderezarlo son bastante peores que las de hace veinte años, pero los autores, para evitar que se les tilde de catastrofistas, se sienten obligados a estas alturas a escudarse en la confusa distinción entre crecimiento y desarrollo económico, para advertir que, «pese a existir límites al crecimiento, no tiene porqué haberlos al desarrollo» [Meadows, D.H. y D.L., 1991] y a incluir el prólogo de un economista tan consagrado como es Tinbergen, galardonado con el premio Nobel, en el que se indica que el libro es útil porque «clarifica las condiciones bajo las cuales el crecimiento sostenido, un medio ambiente limpio e ingresos equitativos pueden ser organizados».
Sin embargo, a la vez que se extendió la utilización banalmente retórica del término «desarrollo sostenible», se consiguió también hacer que la idea misma de sostenibilidad cobrara vida propia y que la reflexión sobre la viabilidad a largo plazo de los sistemas agrarios, industriales o urbanos tuviera cabida en las reuniones y proyectos de administraciones y universidades, dando lugar a textos, como el que estamos elaborando que pretenden avanzar en la clarificación y aplicación de esta idea.
Reflexiones sobre el uso acrítico y banal del término «desarrollo sostenible»
Con todo, frente a la tendencia todavía imperante entre políticos y economistas a asumir acríticamente la meta del crecimiento (o desarrollo) económico, se acusa también la aparición reciente de algunos textos marcadamente críticos y clarificadores del propósito de moda del desarrollo sostenible. Entre éstos destacan el Diccionario del desarrollo, dirigido por Wolfgang Sachs y el libro de Richard B. Norgaard titulado El desarrollo traicionado. En la introducción al primero de ellos, Sachs señala que «la idea del desarrollo permanece todavía en pie, como una especie de ruina, en el paisaje intelectual… Ya es hora de desmantelar su estructura mental. Los autores de este libro tratan conscientemente de trascender la difunta idea del desarrollo con el ánimo de clarificar nuestras mentes con nuevos análisis» [Sachs, W., 1992].
Por su parte, Norgaard subraya la inconsistencia de unir las nociones de sostenibilidad y desarrollo, concluyendo que «es imposible definir el desarrollo sostenible de manera operativa con el nivel de detalle y de control que presupone la lógica de la modernidad» [Norgaard, R.B., 1994]. En el Congreso Internacional sobre Technology, Sustainable Development and Imbalance, que tuvo lugar en Terrassa (14-16 de diciembre de 1995), se levantaron voces críticas señalando que el objetivo de la sostenibilidad se revelaba incompatible con el desarrollo de un sistema económico cuya globalización origina a la vez la homogeneización cultural y la destrucción ambiental [Norgaard, R.B., 1996]. Se llegó incluso a calificar a la «cultura del silencio», que había propiciado la retórica del «desarrollo sostenible», de verdadera «corrupción de nuestro pensamiento, nuestras mentes y nuestro lenguaje» [M’Mwereria, G.K., 1996]. Es en el fondo esta «corrupción mental» la que ha impedido la clarificación conceptual y la revisión crítica del statu quo que reclamarían los avances significativos en favor de la sostenibilidad global. Para ello, habría que bajar del pedestal que hoy ocupa la propia idea del crecimiento económico como algo globalmente deseable e irrenunciable y advertir que la sostenibilidad no será fruto de la eficiencia y del desarrollo económico, sino que implica sobre todo decisiones sobre la equidad actual e intergeneracional.
Cuando el término «desarrollo sostenible» está sirviendo para mantener en los países industrializados la fe en el crecimiento y haciendo las veces de burladero para escapar a la problemática ecológica y a las connotaciones éticas que tal crecimiento conlleva, no está de más subrayar el retroceso operado al respecto citando a John Stuart Mill, en sus Principios de Economía Política (1848), que fueron durante largo tiempo el manual más acreditado en la enseñanza de los economistas. Cuando se aceptaba que la civilización industrial estaba abocada a toparse con un horizonte de «estado estacionario», este autor decía hace más de un siglo:
no puedo mirar al estado estacionario del capital y la riqueza con el disgusto que por el mismo manifiestan los economistas de la vieja escuela. Me inclino a creer que, en conjunto, sería un adelanto muy considerable sobre nuestra situación actual. Confirmo que no me gusta el ideal de vida que defienden aquellos que creen que el estado normal de los seres humanos es una lucha incesante por avanzar y que aplastar, dar codazos y pisar los talones al que va delante, característicos del tipo de sociedad actual, e incluso que constituyen el género de vida más deseable para la especie humana (…) No veo que haya motivo para congratularse de que personas que son ya más ricas de lo que nadie necesita ser, hayan doblado sus medios de consumir cosas que producen poco o ningún placer, excepto como representativos de riqueza (…) sólo en los países atrasados del mundo es todavía el aumento de producción un asunto importante; en los más adelantados lo que se necesita desde el punto de vista económico es una mejor distribución (…) Sin duda es más deseable que las energías de la humanidad se empleen en esta lucha por la riqueza que en luchas guerreras (…) hasta que inteligencias más elevadas consigan educar a las demás para mejores cosas. Mientras las inteligencias sean groseras necesitan estímulos groseros. Entre tanto debe excusársenos a los que no aceptamos esta etapa muy primitiva del perfeccionamiento humano como el tipo definitivo del mismo, por ser escépticos con respecto a la clase de progreso económico que excita las congratulaciones de los políticos ordinarios: el aumento puro y simple de la producción y de la acumulación.
Sin embargo, los afanes que concita el simple aumento generalizado de éstos permanecen bien vivos, mientras que el problema de exceso de residuos predomina hoy sobre el ocasionado por la falta de recursos que, hace un siglo, se veía como el principal freno que impondría al sistema un horizonte de «estado estacionario». La situación actual se revela más problemática porque, en vez de toparse la expansión del sistema con el límite objetivo que impone la falta de recursos, esta expansión está provocando un deterioro ecológico cada vez más acentuado, con lo que la moderación y reconversión del sistema no sólo habría que aceptarla, como hacía J.S. Mill viendo su parte positiva, sino incluso promoverla para evitar que prosiga el mencionado deterioro. Es decir, hace falta que la sociedad reaccione a las señales de deterioro en las condiciones de habitabilidad de la Tierra, corrigiendo el funcionamiento del sistema económico que lo origina.
Sobre el contenido del término «sostenible»
Se aprecia poca voluntad de hacer planes de reconversión de la sociedad actual hacia bases más sostenibles o físicamente viables, por mucho que las referencias a la sostenibilidad aparezcan en multitud de publicaciones y declaraciones. Si hubiera verdadero afán de aplicar ese propósito habría que empezar por romper ese «cajón de sastre» de la producción de valor, para enjuiciar el comportamiento físico de las actividades que contribuyen a ella. Esto es lo que con poca fortuna pretendieron los fisiócratas cuando, hace más de dos siglos, proponían aumentar la producción de riquezas «renacientes» (hoy diríamos renovables) sin detrimento de los «bienes fondo» o de los stocks de riquezas preexistentes, siendo descalificados en este empeño por los economistas posteriores, que erigieron el mencionado «cajón de sastre» del valor como centro de la ciencia económica, separándolo del contexto físico y social en el que se desenvolvía. Vemos, pues, que no se trata tanto de descubrir la pólvora de la sostenibilidad como de desandar críticamente el camino andado, volviendo a conectar lo físico con lo monetario y la economía con las ciencias de la naturaleza.
La mayor parte de la indefinición vigente procede del empeño de conciliar el crecimiento o desarrollo económico con la idea de sostenibilidad, cuando cada uno de estos dos conceptos se refieren a niveles de abstracción y sistemas de razonamientos diferentes: las nociones de crecimiento y de desarrollo económico encuentran su definición en los agregados monetarios homogéneos de «producción» y sus derivados que segrega la idea usual de sistema económico, mientras que la preocupación por la sostenibilidad recae sobre procesos físicos singulares y heterogéneos. En efecto, la idea de crecimiento o desarrollo económico con la que hoy trabajan los economistas, se encuentra desvinculada del mundo físico y no tiene ya otro significado concreto y susceptible de medirse que el referido al aumento de los agregados de Renta o Producto Nacional. Es decir, de agregados monetarios que, por definición, hacen abstracción de la naturaleza física heterogénea de los procesos que los generan, careciendo por lo tanto de información y de criterios para enjuiciar la sostenibilidad de estos últimos: para ello habría que romper, como se ha indicado, la homogeneidad de ese «cajón de sastre» de la producción de valores pecuniarios para analizar la realidad física subyacente.
En primer lugar, hay que advertir que la ambigüedad conceptual de fondo no puede resolverse mediante simples retoques terminológicos o definiciones descriptivas o enumerativas más completas de lo que ha de entenderse por sostenibilidad (al igual que ocurre con las nociones de producción o de desarrollo, que encuentran implícitamente su definición en la propia idea de sistema económico): a la hora de la verdad, el contenido de este concepto no es fruto de definiciones explícitas, sino del sistema de razonamiento que apliquemos para acercarnos a él. Evidentemente si, como está ocurriendo, no aplicamos ningún sistema en el que el término sostenibilidad concrete su significado, éste se seguirá manteniendo en los niveles de brumosa generalidad en los que hoy se mueve, seguirá sin que las brumas se disipen por mucho que intentemos matizarlo con definiciones explícitas y discutamos si interesa más traducir el término inglés originario sustainability por sostenibilidad, durabilidad o sustentabilidad.
Por lo tanto, clarificar la situación exige, en primer lugar, identificar cuál es la interpretación del objetivo de la sostenibilidad que se puede hacer desde la noción usual de sistema económico, cuáles son las recomendaciones para atenderlo que se extraen dentro de este sistema de razonamiento y cuáles son las limitaciones de este planteamiento. Afortunadamente, estas cuestiones han sido ya respondidas por un economista tan altamente cualificado para ello como es Robert M. Solow. Este autor, que había sido galardonado con el premio Nobel en 1987 precisamente por sus trabajos sobre el crecimiento económico, se tomó la molestia de definir la sostenibilidad «desde la perspectiva de un economista» [Solow, R., 1991] y en hacer las oportunas recomendaciones al respecto [Solow, R., 1992]. Tras advertir que si queremos que la sostenibilidad signifique algo más que un vago compromiso emocional, Solow señala que debemos precisar lo que se quiere conservar, concretando en algo el genérico enunciado del Informe de la Comisión Brundtland arriba mencionado. Para Solow, lo que debe ser conservado es el valor del stock de capital (incluyendo el capital natural) con el que cuenta la sociedad, que es lo que, según este autor, otorgaría a las generaciones futuras la posibilidad de seguir produciendo bienestar económico en igual situación que la actual. Para Solow, el problema estriba, por una parte, en lograr una valoración que se estime adecuadamente completa y acertada del stock de capital y del deterioro ocasionado en el mismo, por otra, en asegurar que el valor de la inversión que engrosa anualmente ese stock cubra, al menos, la valoración anual de su deterioro. «El compromiso de la sostenibilidad se concreta así en el compromiso de mantener un determinado montante de inversión productiva», pues, según este autor, «el pecado capital no es la extracción minera, sino el consumo de las rentas obtenidas de la minería» [Solow, R., 1992]. El tratamiento del tema de la sostenibilidad en términos de inversión, explica que se haya extendido entre los economistas la idea de que el problema ambiental encontrará solución más fácil cuando la producción y la renta se sitúen por encima de ciertos niveles que permitan aumentar sensiblemente las inversiones en mejoras ambientales. Como explica también la recomendación a los países pobres de anteponer el crecimiento económico a las preocupaciones ambientales, para lograr cuanto antes los niveles de renta que, se supone, les permitirán resolver mejor su problemática ambiental.
Como no podía ser de otra manera, vemos que la lectura del objetivo de la sostenibilidad que se puede hacer desde la idea usual de sistema económico, es una lectura que se circunscribe lógicamente al campo de lo monetario. Pero, como el propio Solow precisa, ello no quiere decir que el problema así planteado pueda encontrar solución en el universo aislado de los valores pecuniarios o de cambio, a base de que los economistas especializados descubran nuevas técnicas de valoración de los recursos naturales y ambientales y practiquen los oportunos retoques en las estimaciones del stock de capital y de los agregados, obteniendo así el «verdadero» Producto Neto que puede ser consumido sin que se empobrezcan las generaciones futuras. Solow reconoce que los precios ordinarios de transacción no aportan una respuesta adecuada y advierte que «francamente, en gran medida, mi razonamiento depende de la obtención de unos precios-sombra aproximadamente correctos» para lo cual, concluye, «estamos abocados a depender de indicadores físicos para poder juzgar la actuación de la economía con respecto al uso de los recursos ambientales. Así, el marco conceptual propuesto debería ayudar también a clarificar el pensamiento en el propio campo del medio ambiente» [Solow, R., 1992]. Con independencia de la fe que se tenga en las posibilidades que brinda el camino sugerido por Solow de corregir los agregados económicos habituales, subrayemos, como él mismo hace, que su propuesta no está reñida con, sino que necesita apoyarse en, el buen conocimiento de la interacción de los procesos económicos con el medio ambiente en el que se desenvuelven, restableciendo la conexión entre el universo aislado del valor en el que venían razonando los economistas y el medio físico circundante o, con palabras diferentes, abriendo el «cajón de sastre» de la producción de valor para analizar los procesos físicos subyacentes.
Con todo, hay que advertir que el tratamiento de las cuestiones ambientales (y, por ende, de la propia idea de sostenibilidad) ha escindido hoy las filas de los economistas. En efecto, por un parte, se han magnificado las posibilidades del enfoque mencionado sin subrayar su dependencia de la información física sobre los recursos y los procesos. Por otra, toda una serie de autores más o menos vinculados a la corriente agrupada en torno a la revista y la asociación Ecological Economics, advierten de que el tratamiento de las cuestiones ambientales, y de la propia idea de sostenibilidad, requieren no sólo retocar, sino ampliar y reformular la idea usual de sistema económico. La principal limitación que estos autores advierten en la interpretación que se hace de la sostenibilidad desde la noción usual de sistema económico, proviene del hecho de que los objetos que componen esa versión ampliada del stock de capital no son ni homogéneos ni necesariamente sustituibles. Es más, se postula que los elementos y sistemas que componen el «capital natural» se caracterizan más bien por ser complementarios que sustitutivos con respecto al capital producido por el hombre [Daly, H., 1990]. Esta limitación se entrecruza con aquella otra que impone la irreversibilidad propia de los principales procesos de deterioro (destrucción de ecosistemas, suelo fértil, extinción de especies, agotamiento de depósitos minerales, cambios climáticos, etc.). Ehrlich apunta que el flujo circular en el que la inversión corrige el deterioro ocasionado por el propio sistema que la produce, es inviable en el mundo físico: «es el simple diagrama de una máquina de movimiento perpetuo, que no puede existir más que en la mente de los economistas» [Ehrlich, P.R., 1989]. Por eso sólo cabe representar el funcionamiento de organismos, poblaciones o ecosistemas en términos de sistemas abiertos, es decir, que necesitan degradar energía y materiales para mantenerse en vida. La clave de la sostenibilidad de la biosfera está en que tal degradación se articula sobre la energía que diariamente recibe del Sol y que en cualquier caso se iba a degradar (y no en que la biosfera sea capaz de reparar tal degradación).
Sostenibilidad «fuerte»
La imposibilidad física de un sistema que arregle internamente el deterioro ocasionado por su propio funcionamiento, invalida también la posibilidad de extender a escala planetaria la idea de que la calidad del medio ambiente esté llamada a mejorar a partir de ciertos niveles de producción y de renta que permitan invertir más en mejoras ambientales. Estas mejoras pueden lograrse ciertamente a escala local o regional, pero el ejemplo que globalmente ofrece el mundo industrial no resulta hasta ahora muy recomendable, ya que se ha venido saldando con una creciente importación de materias primas y energía de otros territorios y con la exportación hacia éstos de residuos y procesos contaminantes. Lo cual viene a ejemplificar la posibilidad común en el mundo físico de mantener e incluso mejorar la calidad interna de un sistema a base de utilizar recursos de fuera y de enviar residuos fuera. La otra posibilidad supondría rediseñar el sistema para conseguir que utilice más eficientemente los recursos y, en consecuencia, genere menos pérdidas ya sea en forma de residuos o de pérdida de calidad interna. El problema estriba en que una diferencia cualitativa tan capital como la indicada no tiene un reflejo claro en el universo homogéneo del valor, como tampoco lo tiene en general la casuística de los procesos físicos que se oculta bajo el velo monetario de la producción agregada de valor.
Viendo las limitaciones que ofrece la aproximación al tema de la sostenibilidad que se practica desde el aparato conceptual de la economía estándar, la mencionada corriente de autores trata de analizar directamente las condiciones de sostenibilidad de los procesos y sistemas del mundo físico sobre los que se apoya la vida de los hombres. Se llega así, según Norton [Norton, B.G., 1992], a dos tipos de nociones de sostenibilidad diferentes que responden a dos paradigmas diferentes: una sostenibilidad débil (formulada desde la racionalidad propia de la economía estándar) y otra fuerte (formulada desde la racionalidad de esa economía de la física que es la termodinámica y de esa economía de la naturaleza que es la ecología). En lo que sigue nos ocuparemos de esta sostenibilidad fuerte, que se preocupa directamente por la salud de los ecosistemas en los que se inserta la vida y la economía de los hombres, pero sin ignorar la incidencia que sobre los procesos del mundo físico tiene el razonamiento monetario. Pues es la sostenibilidad en el sentido fuerte indicado la que puede responder a la sostenibilidad de las ciudades y de los asentamientos humanos, en general, sobre la que se centra este documento.
El segundo paso para superar el estadio de indefinición actual se centra así en la sostenibilidad de procesos y sistemas físicos, separadamente de las preocupaciones económicas ordinarias sobre el crecimiento de los agregados monetarios. Reflexionemos, pues, sobre la noción de sostenibilidad fuerte para disipar sus propias ambigüedades, dejando ya de lado el tema del «desarrollo». Para ello, lo primero que tenemos que hacer es identificar los sistemas cuya viabilidad o sostenibilidad pretendemos enjuiciar, así como precisar el ámbito espacial (con la consiguiente disponibilidad de recursos y de sumideros de residuos) atribuido a los sistemas y el horizonte temporal para el que se cifra su viabilidad. Si nos referimos a los sistemas físicos sobre los que se organiza la vida de los hombres (sistemas agrarios, industriales o urbanos) podemos afirmar que la sostenibilidad de tales sistemas dependerá de la posibilidad que tienen de abastecerse de recursos y de deshacerse de residuos, así como de su capacidad para controlar las pérdidas de calidad (tanto interna como «ambiental«) que afectan a su funcionamiento. Aspectos éstos que, como es obvio, dependen de la configuración y el comportamiento de los sistemas sociales que los organizan y mantienen. Por lo tanto, la clarificación del objetivo de la sostenibilidad es condición necesaria pero no suficiente para su efectiva puesta en práctica. La conservación de determinados elementos o sistemas integrantes del patrimonio natural, no sólo necesita ser asumida por la población, sino que requiere de instituciones que velen por la conservación y transmisión de ese patrimonio a las generaciones futuras, tema éste sobre el que insiste Norgaard en los textos citados.
Es justamente la indicación del ámbito espacio-temporal de referencia la que da mayor o menor amplitud a la noción de sostenibilidad (fuerte) de un proyecto o sistema: cualquier experimento de laboratorio o cualquier proyecto de ciudad puede ser sostenible a plazos muy dilatados si se ponen a su servicio todos los recursos de la Tierra, sin embargo muy pocos lo serían si su aplicación se extendiera a escala planetaria. Hablaremos, pues, de sostenibilidad global, cuando razonamos sobre la extensión a escala planetaria de los sistemas considerados, tomando la Tierra como escala de referencia y de sostenibilidad local cuando nos referimos a sistemas o procesos más parciales o limitados en el espacio y en el tiempo. Asi mismo, hablaremos de sostenibilidad parcial cuando se refiere sólo a algún aspecto, subsistema o elemento determinado (por ejemplo, al manejo de agua, de algún tipo de energía o material, del territorio) y no al conjunto del sistema o proceso estudiado con todas sus implicaciones. Evidentemente, a muy largo plazo, tanto la sostenibilidad local como la parcial, están llamadas a converger con la global. Sin embargo, la diferencia entre sostenibilidad local (o parcial) y la global cobra importancia cuando, como es habitual, no se razona a largo plazo.
El enfoque analítico-parcelario aplicado a la solución de problemas y a la búsqueda de rentabilidades a corto plazo, predominante en la civilización industrial, ha sido una fuente inagotable de «externalidades» no deseadas y de sistemas cuya generalización territorial resultaba insostenible en el tiempo, siendo paradigmático el caso de los sistemas urbanos. Ya que las mejoras obtenidas en las condiciones de salubridad y habitabilidad de las ciudades que posibilitaron su enorme crecimiento se consiguieron generalmente a costa de acentuar la explotación y el deterioro de otros territorios. El problema estriba en que este crecimiento no solo se revela globalmente insostenible, sino que pone también en peligro los logros en salubridad y habitabilidad, por lo que los tres aspectos deben tratarse conjuntamente. El Libro verde del medio ambiente urbano (1990) de la Unión Europea superó los planteamientos parcelarios habituales, al preocuparse no sólo de las condiciones de vida en las ciudades, sino también de su incidencia sobre el resto del territorio. Este planteamiento coincide con la sostenibilidad global antes indicada y se mantiene en documentos posteriores: en particular el Informe final del Grupo de Expertos sobre Medio Ambiente Urbano de la UE, titulado Ciudades Europeas Sostenibles (1995), señala que «el desafío de la sostenibilidad urbana apunta a resolver tanto los problemas experimentados en el seno de las ciudades, como los problemas causados por las ciudades». Sin embargo, cinco años depués de haber enunciado la meta de la sostenibilidad global, todavía no se han establecido ni el aparato conceptual ni los instrumentos de medida necesarios para aplicarlo con pleno conocimiento de causa y establecer su seguimiento: el nuevo documento mencionado se lanza a discutir las políticas favorables a la sostenibilidad sin apenas añadir precisión sobre el contenido de ésta, ni sobre la compleja problemática que entraña la amplitud del enfoque adoptado, dadas las múltiples interconexiones que observan los sistemas intervenidos o diseñados por el hombre sobre el telón de fondo de la biosfera (en relación, claro está, con la hidrosfera, la litosfera y la atmósfera). Si queremos enjuiciar la sostenibilidad de las ciudades en el sentido global antes mencionado, hemos de preocuparnos no sólo de las actividades que en ellas tienen lugar, sino también de aquellas otras de las que dependen aunque se operen e incidan en territorios alejados. Desde esta perspectiva, enjuiciar la sostenibilidad de las ciudades nos conduce por fuerza a enjuiciar la sostenibilidad (o más bien la insostenibilidad) del núcleo principal del comportamiento de la civilización industrial. Es decir, incluyendo la propia agricultura y las actividades extractivas e industriales que abastecen a las ciudades y a los procesos que en ellas tienen lugar, ya que el principal problema reside en que la sostenibilidad local de las ciudades se ha venido apoyando en una creciente insostenibilidad global de los procesos de apropiación y vertido de los que dependen.