01.12.2012
Balance conceptual del post-operaismo en Italia
Traducido por: Marina Garcés (del italiano)
Este dossier está formado por textos escritos por Christian Marazzi, Sandro Mezzadra y Franco Berardi (Bifo), destacados miembros de la corriente marxista italiana conocida con el nombre de operaismo. El operaismo, del cual algunos de nosotros hemos participado, supuso una lectura política de Marx completamente nueva que, en sus muchas diversificaciones, acabó configurando lo que se llamó el área de la Autonomía Obrera. Posteriormente, desde el propio operaismo, se introdujeron algunas innovaciones que, en especial, reformulaban la identidad trabajo. Estos nuevos planteamientos, que darían lugar a lo que algunos denominan postoperaismo, han estado presentes en el movimiento antiglobalización. Escritas expresamente en respuesta a la petición de Espai en Blanc para este número, aquí publicamos tres reflexiones personales breves y directas que tratan de analizar la vigencia y el potencial político de estos planteamientos.
En la época de lo post (Sandro Mezzadra)
Apenas puedo recordar cuando escuché hablar por primera vez de post-operaismo. La impresión, sin embargo, es que anteponer el post al operaismo no fue obra de ninguno de los teóricos que se asocian a esta etiqueta. Mi «olfato» me dice que esa etiqueta se formó en el mundo anglosajón: seguramente fue allí donde, en la intersección entre la academia global, el activismo «altermundialista» y los mundos artísticos, llegó a ser de uso común para volver luego a Italia, a Francia, a Brasil y a otros países donde tiene lugar la elaboración (en la actualidad totalmente trans-nacional) de las teorías que a partir de un determinado momento se han definido como «postoperaistas» Es así como nos hemos convertido en postoperaistas: además, vivimos en la época de lo post (postcolonial, postmoderno, posthistórico, y todos lo que cada uno quiera añadir); y los autores (desde Toni Negri a Paolo Virno) y también revistas del futuro postoperaismo (desde Futur Antérieur a Luogo Comune) han contribuido activamente en la formulación, por lo menos de una de las definiciones que inscriben nuestro tiempo en el horizonte de una suspensión temporal entre un «ya no» y un «todavía no» –el del postfordismo.
¿De qué nos habla, más allá de las modas académicas e intelectuales, esta proliferación de «post»? Se podría aventurar la hipótesis de que el prefijo post indica una dificultad difusa (un impasse específico, que nosotros compartimos) frente a la exigencia de definir «en positivo» las características esenciales de nuestro tiempo, para cualificarlo de alguna otra manera que como una época de transición. Si así fuera, partiendo de un detalle aparentemente poco significativo (el «post» en el postoperaismo), se podría abrir quizá una perspectiva desde la que volver a examinar la contribución de nuestros análisis y debates a la cartografía de la transición global que está teniendo lugar y desde el cual valorar, al mismo tiempo, con cierta indulgencia –sin que ello signifique de ninguna manera renunciar a la (auto)crítica– las dificultades y las limitaciones del postoperaismo, que obviamente no faltan.
Pero antes que nada es preciso alabar el operaismo. La «revolución copernicana» de la que hablaba de Mario Tronti a mediados de los años 60, aquél primero las luchas obreras, luego el desarrollo capitalista, abrió realmente nuevos continentes teóricos, en cuyo interior siguen moviéndose –siguiendo el hilo de las luchas– compañeros y compañeras de todo el mundo. El capital como relación social y no como «una cosa»: esta extraordinaria indicación de Marx fue revivida en el operaismo con una intensidad sin precedentes en la historia del «marxismo». Y creó las condiciones para encuentros e hibridaciones con una gran variedad de prácticas teóricas de diversa genealogía en las siguientes décadas, partiendo, por supuesto, de las que han sido agrupadas bajo otra etiqueta de transición, la de post-estructuralismo, que también surgió en gran parte de la recensión (de la «traducción», tanto en sentido literal como sobre todo metafórico) en Estados Unidos de las obras de Foucault y Derrida, Deleuze, Guattari, Lacan, más tarde, De Certeau y muchos otros. Fue la época en la que en las universidades norteamericanas imperaba la French theory (en los departamentos de literatura y de estudios culturales, en abierta polémica con lo que ocurría en los departamentos de filosofía, donde nunca se ha tambaleado la hegemonía «analítica»). Sería interesante reconstruir esta historia para poner de relieve tanto las fértiles hibridaciones conceptuales que se derivaron de ella como las distorsiones (y, especialmente, la domesticación) de las posiciones filosóficas y políticas radicales que se gestaron dentro de ella: así es cómo, bajo una mirada bizca, Edward Said nos ha enseñado a mirar las «teorías de viaje». Sostenemos esta mirada bizca, cuando ya se empieza a hablar de una Italian theory de la que también formaría parte el operaismo (así como su post), destinado a tomar el relevo de la French.
Mantener con firmeza la «revolución copernicana» trontiana, como criterio fundamental de la reconstrucción de la historia y de la reivindicación de la actualidad del operaismo, puede ser un buen antídoto contra cualquier «disolución» y «neutralización» de su radicalidad política en recipientes académicos definidos de diversas maneras. Por otra parte, en la historia de la filosofía italiana, el operaismo ha sido una anomalía (tenemos que añadir: una anomalía salvaje, para rendir homenaje al libro de Toni Negri sobre Spinoza escrito en las cárceles de la República). Provincializar el operaismo (para retomar el título de un hermoso artículo de Brett Neilson de hace unos años) no significa resituarlo en el marco de una historia y de una cultura (la italiana), de la que fue un hijo bastardo. Significa, por el contrario –y según el sentido de «provincialización» que nos han enseñado a entender los grandes estudiosos poscoloniales como Dipesh Chakrabarty–, liberarlo definitivamente de esa historia y de esa cultura. Significa descubrir que la radicalidad política del operaismo –la de los obreros que luchaban para destruir la explotación y, por lo tanto, el sistema mismo de la fábrica en la Torino de los años 60 del siglo pasado– hablaba el mismo idioma que las mujeres «tribales» que se rebelaban en esos mismos años contra los terratenientes en el campo de Bengala Occidental, el mismo idioma también que los movimientos del black power en los Estados Unidos, el de los trabajadores brasileños y el de los movimientos feministas en todos los puntos del planeta.
El «mismo idioma», escribí. ¿Es una estupidez? ¡Por supuesto que lo es! El operaismo hablaba, de hecho, un idioma «completamente diferente» al de los movimientos que acabamos de mencionar a título de ejemplo. Hablaba, de hecho, un idioma no universal, un idioma deliberadamente parcial (término clave en Obreros y capital de Tronti). Y, sin embargo, para tratar de decirlo mejor (con una palabra que aprendí a utilizar en las conversaciones con el Colectivo Situaciones de Buenos Aires), hablaba un lenguaje que resonaba con los lenguaje hablados por un gran número de movimientos de rebelión en todo el mundo (y esto plantea, sea dicho utilizando por segunda vez el término en su sentido metafórico, problemas esenciales de traducción). Está (espero) mejor dicho que antes (ciertamente no el mismo lenguaje, sino un lenguaje que resonaba), pero sigue siendo un modo insuficientemente «claro y distinto» de decir: estamos en transición, y debemos forjarnos no sólo una «moral provisional» sino también herramientas conceptuales provisionales. ¿Podría, esta cuestión de la «resonancia», llegar a ser un método? Quiero decir, empleando términos más utilizados hoy en día: un «dispositivo» eficaz, tanto en términos teóricos (donde el problema esencial que se nos encomienda está en esa otra simplificación insostenible que he propuesto antes, cuando he identificado la radicalidad política del operaismo con la de las luchas obreras de los años sesenta) como en términos políticos (donde se abre de nuevo la pregunta que el operaismo clásico había afrontado con los conceptos de composición técnica y composición política de clase). La encuesta militante (la co-investigación) representó el principal método operaista en los años 60: así como hablar de composición técnica y política de clase fue un intento de escapar del callejón sin salida al que habían conducido los debates sobre la «conciencia de clase», la co-investigación se proponía saltar, en una jugada similar a la del caballo en el juego del ajedrez, más allá de las disputas interminables sobre la relación entre la teoría y la práctica. El operaismo se despedía así de los «marxismos».
Podríamos hablar largo y tendido sobre la eficacia de ese doble movimiento del caballo. Se nos podría preguntar si el operaismo no se ha vuelto a encontrar más adelante (tal vez en otras formas) con las contradicciones, los elementos de bloqueo y las dificultades que caracterizaron los debates «marxistas» que acabamos de mencionar. El hecho es que la co-investigación produjo resultados tremendos en los años 60, tanto en el terreno del conocimiento como en la organización; y que de los conceptos de composición técnica y de composición política nació una hipótesis política –la del obrero-masa– que ha sido verificada por las grandes luchas obreras que clausuraron la década. Pero hoy, en la era de lo post: ¿podemos imaginar una encuesta militante a la altura de nuestros tiempos, una co-investigación «postoperaista»? Los compañeros y compañeras reunidos en torno a la red UniNomade (uninomade.org) piensan que es una pregunta que vale la pena plantear y han iniciado una reflexión en torno a ella, a sabiendas de que nada puede darse por sentado: ni el léxico teórico (¿tiene sentido aún, por ejemplo, trabajar con los conceptos de composición técnica y política?) ni los métodos de la co-investigación post-operaista (¿qué significa, para mencionar la pregunta más trivial, hacer co-investigación dentro de las redes?). Y, sobre todo, no se puede dar por sentado que la respuesta a la cuestión acerca de la posibilidad de imaginar una co-investigación a la altura de las transformaciones que el postoperaismo ha contribuido describir sea efectivamente afirmativa.
Para aclarar cómo me sitúo en esta discusión, me gustaría por lo menos hacer alusión a algunas complicaciones conceptuales que he tratado de introducir en los últimos años en el debate postoperaista, partiendo del trabajo que he hecho y que continúo haciendo sobre temas relacionados con las migraciones. El punto de partida, después de todo, ha sido el intento (que hemos realizado entre muchos y que no ha estado exento de eficacia cognitiva y política) de leer las migraciones desde la perspectiva de la «revolución copernicana» trontiana. Categorías y fórmulas como «derecho de fuga» y «autonomía de las migraciones» (acuñadas con la significativa contribución de Yann Moulier Boutang) permitieron invertir la mirada sobre las migraciones e hicieron salir a la luz sus dimensiones subjetivas, en abierta polémica contra cualquier «victimización» de los y las migrantes, pero también contra el énfasis unilateral «neo-marxista» acerca de las determinaciones estructurales y «objetivas» de los movimientos migratorios. Al mismo tiempo, dieron lugar a una politización de la movilidad (en primer lugar bajo el punto de vista analítico) que en muchos aspectos anticipa lo que actualmente se discute como «mobility turn» en las ciencias sociales y humanas.
Sin embargo, este recorrido de investigación (y de militancia), también me ha conducido –a partir de la confrontación con los así llamados estudios poscoloniales, que desde hace una década se han convertido en fundamentales para mí– a complicar, como he dicho, algunas referencias conceptuales canónicas de la tradición y del debate postoperaistas. Siguiendo el hilo del análisis de las migraciones contemporáneas, me pareció, por ejemplo, que era necesario poner en discusión toda lectura «lineal» del paso de la «subsunción formal» a la «subsunción real» del trabajo bajo el capitalismo, así como el «progresismo» que me parecía ver en las filigranas de muchos usos operaistas de la categoría de tendencia. No se trata, por supuesto, de cuestiones meramente «abstractas», o puramente teóricas: con esas lecturas y esos usos empecé a criticar la redundancia implícita en una investigación acerca del punto «más alto de desarrollo capitalista» y de la figura revolucionaria correspondiente (intelectualidad de masa, el trabajo cognitivo o inmaterial, etc), que si bien había producido resultados extraordinarios en el origen del operaismo, actualmente resulta, en mi opinión, totalmente inadecuada para la situación en la que nos corresponde vivir. En cuanto a mi camino de investigación, me ha llevado a la necesidad de volver otra vez a Marx (por ejemplo, leer de nuevo el capítulo I de El Capital sobre la «acumulación primitiva»), para desarrollar un marco de análisis sobre la heterogeneidad constitutiva de la composición contemporánea del trabajo vivo. Puesto así, soy plenamente consciente de que es poco más que una fórmula (y tendría que explicar por qué creo que deberíamos seguir partiendo del «trabajo» para articular la crítica del capitalismo contemporáneo, de ese capitalismo que describimos de diversos modos, adjetivándolo como financiero, cognitivo, global, o que calificamos con el prefijo «bio»). Este planteamiento puede dar ayudarnos a desarrollar una reflexión sobre un concepto tan importante como el de multitud, evitando las simplificaciones que en los últimos años han marcado su uso político por parte de algunos componentes de los movimientos en Italia y en otras partes. Christian Marazzi, en el texto que sigue, dice algo esencial al respecto. En cualquier caso: verificar la productividad de la fórmula «heterogeneidad constitutiva en la composición contemporánea del trabajo vivo» (más allá de su vaguedad) es para mí la tarea esencial de la co-investigación postoperaista.
Un análisis de clase de la financiarización (Christian Marazzi)
En mi caso, he vivido la elaboración teórico-política del post-operaismo, particularmente, desde el punto de vista de las transformaciones financieras y monetarias del capitalismo contemporáneo. ¿Cuáles son las categorías políticas del postoperaismo que, en mi opinión, pueden explicar mejor el capitalismo financiero que se ha estado desarrollando a lo largo de estos últimos treinta años?
La primera contribución postoperaista a la comprensión de la transformación del capitalismo financiero es, seguramente, la crisis de la relación entre capital y trabajo a finales de los años 60, es decir, la metamorfosis de la relación salarial fordista. El fin del obrero-masa, tanto en términos de la organización capitalista del trabajo, como en términos de su hegemonía política y cultural, me parece hasta la fecha una intuición política de proporciones históricas. Y de hecho, ya durante la segunda mitad de los años 70, se empieza a hablar del obrero social, es decir, un «sujeto multiforme» que actúa, productiva y subjetivamente, fuera de la fábrica, es decir, en la sociedad. El descubrimiento, en ese momento, del obrero social señaló el verdadero comienzo del postoperaismo.
El fin del modelo fordista inaugura la era de la financiarización del capital, la época en que el capital adopta estrategias de extracción de valor (de valorización del capital) colonizando la esfera de la circulación, el intercambio de mercancías y la reproducción de la fuerza de trabajo. El giro neoliberal, en este sentido preciso, no sólo puede interpretarse como un ataque al Estado de Bienestar con políticas fiscales a favor del capital y de las rentas altas, sino también como el comienzo de un proceso de producción de plusvalía a partir de la vida misma de la fuerza de trabajo. El obrero social es esto: vida puesta a trabajar a través del ataque a la condición salarial, a través de la flexibilidad y la precariedad. La financiarización es, por tanto, un proceso por el cual el capital «desinvierte» en salarios y en capital directamente productivo, en favor de una producción de la riqueza por medio del dinero, desviando los beneficios hacia mercados financieros a expensas de la creación de empleo y la demanda salarial.
Así, la definición del capitalismo financiero como biocapitalismo o, incluso, como capitalismo cognitivo, creo que es la segunda contribución importante del pensamiento crítico postoperaista. La financiarización es, dicho de otro modo, la otra cara de un capitalismo que extrae plusvalía de la sociedad, más allá de los confines de la fábrica, en la esfera de la circulación (hablamos hoy del consumidor también como productor de valor). En el capitalismo financiero, por un lado, no se invierte en salarios ni en capital constante (máquinas), pero por otro lado, sí que se invierte en dispositivos de producción de riqueza que son también dispositivos disciplinarios y de control sobre la vida de la fuerza de trabajo. Ésta es una nueva acumulación de capital que explica el aumento de los beneficios sin tener que pasar por la producción directa de mercancías, sin pasar por tanto por los lugares típicos de la valorización del capital. En esta acumulación de capital financiero, la deuda privada, además de los resultados financieros, desempeña un papel central en la creación de demanda de consumo. Precisamente porque el beneficio se hace fuera del ámbito directo de la producción, el beneficio se convierte en rédito. El beneficio-rédito refleja la progresiva autonomización de la sociedad respecto a la relación directa entre capital y trabajo. La sociedad, la vida de la gente, se convierte en la tierra virgen a conquistar, a ser privatizada, como en el siglo xvii se privatizó la tierra con los cercados (enclosures) de las tierras como bienes comunes. En el capitalismo financiero, los réditos son la expresión del valor de la producción de valor a partir de la vida misma. En otras palabras, las finanzas no son parasitarias, sino productoras de nuevas relaciones de explotación capitalista.
Esta transformación del beneficio en rédito es, en mi opinión, la tercera contribución postoperaista importante a un análisis crítico del capitalismo contemporáneo. La sociedad, en este sentido, se revela como un conjunto de (bienes) comunes, de commons, es decir, de bienes relacionales, no rivales y no exclusivos, de los que el capital se apropia a través del aumento de la deuda. En el capitalismo contemporáneo, la protección de los bienes comunes, ya sean la vivienda, los bienes relacionales, como la cultura y la salud, o la red de relaciones sociales de cooperación social y comunicativa, pasan por la constricción a la deuda privada. La crisis de hipotecas subprime, en este sentido, ha sido ejemplar.
El problema del pensamiento crítico postoperaista ha sido siempre el de la teoría-práctica de la lucha. Siempre he tenido problemas para entender lo que significaba la multitud desde una perspectiva organizativa. El concepto me resulta claro, pero la traducción antagónica de la multitud no es evidente. Es difícil, para los que vienen del operaismo, razonar políticamente sin un sujeto preciso (como lo fue el obrero-masa en la época fordista) a partir del cual elaborar objetivos y formas de organización. ¿Cómo se recompone políticamente la multitud? Y luego, ¿tiene todavía sentido preocuparse por la «composición de clase» para promover la lucha dentro y contra el capitalismo financiero? Por ahora, me parece que la deuda como derecho a la bancarrota, como apropiación del rédito social, es un terreno posible para la recomposición política de lo que llamamos la multitud. En este terreno es posible imaginar la construcción de un movimiento plural en contra de la apropiación financiera de los commons. Pero esto presupone una idea de organización, de prácticas de lucha que, de alguna manera, sepan institucionalizar los principios de los bienes comunes y los espacios para la construcción autónoma de formas de vida. Esto es posible, personalmente he vivido esta posibilidad de manera concreta participando en la lucha de los ferroviarios de la región donde vivo, una lucha que partió de una situación específica, pero que fue capaz de «hacer sociedad», de extenderse a toda la población de la región e implicar tanto a la vieja fuerza de trabajo fordista como a la fuerza de trabajo cognitiva, investigadores y empleados públicos. Creo que la única manera de responder a las preguntas teórico-prácticas del post-fordismo es estar dentro de los movimientos de resistencia, tratando siempre de desplazar el campo de batalla hacia las necesidades de autonomía y libre determinación de quienes se rebelan contra la financiarización de la propia vida.
En los orígenes del pensamiento autónomo: el operaismo, el postoperaismo, y la teoría de la composición de clase (Franco Berardi (Bifo))
La corriente de pensamiento que se denomina «operaismo» se concretó en Italia, desde principios de los años 60, en un contexto de profunda transformación cultural: por un lado, la crisis del marxismo historicista y dialéctico abrió la puerta a nuevas formas de pensamiento social. Por otro lado, emergieron formas de lucha obrera que no eran reducibles a la tradición de la Tercera Internacional. La vieja división entre lucha sindical y lucha política, tan fundamental para la tradición del movimiento obrero y comunista de observancia leninista, se disolvió y se hizo imposible distinguir con rigidez entre la dimensión económica y la dimensión política de la lucha de clases.
La creciente integración de los procesos de producción industrial, y especialmente la integración entre la fábrica y la sociedad, puso en discusión en esos años la vieja distinción y evidenció la inmediata vocación política de los movimientos de los obreros industriales.
En esos años, nuevas temáticas coloreaban el horizonte del pensamiento: la distinción escolar entre estructura económica y superestructura ideológica fue criticada y superada por un pensamiento crítico de vocación humanista que descubría en la alienación del trabajador (obligado a repetir una y otra vez un gesto sin significado), la dimensión principal del rechazo obrero del trabajo y de la revuelta contra la organización fordista del trabajo.
La importancia del concepto de alienación se derivó del encuentro de la fenomenología existencialista con el así llamado «humanismo marxista» y del descubrimiento de los Manuscritos económico-filosóficos de Karl Marx. Este concepto arrojaba una luz nueva sobre el proceso de formación de la conciencia social antagonista, anticapitalista y revolucionaria. El conflicto no tenía sus raíces únicamente en la rígida contradicción económica (estructural) ni tenía su razón y su fundamento solamente en la adhesión a la ideología del comunismo y a las formaciones políticas revolucionarias. El rechazo de la explotación y el conflicto social se originaban principalmente en una condición existencial, en el tiempo vivido por los trabajadores, en su cansancio, en su tristeza, en la conciencia de que la vida no podía reducirse únicamente al trabajo.
Un grupo de intelectuales que habían vivido la crisis provocada por la invasión soviética de Hungría en 1956, y que por tanto habían comenzado a distanciarse de la ortodoxia tanto teórica como política del movimiento comunista pro-soviético, abandonaron la visión de una génesis estrictamente estructural del conflicto. Estudiando la fenomenología de la condición obrera, descubrieron la nueva realidad del rechazo del trabajo que, especialmente en la gran fábrica de Turín, la Fiat Mirafiori, se manifestaba bajo formas absolutamente no-ideológicas, no organizadas, anárquicas o más bien autónomas, como se empezó a decir a partir de un cierto momento.
Este grupo de intelectuales dio a luz los Quaderni rossi, una revista que se proponía la creación de una nueva visión teórica a partir del análisis de situaciones de producción y de lucha obrera. Algunos de esos intelectuales, a partir de 1964, fundaron una revista que se llamó Classe operaia. Entre los colaboradores estaban Mario Tronti, Toni Negri, Sergio Bolonia, Adriano Sofri y otros que en los años posteriores al 68 dieron vida a formaciones políticas y revolucionarias como Potere operaio y Lotta continua.
En 1966 se publicó Obreros y capital, de Mario Tronti, un libro que por diversas razones puede ser considerado como el texto que señala el punto de ruptura teórica que el operaismo introdujo. Partiendo de una reelaboración filosófica de la relación entre el marxismo y Hegel, que en aquellos años era una cuestión central para cualquier posicionamiento teórico, el libro realizaba algunos desplazamientos conceptuales que actuaban directamente sobre los problemas de la acción política.
Un primer desplazamiento, una primera «revolución copernicana», para utilizar el término que el mismo Tronti sugiere, consiste en invertir la relación entre la dinámica de la transformación tecno-productiva del capital y el movimiento subjetivo de clase. No es cierto, dice Tronti oponiéndose de este modo al economicismo estructuralista dominante en el ámbito marxista, que la subjetividad obrera se modele como consecuencia de las transformaciones económicas y tecnológicas. En todo caso, lo que ocurre es justamente lo contrario. La evolución de la conciencia social, de las formas de organización y de sabotaje que expresa la subjetividad obrera, influencia y transforma la organización estructural de la producción y las formas técnicas en las que se determina el capital. La autonomía obrera es la que obliga al capital a redefinir sus estructuras técnicas y sus equilibrios institucionales.
Por tanto, hay una autonomía de la subjetividad social que no depende de manera determinista de la evolución de la producción, sino que evoluciona según procesos internos, autónomos en un sentido pleno. Las manifestaciones de esta autonomía no son motivadas sólo políticamente, ideológicamente conscientes, sino que las encontramos en cada forma de rechazo del trabajo, incluso en el absentismo, en la desaceleración de los ritmos de producción, en el sabotaje silencioso…
La evolución de la subjetividad obrera no se describe en términos ideológicos ni en términos organizativos, como en la tradición de la Tercera Internacional, sino que se describe, con una innovación terminológica y conceptual, como la composición y la recomposición de clase. El método analítico y político que se basa en la noción de composición es el hilo conductor que guía la investigación y la práctica de los operaistas, ya sea en los años 60-70 italianos, ya sea en la aproximación a la dinámica postfordista del trabajo cognitivo.
Aquí encontramos el desplazamiento decisivo que nos permitirá distinguir, en el desarrollo de esta área intelectual, entre una fase operaista y una fase postoperaista, primero limitada al ámbito italiano, pero después ampliada a nivel internacional.
Pasados los años 70, la figura del trabajador industrial empieza a desmoronarse y a confundirse con las innumerables figuras del trabajo precario y del trabajo cognitivo.
La visión operaista debe renovarse y ampliar el campo de observación del método «composicionista».
En esos años es decisivo el encuentro del pensamiento operaista con el pensamiento post-estructuralista francés, con los temas del deseo, con la obra de Deleuze y Guattari y con la genealogía foucaultiana del poder y de la subjetividad, que, a partir de un determinado momento, se revela como el contexto filosófico más apropiado para situar la reflexión postoperaista.
En los años 60 y principios de los 70, el centro de la acción política había sido la fábrica, el lugar de concentración de los trabajadores industriales, y el objetivo esencial había sido la rebelión contra la opresión de la cadena de montaje. Pero en los años siguientes a la explosión neoliberal y a la introducción de la tecnología de la información, la esfera de la producción se amplía, el principio del beneficio económico se infiltra en la esfera de la vida cotidiana, del afecto y del lenguaje. El proceso de recomposición, que había sido analizado previamente en el ámbito del trabajo industrial, implica ahora toda la extensión de la actividad genéricamente humana, el lenguaje.
El lenguaje es la forma general del trabajo productivo y al mismo tiempo es el ámbito de un exceso irreductible al Significado dominante. Gracias a este desplazamiento conceptual, a esta ampliación del alcance del análisis y de la intervención, se puede hablar a partir de un determinado momento de postoperaismo. Libros de los años 90, como El sitio de los calcetines, de Christian Marazzi o Gramática de la multitud de Paolo Virno, contribuyen a redefinir el campo conceptual de la recomposición y de la autonomía, hasta comprender el fenómeno de la globalización y de la red, en tanto que máquina lingüística global, como el lugar específico de inervación del general intellect.
Desde finales de los años 60, la reflexión operaista había tenido especial predilección por un texto de la obra de Marx, que la tradición comunista de la Tercera Internacional había ignorado: los Grundrisse, traducido al italiano en 1968 bajo el título de Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. El Fragmento sobre las máquinas, un texto recogido en el segundo volumen de los Grundrisse, donde Marx habla de la reducción del tiempo de trabajo necesario y de la formación de un «intelecto general» que vive en simbiosis con los poderes de la ciencia y de la técnica, fue particularmente importante para la formación del marco conceptual de la teoría de la composición y del operaismo.
En los años 60 y 70, ese texto había estado en la base de la idea del rechazo del trabajo industrial, en favor de un posible desarrollo de la función intelectual general y de la función liberadora de la tecnología. A partir de los años 80, ese texto fue interpretado como una especie de prefiguración del desarrollo de la red y de la progresiva subsunción de la inteligencia en el proceso de valor de la producción. En este recorrido a través del cual las dinámicas de desarrollo de la red vienen a encontrarse con la subsunción de las potencias vitales e intelectuales de la sociedad, se articula la dimensión más posmoderna del pensamiento que una vez se llamó operaista. El concepto de biopolítica, que es el centro de uno de los seminarios de Michel Foucault (publicado bajo el título de Naissance de la biopolitique) viene a redefinir, finalmente, el horizonte que reúne los procesos de producción y los procesos de liberación.
La transformación neoliberal se entrecruza, en los años 90, con la inmensa transformación producida por la red, y esto abre el camino al proceso de globalización que, desde el punto de vista del trabajo, es un proceso de deslocalización y de precarización. El poder de negociación que había caracterizado la lucha de los trabajadores industriales se disuelve y el capital recupera el control total sobre la sociedad, sometiendo el trabajo a nuevas formas de explotación, especialmente de explotación de la energía mental. La producción de valor tiene lugar a través de la sumisión de la actividad cognitiva, creativa, afectiva, y a través de un ciclo productivo centrado en la producción semiótica. Se puede hablar, por tanto, de semiocapitalismo.
El pensamiento autónomo debe medirse entonces con una nueva dimensión de la producción y del conflicto. La elaboración teórica y la acción política del pensamiento autónomo se refiere ahora principalmente a los procesos de producción inmaterial o semiótica: el proceso de recomposición debe medirse así también con nuevas formas de subjetivación en las que adquieren un papel central tanto la comunicación, entrelazada con la tecnología y con la economía financiera, como los nuevos efectos de sometimiento que se derivan de ella. La alienación del trabajo mental se manifiesta cada vez más claramente como una verdadera psicopatía generalizada, como sufrimiento psíquico. Precisamente el desplazamiento de la atención teórico-política de la esfera del trabajo industrial hacia la esfera del trabajo semiótico nos permite hablar de tránsito del operaismo al postoperaismo. El marco analítico cambia radicalmente, pero lo que permanece intacto en este pasaje es la afirmación de la autonomía como punto de vista y como objetivo de la acción cultural y organizativa. Autonomía respecto al trabajo industrial y respecto al ritmo mecánico de la cadena de montaje –en el pasado. En el presente, autonomía respecto a los dispositivos tecno-lingüísticos y afectivos que el semiocapitalismo construye en la Infosfera y que producen una alteración en la psicosfera.
La acción política tiende a identificarse cada vez más con el mediactivismo, dirigido a la liberación del proceso de comunicación, con el arte, que migra del ámbito de la fenomenología del sufrimiento hacia la esquizoterapia y hacia la creación de espacios que posibiliten el éxodo, la sustracción, la «cismogénesis».
Frente a la crisis de las instituciones modernas de producción y transmisión del conocimiento, frente a los efectos devastadores que la ofensiva neoliberal produce en el sistema educativo y en la Universidad, el pensamiento autónomo propone la institución de lugares para el conocimiento y el intercambio de saberes que posibiliten la autonomía del conocimiento respecto a los dogmas del capitalismo neoliberal. El cognitariado precario empieza a emerger en el escenario mundial como el agente del incipiente proceso de liberación y de recomposición. Las luchas de los estudiantes y de los investigadores europeos son una señal. Las revueltas de los jóvenes árabes que se convocan a través de la red y ocupan plazas para recomponer el cuerpo colectivo son otra señal. El general intellect, que el capitalismo financiero somete a la esclavitud y a la devastación, inicia un proceso de autoorganización política y epistémica, y la reactivación de la corporeidad erótica que la virtualización ha sometido a efectos de fragmentación y de precariedad se manifiesta como la función esencial de la autoorganización del general intellect.