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02.10.2012

Sobre el poder destituyente
Conversación con Mario Tronti

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Traducido por: Teresa Ruiz y Fabián Cobos (del francés)

Lo primero que me interesa que analicemos es la subjetividad política; ver si se produce hoy, y cómo, una subjetividad política. Más en general: ver si el proceso de subjetivación es en efecto el mecanismo a través del cual podemos aún pensar la acción y la militancia políticas. Mi pregunta concreta es si acaso no se necesita recuperar alguna enseñanza de la historia del feminismo y aceptar entonces el cortocircuito del proceso mismo de subjetivación, del sujeto como lugar eminente de la formación de la acción política. Porque es evidente que los procesos de subjetivación han mostrado sus límites, y quizás conviene empezar a pensar lo político y la política a partir de esta imposibilidad de razonar en los términos clásicos de la subjetividad política.

En realidad, ya hace cierto tiempo que no razono en términos de subjetividad, y es por un motivo preciso: porque cuando se dice subjetividad se necesita tener una al alcance o en acción. Cuando, sin embargo, no la tenemos de ninguna manera, si se habla de subjetividad parece que se hable de otra cosa. Por detrás asoma una cuestión más de fondo: la crisis del sujeto moderno que se hace una con el agotamiento del proyecto de la modernidad, fundado precisamente sobre el sujeto. Hace tiempo que estamos dentro de esta dialéctica proyecto-sujeto. Creo que el propio Marx siguió un derrotero idéntico.

Pienso que la cosa viene de muy atrás, no de decenios, sino de siglos: desde el inicio de la Edad Moderna hasta la mitad del siglo xx. Esta idea de la subjetividad –e incluso la idea de sujeto– ha tenido varias evoluciones. Ha sido objeto de una importante reflexión filosófica, pero no es sino con el marxismo, con el movimiento obrero, que esta subjetividad se hace colectiva; una subjetividad social, política. Y creo que el arco dibujado por la modernidad, del sujeto singular, del sujeto-individuo, al sujeto social, concluye la historia del sujeto. Esta forma de presencia en la historia ha entrado en crisis. Mi impresión es que otra historia está a punto de abrirse camino, pero todavía no está claro cómo se desarrollará. Tengo la impresión de que con la emergencia de la clase obrera, del sujeto obrero, de la subjetividad obrera, se ha llevado a su conclusión la historia moderna del sujeto, la historia del sujeto moderno o, si se quiere, de la subjetividad. La irrupción de la clase obrera me parece más un hecho conclusivo que el inicio de una historia. Es propiamente la conclusión de la historia como tal. Pero lo dicho no implica rebajar la presencia de la clase obrera: creo que la ensalzo, en el sentido de que se trata de una fuerza que ha logrado llevar a término el largo y complejo transcurso de la historia moderna. Su derrota es la crítica de la idea de sujeto y, al mismo tiempo, no deja como residuo ningún tipo de subjetividad, ninguna otra forma de subjetividad. Me parece, por el contrario, que muestra el fin de la subjetividad misma.

Me ha sorprendido que en tu libro La politica al tramonto (La política en decadencia) subrayes, en más de una ocasión, incluso con trazos fuertes y notable énfasis, el sentido del posicionamiento y rehabilites la idea de una «rebelión ética», que clásicamente se ha mostrado antitética a la idea de revolución. Parece emerger un espacio nuevo, abierto a partir de la decadencia de la subjetividad política culminada en los años sesenta. Está claro que la dicotomía ya no es la clásica –la de Camus, para entendernos. Pero, entonces, ¿en qué sentido hablas de rebelión ética?

Efectivamente, es una expresión un poco fuera de lo común en mí. Siempre he tenido un pensamiento antitético que, en cuanto pensamiento político fuerte, no dejaba lugar a la ética. Evidentemente, esta crisis de la revolución política, junto con el primer acontecimiento que recordábamos, abre nuevos espacios. Ante todo porque el ámbito político resulta un ámbito limitado respecto al tipo de respuesta que este mundo, tal como es, nos emplaza a dar. Este tipo de mundo, este modelo social dominante, ha asumido una forma total. Ha ocupado ya todos los espacios, también los espacios humanos, incluso los espacios de la persona humana y una respuesta pura y únicamente política se nos aparece como una respuesta inadecuada; es decir, una respuesta a un nivel distinto en relación al problema, que es precisamente un problema global. A esto hay que añadir otra cuestión, que es la del descubrimiento de la dimensión antropológica de lo político. Aquí se entrevé la necesidad de ajustar cuentas con la sustancia del ser humano. Este enfoque es mucho más complejo de lo que había proclamado la tradición revolucionaria marxista o del movimiento obrero. Se reducía el hombre al hombre trabajador, al hombre que blande un instrumento de trabajo. Así pues, ampliando la figura antropológica, ampliamos también la posibilidad de respuesta.

Por otra parte, se abren espacios nuevos porque este tipo de mundo y esta forma social, habiendo admitido esta totalidad, se muestra tan despreciable desde todos los puntos de vista que facilita su refutación. La rebelión ética muestra que oponerse debe hacerse de un modo tan total como total es la realidad que tiene enfrente, o encima, debajo, dentro… Ha habido fuertes procesos de interiorización de esta totalidad en la persona singular, aunque no tanto en los individuos como en la subjetividad social. Este proceso de interiorización de los espíritus animales burgueses, este aburguesamiento de la forma individuo, bebe tanto de los despojos como de aquello que está en proceso de configurarse, incluso si se tratara de una forma ya falsa y decadente de subjetividad social. En la misma subjetividad social está la interiorización de un mundo enemigo. Esto explica por qué también las organizaciones colectivas de los individuos responden del mismo modo que los individuos singulares. Y cómo el individuo singular se resigna hoy al hecho de que necesita ser de la manera que se le demanda –esto es, un burgués: si quieres vivir, si quieres vivir bien, y todos queremos vivir bien, debes ser burgués– e incluso las organizaciones colectivas, el sindicato, el partido, se rinden a este imperativo. Si se quiere actuar «bien» en este mundo, tenemos que interiorizar esta característica, se debe ser como se te pide ser. Y esto es lo que provoca una rebelión ética, porque es un proceso que lleva hacia adentro aquello que antes era sólo un enemigo externo. Estamos ahora frente a un enemigo interno mucho más difícil de combatir. Todo se hace más complicado, más peligroso.

A propósito del sindicato: en el esquema de Operai e capitale (Obreros y capital) el partido asumía una función puramente revolucionaria, mientras que el sindicato tenía una función de mediación con respecto a las necesidades sociales, y funcionaba como un vector de las demandas de la clase obrera con el fin de integrarlas en el sistema capitalista. Hace poco tiempo todavía hubiera dicho que la relación entre sindicato y partido, al menos en Europa, parecía trastocarse, puesto que la militancia política se estaba haciendo en el sindicato. Las recientes consultas italianas sobre el welfare parecen de nuevo cambiar la situación: el sindicato se propone otra vez como embudo mediador de las instancias del capital. ¿Qué piensas al respecto?

Los destinos de ambas formas de organización han evolucionado de forma bastante paralela; decimos que se desarrollan también de manera convergente, en el sentido en que son dos formas organizadas que tienen poco margen para situarse fuera de los mecanismos dominantes y que, en consecuencia, operan en su seno con características diferentes. Siempre he pensado que el sindicato representa más empíricamente la condición social y que, consecuentemente, era lógico que estuviera menos integrado que el partido. Precisamente por la mayor cercanía que adoptaba respecto a los deseos del sujeto-obrero, sentía más fuertemente la presión de la realidad, además de conferirle un pequeño plus de representatividad. El partido, mediatizando todavía más la política, alejándose, se ha sumergido completamente en la lógica del sistema. Hoy, francamente, esta distinción me parece mucho menos interesante que en el pasado.

En una entrevista que Ida Dominijanni te hizo para Il manifesto con ocasión de los cuarenta años de Operai e capitale, concluías invocando un nuevo Lenin para organizar el trabajo que actualmente no se puede sindicalizar. Si ponemos entre paréntesis al sindicato clásico, último heredero de la política del pasado siglo, el esfuerzo de sindicalizar el trabajo inmaterial y precario constituye quizás el mayor desafío al que se enfrenta la organización política y, en consecuencia, la militancia política misma.

Esto es un campo yermo de iniciativa, tanto sindical como política. Me maravillo siempre del hecho que no se fijara la mirada sobre este sector y que no se encontraran formas, si quieres más débiles que en el pasado, de nueva subjetividad. Me doy cuenta de la dificultad, porque siempre habíamos trabajado sobre formas de presencia social objetiva y estructuralmente concentradas en el lugar de trabajo, en el territorio, en la ciudad. Este tipo de concentración objetiva permitía justamente una forma de organización directa. No en vano, hoy se habla de trabajos en lugar de trabajo –erróneamente, porque implica un respaldo empírico a la fragmentación del trabajo. En mi opinión, es necesario situar en el centro del debate la categoría trabajo en singular, precisamente porque la tarea de las organizaciones es la de reunificar aquello que está fragmentado. No de organizar los fragmentos, sino de unificar los fragmentos bajo una única definición de trabajo a la altura de la sociedad del conocimiento, de la flexibilidad, de la precariedad… Unificar cuanto sea posible, a pesar de las fuertes dificultades, difíciles de superar porque se trata de formas de trabajo que escapan a cualquier unidad objetiva. Esto me parece más verdadero hoy aún que en el pasado. Antes se hablaba de llevar la conciencia desde el exterior a los trabajadores; ahora se trataría más bien de aportar la unidad desde el exterior, o lo que es igual, defender la unidad de una condición de trabajo.

¿Y el no-trabajo? Según una interpretación bastante corriente, en efecto, las recientes revueltas europeas, en particular la de las banlieues francesas, constituirían una rebelión contra el no-trabajo. No un rechazo del trabajo, sino una acción casi herética de revuelta contra la no-explotación…

…Una reivindicación de la explotación, en cierta manera. El no-trabajo es todavía más difícil de organizar. Además, el no-trabajo es de dos tipos. Está el no-trabajo obligado, que consiste en la falta de trabajo, sobre el que se podrían ensayar formas, incluso empíricas, de organización en pro de una renta unificada, un salario garantizado. Además, está el no-trabajo voluntario, el gran tema que el obrerismo pone en circulación en una época más propicia (el del no-trabajo como refutación del trabajo, que inaugura un ámbito muy complejo y que necesita de una reflexión hecha con mucha delicadeza) y que todavía conserva su actualidad. Hoy no creo que pueda reproponerse, porque el rechazo al trabajo se daba en un contexto de plena ocupación.

Muchos pensadores contemporáneos piensan nuestra época como la época del estado de excepción. Tú, en cambio, has insistido con cierta frecuencia en el hecho de que la subjetividad política clásica, la dialéctica misma de obreros y capital, estaba asociada a un horizonte de estado de excepción que hoy habría cesado, y con ello la dialéctica clásica entre subjetividades políticas antagonistas. Acabada la época del estado de excepción, en los años sesenta, finalizaría la lucha de clases. Sin embargo, esto sólo sucedería en el aspecto político-militar. La pregunta es entonces: ¿ nuestra época no es justamente la época del estado de excepción?

Francamente, mirando a mi alrededor no veo estado de excepción alguno. Resulta siempre extraño cuando se reivindica la normalidad. Un país «normal», una izquierda «normal»… ¡Más normal que esto no encontraréis nada! El estado de excepción es un estado de objetiva ingobernabilidad. No en el sentido del gobierno, sino en el del control de la situación, de la gestión de la situación en general. El estado de excepción se da cuando desaparece esta posibilidad de control y de gestión por parte de quien tiene en sus manos las riendas del verdadero poder, esto es, las clases dominantes. Creo que ha habido un gran proceso de normalización. Los años ochenta han consistido fundamentalmente en esto, a saber, en la inversión de una condición, de una situación de contradicciones a veces irresolubles, en una fase de fuerte control social y político. Tras la Trilateral, el capital dio este viraje, que le ha hecho retomar completamente las riendas del mundo. Me parece que este retorno constituye una suerte de nueva Paz de los Cien Años.

Todo esto deriva de tu manera alternativa de leer «estado de excepción» y «normalidad», «estado de excepción» y «proceso de normalización». Está claro que nuestro horizonte de referencia es el de la democracia –absoluta, real, total, llamémosla como prefieras. En este contexto, me parece que la democracia había convertido en norma su funcionamiento basado en la excepción, en la crisis –que puede tratarse de crisis de producción, crisis política, crisis social, crisis militar… Se trata claramente de otro tipo de excepción respecto a la que tú concibes. Pero si miramos los últimos diez o veinte años, la crisis se ha convertido en el mecanismo geopolítico de control de los recursos, tanto económicos como humanos. Es a causa de la crisis que se genera el frente interior y el frente exterior. ¿No equivale eso de alguna manera a recurrir a un estado de excepción, aunque se dé normalizado?

En este sentido, sí, se podrían plantear las cosas de esa manera… pero, personalmente, lo que me sorprende más no es tanto el estado de crisis, sino que ésta no estalle de una vez. El ejemplo que más rápido se me ocurre, un ejemplo banal, empírico, es la periódica crisis de la Bolsa. Cada tanto llega un «viernes negro» y parece que todo se derrumba, que todo se vaya a caer y todo el mundo se alarma… Dura algunos días, una semana; y después de una semana todo vuelve a su lugar, porque está el Banco Central, los bancos que invierten; sucede que están presentes en el nivel institucional formas de control que no existían antes. La mundialización es esto. Una capacidad superior de control del ciclo económico que mientras se daba a nivel nacional resultaba imposible. Porque Europa está integrada, el mercado mundial está integrado y, cuanto más se integra, más se controla. Como nada escapa al presente, nada explota. No creo que esto sea algo permanente en el futuro. He adoptado de Marx este modo de mirar las cosas. Jenny Marx decía: «Hoy Marx es feliz porque se ha desatado una crisis de producción en Londres, está muy alegre». Pienso que finalmente alguna cosa terminará por derrumbarse, porque una característica del capital es su ingobernabilidad, es decir, que el carácter anárquico de la producción capitalista es lo que constituye su fundamento. Hoy esta ingobernabilidad se disimula porque existen los mecanismos institucionales que lo reglamentan y lo controlan, pero vendrá un día en que alguna cosa escape al control. No sabemos ni cuándo ni cómo sucederá. Pero cuando pienso en el estado de excepción, pienso enseguida en la guerra civil. La guerra civil es el momento donde nadie tiene la capacidad de dirigir el equilibrio de las condiciones. He aquí por qué considero algo patéticos los movimientos llamados pacifistas. Porque cuanta más paz, cuanto más orden, mayor capacidad de control tiene el que manda. La única cosa que puede dislocar este orden y esta posibilidad de hegemonía es justamente una forma de conflicto tan duro y áspero que resulte completamente incontrolable. Es verdad que hoy se asiste también al uso del conflicto para reconducir al orden, pero no es por azar que sean siempre guerras periféricas. Deberemos razonar un poco más sobre la forma de la guerra. La forma de la política, en un momento dado, corresponde a la forma de la guerra. Debemos comprender la correspondencia que existe entre la forma de la política y la forma de la guerra hoy. Esto es interesante, porque la guerra se sitúa en los márgenes del orden mundial y asegura a su vez un orden en el centro. Ignoro si se ha concebido estratégicamente, o si se ha producido de manera espontánea, pero el hecho es que ya la guerra no acaece en el centro del sistema.

Enumerando la serie de experiencias de conflictos que recientemente se han sucedido, podríamos también pensarlas aparejadas: Caracas y Buenos Aires, Seattle y Génova, Los Ángeles y París. Aunque París se coloca un poco fuera de la norma, porque no es la crisis económica la que explota, ni las capas medias o los obreros los que se rebelan, como en el caso de América Latina; tampoco se trata de la militancia antagonista, como en Seattle o en Génova. Por eso necesitamos aprender de esos movimientos y comprender sus demandas ¿Qué interpretación das de la explosión de violencia cíclica que afecta ahora a Francia?

Miro con mucho interés hacia París y, naturalmente, cuando veo explotar las banlieues estoy contento porque cada elemento de perturbación y de desorden constituye un hecho positivo; sólo que vuelvo siempre a la cuestión central cuando digo que a los jóvenes de hoy, a las nuevas generaciones, les falta el siglo xx. Habiendo vivido el siglo –y mi único lamento es únicamente el de haber llegado demasiado tarde–, cuando pienso en la crisis económica me viene a la mente el año 29; cuando digo guerra, me viene a la mente la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial. Entonces, cuando me enfrento a la Guerra de los Balcanes y a la crisis de la Bolsa, me desilusiono porque los baremos son otros. Algunos han ironizado sobre el hecho de que uso mucho el adjetivo «grande». Pero para mí la diferencia entre lo grande y lo pequeño es muy importante en tanto que dimensión incluso cualitativa. Hoy, cuando muere un soldado en uno de esos países, se suceden las ceremonias con profusión de banderas y lloros… ¡En Dresde murieron bajo los bombardeos 80.000 personas! Por eso cuando se desata una crisis se me ocurre espontáneamente establecer el parangón. No digo esto para minimizar: sólo quiero decir que después de una cosa no se pasa a la otra. Por esta razón no soy muy amante de los movimientos, porque no reconozco en la práctica de los movimientos la capacidad de incidir verdaderamente sobre las cosas. Muchos no aprecian los movimientos porque ven en ellos una práctica de violencia excesiva. Yo la encuentro una práctica incluso débil. Los movimientos no tienen fuerza. Es quizás precisamente porque no tienen fuerza que a veces acaban en violencia, una violencia gratuita, como gratuita es siempre la violencia. La fuerza es una cosa seria, influye sobre las contradicciones principales, se hace sentir. Y la fuerza es siempre una fuerza organizada, pensada, casi planificada. Y, no en vano, los movimientos e incluso las banlieues son…

…Estructuralmente antileninistas.

En efecto, conservo esta matriz leninista de manera un poco anacrónica. Pero la fuerza incide sólo cuando se organiza. Los movimientos deben encontrar su propia fuerza. No una fuerza política externa, sino su fuerza. Los movimientos deberían devenir la nueva fuerza de hoy, visto que la forma del partido político no tiene ya fuerza alguna. Las experiencias de los movimientos deberían autoorganizarse de tal modo que se convirtieran en una potencia, no solo una fuerza, sino una potencia. Pero para ello es necesaria capacidad de duración, de gestión, y comprendo que esto contradice la idea de movimiento, porque si se gestiona, si se lo intenta convertir de cualquier manera en una forma organizada, ya no es movimiento. Es un impasse que yo mismo no acierto a resolver. Incluso aunque tengan naturalmente toda mi simpatía, ya que cada Génova, cada banlieue, constituye un momento importante para mí.

¿No piensas que justamente la democracia, como gobierno a través de la crisis, junto con este carácter de acontecimiento y de extemporaneidad del movimiento típico del último siglo xx y del inicio de esta nueva época nuestra, son un binomio inescindible? Precisamente porque la democracia ha aprendido a gestionarse a través de la crisis y su amenaza –seguramente de dimensiones menores, pero justamente por eso más controlables–, los movimientos, que se convierten entonces en movimientos destituyentes, esto es, que se rebelan contra una estructura que se le impone, o que se les querría imponer, sin alcanzar a ser constituyentes, relegándose así a una temporalidad absolutamente inorganizable, dada la conformación actual del trabajo.

Me satisface mucho esta idea del poder destituyente. Pienso que se trata de una bella idea. Desearía razonar, profundizar, articular un poco el discurso. Porque a mi parecer es justamente esto lo que lleva aparejada la crisis de la subjetividad. La subjetividad, sobre todo cuando se transformaba en subjetividad social, con posibilidad y con realidad y práctica de organización, era naturalmente constituyente, era portadora de un proyecto positivo. Ligaba, en efecto, la lucha a la solución de los problemas más que a las razones mismas de la lucha. Tal ha sido un poco la lógica en la cual se ha encerrado el movimiento obrero que a veces, más que crítica del capitalismo, lo que hacía era predicar el socialismo. La idea del socialismo primaba respecto a la crítica del capitalismo. Y se comprende por qué. Se pensó en dirigirse a las clases subalternas, y a las clases subalternas no se les puede ofrecer una simple y pura razón de lucha que no prevea una salida mesiánica hacia otro mundo. Si se piensa bien, el movimiento socialista, más que el movimiento comunista, fue el sol del porvenir. Ahora se están reevaluando mucho los aspectos simbólicos. Los aspectos simbólicos eran muy fuertes: los himnos, las canciones, las banderas, el emblema del partido, indicaban siempre un radiante porvenir… Esto ha quebrado completamente y constituye uno de los pocos aspectos positivos que veo respecto al pasado, incluso respecto al pasado de la tradición socialista. Me parece hoy menos importante una idea del socialismo del siglo xxi. Menos importante respecto al hecho de que hoy es posible crítica una pura y simple de las condiciones de facto, que posee en ella misma la suficiente fuerza como para obtener la misma capacidad de agregación y movilización. Y también porque ya no se puede esperar nada de las clases subalternas. El mismo tipo de trabajo del que hablábamos antes, fragmentado, disperso y todavía con un nivel de conciencia superior al trabajo tradicional mismo –porque se trata de trabajadores del conocimiento, del saber–, hace posible un discurso más realista, menos ideológico. Menos mesiánico y más centrado en la práctica de la lucha efectiva contra las propias condiciones de trabajo, más que contra quienes las gestionan. Y es entonces cuando toma cuerpo la idea del poder destituyente. Porque la prioridad no es tanto el proyecto de construcción de algo, sino la destitución de lo que existe, la puesta en crisis de lo que hay. Esta es una idea que quiero puntualizar. Creo que concibes el poder destituyente como alternativo y frente al poder constituyente, mientras que las ideologías de la multitud siguen hablando del poder constituyente…

…Coincido con tu discurso, en el sentido en que está claro que los defensores de la «multitud», al proponer nuevamente la idea de un poder constituyente, todavía funcionan con una idea de subjetividad. No hay ninguna duda al respecto. Tanto, que sitúan el trabajo, aunque «desmaterializado», en el núcleo fundador de este proceso de subjetivación inmaterial. Por eso no se entiende bien bajo qué mecanismos de cooperación social, de proximidad física, pueden constituirse organización y lucha. Por el contrario, reflexionar sobre un poder destituyente puede ser interesante para pensar más allá. Más allá de una fuerza revolucionaria entendida como subjetividad política clásica. Pero una vez dicho esto, queda la cuestión de la imaginación. Porque por no querer aceptar de manera excesivamente acrítica la idea de una desmaterialización del trabajo, del trabajo afectivo-cognitivo como única forma de trabajo, resta el hecho de que la imaginación juega un papel fundamental. Destacas de manera muy clara la proximidad que existe entre la idea del homo democraticus y la del homo oeconomicus. Yo a esto añadiría la idea del homo affectivus. La democracia es control social mediante un sistema de producción capitalista justamente porque se mueve, al menos en parte, sobre los ganglios de la imaginación, es decir, sobre un control basado en la dinámica deseo/necesidad. Basta retomar el inicio de El Capital, en el que Marx sostiene claramente cómo el deseo, incluso siendo inmaterial, se queda siempre en deseo. ¿La democracia siempre ha consistido en esto, de tal manera que su aspecto más oscuro se revela sólo ahora, o bien se ha movido algo en el frente de lo imaginario y de la imaginación?

No sé si la democracia es un órgano de reproducción ampliada de la imaginación. La veo más bien como un modo de reducir la fuerza imaginativa del ser humano, en el sentido de que las pocas vías de fuga lo encierran dentro de un horizonte considerablemente repetitivo. Por otra parte, el imaginario tiene otros modos para expresarse, porque cuenta con el mundo del mercado, el mundo del consumo, el mundo del tiempo libre, que están todos dentro del tiempo democrático. Por el contrario, pienso que deberíamos valorar como algo más importante la fuerza de la imaginación, en sentido positivo, y encontrar el modo de recargar nuestras fuerzas –que no sea meramente la vieja idea de la ideología, de una reconstrucción de la ideología– para ampliar el campo de visión de la vida.

Utilizas la figura de la mitología en este sentido…

…Ahora y desde hace muchos años he intentado reapropiarme de esos territorios que nos fueron sustraídos por un exceso de racionalismo; incluso el propio marxismo contribuyó a esta sustracción, y lo que busco es reconsiderar una complejidad humana mucho más difícil de encerrar dentro de esquemas materialistas. Existen tantos recursos humanos que se pueden utilizar y que han sido destruidos por este modo de vida, por este modo de organización de la vida que ha procurado la sociedad moderna, la sociedad capitalista… De ahí el tipo de pensamiento que practico ya hace unos años: un pensamiento muy imaginativo, incluso en la escritura, en el estilo, muy trasversal, muy alusivo, que procura siempre hacer pensar de modo diferente, es decir, no del modo frío, matemático, o cercano al propio de la economía política, pero que es en última instancia una forma que favorece una ampliación y profundización del ser humano. Creo que esto debería ser un refrain de los movimientos contestatarios: acusar al mundo de hoy de reducir al ser humano a una pura nimiedad respecto a lo que en verdad podría ser. No quiero hablar de un nuevo humanismo…

…Lo que pienso es que el proceso de interiorización democrática, al que haces referencia, es vehiculado exactamente por la función conceptual y práctica de la imaginación. El importante trabajo de cartografía de las pasiones humanas hecha por Spinoza, que para nosotros significa el ingreso disruptivo en la modernidad revolucionaria, en realidad levantó también un aparato categorial de manipulación afectiva.

La manipulación afectiva es muy importante en los procesos reales. La imaginación es algo que debe manejarse con mucha habilidad, con mucha capacidad de control, porque puede ser peligrosa. Estaba pensando últimamente en el joven Marx –yo he sido uno de los que han intentado liberarse lo más pronto posible de la actitud de los años 60, cuando circulaba El Capital y se desechaba la cháchara de los Manuscritos… Sin embargo, tendremos que volver a leerlos hoy de modo distinto. Es el único momento en el que Marx adopta un poco el discurso antropológico, y después lo abandona porque tiene otros problemas, también ingentes. Pero es ahí donde lo que yo he llamado «crítica de civilización» encuentra sus puntos fuertes. Es un discurso muy imaginativo, con mucha fuerza imaginativa. Porque es allí donde Marx empieza su discurso sobre la superación de la alienación, del hombre como ser genérico –nociones que hoy ha banalizado el marxismo ecológico. Necesitaríamos, por el contrario, confrontarlas con su matriz. Tal vez, superando toda desconfianza, esos escritos pueden decirnos aún alguna cosa.

En una reciente intervención tuya, respecto a una pregunta sobre biopolítica respondiste que para ti el único horizonte es la geopolítica. Me interesaría comprender bien esta posición tuya. Precisamente a propósito de aquello que acabas de decir refiriéndote a Marx y a la idea de ente genérico, que creo que es precisamente la raíz de la biopolítica entendida como acción sobre lo humano en cuanto especie.

Considerando el discurso sobre biopolítica tal como tú lo haces, se puede afirmar entonces que el discurso juvenil de Marx sobre el ser genérico puede leerse en términos biopolíticos. Tengo la impresión, sin embargo, de que en este discurso hay algo más. En suma, la política social ha cosechado una serie de fracasos, y ha llegado a un punto que le imposibilita más avances. Y al mismo tiempo volver al bios me parece más una marcha atrás que un atajo para superar el impasse. Temo que adoptar esa posición equivalga a asumir de manera inconsciente la hegemonía del pensamiento adversario, que es el pensamiento del individualismo exasperado, del retorno a esa figura central de la singularidad. Me parece que se puede leer el bios como una tentativa de adherirse a este horizonte, cambiando los términos del problema y retomándolo a su manera, implicándose en él aunque sin someterlo a crítica. La geopolítica es algo de cuya importancia estoy convencido, porque está ligada incluso a mi forma de pensar, que ve la política siempre como un campo de fuerzas en conflicto. Entonces, cuando intento delimitar el campo, ya no me es posible hacerlo en el interior de cada uno de los países, sino que lo encuentro a escala mundial, en las grandes áreas que se contraponen, y aquí redescubro la idea de los grandes espacios. A mi parecer, lo más interesante, lo único sobre lo que conservo hoy alguna esperanza de que entre en verdadera crisis, es la crisis radical de los equilibrios existentes. Los únicos conflictos que veo difícilmente componibles y poco gobernables son los que implican los grandes espacios mundiales. Cuando veo esas grandes potencias asiáticas que crecen, que reivindican su presencia política en el mundo, veo que pueden exacerbar los elementos contradictorios cuya explosión puede llevar a ponerlo todo en discusión. No excluyo que de ese tipo de conflictos puedan emerger nuevas subjetividades impensadas, que se contrapongan a continuación estratégicamente, con nuevas medidas, pero lo veo solamente dentro de estas fallas contradictorias. No sé si será propiamente así, porque también puede tratarse de conflictos solucionables y por ello susceptibles de generar nuevos equilibrios. Sin embargo, lo que recomiendo es una atención a la presencia de estos espacios, porque me parece que la política hoy tendría mucho más que hacer con mil quinientos millones de chinos que con el individuo singular, que posiblemente entrará en crisis.

Una última cuestión. Recientemente has sostenido, de manera un poco poética, que con la crítica de la economía política no basta, ya que no puede escapar del horizonte general de la economía política. Necesita, en suma, ir un paso más allá de la misma crítica de la economía política. Desearía comprender bien qué entiendes por ello.

Para mí es crucial. Es una de mis últimas reflexiones. Quizá Marx nos ha conducido a una vía muerta porque se dejó atrapar dentro de la crítica de la economía política, y no sólo por no tomar en consideración todo lo demás, sino por no haber conseguido emanciparse de la economía política misma. Ni siquiera mediante la crítica, que ha sido una crítica muy fuerte, decisiva, absoluta, ha logrado emanciparse. Porque la inclusión dentro de la economía política no deja espacio alguno para la emancipación. Se trata de un saber total, no deja nada fuera, todo lo engloba. Este es el motivo por el cual raramente se encuentra un economista anticapitalista, un economista revolucionario. Los hay, pero son muy pocos. Y si prestas atención, comprobarás que no son propia y solamente economistas, sino algo más. No me canso de repetir que se habla en exceso de economía, no digo demasiado, sino que no se habla de otra cosa. Un gobierno no se dedica más que a gestionar. Hoy el gobierno político se limita a gestionar la economía. ¿Puede el gobierno de una sociedad reducirse simplemente a esta tarea? ¿Puede reducirse a ser un mero gestor de hacienda? Mira, día tras día, no se habla de otra cosa. En las campañas electorales no se habla más que de dinero. Y todo se reduce a esto. Para que el capitalismo crezca. El capitalismo es la economía y la economía política es el capitalismo. Y si se hace una crítica del capitalismo permaneciendo en el interior de la economía política no se consigue salir fuera de él. La refutación puede encontrarse en la construcción de las sociedades socialistas que, siguiendo el esquema marxiano, caen en la misma trampa. Han construido el socialismo sobre la base de los esquemas económicos marxianos. Durante decenios, en la Unión Soviética se construyó el socialismo con los esquemas del segundo libro de El Capital. Funcionaba así. Debía funcionar así: producción, circulación, distribución, consumo… Y no consiguieron edificar una sociedad verdaderamente distinta de la capitalista. El socialismo fracasó por eso. Al final, tuvieron que reconocer que más valía rehacer el capitalismo, más eficaz que una sociedad socialista que quiere funcionar con esquemas capitalistas. No creo que pueda darse una crítica de la economía política libre completamente de la economía política misma. Cuando se está dentro de El Capital, incluso en el caso de que se hable de ello y se caiga en la cuenta de que se trata del mundo actual, no hay salida. La única vez que se intentó una vía de escape fue necesario romper la jaula, la jaula misma de El capital de Marx. Así también, cuando Gramsci definió la Revolución de Octubre como una revolución contra El capital, tuvo una intuición para mí genial, porque la Revolución de Octubre no era extraíble de El capital de Marx. Fue una invención de Lenin, una invención enteramente política. Pero después de la invención política, siendo marxistas, los revolucionarios rusos regresaron a la jaula. Salieron por un instante y volvieron a entrar. En mi opinión, el fallo en la construcción del socialismo se derivó del hecho de que no se continuó por aquella vía de fractura, de que en la construcción del socialismo se cayó dentro de los esquemas de la economía política, que es economía capitalista pura y dura.

Como te anticipé, quería discutir contigo la premisa marxiana que se encuentra en este breve pasaje de La lucha de clases en Francia: «El progreso revolucionario no avanza con sus tragicómicas conquistas inmediatas, sino, al contrario, haciendo surgir una contrarrevolución compacta, potente, haciendo surgir un adversario, en el combate contra el cual el partido de la insurrección encontrará la única manera de alcanzar la madurez de un verdadero partido revolucionario».

Marx dice esta cosa formidable, que «el progreso revolucionario no avanza con sus tragicómicas conquistas inmediatas…». ¡Lo encuentro espléndido! Definir las conquistas inmediatas como «tragicómicas» es la mayor crítica del reformismo que se pueda hacer. Porque el reformismo entero, el pragmatismo, el movimiento obrero, incluso el movimiento comunista italiano, ha ido por la vía de estas conquistas inmediatas. Definirlas como tragicómicas es extraordinario porque, efectivamente, lo son, porque se trata de conquistas inmediatas ridículas. Cuanto más inmediatas son las conquistas, tanto más te ligan a la condición presente. Las conquistas inmediatas mejoran las condiciones de trabajo, de vida, pero no constituyen ningún puente hacia otras condiciones de vida, alternativas, sino que te encierran en aquello que has obtenido, y ahí se acaba todo. Por eso son trágicas dentro de su comicidad. Pero Marx continúa: «…haciendo surgir una contrarrevolución compacta, haciendo surgir un adversario, en el combate contra el cual el partido de la insurrección encontrará la única manera de alcanzar la madurez de un verdadero partido revolucionario». Es decir, el proceso revolucionario –he aquí de nuevo el poder destituyente–, el poder destituyente consiste también en hacer surgir un adversario, hacer surgir nada menos que una «contrarrevolución compacta». No se trata de combatir por la revolución, sino de asegurarse de que emerja una contrarrevolución tan fuerte que combatiéndola sea posible superar el estancamiento de la situación inmediata. Lo encuentro iluminador. El partido de la insurrección alcanza la madurez únicamente cuando tiene frente a sí un adversario potente. He aquí por qué cuando veo al adversario hacerse potente me entusiasmo. Cuando vi nacer a los neocons, tan distintos al resto, pensé que era precisamente lo que quería. Porque esa es la contrarrevolución potente. Después han menguado en pujanza, pues los mecanismos democráticos son tales que todo lo reabsorben. Pero aquello era lo útil, esto es, ese adversario fuerte, potente, visible, explícito, contra el que se puede disparar mientras se lleva la fuerza del movimiento a su madurez. Lo necesitamos, porque si en lugar de darse un poder que reprimiera inmediatamente, tolerara, controlara, hubiéramos visto por fin surgir de frente a nuestro gran adversario, habríamos crecido en madurez.

Pero es como si el uno le fuese bien al otro, y como si, en esta dialéctica polarizada, las fuerzas del movimiento y la contrarrevolución compacta fueran complementarias. Es como si el mecanismo democrático consiguiera controlar la aparición de la contrarrevolución compacta, con el fin de suscitar una revuelta, que más tarde lleva al mecanismo democrático a regobernar esta crisis y convertirse en su garante. Parece como si la dialéctica Bush-Clinton no fuera absolutamente antinómica, sino complementaria: amagar con los neocons para volver a la democracia.

Así está sucediendo; ahora constatamos en efecto que tiene una capacidad de recuperación muy fuerte. He leído con gran admiración el libro de Huntington, Choque de civilizaciones, que, a diferencia de lo que dicen todos, es un gran libro de un gran realista político. Todos se han ceñido al título y cada uno lo ha interpretado a su modo, pero Huntington leía lo que estaba naciendo. La estrategia neocon está dictada por el miedo que inspira China, la nueva Rusia. Esto es lo que está en el origen de intentar delimitar las fronteras, de pasar por Irak, por Irán, por Corea del Norte, por Afganistán. Delimitar el coloso constituyó una estrategia mundial muy militarizada, la gran política siempre es una estrategia militar. Por eso me entusiasmé, porque pensé que habíamos encontrado el adversario justo. Sin embargo, cuando el conflicto estalle, ya podemos irnos todos a casa porque, incluso si esa parece la solución más avanzada, nos adormeceremos todos de nuevo y nada sucederá.


*  Mario Tronti fue militante del Partido Comunista Italiano durante los años cincuenta, y junto con Raniero Panzieri fundó la revista Quaderni Rossi, de una gran importancia política. En 1963 se separó de ella para crear la revista Classe Operaia. Con sus escritos fue uno de los principales impulsores del operaismo. Esta tendencia italiana del marxismo ha sido considerada la matriz de la nueva izquierda que surge a finales de los años sesenta. Estas páginas constituyen la fiel transcripción del coloquio mantenido entre Adriano Vinale y Mario Tronti (octubre del 2008) en la sede romana del Centro per la Riforma dello Stato. Es de agradecer la paciente y cuidada transcripción de Silvio De Martino. También cabe hacer mención especial de Pasquale Serra, quien se prodigó en la organización del encuentro. El texto fue publicado en la revista La Rose de Personne/La Rosa di Nessuno n.º 3 (2008).