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15.04.2011

Cómo dar curso al combate del pensamiento

Aclaración

He sentido que podía ofrecer desde aquí algunas reflexiones sobre el combate del pensamiento. Es un tema en el que he pensado y sobre el que tengo cierta claridad, que me gustaría compartir: problemas madurados, conceptos sencillos, escritura comunicativa, etc.

Pero lo que veo cada vez más claro es que justo ese tipo de discurso oculta la verdadera naturaleza del combate. En efecto, la lucha no está en el contenido del pensamiento –los problemas que formula, los conceptos que elabora– sino en su práctica. Qué «hacemos» al pensar, con qué práctica material damos curso al pensamiento: ahí está la batalla a la que nos enfrentamos.

En este sentido creo que publicar en una revista un artículo filosófico al respecto puede más bien alejarnos del combate, mantenernos a distancia. Dicho con respeto, me pregunto si esa forma de discurso –revistas, artículos, «filosofía»– no es una de las prácticas que el pensamiento debe combatir.

En vez de eso he sentido, en segundo lugar, que podría ofrecer al lector una crónica de mi experiencia. El combate del pensamiento no es ninguna figura retórica, no para nosotros desde luego. Uno compromete demasiada tensión, demasiado esfuerzo, demasiada verdad. El testimonio personal resulta así una forma de discurso adecuada y coherente para referirse a él.

Pero precisamente porque es real el combate del pensamiento duele, hace daño, abre heridas. Y la peor de todas es la de la confusión. Allí donde «los nuestros» no ven a veces sino formas de poder que requieren ser combatidas uno encuentra prácticas de pensamiento resistentes y liberadoras. Y viceversa: otras veces es uno quien se pregunta qué están haciendo los nuestros y si no reproducen en la práctica lo que su pensamiento afirma combatir.

El resultado es, repito, una crónica confusa, con algunas zonas resentidas, donde se relatan tal vez menos acciones que reacciones. Y no está uno para escribir cosas tristes. El combate del pensamiento o da alegría o ya se ha perdido.

Así pues, ofrezco por fin esto: un programa para dar curso al combate. Una estrategia entre otras, ni más ni menos. Sin duda la que uno desea, la que le alegra, y en la que pone toda la madurez, sencillez y comunicación de la que honestamente es capaz.

Del programa diré que estoy convencido de su valor y que me animo a realizarlo. Pero debo añadir, sin que constituya una objeción, que me parece difícil de manejar. La relación de fuerzas le es muy desfavorable. Por tanto, ánimo pero sin entusiasmo. Uno mismo tiene con el pensamiento otras relaciones, frentes y prácticas distintas, de las que también se cuida.

El lector se preguntará a qué alude eso de la «práctica» del pensamiento y por qué es ahí donde se localiza el combate. Confío en que el programa mismo aclare, de forma discreta, ésa y otras nociones y experiencias que, como hemos dicho, renunciamos a exponer.

Programa

  1. Ante todo debemos construir una Asamblea del pensamiento. Hay en este deseo emoción y ridiculez, mucha verdad y mucho disparate. Cada cual evaluará ese conflicto y tomará al respecto una decisión. Eso demarca ya un primer frente de combate: quién quiere participar en algo así y quién no; quién desea inscribir el pensamiento en una asamblea y quién no.
  2. La Asamblea del pensamiento es estrictamente anónima y comunal. Sin duda las personas, grupos o instituciones de cualquier tipo que participen en ella tendrán eventualmente sus propios intereses, proyectos, carreras profesionales o literarias, etc. Pero el intento de rentabilizar en beneficio propio –del propio nombre, de la propia conectividad, del propio capital simbólico– lo que ocurra en la Asamblea se considerará una impostura, que la propia Asamblea denunciará y someterá a crítica.
  3. Así pues, la Asamblea del pensamiento es un espacio corporal y reflexivo, un lugar de acogimiento, capaz de pensar en sí mismo. Al margen de que recurra a medios de comunicación virtuales, ni es una red ni suscribe la morfología y el dinamismo social propio de las redes. También esto exige de cada cual una decisión, que remarca la línea de combate: quién quiere «conectarse» y quién no, quién quiere manejar el pensamiento en la «ciudad de proyectos» y quién no.
  4. De entrada la Asamblea señala los problemas que quiere pensar. En relación a esto creo que Espai en Blanc –que no es una asamblea de pensamiento: cada cosa en su sitito– viene acertando en la formulación de los temas: la sociedad terapéutica, vida y política, la fuerza del anonimato, la crisis de palabras o, ahora, el propio combate del pensamiento. En efecto, esos –y otros– son nuestros problemas.
  5. Fijada la cuestión se traza un mapa de referencias –corrientes, obras, autores– tan rico y extenso como sea posible. Pongamos un ejemplo. La crisis de palabras es un motivo que recorre de arriba abajo el mundo contemporáneo. A este respecto es elaborada –pensada– por la antropología, la lingüística, la teoría de la comunicación, el psicoanálisis, la historia de la cultura, la filosofía, el análisis crítico del discurso, la sociología, los estudios literarios, etc. Y cada uno de esos momentos contiene algunos hitos, expresiones que de modo singular y potente redefinen el territorio del problema. A eso nos referimos.
    Así pues, esto no es un catálogo. Por el contrario, señala la verdadera condición de nuestro tiempo: la pluralidad de los pensamientos que nos afectan, que nos conciernen, y a la que solo una Asamblea puede dar curso. En efecto, solo en su espacio puede romperse la dinámica de campos, autorías, especializaciones, reconocimientos, mercancías o enciclopedismos que limitan según el caso la práctica de pensar.
  6. El lector más ilustrado objetará que ese espacio ya existe: la universidad. Responderemos que la universidad, si alguna vez tendió a un lugar así –«la república del saber» se le llamaba– hace ya tiempo que despertó del sueño republicano, para vivir de su propio sistema.
    El lector más liberal insistirá en que ese espacio sí tiene lugar, pero que es el mercado. Ahí está por cierto toda esa diversidad de productos a disposición del público, para que cada cual satisfaga el deseo de conocerlos. Replicaremos que nuestro deseo no es cruzar como robinsones el bosque de las letras –esa entrañable mitología liberal del individuo– sino pensar juntos y entre nosotros los problemas que nos afectan. Y que para eso precisamos no de un mercado sino de un «estado» –nuestra pequeña asamblea…
    Por último, el lector más «post» apelará a Internet, la sociedad de la información, el flujo libre e infinito del pensamiento, etc. Observaremos que, por el contrario, lo que necesita el pensamiento es estar en un cuerpo, tener una voz, responder a lo que piensan otros. Que sentir la presencia de los otros es lo que abre la distancia, el intervalo, la contención donde puede suceder el pensamiento –el curso de la significancia, en suma, que el pensamiento comparte con las palabras o la música–. Si ya la galaxia Gutenberg introduce dificultades de sentido, qué diremos de esos flujos incontenibles y simultáneos cruzando el espacio virtual…
  7. Trazado el mapa debemos asignar los recorridos. La Asamblea del pensamiento es el lugar del que partimos, cada cual a su viaje: por los Tristes Trópicos, la pragmática, los media, Lacan, la cultura oral griega, Gadamer, los ideologemas, el Silicon Valley, la Viena fin de siglo, el mayo francés, la teoría del ensayo o los poemas de Celan. Por todos los lugares, en fin, donde resuena significativamente nuestra crisis de palabras, para seguir con el ejemplo.
    Pero de un viaje hay que volver, o no es un viaje. La Asamblea del pensamiento es entonces el lugar al que regresamos, cada cual a exponer ante los otros su camino, el modo y las referencias con que se elabora en cada caso el problema en cuestión, y que uno ha recorrido en la medida de sus posibilidades.
    En la Asamblea del pensamiento cada uno es maestro de lo suyo y alumno de lo de los demás; enseña a los otros lo que ha pensado y aprende de ellos lo que piensan. Esa humildad es su verdadera fuerza de combate. Sin ella estamos perdidos en la ansiedad de reconocimiento, la angustia de autoridad, las lógicas de campo o la vanidad de la autorreferencia. Solo la asamblea amortigua esas pasiones, poniéndonos humildemente frente al otro, del que aprendemos y al que enseñamos: con quien pensamos.
  8. A la Asamblea del pensamiento no se le dan lecciones: esto no es una clase. Más bien uno expone en ella la lección que ha aprendido de los otros –a quienes ha leído, con quienes ha pensado–, como escucha a los otros exponer a su vez su propia lección. Aquí se juega siempre en el campo del otro.
    La Asamblea no es entonces el Espíritu Absoluto. No quiere saber todo de todo, traducir la pluralidad a un modo de ser al fin todo lo Mismo. Más bien asume qué poco sabemos siempre, y aun eso –llegar a saber y pensar algo– cómo depende del encuentro con el otro, que nos lo indica, nos lo sugiere, nos lo expone, pero siempre desplazado, siempre alterado, porque esa es la condición irreducible del discurso.
    Ahora bien, el valor político de ese encuentro que nos hace pensar no es otro que permitirnos a nosotros, la Asamblea del pensamiento, enriquecer y agudizar los problemas a los que nos enfrentamos. No es, pues, por relación a mi vida, al devenir singular de mi vida, que valoro la cualidad política de pensar. Eso me permitiría acaso negociar mi vida –«organizar mis encuentros»– recurriendo al pensamiento; llevar, en fin, una vida de pensador, de tal o cual signo. Pero pensar, repetimos, no es algo que me pase a mí sino que me pasa solo porque deseo compartirlo, tal como se lo comparte en la Asamblea.
    Así pues, los encuentros no tienen lugar en el plano inmediato del mundo; el pensamiento no hace rizoma, no crece como la hierba en la planicie de las mesetas. Sucede en esa esfera íntima y sonora, en esa cámara vibrante donde los otros nos llenan de respeto, nos molestan, nos sorprenden, nos enfadan y nos hacen reír.
    No se trata, en resumen, de constatar las diferencias –o los diferendos– que hacen divergir entre sí a los pensamientos. Hay que construir la práctica donde puedan encontrarse, cuerpo a cuerpo, humildemente, porque desean hacerlo, sin más.
  9. La Asamblea del pensamiento no solo aprende de sí misma, de lo que piensan sus miembros. Existen en el mundo sabios y eruditos que pueden enseñarnos mucho, mucha lingüística, mucha sociología, mucho Celan. Da igual la afinidad política. Hay excelentes pensadores reaccionarios, defensores del sistema que saben justificarlo a fondo y de verdad. Por eso queremos invitarlos: tienen algo que decir y que nos hace pensar.
    Tal vez rechacen integrarse en la Asamblea, algunos incluso se reirán por dentro de ella. No importa, nosotros a lo nuestro. Ponemos un escote, les pagamos y a escuchar. Y al final hasta somos nosotros quienes les gastamos una broma –también hay que dejarse ver…
  10. Ahora bien, la Asamblea del pensamiento no es un club de lecturas o un grupo interdisciplinar (aunque ya nos gustaría que clubes y grupos así existieran de verdad). Pensar en común nuestros problemas es hablar de lo que nos pasa. Pero no solo con conceptos, tesis y discursos alfabetizados, sino desde la emoción misma de lo que nos está pasando. Qué significa pensar desde el cuerpo sino sencillamente eso: abrir el pensamiento a las emociones, dar curso en él a la tristeza, la alegría, la angustia o el amor con que vivimos en concreto nuestras vidas: la mía, la tuya, la suya…
    Elaborar, por ejemplo, nuestra crisis de palabras implica entonces hablar justo de esa dificultad que tenemos para expresarnos desde el cuerpo, para poner palabras compartidas a nuestros sentimientos: nuestros miedos, nuestras fantasías, nuestras zozobras. Hablar entre nosotros de lo que no nos deja hablar entre nosotros.
  11. Por cierto, el mundo impone que todo eso se hable bien en privado bien en público. No hay otra alternativa: privatizarlo o publicitarlo, reservarlo o exhibirlo, según el pudor o la impudicia de cada cual. Pero la Asamblea del pensamiento anula esa escisión –en el fondo, cara y cruz de lo mismo– al abrir un espacio que no es privado ni público: la intimidad. En efecto, en su recinto, en esa cámara íntima donde quienes estamos somos «nosotros», nuestras vidas se dan un lugar de acogimiento y respeto, sin espectáculos ni confesiones, en el que pueden al fin hablar entre sí de lo que sienten para de ese modo pensar entre sí lo que les pasa.
    La intimidad pone fin a la violencia de una vida recluida en sus conexiones, en el cálculo, la conveniencia o la inhibición frente a los otros, que a su vez callan, juzgan o fingen un abrazo que no dan. Por el contrario, en la Asamblea las palabras son un límite de piel: escucho porque soy escuchado, respondo porque me llaman por mi nombre, toco porque me dejan tocado.
  12. La Asamblea del pensamiento alivia así la colisión más dolorosa de nuestras vidas: pensar públicamente contra la realidad mientras en privado negociamos con ella nuestro modo de vivir. Lo digo por mí mismo: me han llegado a pagar diez días de mi sueldo por hablar cuarenta minutos contra la sociedad… en una institución de buena sociedad. (En personas a quienes quiero ese dinero paga tres semanas de trabajo; no sé por qué, pero siento una mancha de vergüenza).
    En otra ocasión –continúo en el mismo registro– escuché a una antigua figura de la resistencia italiana declarar a un gran medio cómo otros se resentían porque sus libros «funcionaban bien». Pero, ¿por qué usaba ese eufemismo para decir que vendía muchos libros? ¿Dónde estaba la incomodidad? En que su nombre se había convertido en la «marca» del discurso antisistema, desde la que negociaba –como todos, a solas y de la forma más rentable posible– la adaptación de su vida a las posibilidades del sistema. A fin de cuentas, ¿qué hacía concediendo una entrevista a ese gran medio si no promocionar su nombre y las ventas de su obra? ¿En qué espacio «funcionaban bien» entonces sus libros? ¿En el de esa resistencia difusa e irrepresentable que él mismo teorizaba o en del campo de «los pensadores críticos», el mercado editorial, etc. donde a la fuerza inscribía la práctica de su pensamiento?
    Entiéndase: respetamos a ese autor, apreciamos sus libros, los enseñamos en clase. Pero sentimos (lo sentimos por él, por mí, por todos nosotros) la colisión brutal entre lo que afirma su discurso y su práctica de «pensador» –escritor, conferenciante– objetivamente adaptado a las reglas de juego (en su propio lenguaje: a las condiciones materiales que regulan hoy la producción y circulación de pensamiento). Y quien no hace lo que está diciendo calla lo que está haciendo.
  13. La práctica de pensar no dispone ya de otros medios que los que la propia realidad instituye a favor de sí misma: publicar libros, impartir clases, gestionar proyectos. Y bajo esas condiciones la crítica contra la vida acaba convirtiéndose en el capital con el que, llegado el caso, hay quien puede montarse la vida.
    La Asamblea del pensamiento es el único espacio político donde podemos elaborar sin cinismo, con intimidad, entre nosotros, todos esos atolladeros. Más allá de lo que para sus adentros juzgue cada cual solo ella puede interponerse en el chantaje al que somete mi vida –no solo mi conciencia– una realidad dispuesta a pagarme, a veces muy bien, por leer y escuchar lo que pienso contra ella, y para lo que de todos modos no tengo otros espacios de expresión que los que me ofrece la propia realidad. Colocada por nosotros mismos entre la realidad y mi vida, justo para elaborar en común lo que pasa ahí en medio, la Asamblea amortigua al menos esa colisión.
  14. Pero además de pensar y cuidarse, la asamblea del pensamiento interviene en el mundo –por eso es una asamblea–. Y lo hace en la misma pluralidad de registros, con la misma riqueza de actos y expresiones con que da curso a cuanto elabora.
    Así pues la Asamblea produce, entre otras cosas, discursos teóricos, al nivel y en la forma de lo que ella misma maneja. Publica libros, revistas o artículos sobre los problemas de los que se ocupa. Y lo hace inscribiéndolos en el campo respectivo, valiéndose de sus códigos, jugando con su institucionalidad (dónde, cómo, ante quién tiene sentido expresarse así). Pero incurriendo en una pequeña infracción, tan incómoda como señalada: no hay autorías personales, no se firma con nombre propio. Su producción es anónima y comunal –ese es su síntoma… La Asamblea comprende y respeta la experiencia de reconocimiento que hay en el nombre, pero no la quiere para sí, no de ese modo.
    Por la misma razón, aunque la Asamblea se maneje con códigos cultos o especializados, no los necesita. Lo que piensa quiere decirlo también de otra manera, en otros lugares, bajo formas de comunicación distintas: manifestarlo en circulares, publicarlo en un periódico, divulgarlo en obras gráficas o audiovisuales; darle, en fin, a la verdad una presencia tan libre como solo la fecundidad de la Asamblea puede producirla. En este sentido saber conceptualizar, elaborar discursos teóricos, es un talento como otros, no un privilegio.
  15. Ahora bien, intervenir, por ejemplo, en la crisis de palabras no es solo construir sobre el tema tal o cual forma de discurso, difundir de tal o cual modo lo que se piensa al respecto. Crisis de palabras es también el chantaje de la empresa para que colabore y participe en su «proyecto», a costa de silenciamientos y denegaciones cada vez más angustiosos. Y las políticas de salud mental, dirigidas ya sin ninguna vergüenza a medicamentalizar esa angustia, acallando de nuevo nuestra propia voz. Y el ritual con que los media filtran cada día, también sin inhibiciones, nuestro sentido común de la realidad, expropiándonos una vez más de la palabra… Elaborar nuestra crisis de palabras es intervenir en todos esos momentos.
    ¿Pero cómo? ¿De qué modo puede no colaborarse con la empresa donde se tiene que trabajar? Claro y directo: ¿cómo se sabotea una entrevista de trabajo? ¿Y de qué forma podemos cambiar las políticas de salud mental? ¿Y con qué medios subvertir el poder de los media? Yo no sé cómo hacerlo. Y estando solo no lo sabré nunca.
    Por eso quiero ir a la Asamblea del pensamiento. Para aprender de otros lo mucho que otros saben sobre lenguaje y poder, a la vez que les enseño lo poco que yo he pensado. Y para hablar con otros de los silencios que me angustian, y del modo en que me enfrento a ellos, y de la salud que me procuro, mientras escucho a otros hablarme también de eso, pero a su manera y desde sí mismos. Y para experimentar juntos, en suma, acciones subversivas –con todo su soporte textual, dramático o iconográfico– contra el sistema de comunicación y opinión públicas. Por ejemplo.

Epílogo

No sé si los pensamientos son «ideales», si tienen lugar en ese espacio inmaterial –inmanente o trascendente: ahora no importa– donde los ubica la filosofía. No lo tengo claro. Pero sé que para pensar hay que abrir en el mundo un lugar material, con límites ya no técnicos sino sociales, culturales y políticos muy determinados. Tal es, entre otros, el lugar –natalicio, aunque no por eso originario– abierto por la «poesía» arcaica griega, o por las escuelas atenienses, o por la moderna esfera pública. Para nosotros el último de esos lugares –hayamos o no estado realmente en él– ha sido la Revolución, la práctica de la emancipación. Tan inútil y bochornoso como recordarlo es intentar olvidarlo. Para bien o para mal no podemos borrar su marca, la huella en nosotros de su ausencia. Sin ella nos queda aún el pensamiento que publicamos, el que enseñamos en las aulas o conectamos a las redes. Pero ninguna de esas formas nos colma porque en ninguna de ellas sentimos estar en nosotros, entre nosotros, como nosotros, tal como pudimos sentirlo mientras estábamos en la Revolución.

Construir la Asamblea del pensamiento no es revivir la liberación –la asamblea no es un soviet– sino elaborar su huella. Asumir que solo incorporándonos esa experiencia ya sin lugar posible, solo recordando –con el corazón– su presencia en el mundo, podemos sin embargo abrir otro espacio de pensamiento. Manejarnos con esa materialidad es nuestro verdadero combate.