20.09.2009
Politizaciones apolíticas
El retorno de la política
Es sabido que la tesis del «fin de la política» no es una tesis reciente aunque nunca haya dejado de tener una presencia relevante e incisiva. Defendida inicialmente por teóricos de la ciencia política como Parsons, Easton, Dahl… supone la defensa de una total despolitización de la política. Según estos pensadores los modelos clásicos de la democracia se habrían convertido en anacrónicos por inaplicables a las sociedades modernas. Las sociedades complejas actuales requerirían que las decisiones importantes se tomen por especialistas. «Fin de la política» es, pues, sinónimo de la necesidad de profesionalización. Esta profesionalización aseguraría un consenso apolítico que permitiría la persistencia del propio sistema en tanto que máquina autoregulada que no deja de tomar decisiones. Evidentemente, esta propuesta de despolitización de la política iba acompañada de una defensa de la constitución de grupos primarios apolíticos en los barrios, sectores etc. que debían jugar un papel cohesionador y de integración.
Esta forma de pensamiento político se levantaba sobre la idea de que la sociedad moderna es un todo a-conflictivo y a-ideológico, con un centro formado por las élites que participan y una periferia apolítica autoexcluida/excluida. Dahl lo decía bien claro:
«La democracia no implica por tanto una elevada participación de los individuos… la democracia implica que los pobres y los que no están educados se excluyan por sí mismos a causa de su pasividad política.»1
La tesis del «fin de la política» que tenía en la anunciada «muerte de las ideologías» su complemento, preveía un escenario de relativismo y tolerancia. En el fondo es la misma idea que retomarán algunos teóricos postmodernos cuando afirmen que hemos entrado en una época en la que «las pasiones se han enfríado» o que «ya no luchamos en nombre del Derecho sino por nuestros derechos» si bien en este caso la explicación residiría en el individualismo consumista convertido en comportamiento generalizado. Pero P. Birnbaum en su libro La fin du politique2 que recoge muy bien las aportaciones de la ciencia política a la que nos referimos, ya tuvo que añadir un postfacio en el que anunciaba que, mal que les pese a los teóricos de la paz social, los conflictos sociales insisten. Ahora ya se puede afirmar con rotundidad: el «fin de la política» pregonado por la ciencia política oficial no ha traído el escenario de relativismo y tolerancia prometido, sino que muy al contrario, ha supuesto el retorno de la política bajo sus formas más arcaicas. Actualmente la política es, sobre todo, exclusión, chantaje y guerra. Dicho brevemente, la política ha retornado como:
- Política de la exclusión. La gestión de la exclusión (es decir, de los «residuos» producidos por la propia sociedad) se ha convertido en una tarea fundamental de la política, y la amenaza de exclusión –la muerte social– constituye el horizonte de dicha política. Por esa razón, algunos ven en la exclusión la nueva cuestión social.
- Política de la crisis. La crisis es manejada políticamente bajo la forma del doble chantaje que suponen el paro y el trabajo. La política de la crisis es esencial para reconstruir la obligación al trabajo que se había perdido como consecuencia del ciclo de luchas de los años setenta.
- Política de la guerra. La guerra adquiere una importancia básica como modo de sujeción y de dominio. De ahí que algunos hayamos preferido hablar directamente de Estado-guerra. El Estado-guerra reduce la complejidad del mundo a partir de una política que es guerra. En este sentido, es una máquina de simplificación (en base a la relación amigo/enemigo) y de muerte.
Pero no hay que confundirse. «El retorno de la política» bajo sus formas más arcaicas (exclusión, chantaje y guerra) no implica un paso atrás hacia un escenario ya conocido de la lucha de clases, como si con el capitalismo desbocado y extremo actual volviéramos a los orígenes del capitalismo más salvaje. No, no es así. «El retorno de la política» nos aboca a una nueva época cuyo mejor calificativo es, paradójicamente, el de postpolítica. Pero ¿cómo puede ser que este retorno de la política abra el camino a una época postpolítica? ¿No existe una contradicción?
En torno a la postpolítica
En un escrito3 reciente hemos sostenido que era hora de abandonar el debate modernidad/postmodernidad puesto que dicho debate no era útil a la hora de encarar la nueva época global en la que estamos. Afirmábamos que la época global se inicia cuando capitalismo y realidad se identifican. Esta identificación que, lejos de apuntar hacia la homogeneidad implicaba la coexistencia de las formas de capitalismo más diversas pero en una misma realidad, tiene como resultado fundamental alterar el estatuto de lo político. Por ello decimos que la época global posee como una de sus características más propias el ser postpolítica. Cuando empleamos este término lo hacemos en un sentido muy preciso. La época global es postpolítica porque en ella la acción política transformadora queda neutralizada. No se trata de que la idea de utopía esté en crisis, o de que los antiguos ideales se hayan hundido… lo que no dejaría de ser una simple constatación fenoménica. Se trata de que la intervención política que propone una transformación social ha sido anulada. Dicho en otras palabras: postpolítica significa que en el plano de la acción política no hay alternativa a la modernización capitalista, es decir, a la globalización. La frase de R. Castel «Si no hubiese Estado se produciría el pleno triunfo del liberalismo ultraliberal.»4 recoge una opinión extendida en la izquierda, y señala asimismo los límites de la política de izquierda. Una política es más de izquierda cuanta mayor «cantidad» de Estado defiende ante los ataques al Estado del Bienestar. No deja de ser patético seguir hablando en este caso de una política de transformación social. Volvamos a la cuestión que nos ocupa: ¿Por qué en la época global queda neutralizada la acción política transformadora? Porque estamos metidos en el interior de un impasse. Este impasse –que es la verdad que define la época como postpolítica– tiene una cara objetiva:
Lo que es políticamente factible no cambiará nada, y las acciones que podrían traer consigo cambios realmente significativos son políticamente impensables.
Y una cara subjetiva:
Hay un corte entre el destino personal y el destino colectivo. Es difícil imaginar una vinculación práctica y no sólo abstracta entre ellos.
Este impasse postpolítico –el nombre es adecuado por lo que el impasse en sí mismo determina– ha sido resentido incluso desde posiciones políticas comunistas que no eran ajenas al sistema de partidos. M. Tronti, por ejemplo, que siempre ha pensado la intervención política desde la política (con mayúscula) ha tenido finalmente que reconocer: «Donde hay política real, no hay política. Ahí donde hay política formal, no hay poder». Los efectos de este impasse postpolítico son conocidos:
- Estrechamiento del ámbito de lo político. Hay poca diferencia entre izquierda y derecha. Más allá del juego de simulacro gobierno/oposición existe un consenso básico que configura una verdadera política de Estado en torno a las grandes cuestiones. «Este partido virtual de la unidad se ha vuelto entre tanto bastante real. Se presenta como «la clase política» que encarna los intereses del Estado….».5 Además, el discurso político se adapta al lenguaje mediático, con todo lo que tiene de personalización y simplificación del mensaje.
- Sensación de inutilidad de la política. La democracia se afirma –no por sí misma– sino por comparación, como el mejor de los sistemas de gobierno político. No existe un más allá. Ni crítica posible. Hacer política se reduce cada vez más a la administración del orden existente y eso significa, en definitiva, gestionar dinero. La corrupción se hace estructural. La corrupción de estar ligada a la «historia sucia» del capitalismo para pasar a formar parte intrínseca de las instituciones democráticas..
- Disolución progresiva de lo común. Porque el destino personal no se vincula de ninguna manera con el destino colectivo, cada uno solo debe resolver sus propios problemas. Problemas que son sistémicos se viven y tratan de solucionar como problemas individuales, lo que genera un sentimiento de impotencia, y extiende una actitud de indiferencia respecto al otro. El espacio público desaparece, y en su lugar surgen los distintos públicos que los dispositivos de poder crean.
Sacar a la luz el impasse postpolítico, y con él la circularidad en la que nos introduce, no es suficiente aún para contestar a la cuestión principal que nos hacíamos al comienzo: ¿por qué el retorno de la política no tiene efectos de politización?
La condición postpolítica
Que el retorno de la política no tiene efectos de politización sobre lo social quiere decir, concretamente, que en la época global las luchas son principalmente defensivas o identitarias. Ante la guerra, la crisis y la exclusión como armas del capital no se producen realmente movimientos sociales ofensivos. Frente al Estado-guerra y la invasión de Irak bien es verdad que salieron millones de personas a la calle, pero estas manifestaciones se acabaron tan rápidamente como empezaron, y la guerra sigue… Para no hablar del efecto aniquilador de la crisis con sus deslocalizaciones, su precarización generalizada etc. ¡Son tan pocas las reacciones ni tan siquiera defensivas! Una respuesta colectiva y sostenida en el tiempo frente a la exclusión es, por lo demás, inimaginable. Eso es la condición postpolítica. Esa ausencia de politización y, a la vez, una sensación extendida de que los procesos de la realidad son inevitables.
No es de extrañar, pues, que abordar qué es la condición pospolítica y cómo hacerle frente constituya hoy uno de los objetivos principales de todos aquellos que no se conforman con lo que hay. Existen, por lo menos, tres posiciones diferentes. La primera posición retoma y critica «el fin de la política» –que en última instancia se identificaría con la postpolítica– para reproponer la política en sí misma, o una especie de lógica democrática igualitaria que contempla el conflicto como central. Defensores de la reconstrucción de esta política «pura» serían Rancière, Mouffe, Laclau, Balibar…
«La esencia de la política reside en los modos de subjetivación disensuales que manifiestan la diferencia de la sociedad en ella misma… El consenso es la reducción de la política a la policía. Es el fin de la política, es decir, no la consumación de sus fines sino simplemente el retorno del estado normal de las cosas que es la de su no-existencia.»6
La segunda posición considera que nuestra época es postpolítica por cuanto la esfera de la economía se ha naturalizado completamente. Su defensor más conocido es S. Zizek. Para él, la politización de las diferencias lo que muy bien llama las luchas identitarias del multiculturalismo postmoderno (homosexuales, minorías étnicas…) responden a demandas de la clase media alta, pero en absoluto deberían entrar en un programa de izquierda.7 Consecuente con ello defiende una nueva politización de la economía que permita poner un límite a la libertad del capital. La tercera posición sería la de la izquierda clásica marxista en sus distintas versiones. Postpolítica significaría simplemente victoria de la Derecha, por lo que la época postpolítica sería reconducida a un escenario ya conocido de la lucha de clases. La tarea se simplifica entonces puesto que se trata sencillamente de coger fuerzas –agrupar cuántos más aliados mejor en torno del proletariado– para frenar la ofensiva capitalista. El problema es que a pesar de los llamamientos a la acción ésta no acaba de funcionar.
Pensamos que estas tres posiciones políticas no son capaces de analizar verdaderamente la condición postpolítica que en la actualidad nos define, y por esta razón no pueden responder a nuestra pregunta guía: ¿por qué el retorno de la política no tiene efectos de politización en lo social? Creemos que su error reside en ver la condición postpolítica como una condición de la política en ella misma, en vez de comprenderla como una condición de la propia realidad y de nuestra inserción en ella. El camino que vamos a seguir a partir de ahora es el siguiente. Primero expondremos el «ser precario» que es el término con el cual designamos nuestra relación con la realidad. Mostraremos asimismo como la gestión de esta nueva relación supone la aparición del poder terapéutico. En un segundo momento, abordaremos el funcionamiento de la realidad global y postpolítica en la que estamos. Finalmente, introduciremos el concepto de multirealidad que nos va a permitir sintetizar en una palabra todos los análisis realizados.
El «ser precario»
Determinar el ser del hombre en un sentido materialista pasa por prolongar el planteamiento de Marx. Marx sostenía en la tesis nº 6 sobre Feuerbach, y es uno de sus grandes aciertos, que la esencia del hombre es el conjunto de las relaciones sociales. Se puede decir que Heidegger a su manera reelabora esta tesis cuando defiende que el hombre en tanto que Dasein es un «ser-en el mundo». El hombre se proyecta en el mundo porque la existencia es ek-sistencia, es decir, trascendencia, relación con el ser. Es conocido que el autor alemán irá concediendo la primacía al ser en su relación con el hombre, por lo que al final se pierde ya todo enfoque materialista. Si nos quedamos en la estructura «ser-en el-mundo» que es otro modo de decir la no-esencia del hombre de la cual hablaba Marx, entonces se puede concluir que hoy el ser del hombre es el «ser precario». O dicho de otra manera: nuestra inserción en la realidad coincide con nuestro modo de ser, y éste es el «ser precario». El «ser precario» consiste antes que nada en un nuevo tipo de vulnerabilidad cuyo análisis es fundamental por sus muchas consecuencias. Se podría hacer un repaso de las diferentes modalidades de vulnerabilidad a las que ha tenido que hacer frente el hombre en el transcurso de su historia. Desde la vulnerabilidad asociada al peligro de muerte real que suponía la naturaleza salvaje, hasta aquella asociada al paro (con su correspondiente ejército de reserva) en tanto que imposición de un estado de pauperización en el capitalismo clásico. La vulnerabilidad propia de esta época global supone una novedad ya que se trata de una verdadera fragilización del querer vivir, y el querer vivir es lo que nos constituye a cada uno en lo que somos. El «ser precario» no es un estado, no es algo que nos pasa y que luego desaparece. No se trata, por tanto, de una mera precariedad laboral sino de una precariedad existencial causada por la interiorización del miedo. Hasta aquí lo que sería una aproximación fenomenológica al «ser precario».
Es necesario lleva a cabo una segunda aproximación, y para ello hay que pasar de lo que sería el paradigma clásico de la explotación a un nuevo paradigma cuyo nombre más adecuado es el de la movilización global.8 La movilización global es la autoreproducción de esta realidad que coincide con el capitalismo. Esta reproducción –dicho lo más sintéticamente posible– se efectúa mediante una auténtica movilización de las/nuestras vidas. Pues bien, el «ser precario» es el resultado del nuevo modo de individuación que dicha movilización global implica. La movilización global actúa en tanto que mecanismo de individuación imponiendo la dualidad sujeción/abandono. Su funcionamiento es el siguiente: la movilización sujeta cuando abandona, y cuando abandona más sujeta.9 De aquí que pueda afirmarse que esta individuación efecto de la movilización globalizadora produce individuos singulares en su radical aislamiento. Precariedad significa, entonces, estar solo frente a la realidad. Más exactamente: el «ser precario» implica un estar solo frente al mundo pero, paradójicamente, metido en una red de relaciones.
El poder terapéutico
El tránsito del paradigma de la explotación al de la movilización global se confirma día a día. Basta ver el cambio en el tipo de enfermedades ligadas al trabajo. En la actualidad, las enfermedades más numerosas tienen que ver con alguna forma de malestar psíquico. No en vano el 70% de las bajas laborales de larga duración son trastornos mentales.10 El «ser precario» se manifiesta en las llamadas enfermedades del vacío: depresión, insomnio, ansiedad… Son las nuevas enfermedades propias de una sociedad en la que la norma ya no se basa en la culpabilidad sino en la responsabilidad. Un sociedad que ha enterrado la autonomía obrera y la ha sustituido por la autonomía del Yo, es decir, por las continuas llamadas a que seamos autónomos y responsables. Se podría afirmar que con la movilización global ha tenido lugar un giro epistemológico: el paso de lo objetivo a lo subjetivo. El capital ha dejado de pilotar la lucha de clases –nos referimos al uso capitalista de la lucha obrera en función del propio desarrollo capitalista– para encargarse de construirnos en tanto que sujetos de la movilización. Sujetos ciertamente en todos los sentidos: desde el sujeto sujetado hasta el sujeto autónomo pero siempre atravesados por el «ser precario», lo que hace que todas las acepciones formen parte de esta movilización global que sostienen y empujan. Pero este nuevo modo de individuación requería un cambio en el ejercicio del poder. El poder tenía que hacerse poder terapéutico. El poder terapéutico tiene como objetivo principal imponer la persistencia del «ser precario». El ser precario tiene que persistir porque comporta un tipo de vulnerabilidad que produce el máximo de beneficios para el capital. Desde esta perspectiva, el poder terapéutico actuará con el fin de adaptar el querer vivir a la realidad y, a la vez, para inutilizar políticamente todo tipo de malestar social que se pueda producir.
Imponer la persistencia del «ser precario» significa, por encima de todo, que el querer vivir no huya del «ser precario», y no hay huida cuando se está atado a la-vida-que-se-tiene. En este sentido, el poder terapéutico se muestra verdaderamente como tal: actúa sobre el individuo haciendo que la vida se confunda con una terapia. Dicho de otra manera: el poder terapéutico hace que vivamos la vida en función de la vida misma. Por esa razón se puede afirmar que el poder terapéutico nos (im)pone la vida. O sea: 1) Nos impone tener una vida. 2) Nos pone la vida a nuestra disposición. Y, no hay que olvidarlo, éstas no son más que las dos condiciones que configuran el sujeto de la movilización: producirse como vida privada. Ahora se evidencia que el nombre de poder terapéutico no tiene tanto que ver con una simple y evidente proliferación de las disciplinas «psi», como con lo la posibilidad de una estrategia general de individuación en la época global.
En resumen, el poder terapéutico nos (im)pone la vida para que el «ser precario» persista, y de esta manera, nos clava en la realidad. Para que no podamos aprehendernos como la vida rota que somos empleará las estrategias más diversas: la exorcización del vacío (infantilización, entretenimiento etc.), la intensificación del presente, la insecurización mediante el flujo imparable de imágenes y música… Deleuze sintetizaba así a Foucault: «El encierro remite a un Afuera, y lo que es encerrado es el Afuera». En la movilización global ni hay encierro ni tampoco Afuera. Sólo existe esta realidad que (re)producimos y a la que estamos clavados. No existe separación alguno respecto a ella. Pero entonces: ¿cómo atacar la realidad si estamos clavados a ella?
De la lógica de la separación a la lógica de la gelificación
Si el modo de individuación que comporta la movilización global tiene este carácter paradójico que recogíamos en la dualidad sujeción/abandono, se plantea inmediatamente la pregunta: ¿No existe ya ninguna distancia frente al mundo? Evidentemente, esta cuestión es fundamental puesto que la distancia da cuenta de una separación que es imprescindible para la crítica. El pensamiento crítico, históricamente, siempre se ha construido sobre el concepto de separación. Y, como es conocido, el concepto de separación remite al de alienación. Recordemos uno de los textos fundamentales de Marx a este respecto:
«Este hecho, por lo demás no expresa sino esto: el objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo que se ha fijado en un objeto, que se ha hecho cosa… Esta realización del trabajo aparece en el estadio de la Economía Política como desrealización del trabajador, la objetivación como pérdida del objeto y servidumbre a él, la apropiación como extrañamiento (Entfremdung), como enajenación (Entäusserung).»11
La alienación, el término que preferimos para no entrar en una discusión filológica, sería la separación, la abstracción o autonomización, y finalmente la inversión de la forma respecto del contenido. En este caso, la relación forma/contenido especialmente implicada sería la dualidad trabajador/producto del trabajo. La alienación (objetiva) generalización del análisis anterior involucraría, pues, tres momentos: 1) El hombre crea (objetos, instituciones, ideas…) con el fin de satisfacer necesidades. 2) Los objetos creados adquieren una autonomía o independencia ya que se sustraen a la finalidad inicial perseguida. 3) Como consecuencia de ello, los productos creados por el hombre se transforman en una fuerza para él extranjera, y que le domina. La denuncia de la alienación, y de la separación que comporta, ha sido el objetivo principal de la crítica anticapitalista. Es más, con Debord en particular, esa crítica se amplía y se convierte en crítica de la representación. Su concepto de espectáculo no es más que la generalización del concepto de alienación a todos los ámbitos de la sociedad. La doble inversión sujeto/objeto ahora se aplica al par sociedad/espectáculo. Y porque el mecanismo de la alienación está absolutamente presente en su análisis, Debord no dudará en afirmar en su tesis nº25: «La separación es el alfa y omega del espectáculo».12 La crítica de la alienación es ahora crítica del espectáculo, pero lo que se critica es siempre lo mismo: la separación (y la distancia que ella produce).
Cuando la movilización global impone el «ser precario» como resultado de una individuación que sujeta/abandona, este nuevo modo de inscripción en la realidad convierte en problemático el concepto de separación.13 Es evidente que el «ser precario» de la época global supone una nueva relación con la realidad. Este hombre aislado-cogido-en-una-red-de-relaciones ¿sigue manteniendo una distancia frente al mundo? Sí y no. Eso es lo que hay que analizar. El concepto de separación entra en crisis en la época global postpolítica porque en ella la realidad no se niega sino que se autosupera a sí misma. O dicho de una manera más concreta: el concepto de separación entra en crisis y estalla porque se superan todos los límites. Los límites que estaban en las cosas, los que encerraban a los cuerpos, los que fijaban las ideas… Por eso hablaremos de superación –aunque se actualicen– de las fronteras, de las identidades… Los ejemplos son infinitos: el sujeto mandado no lo es del todo ya que tiene un margen de libertad (puede escaparse navegando por internet), el sujeto que manda, a su vez, no tiene todo el poder etc. La paradoja parece ser el modo más apropiado para describir esta realidad: mayor seguridad produce más inseguridad, mayor información produce más desinformación etc. La misma paradoja funciona como indistinción generalizada: paz y guerra, interior y exterior, dentro y fuera… todo tiende a confundirse en un continuum.
Para dar cuenta de este nuevo estatuto de la realidad hablaremos de realidad gelificada.14 La gelificación de la realidad es su devenir opaca por transparente, por translúcida, por oscura… como ocurre normalmente cuando se forma un gel en un líquido. No estamos, pues, ya ante una lógica de la separación –que permite distinguir un sujeto/objeto y analizar su interacción– sino ante una lógica de la gelificación que borra los antagonismos porque emborrona la realidad. Tener en cuenta este cambio es crucial para un pensamiento crítico que quiera estar a la altura de su tiempo.
La multirealidad
Este tránsito que hemos descrito como paso de un mundo en el que la separación (y por consiguiente la distancia) está vigente a uno en el que lo que funciona es una gelificación emborronadora, ha sido abordado de varias maneras. Por ejemplo, Jameson lo ha descrito como el paso de la alienación a la fragmentación. Pero la descripción que ha tenido más fortuna ha sido la de Bauman con la metáfora del paso del estado sólido al estado líquido. A todas luces el planteamiento de Jameson es insuficiente ya que argüir que la realidad está hoy fragmentada no resuelve aún qué dinámica interna la rige. Bauman, en cambio, con su modernidad líquida parece acercarse más a lo que denominamos gelificación. El líquido no puede mantener una forma por sí mismo a lo largo del tiempo, posee una atracción mínima… y esa sería la característica principal de la actual etapa de la modernidad. Lo que ocurre es que la metáfora del estado líquido es demasiado simple. En un primer momento parece resolver el problema de cómo pensar la realidad hoy, pero lo que hace en verdad es anular el problema mismo. Decir que la realidad se ha vuelto líquida indica una transformación esencial: la disolución de los sólidos, o sea de las estructuras. Este acierto se convierte en falseamiento, sin embargo, cuando se asegura que el estado líquido es el resultado de esta disolución. La metáfora del estado líquido como explicación de nuestra realidad15 adolece de tres defectos. 1) Como dice el mismo Bauman se trata de un término positivo, por lo que ha perdido el momento negativo crítico. 2) Como resultado de ello impide todo análisis anticapitalista. No es casualidad que la operación filosófico-política de Bauman consista en pasar de hablar acerca de la sociedad capitalista a hablar de la modernidad líquida. 3) El estado líquido impide el uso de cualquier paradoja, con lo que se anula el modo posiblemente más adecuado de acercamiento a la realidad manteniendo una tensión crítica..
Pensamos, por el contrario, que si bien hablar de gelificación no es tan comercial como hablar de estado líquido, este término sí permite un análisis crítico. La lógica de la gelificación –que conserva la paradoja líquido/sólido pero reformulada como sol/gel– genera una indeterminación general. Esta indeterminación tiene dos consecuencias. La primera, es que no existe ningún proceso central (ni la subsunción, ni el nihilismo…) que dote de inteligibilidad el mundo. La segunda, que la realidad quede destotalizada. Podemos decirlo de modo más preciso: la realidad global y postpolítica, en la medida que está destotalizada, es una realidad abierta, es decir, en permanente pluralización. Y, sin embargo, sabemos porque es la otra cara de la experiencia del querer vivir, que esa realidad se cierra tautológicamente, ya que, en definitiva, «la realidad es la realidad». La realidad se (nos) abre y se (nos) cierra.16 Para explicar este segundo momento hay que introducir otro mecanismo. La lógica de la gelificación funciona ciertamente abriendo fractalmente la realidad pero, a la vez, tiene que existir un cierre de la realidad. Este cierre no puede ser la reconducción de la diferencia a la identidad, del Otro al Mismo ya que la indeterminación lo impide al destotalizar la realidad. La solución es la obviedad. La obviedad –que la realidad es una realidad obvia que se nos impone por su propia obviedad– es lo que efectúa el cierre. El cierre mediante la obviedad que comporta la imposición de la tautología («la realidad es la realidad») no se efectúa en los diferentes subsistemas y gracias a sus respectivos códigos,17 sino en plano de la vida misma. El cierre mediante la obviedad tiene una eficacia extrema ya que ¿cómo dudar de lo que es obvio? Y, sin embargo, es un cierre sumamente frágil porque, en última instancia, es un cierre en falso bajo fondo de indeterminación. A esta realidad que este cofuncionamiento (lógica de la gelificación/cierre mediante la obviedad) produce, que es una y diversa, que es abierta y cerrada, que es blanda y dura… a esta realidad, creemos que el nombre que mejor le conviene es el de multirealidad.
La multirealidad y sus efectos
Hemos dicho que la realidad se gelifica y, a la vez, se recubre con el manto protector de la obviedad. Aunque no entremos a analizar más a fondo este cofuncionamiento, sí se pueden mostrar sus consecuencias sobre la acción política. La obviedad –el sentido de la obviedad que se impone– borra cualquier distancia para la crítica. Por lo demás es inútil oponer más sentido al sentido de la obvio. La multirealidad, decíamos, está abierta pero no hay afuera. Eso significa que lo posible18 no es una vía de salida de la multirealidad. Lo posible conforma y confirma la realidad en tanto que multirealidad. La gelificación, por su lado, indetermina el sujeto político. El proletariado era el sujeto que podía agujerear la reificación. No hay sujeto, en cambio, que pueda destruir la obviedad. Por todo ello se puede concluir: la multirealidad es esencialmente despolitizadora. Es como si la multirealidad –y el poder terapéutico interviene aquí– efectuara la función principal del poder «dividir para vencer». Y por fin podemos contestar a la pregunta-guía que nos hacíamos: ¿Por qué el retorno de la política no tiene efectos de polititización (evidentemente de una politización liberadora)? La respuesta ahora es clara: porque este retorno de la política se da en el interior de una realidad (la multirealidad) que es esencialmente despolitizadora.
Por eso las tres vías de politización que habíamos considerado (la politización de la política, la politización de la economía, y la politización de la lucha de clases) no nos llevaban a ningún lugar. Las tres posiciones son deudoras de una visión totalizadora, lo que les impide aprehender la multirealidad. ¿Sólo nos queda entonces plegarnos a la realidad? ¿Optar, en definitiva, por la Tercera vía defendida por Giddens y compañía, es decir, reconocer el capitalismo y la globalización como la única vía a seguir? Creemos que no. Queremos creer que no. Aunque sí es cierto que asumir el concepto de multirealidad nos obliga a repensar lo político, y la idea misma de politización. Es evidente que en la época global la categoría de lo político que aparecía genealógicamente ligada al Estado ha entrado en crisis, y deja de ser útil a la hora de encarar la política y el mundo. La reformulación que haremos se puede sintetizar en dos tesis. En la actual época potspolítica: 1) Nada es político, pero todo es politizable. 2) La polítización es, sin embargo, apolítica.
Politizar la vida es politizar la existencia
Un indicio de la irrupción de la multirealidad es la centralidad de la cultura en la actualidad. No se trata de que la cultura se haya convertido en fuerza productiva por cuanto la producción cada vez es más inmaterial, o que los aparatos culturales (museos, festivales…) constituyan un reclamo para las ciudades que quieren situarse con ventaja en el mundo globalizado… No, de lo que se trata es de que en el ámbito de la cultura aparentemente se están jugando todas las cuestiones decisivas. Los neoconservadores americanos son los que mejor han entendido el desplazamiento. «La derecha fue capaz de tornar la rabia de la clase obrera en resentimientos mucho más culturales que económicos, porque nadie supo explicar a la América profunda lo que está pasando hoy en día… La guerra de clase cultural gana cuando la cólera no tiene otro medio de expresión.»19 Desde una perspectiva contrapuesta A. Touraine coincide también:
«Tenemos, pues, necesidad de un nuevo paradigma; no podemos volver al paradigma político, fundamentalmente porque los problemas culturales han adquirido tal importancia que el pensamiento social debe organizarse en torno a ellos… Hay que aceptar como punto de partida del análisis esta destrucción de todas las categorías «sociales», desde las clases y movimientos sociales hasta las instituciones o «agentes de socialización.»20
Privilegiar de esta manera el ámbito de la cultura es seguir aplastando la multirealidad. Supone pasar del conflicto de intereses al conflicto identitario. Y, sobre todo, este enfoque que podríamos denominar culturalista bloquea el camino de una posible politización. Las únicas lucha pensables serán aquellas que se despliegan en el interior del Derecho, o sea, como defensa de los derechos. La cultura no es, pues, una vía de politización. Como anteriormente, decíamos, tampoco lo era la economía o la propia política. Si el cierre de la multirealidad mediante la obviedad se da en el plano de la vida, debe ser también la vida el punto de partida para abrir un camino para la crítica. La afirmación «hoy la vida es el campo de batalla» no dice otra cosa. Cuando la vida es nuestra cárcel porque vivir se confunde con esta movilización permanente que reproduce esta realidad obvia, entonces la vida misma es de donde puede arrancar un proceso de liberación. En otras palabras: para combatir la multirealidad hay que politizar la vida, y politizar la vida significa politizar la (propia) existencia. La politización de la existencia no consiste en elevar los intereses particulares a universales. No persigue un nuevo universalismo sino que se pregunta por ¿Qué nos separa?21
La politización de la existencia no politiza la vida que tenemos –la vida cotidiana– sino la vida que somos. Parte de nuestra propia existencia y no deja nada fuera de su influencia. En este sentido aunque puede parecer extraño, la politización de la existencia es absoluta. La objeción es inmediata: ¿cómo puede ser absoluta la politización de la existencia si estamos dentro y rodeados por la multirealidad? La respuesta es sencilla: porque politizar la existencia no consiste en añadir una dimensión más a la realidad –que ya es multirealidad– sino en agujerear la realidad y la obviedad que la acompaña. El cambio que implica la época postpolítica es fundamental. Antes la politización consistía en oponer otra vida (más intensa, más auténtica…) a la vida cotidiana que era sinónimo de muerte y pasividad. Ahora la politización –la politización de la existencia– es más bien sustracción. Politizarse es sustraerse al destino impuesto por la movilización global, desokupar el «ser precario» que se nos impone.
Nuevas formas de politización
La politización es una sustracción. Politizarse es desokupar el «ser precario» hacia el hombre libre. Recordemos que la característica básica del «ser precario» consistía en su interiorización del miedo. El hombre libre es, en cambio, el que no tiene miedo. Politizarse es, pues, un proceso de autotransformación que nos hace más libres. La politización se inicia mediante un gesto radical –y en la medida que todo gesto radical puede repetirse– la politización puede trascender la singularidad para hacerse colectiva. Nos interesa destacar tres ejemplos actuales de politización: la politización individual, la rebelión en la periferia de París (2005), y el movimiento V de Vivienda.
Para analizar qué supone hoy la politización individual lo mejor es tomar como referencia la película Themroc que, aunque es antigua pues fue rodada por Cl. Faraldo en 1973, explicita de una manera absolutamente clara en qué consiste esta autotransformación de la que hablábamos. Themroc nos cuenta una historia sumamente sencilla. Un hombre que lleva una vida totalmente monótona y aburrida, un buen día dice: «basta». Abandona su trabajo y destruye su casa. De esta manera, liberado de cuanto le ata, empieza por fin a vivir. La película es ciertamente deudora del Mayo del 68 en la medida que despliega una crítica de la vida cotidiana, y un elogio de la rebelión como transgresión. Pero lo que la convierte en apasionante es que da una respuesta a la altura de nuestra época a la pregunta clave: ¿por qué la vida se nos hace insoportable hasta el punto de querer romper con todo lo que nos ata? O lo que es igual: ¿de dónde se saca la fuerza para decir «basta»? La respuesta no puede estar en un conocimiento o un saber ya que un conocimiento aislado y puro no lleva muy lejos. La respuesta está en una pasión. La pasión es el odio. O más precisamente, cierto tipo de odio.22 Nuestro trabajador abandona la fábrica, destruye su casa… en definitiva, se rebela porque odia profundamente su vida. Porque es capaz de afirmar con toda su fuerza: NO quiero esa vida para mí. Este odio liberador hoy se experimenta casi siempre en solitario. En la película, la transformación que es el momento clave, se produce cuando el protagonista está en el water. El water de la fábrica sería una metáfora del lugar de la máxima soledad, allí donde el grito del querer vivir puede verdaderamente empezar a resonar. En este sentido, la transformación es, indudablemente, una autotransformación que coincide con el acto de atreverse a gritar. Gritar contra la realidad, gritar al encargado, a los encargados de la seguridad de la empresa… es el modo de empezar a liberarse. El grito constituye una auténtica fuerza material que cambia al que lo lanza. Después de gritar de verdad contra el mundo, ya no se puede ser el mismo.
El otro ejemplo de politización que deseamos mostrar es la rebelión del 2005 en las periferias de muchas de las ciudades de Francia. Aparentemente se trata de una rebelión urbana más. Existe también un desencadenante que, como casi siempre, es la muerte de alguien en manos de la policía y, sin embargo, la rebelión presenta algunas novedades. Por un lado, su duración y extensión. Por otro lado, el hecho de que los rebeldes quemen desde escuelas y ayuntamientos hasta los coches de particulares. Uno de ellos aseguraba «Sólo sabemos hablar con el fuego. No somos vándalos sino rebeldes sin fe ni ley».23 Todos los medios de comunicación han insistido, a pesar de no saber precisar muy bien quienes eran los que salían a la calle, en el problema de la integración social de los inmigrantes de la periferia. Pero actualmente en la ciudad de París existen dos millones de habitantes, y en la periferia de París hay diez millones. Es ridículo, por tanto, seguir hablando de que la periferia debe integrarse. La verdadera novedad de esta politización es que ya no es el saqueo para sobrevivir (New Orleans o Argentina), ni el saqueo oportunista (Cancún), es una destrucción pura y sistemática de todo lo que es consumo e instituciones. Algunos han hablado con gran preocupación de una violencia que nace del nihilismo y del odio reactivo.24 Efectivamente, por ahí transita esta nueva politización. En un texto impresionante escrito por un colectivo de la periferia se respondía así a la pregunta de ¿por qué lo quemáis todo?
«Quemar simplemente el decorado que no se quiere ver más, esta miseria que nos oprime, el de la ciudad podrida que encierra, que asfixia. Quemar los medios de transporte de pago y controlados que humillan todos los días el deseo de salir de este gris… Quemar y no robar. Tan solo quemar para ver como se convierte en humo esta mercancía por la cual hay que esforzarse y que «normalmente» hay que desear, consumir y acumular.»25
Y, finalmente, la tercera politización de la que queríamos ocuparnos. El movimiento de V de Vivienda. Hagamos una breve historia con referencia especial a Barcelona. Se producen una serie de convocatorias anónimas por internet, SMS… para protestar contra el problema de la vivienda que reúnen cientos de personas. La primera es el 14 de mayo del 2006. Lo increíble es que la convocatoria no venía de ninguna organización política, y en cambio, se ocupa la Plaza Catalunya. A partir de la cuarta sentada surge la necesidad de organizarse en una asamblea puramente logística. El salto cualitativo se producirá cuando se adopte como lema de la manifestación la frase «No tendrás casa en la puta vida». Con esta consigna se realizarán dos manifestaciones a las que asisten 15.000 personas (30 de Septiembre, 23 de diciembre). Evidentemente dicha consigna es políticamente incorrecta, y cualquier grupo que se precie de izquierdas la hubiese rechazado. Y, sin embargo, el éxito mediático fue abrumador, así como la cantidad de gente que acudió a la manifestación. ¿Cómo pueden salir (por dos veces) más de 15.000 personas a la calle con una frase que no promete nada, no reivindica nada y además afirma que no hay futuro alguno? La auténtica novedad es que V de Vivienda no es un movimiento social, con su reivindicación al uso, su identidad etc. Su fuerza política es la del anonimato y la asamblea queda de alguna manera resituada en tanto que práctica autónoma. Como decía una compañera: «La fuerza de V de vivienda no está en la asamblea, sino en un lugar que no conocemos. ¿Cómo nos relacionamos cada cual con ese lugar que no conocemos, en nosotros mismos y en lo social? ¿qué sentido tiene aquí preguntarse por quienes son los más conscientes?»26
El gesto radical y la nueva politización
Estas tres formas de politización postpolítica arrancan de un gesto radical diferente en cada caso: el grito, el fuego y una consigna absurda. El gesto radical en los tres ejemplos aparece como un sin sentido desde la óptica del poder. Es absurdo gritar contra realidad, como es absurdo quemar coches o proclamar alegremente que jamás tendremos una casa. Ocurre, sin embargo, que el gesto radical está fuera del ámbito del sentido/no-sentido. El gesto radical no pretende oponer otro sentido a la infinidad de sentidos de la multirealidad, sino que se afirma desde una verdad libre de sentido. Esta verdad es el querer vivir. Dicho directamente: la verdad del gesto radical, y de lo que es expresión, es el querer vivir. Por esa razón, el gesto radical no lleva consigo reivindicación alguna ni horizonte, está más allá de la dicotomía izquierda/derecha, arranca de la coyuntura pero la excede al imponerse como acontecimiento, y apunta al anonimato en tanto que su primacía disuelve las identidades. Esta nueva politización confirma, pues, las dos características que atribuíamos a la politización en una época postpolítica. Por un lado, verifica que «todo es politizable». Basta inventar el gesto radical que, efectivamente y en cada caso, abra la realidad. Por otro lado, esta nueva politización es completamente apolítica ya que el gesto radical jamás podrá encerrar toda la ambivalencia inherente al querer vivir del cual es expresión.
Para comprender cómo funciona esta politización apolítica lo mejor es ponerla en relación con la politización clásica. La politización clásica ligada a la lucha de clases se caracterizaba por ser: 1) Lineal. Empezaba y terminaba. Se iniciaba en la lucha económica (más salario, contra los ritmos de trabajo…) hasta hacerse lucha política. La discusión, en todo caso, estaba en el papel de los intelectuales, es decir, en la función del partido dirigente. 2) Finalizada. El resultado era un saber sobre la sociedad. La conciencia de clase o conciencia política se constituía como saber sobre la sociedad en tanto que totalidad y a partir del lugar (fuerza de trabajo como mercancía) que en ella se ocupaba. 3) Práctica. El medio en el que se desplegaba la conciencia política era la praxis, ese lugar en el que se realizaba la unidad de teoría y práctica, en el que el objeto se convertía en sujeto. 4) Securizante. Tener conciencia de clase daba seguridad ya que, si bien podía ser peligroso en ocasiones, la cultura obrera aparecía como un entorno protector.
La nueva politización, en cambio, contradice cada una de estas características. 1) No es lineal sino absoluta, aunque paradójicamente siempre inacabada. Apunta a toda la existencia, y muchas veces, está ligada a un rechazo total de lo que hay. 2) Se olvida de la sociedad en general y, en todo caso, produce un saber de la subjetividad que experimenta la transformación. Tampoco la dualidad amigo/enemigo es fundamental. Ocurre que dicha dualidad es difícil de establecer porque en la multirealidad el enemigo se desdibuja, y a la vez, se concreta demasiado. Por ejemplo: la policía se convierte en la contraparte. La gelificación indetermina la noción de enemigo. 3)No existe, por otro lado, un medio en el cual se pueda desplegar ya que esta politización surge cuando una vida es sacudida. Puede ser un acontecimiento exterior, puede ser un encuentro… 4) No es para nada securizante. Esta politización deja en la intemperie y no te hace la vida fácil. No ofrece un horizonte de sentido, y soportar la verdad del querer vivir no es cómodo.
Vida política y espacios del anonimato
Esta nueva politización que se inicia con el gesto radical, y que tiende a politizar toda la existencia, no supone aún tener una vida política. Para tener una vida política hay que estar –y permanecer– a la altura del gesto radical. Sea cual sea éste. Si conseguimos, por ejemplo, vivir día a día sabiendo que no tendremos nunca una puta casa, o vivir siendo capaces de desasirnos de todo… entonces nuestro querer vivir se hace desafío. Cuando el querer vivir se hace desafío, la reflexividad del gesto radical actúa sobre sí mismo, y eso nos acerca a tener una vida política.27 Una politización apolítica mantenida en el tiempo puede, por tanto, producir una vida política aunque no siempre es necesariamente así.
Lo que sí es seguro es que de la mano de esta nueva politización se nos restituye lo antepolítico. Con eso no queremos decir que retorne una pretendida esencia de lo político. Lo antepolítico no se confunde ni con el espacio público de aparición (H. Arendt), ni con la relación amigo/enemigo (C. Schmitt), ni por supuesto con un poder constituyente (A. Negri). Lo antepolítico restituido en/por esta politización postpolítica es el campo de relaciones que crea la ambivalencia del querer vivir en su expresarse. Se puede decir de una manera más precisa: lo antepolítico es la apertura de un campo de relaciones cuyos dos vectores rectores son: 1) El verdugo no se confunde con la víctima. 2) El Nosotros es más que el Yo. Que así sea no es en absoluto casual puesto que el gesto radical– que como sabemos está en el origen de esta politización– realiza una afirmación de la nada en el interior de la apertura de un mundo y de la experiencia de un Nosotros. Lo antepolítico en tanto que apertura es la condición de posibilidad de una «visibilización por desindentificación» cuyo resultado es un espacio del anonimato. El yo que deshace su yo, los rebeldes de la periferia, V de vivienda… son ejemplos de espacio del anonimato.
La política clásica que se ha visto a sí misma siempre como portadora de una función cognitiva, como un intento de aumentar la visibilidad social,28 fracasa ante los espacios del anonimato. Los espacios del anonimato son opacos para la política. En este sentido todos los esfuerzos de autores como Ch. Mouffe, E. Laclau y tantos otros para no abandonar la política, es decir, para no dejarla tras nuestro, son intentos un poco vanos. La época global y postpolítica nos exige abrir nuevas vías. Nosotros creemos que los espacios del anonimato constituyen un verdadero desafío para el pensamiento crítico. Por un lado, son inconmensurables entre sí, por otro lado, no se acumulan en el tiempo… y, sin embargo, en ellos vive lo antepolítico. Lo antepolítico que es lo previo en el doble sentido espacio-temporal respecto a lo político, ya que lo político surge siempre como reducción de lo antepolítico. La crisis de la política clásica que se produce con la llegada de la época global tiene que ser aprovechada. No es seguro que los espacios del anonimato puedan abrir una vía que nos lleve más allá de la postpolítica, es decir, no es seguro que a partir de ellos pueda plantearse de nuevo la transformación social. En verdad, no sabemos qué puede un espacio del anonimato. Sólo sabemos que hay que apostar por ellos. La politización tiene que partir de nuestras propias vidas, y eso es lo que el poder terapéutico quiere impedir. Es la hora de una política nocturna que aún está por inventar.