28.09.2009
Entrevista a Espai en Blanc
¿Qué significa «politizar» la vida?
La realidad ha encerrado a cada uno en los límites de su propia vida. Debes ocuparte día y noche de movilizarla, de actualizarla, de mantenerte conectado al mundo. Es un chantaje agotador, que absorbe y limita todo lo que podemos. Lo llamamos «estado de movilización total» y es así como vivimos.
Politizar la vida es desafiar juntos ese chantaje, entrar con el mundo y con la vida en una relación que rompa ese límite. Se trata de experimentar lo que podemos –de qué es capaz el mundo, de qué somos capaces con nuestra vida- sin que la impotencia o la esperanza ahoguen de entrada ese acontecimiento. Allí donde se encuentran vidas dispuestas a compartir esa experiencia, a darle curso, a elaborar qué significa que «nosotros podemos», allí tiene lugar la politización.
Politizar la vida no es fácil. Debemos manejarnos con los miedos, soportar las tensiones –sociales, psíquicas, vitales- que provoca ese encuentro, precisamente porque no sabemos lo que podemos, porque no lo podemos saber. Pero, puestos ante la realidad, hay que decidir si aceptamos como límite que me vaya bien con mi vida y con los míos, o si querer vivir nos empuja juntos a algo más, nos pide otra cosa, nos impele, en fin, a politizar la vida.
Leyendo «Vida y Política» parece que otro mundo no es posible, y que no nos queda sino «agujerear la realidad»… ¿Pero qué significa «agujerear la realidad»?
Las vidas politizadas son vidas que se interrumpen a sí mismas, que se desocupan de sí, que suspenden el principio de movilización total que condiciona el acceso al mundo. A este respecto irrumpen en la realidad como un agujero, un espacio que interfiere su lógica, que socava el sentido común capitalista impuesto sobre cada uno.
La experiencia de lo que nosotros podemos no espera nada, no es un proceso dirigido a ciertas metas respecto a las cuales pueda ser juzgado. Por el contrario, anular el discurso de la esperanza es lo que nos permite abrir ese espacio y sostenernos en él. En ese sentido asumimos que la realidad no tiene exterior, que no hay salidas, señales que apunten afuera, hacia la posibilidad de otro mundo. Algo así ni podemos concebirlo ni nos lo imaginamos. Esto es lo que hay: el capitalismo ha hecho cuerpo con la realidad.
Por tanto, el nosotros que se comparte al politizar la vida no es un sujeto que se dirija a la sociedad con un proyecto alternativo: democratizar la democracia, socialismo para el siglo xxi, etc. Todo eso está bien pero se coloca en otro plano.
Agujerear la realidad significa entonces sostenernos en el vacío, luchar en él, arrancarnos a nosotros mismos ese acontecimiento, porque es ahí donde nos empuja nuestro querer vivir. No podemos cambiar el mundo pero sí nuestra relación con el mundo. Solo que para eso hay que estar venciendo una y otra vez todo lo que dentro de cada uno le mueve, por otro lado, a pactar con la realidad, a ceder al chantaje, a tapar el agujero. Querer vivir es así de ambiguo: te empuja y te frena, te da fuerzas para compartir la experiencia del nosotros pero te induce a poner a salvo tu propia vida. De ahí que abrir un agujero implique resistirse al sentido común. Pero recordemos la máxima: resistirse sin esperar nada. Aquí no hay política de resultados.
Si la vida «que sea sólo eso no puede ser», y si otra cosa no es posible, ¿qué puede ser entonces?
Responder a esto nos exige hablar «filosóficamente», y vamos a ver si lo hacemos con claridad. Ante todo, aquí se envuelve un desplazamiento categórico decisivo. Como ha expuesto brillantemente una compañera de Espai en Blanc, el discurso sobre lo posible es una prisión. Vivimos en un mundo donde todo es y se ha hecho posible, en una realidad sin límites, de modo que cualquier posibilidad no hace más que confirmar y conformar lo que hay, el final sin fin en el que nos hemos atascado.
Y al hablar de «posibilidades» nos referimos tanto a las potencialidades de un sujeto –lo que podríamos llegar a ser, lo que daría de sí la sociedad- como a la virtualidad de otro mundo –lo que podría ocurrir- No nos vale la dialéctica pero tampoco el discurso de la diferencia. La realidad misma lo ha neutralizado.
Así pues, la politización no se efectúa en relación a lo que «pueda ser», a lo que «llegue a ser», ni como desarrollo de una potencia ni como acontecimiento de una posibilidad inédita. ¿Pues entonces qué la sostiene? ¿Qué fuerza es esa que lucha en el vacío?
Es aquí donde hay que desplazar la categoría y advertir que lo que nos lleva a politizar la vida, lo que abre el agujero y sostiene la experiencia de lo que «nosotros podemos», es el querer vivir.
No se trata de que el querer vivir anule la referencia a lo que somos, a lo que pueda ser, de que no tenga, en fin, sentido de la posibilidad. Ocurre más bien que su relación con la vida y la política, es decir, su relación consigo mismo, abre un juego propio –un dinamismo, una estructura, un campo de categorías específico- dentro del cual aquella referencia se maneja de otro modo. No estamos a lo que pueda ser: nos exponemos a querer vivir. Lo que importa no es ya la posibilidad sino si queremos vivir hasta el punto de que eso mismo sea ya lo que queremos y lo que vivimos. Y en ese caso, repetimos, lo posible y lo imposible, lo que es y lo que no, ya no tienen una importancia decisiva. Da vértigo, pero ese es el juego.
¿Cuál es la dimensión política de lo que vosotros llamáis «hombre anónimo»? ¿Cuál es la dimensión política del anonimato?
La fuerza y la dimensión política del anonimato está precisamente ahí: en que no busca reconocimiento, no necesita manejarse con ninguna identidad ni con ninguna diferencia, no se pregunta a sí mismo quién es. Al contrario, rechaza expresamente toda esa lógica.
Cuando tomamos las calles con el No a la Guerra, cuando nos convocamos para expulsar a un gobierno criminal y asqueroso, cuando después de un atentado elaboramos como «afectados» el sentido que tiene vivir, cuando dejamos en ridículo los proyectos institucionales y el modelo de ciudad-marca, cuando volvemos a convocarnos, esta vez porque «no tendremos una casa en nuestra puta vida», o, en fin, cuando simplemente nos encontramos en un local para aclararnos en qué consiste el malestar social, en todo eso estamos interviniendo como hombres anónimos. La instancia del discurso es la primera persona del plural, a secas: nosotros, nosotros los que estamos aquí, nosotros los que no sabemos lo que podemos pero por eso mismo compartimos esta experiencia, sin dejar que la ahoguen, recordemos, la impotencia o la esperanza.
Claro que el poder y la realidad, como buenos policías –exteriores e interiores- proceden a nuestra identificación: quiénes somos nosotros, pacifistas, ciudadanos con derechos, demócratas radicales, antisistemas excéntricos, etc. Pero ese procedimiento nos es ajeno, ya queda anulado de entrada, y por eso podemos compartir ese espacio Si nos apuran podríamos responder que no somos nadie, que somos los nadies –algo próximo a los «subalternos»: los sin voz y sin palabra- pero aun esa identificación, aunque solo sea negativa, ya distorsiona nuestra experiencia. Una vez más, eso está bien, tiene su contexto y su fuerza, pero se coloca en otro lugar.
En relación a este asunto, el hombre anónimo no es tampoco «multitud» porque la multitud no puede usar –y de hecho no lo hace- la primera persona del plural, exponerse a sí misma como tal, suscribir su propio manifiesto, decir «aquí estamos nosotros…». Pero el hombre anónimo sí puede y lo hace. Su relación consigo mismo como instancia de discurso es a este respecto análoga a la del proletariado, verdadero autor del manifiesto como expresión política moderna. En ambos casos el motor de la fuerza está en el anonimato. Hablamos por nosotros y para nosotros mismos. Y eso vale también para esta entrevista.
¿Qué entendéis por una «política nocturna»?
Citaré –más o menos de memoria- a Mar Traful: «Una política nocturna debe hacerse contra la miseria de una realidad que nos ahoga día a día; desde un nosotros renqueante, hecho sobre la marcha; para interrumpir la gran maquinaria; por los interminables senderos de su laberinto; sobre palabras y acciones que se inventan; según nuestra capacidad de experimentar, pensar, vivir, resistir, gozar… sabiendo que hoy somos pocos y mañana puede que menos…» O más.
¿Es posible llevar una «vida política» en el momento en que, como vosotros escribís, «las experiencias (del trabajo, de la afectividad, de cualquier vínculo social) se privatizan, se particularizan?
También aquí hay que observar un desplazamiento categórico. La privatización de la experiencia es, en efecto, el punto de partida: mi vida, lo que me pasa, los míos. Cada cual haciéndose cargo del mundo, de las relaciones, de lo que puede y no puede ser. Qué monstruoso resulta todo eso, qué soledad. No es extraño que la depresión sea nuestra epidemia.
Como reacción, la privatización induce a buscar lo que en el fondo no es más que su reverso: lo público, el espacio público, la «publicidad». Y por aquí entra toda la caballería de Habermas, Hanna Arendt, la polis, etc. La cuestión es entonces tener una vida «pública», investirse de ciudadano, respetar las diferencias, procurar formas de consenso… Entre aislarte como un erizo o hundirte en esa ciénaga retórica mejor lo primero. Al menos te quedas con tu rabia y eso te mantiene vivo –mientras no te deprima.
Pero, una vez más, la vida que se politiza desplaza esa disyuntiva. Nosotros no es una instancia pública ni privada. Al compartir la experiencia de lo que podemos, al afirmar así nuestro querer vivir, abrimos otro tipo de vínculo, otro campo de categorías.
No se trata de yo «y» los otros, o de nosotros «y» ellos. La importancia no está en la conjunción ni en el modo en que se la elabore: racionalizándola mediante el diálogo, asumiéndola dialécticamente, etc.
Claro que mi vida y lo mío están ahí, no los aparto ni sublimo, como tampoco reduzco la presencia del otro como tal, el respeto que me causa porque es otro, las emociones que me provoca su presencia. Pero lo decisivo es el espacio que compartimos como «nosotros», sin identidad añadida, sin reconocimientos, sin privacidades ni publicidad.
Lo que en mí quiere vivir es ya algo compartido, algo que se quiere y se vive a sí mismo en primera persona del plural, y justo por eso lo comparto, lo compartimos de ese modo. Si se matiza la palabra podríamos manejarlo como una forma de intimidad –precisamente su modo político- o de interioridad común, situada por así decirlo en la piel.
Desde ella hemos respondido a estas preguntas. No para someternos, pues, al juicio público o privado de quien nos lea, sino para aclararnos, lector, qué es todo esto donde estamos y cómo podemos darle curso –porque no sabemos lo que podemos, porque no podemos saberlo.