Contenido →

23.09.2009

El sufrimiento del sujeto desintoxicado

«Pero ¿qué es de nosotros cuando, desintoxicados, nos enteramos de lo que somos?, perdidos entre charlatanes, en una noche en la que no podemos sino odiar la apariencia de luz que proviene de los parloteos. El sufrimiento, que se confiesa tal, del desintoxicado es el objetivo de este libro

Bataille, La experiencia interior

Analizar y combatir el malestar de la sociedad moderna y contemporánea es una voluntad que numerosos pensadores comparten, centrándose en desgranar los procesos de alienación que propician tanto la industria del espectáculo como las instituciones públicas y privadas que prescriben comprimidos y, en el mejor de los casos, terapias para mitigar la depresión y la ansiedad. No obstante, ¿qué ocurre con el sufrimiento de aquél que trata de vivir sin estar sedado?, ¿qué sucede con los individuos que pretenden lidiar con su desazón sin la intervención de ningún intermediario? Bataille, en La experiencia interior, afirma que concibió dicha obra para compartir su propia desesperación y mostrar la necesidad de entender la creación como «el arte de convertir la angustia en delicia». Bataille da un paso más en la crítica a la sociedad alienada y perfila el sufrimiento del sujeto desintoxicado, aunque pueda parecer absurdo o surrealista reivindicar en un contexto que camufla los desasosiegos y excluye a quienes fracasan las incertidumbres, los conflictos y los abismos.

Bataille presenta al sujeto desintoxicado como aquel que decide vivir al margen, fuera del contexto alienante y alienado, convirtiendo el dolor en un punto de partida. De este modo, señala la necesidad de que el individuo se detenga, frenando el trepidante ritmo cotidiano que lo imbuye, para poder cuestionarlo todo y perderse sin pretender vislumbrar ningún puerto, ninguna salida. Propone apagar la luz y permanecer inmóvil, en silencio, hasta lograr llegar al interior de uno mismo iniciando un viaje hasta el límite de lo posible. En este peregrinaje la creación deviene un instrumento que el artista utiliza para masticar, digerir y expulsar sus desconsuelos, traspasa la esfera individual para impactar en el cuerpo colectivo, invirtiendo así el proceso mediante el cual el sujeto debe esconder y silenciar su desasosiego. Siguiendo estas premisas, a continuación, expondré varias propuestas de ciertos artistas que abordan desde distintas perspectivas el azoramiento, coincidiendo todos ellos en el atrevimiento de compartir su padecer al expresar públicamente la dificultad de quien decide afrontar la angustia existencial ya sea interrumpiendo la medicación, intoxicándose deliberadamente con psicofármacos, o bien denunciando el rechazo social con el que viven los que padecen crisis depresivas. Me centraré principalmente en Carlos Pina, un artista que de forma individual o colectiva en su participación junto a Maria Cosmes en el colectivo Stidna!, durante una década de su trabajo artístico, parte de su propia experiencia para reflexionar sobre los tratamientos farmacológicos con los que el sistema sanitario trata la depresión, el estrés y la ansiedad. Partiré de su acción sin público Síndrome de abstinencia (Barcelona, 16 y 17 de septiembre de 2000) donde manifiesta su decisión de superarse a sí mismo, traspasando sus propios límites para vencer el malestar. Cito el texto del propio artista donde traduce en palabras la experiencia vivida:

16 de septiembre. Me despierto pronto, como siempre. Como cada vez que siento malestar en los últimos tiempos me vienen pensamientos de autolesión, como si el malestar pudiera irse sangrando. Me siento irritado y agotado. Pienso en romper un cristal de un puñetazo para que se sepa lo mal que me encuentro. Decido abandonar bruscamente la medicación, consciente de que es solo un gesto para llamar la atención. Paso un día mucho mejor de lo habitual, lo siento como uno de los más felices en mucho tiempo, estoy risueño y alegre, más locuaz, con menos angustia. Sonrío, miro a mi mujer, levanto el puño y le digo: «venceremos». Nos reímos. Salimos. Compro un libro, «El siglo después de Béatrice» de Amin Maalouf. Cenamos fuera. Nos reímos. Tardo mucho en conciliar el sueño, ligero e intermitente. Duermo unas seis horas.

17 de septiembre. Después del sueño me levanto con mareo leve, que va en aumento. Estoy tumbado en una esterilla. Me duele todo. Sonrío, miro a mi mujer, levanto el puño y le digo: «venceremos». Nos reímos. Empieza el dolor de cabeza y las náuseas. Estoy tumbado en una esterilla. Me duele todo. Sonrío, miro a mi mujer, levanto el puño y le digo: «venceremos». Nos reímos. Ella me mira con preocupación. Vomito una y otra vez, ya no me queda nada por vomitar; tengo descomposición. Estoy tumbado en una esterilla. Me duele todo. Sonrío, miro a mi mujer, levanto el puño y le digo: «venceremos». Nos reímos. Ella me mira con cariño y preocupación. El dolor de cabeza se hace insoportable. Mi mujer llama a la psiquiatra. Ya no estoy siquiera irritado. Estoy tumbado en una esterilla. Me duele todo. Sonrío, miro a mi mujer, levanto el puño y le digo: «venceremos». Nos reímos. Ella me mira con cariño. Me sonríe. Las náuseas remiten, el dolor de cabeza sigue. Estoy tumbado en una esterilla. Ella me mira con amor. Sonrío, la miro, levanto el puño y le digo: «venceremos». Ella sonríe, me mira, levanta el puño y me dice: «venceremos».1

El artista describe cómo se enfrenta a la desazón sin psicofármacos. Relata los mareos, las náuseas, los vómitos, la descomposición y la migraña, acompañando esta trascripción que aglutina sus sensaciones y sentimientos con una letanía, con un grito de guerra, que repite junto a su mujer: «Venceremos». Carlos Pina, en esta acción, no sólo comunica el sufrimiento de los que luchan contra las dificultades existenciales sin antidepresivos, ni ansiolíticos sino que a la vez desvela los efectos de dejar bruscamente el tratamiento. El artista pretende llamar la atención, dar un toque de alerta, advirtiendo tanto de las contraindicaciones de la medicación como de los fuertes efectos del síndrome de abstinencia. Deja de consumir los medicamentos de manera voluntaria, se abstiene para evidenciar la dependencia que generan estos comprimidos concebidos para deshacerse del dolor, de la angustia y de la desesperación para poder seguir –sin salirse del guión– con las rutinas cotidianas previstas.

Esta acción pertenece a una serie de obras individuales y colectivas, junto a Maria Cosmes, que se engloban dentro del proyecto Salir del armario (F34.1/F60.5) que se inició en 1997, cuando ambos artistas empezaron a coleccionar las cajas y prospectos de los diferentes psicofármacos que les iban prescribiendo. Los artistas manifiestan el carácter catártico de tales propuestas, preocupándose por enlazar el malestar individual con el social planteando la siguiente pregunta: «Si tantas personas en nuestra sociedad necesitamos esta medicación, ¿quién está enfermo, nosotros o la sociedad?».2 Se adentran en el sufrimiento del sujeto desintoxicado, exponiendo públicamente el ritual cotidiano de ingerir los psicofármacos que les fueron recetados y el deseo de concluir el tratamiento. Ejemplos de ello los encontramos en la acción Esta ya no me la tomo (Convent de Sant Agustí, Barcelona, enero 2001) en que Carlos Pina, de manera lúdica, propone al público que escoja entre sus dos puños cerrados que esconden los distintos productos homeopáticos, analgésicos o psicofármacos que constituyen su medicación diaria. Las personas que participan señalan la mano que quieren que abra, el artista engulle la pastilla ocultada y continúa con el singular tratamiento que ha iniciado. Mientras lee la marca y su prospecto, va ingiriendo los comprimidos, uno a uno, hasta que le ofrecen la última píldora –un Tranxilium 10– y entonces afirma: «esta ya no me la tomo», rompiendo con su puño la copa de cristal que contenía la pastilla. Con este acto comparte con la sociedad una realidad que aún se oculta y estigmatiza a pesar de que un tanto por cierto muy elevado de la población recurre a las terapias químicas. En Via crucis (Castell de Cornellà, marzo 2001) Carlos Pina explica al público su voluntad de construir una cadena uniendo las cajas de los psicofármacos que ha almacenado durante 6 años. Se grapa esta simbólica cruz a su camiseta (en la que están impresos los prospectos de los medicamentos) y empieza un singular peregrinaje en el cual –con la ayuda del público– arrastra este peso. Finalmente, termina el recorrido depositando en el suelo la larga cola que acarrea, sacándose la camiseta y prendiendo fuego con un soplete en uno de los extremos de la cadena. Durante la acción reflexiona en voz alta sobre la duración del tratamiento y sus efectos, liberándose de su propio via crucis mediante el rito purificador del fuego. Así se desprende de estas vivencias, de los documentos que atestiguan su dependencia, logrando de este modo ritualizar un renacimiento.

El colectivo Stidna! realizó otra acción especialmente significativa por su determinación de desacralizar y devolver a la comunidad el malestar que padecen silenciosamente muchos individuos. Me refiero a Botiquín (Coslada, mayo 2001), una performance en que Carlos Pina y Maria Cosmes recitaron en voz alta un largo poema fonético compuesto con los nombres comerciales y genéricos de más de una treintena de psicofármacos que han consumido durante varios años. De manera jocosa, cambiando las entonaciones y los ritmos, compartieron con los espectadores su particular botiquín, descubriendo, a la vez, nuevas marcas que el propio público les sugería. Estas acciones, conjuntamente con varias instalaciones y una colección de joyas construidas con píldoras, parten de los efectos físicos y psíquicos de la medicación química, amalgamando la experiencia vital con la artística al demostrar un compromiso individual y colectivo en el empeño de salir del armario, de hacer pública una realidad en la que viven muchos individuos. Pues tal y como afirma Carlos Pina: No estamos enfermos, nos convierten.3 Puesto que la competitividad, la agresividad laboral, la readaptación a un nuevo marco familiar y tantas otras manifestaciones del malestar son tratadas en privado, en el centro de atención primaria, en la consulta del psiquiatra, el psicólogo o el psicoanalista, reafirmando al sujeto su incapacidad para gestionar su conflicto y aislándolo con la finalidad de desviar la responsabilidad social, sistémica, del estrés, la depresión y la ansiedad.

He empezado el breve recorrido que ilustra cómo ciertos artistas asumen el sufrimiento del sujeto desintoxicado con la acción sin público Síndrome de abstinencia de Carlos Pina y, seguidamente, perfilaré otras dos perspectivas: la de una artista que se intoxica conscientemente hasta perder la conciencia con los psicofármacos que recetan a los pacientes de los hospitales psiquiátricos y la de una artista que entrevista a su hermano cuando le visita en el centro de salud mental donde está ingresado.

Marina Abramovic, en su performance Rhythm 2 (1974), se sitúa frente al público e ingiere la medicación que administran a los enfermos psiquiátricos hasta que pierde totalmente el control de sus movimientos. Después de dos horas, cuando los efectos de la medicación desaparecen, la artista engulle otra píldora que paraliza su cuerpo durante otras seis horas. Con esta acción pasamos de los vómitos, los mareos y el dolor de cabeza del síndrome de abstinencia de quien se trata con fármacos cotidianamente a la sobredosis de comprimidos de una persona que no se medica normalmente. Desde los extremos opuestos, de la carencia y el exceso, ambos artistas evidencian las dinámicas cotidianas de muchos ciudadanos que consumen psicofármacos para atenuar la ansiedad y el estrés de su vida cotidiana y laboral, subrayando de modo especial el miedo al descontrol, a perder las riendas. Uno debe ser discreto, ingerir su dosis, ocultar y aplazar los problemas y salir al exterior preparado para reflejar una imagen sin grietas. Y no sólo eso, además, los pacientes deben tomar las dosis exactas para no perder la compostura, ni incomodar, y sobre todo, no dejar de ir a trabajar y producir. Las soluciones químicas evidencian el temor hacia lo que no está previsto, a salirse del terreno de lo que es conocido y habitual. El recelo a perder el control, a no poder poner etiquetas, a la diferencia, a que cada uno desarrolle diferentes estratagemas para resolver sus incertidumbres, es el que aboca a la sociedad a optar por un sistema médico que pretende controlar las «crisis», homogenizando el sufrimiento y aislándolo del colectivo al hacerle creer al individuo que ése es su problema.

Justamente esta voluntad de pautar, dirigir y controlar las crisis –ya sea desde las instituciones sanitarias como desde la industria farmacéutica– provoca al individuo la necesidad de comportarse bajo los parámetros de una supuesta «normalidad» determinada por la sociedad. Esta dicotomía, entre lo que uno es y lo que el entorno proyecta en el individuo, provoca una escisión que recoge Ingrid Wildi en su vídeo Portrait Oblique (2005), entrevistando a su hermano ingresado en un psiquiátrico. Hans Rudolf Wildi explica cómo en la sociedad actual uno no puede tener una depresión ni salir del papel que le ha tocado representar sin que le prescriban ansiolíticos o antidepresivos. Hans Rudolf Wildi, desde el centro en que está ingresado, pone palabras a su malestar, subrayando la exclusión y el rechazo que siente por el hecho de estar deprimido. Recalca que la «normalidad» –que tratan de imprimir en el sujeto las terapias químicas– anula la identidad de cada sujeto, ya que estandariza las existencias sin contemplar la posibilidad de otros modos de vivir, de otras maneras de relacionarse con el sufrimiento que no sean sedar o anestesiar al individuo. Ingrid Wildi hace de mediadora para que su hermano pueda compartir su náusea con la misma sociedad que lo ha marginado y excluido; por inmigrante, por outsider y por estar deprimido.

Los distintos artistas expuestos pretenden reflejar como en la sociedad del bienestar los problemas se derivan de la pérdida de la identidad, puesto que la despersonalización responde a la voluntad patológica de mimetizarse con los estereotipos preestablecidos, anulando y reprimiendo cualquier diferencia o conflicto. No pretendo hacer una antología de todos los artistas que abordan este tema, sólo recojo varios ejemplos que considero significativos para ilustrar el sufrimiento del sujeto desintoxicado, de aquellos que cuestionan un contexto en el cual de manera estratégica, díscola o desesperada se prescriben psicofármacos y facilitan terapias asistenciales para paliar la depresión y las crisis de ansiedad.4 Estos artistas experimentan en primera persona la dependencia, la abstinencia, la intoxicación y manifiestan su desacuerdo hacia una política que regula el malestar prescribiendo soluciones químicas, sin buscar lo que se esconde detrás del síntoma. Reivindican que vivir es sentirse perdido, no tener donde amarrarse, pues precisamente al aceptar el desconcierto uno puede empezar a gestionar su angustia existencial, pasando del vivir al querer vivir,5 reivindicando el malestar como una fuente de conocimiento, como uno de los motores que impulsan a la acción, transformando –tal y como proponía el colectivo Sozialistiche Patienten «la enfermedad en un arma». Estos artistas desenmascaran el desasosiego, comparten sus experiencias y, mediante el proceso creativo, transforman la desazón en un aguijón que despierta la voluntad de ir más allá.


1. http://carlos-pina.stidna.org/salir/sindrome/home.htm.
2. http://carlos-pina.stidna.org/salir/home.htm.
3. http://carlos-pina.stidna.org/la_creu/home.htm.
4. Es preciso comentar que la terapia psicoanalítica, que ahonda en la curación a partir de la palabra, no es accesible para la mayoría de ciudadanos debido a la duración del tratamiento y a que sólo se trata en consultas privadas, pagando tarifas muy elevadas.
5. Santiago López Petit desarrolla este concepto en su artículo «Más allá de la crítica de la vida cotidiana», en Espai en Blanc, Materiales para la subversión de la vida, n.º 1-2, 2006, pp. 116-119.