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28.09.2009

La infosfera y las nuevas patologías

Reseña de: Franco Berardi (Bifo): La fábrica de la infelicidad, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003

La infoesfera no es solo el lugar de actividad económica determinante de la «new economy» sino, en la misma medida, el espacio donde se opera hoy la elaboración de sentido. Acceder a la realidad, construir mundo, supone conectarse a esa esfera virtual donde fluyen los signos y que se superpone como un hipermundo al espacio material de nuestras vidas. El sentido se ha semiotizado. No solo nuestro trabajo sino nuestras emociones, nuestro deseo, nuestras expectativas personales, se desarrollan vinculadas a flujos semióticos cuyos fragmentos debemos recombinar incesantemente. Correo electrónico, páginas web, teléfono móvil, blogs, forum, grabaciones digitales, definen ya nuestro modo de vivir y relacionarnos. Nos dan la vida. A ese respecto no hay duda de que atravesamos un proceso de transformación neurológica, psíquica y relacional derivado de nuestra adaptación a los principios que rigen el nuevo medio.

Ahora bien, la infoesfera soporta en su propia estructura una tensión creciente entre la dimensión espacial y temporal de su actividad. Mientras el ciberespacio constituye una red que se expande ilimitadamente, el cibertiempo, esto es, el tiempo que el organismo necesita para elaborar la información y procesarla con sentido, marca un límite infranqueable. Los flujos semióticos a los que debemos conectarnos son cada vez mayores, más inmanejables, tendencialmente infinitos. Pero nuestra capacidad de elaborarlos está orgánicamente limitada. Somos seres vivos. A partir de cierto punto ni la vida ni la mente dan más de sí.

El hecho, por otra parte esencial, de que la infoesfera esté bajo control de la lógica capitalista no hace más que agravar la situación. La exigencia de competitividad y beneficio lleva al paroxismo la presión soportada por los receptores humanos de ese flujo, que deben recurrir así a sustancias que amplíen sus umbrales de atención (no hay nueva economía sin dosis crecientes de cocaína). Pero incluso si eso no fuera así, si la semiotización pudiera sustraerse al dominio de empresas, corporaciones y agentes financieros, la colisión entre espacio y tiempo en el interior de la infoesfera seguiría produciéndose en los mismos términos y con las mismas consecuencias.

No se trata por tanto de que el intercambio de signos esté sometido a un principio perturbador y extrasemiótico –el capital–, ajeno al sentido propio de la comunicación. Es que la naturaleza misma de la semiotización, de ese hipermundo constituido por flujos de señales que recorren un espacio de conectividad infinita, bloquea y desborda la posibilidad de comunicarse. Pero la infoesfera altera radicalmente esa situación. El espacio fluye ahora como una red infinita y en expansión de nodos conectables simultáneamente. Trayectos sin sentido, flujos aleatorios, reversibles, contingentes, incorpóreos, pero a los que hay que conectarse para sobrevivir. «Todo lo virtual se desvanece en el aire». Así soportamos el esfuerzo de comunicarnos, el trabajo de llevar una vida personal y en común. Así nos rompemos.

La tensión de la infoesfera nos aboca al pánico –de «pan»: todo. Todo ahí pero sin medida, sin caminos, sin tiempo. Sin sentido. Inasimilable. La vida se convierte en un juego frustrante, impedido por sus propias condiciones. No hay hacia dónde ir ni cómo ponerse en marcha. La ansiedad y el vértigo asedian nuestra relación con un mundo intratable. El deseo se retrae y la depresión entra en nuestros corazones como una epidemia virulenta, una patología socio-comunicativa de cuya amenaza no podemos ya librarnos. Siempre está ahí, al acecho. Esperando el momento en que nos quebremos. El capitalismo saca provecho de una situación que domina y conduce, pero que no se le puede imputar. Mal que bien, el capital es hoy la única fuente de sentido socialmente válida. Capitalismo y realidad se confunden. Por eso solo sus instituciones introducen ya un criterio, reducen la complejidad, canalizan el deseo, proponen referencias. El capital hace mundo: crea empresas, proyectos, noticias, programas, acontecimientos, algo de lo que hablar y donde reconocernos. Todo ello en la forma de un simulacro –simulacro de vida, de mundo, de sentido–, simulacro rentable, valorizable y cuyo fin inmanente es por tanto el propio capital. Nadie se lo cree pero lo aceptamos, participamos de él. Pues la alternativa sería hundirnos en la materialidad brutal y ansiógena, depresiva, de un cuerpo deserotizado y despolitizado. Salvo que precisamente ahí, en ese cuerpo, ocurra otra cosa.

La infoesfera introduce en los signos su forma específica: la conectividad. El flujo semiótico es un flujo de conexiones. Pero ese mismo principio, que en la infoesfera indica su cualidad neurotecnológica, en cambio sobre el cuerpo del mundo, sobre su materialidad física, se expresa como régimen político, como dominio de los cuerpos y las vidas, como control. Su objetivo es conectarnos, mantenernos conectables, disponibles para una comunicación general e indeterminada, atentos y abiertos al flujo que nos moviliza y nos pone en el mundo. Garantizar este régimen de conectividad o movilización total exige imponer sobre los cuerpos las condiciones del signo: cuerpos-onda, cuerpos-flujo, cuerpos-código. Y es que solo esos cuerpos «semiotizados» pueden participar de forma adecuada en proyectos y empresas, esto es, materializar conforme a su modo específico los procesos cuyo sentido se elabora en la infoesfera. Pero si el cognitariado descubre en sí no solo un cuerpo social infeliz y sufriente sino también un cuerpo político, entonces su acción querrá dirigirse también y de manera específica al cuerpo del mundo, a la materialidad de sus relaciones. Se trata de llevar la lucha no solo a la infoproducción, mediante recombinaciones que se sustraigan a los automatismos que la dominan, sino al terreno carnal de la vida. En definitiva, experimentar qué pueden políticamente nuestros cuerpos, además de conectar, controlarse y sentirse más o menos infelices.

Asumir esta experiencia exige interrumpir, mediante un gesto de desafío, el régimen que domina nuestra corporalidad para abrir, en el nivel inmediato y tangible de la piel, un espacio de elaboración de sentido político, de producción de significaciones políticas. No se nos escapa la desproporción y, por así decir, lo ridículo de este momento respecto al valor de lo que pasa y se decide en la infoesfera. ¿Qué demonios importa lo que puedan nuestros cuerpos cuando la instancia que determina la realidad se ha vuelto inmaterial? Sería como enfrentarse al mercado financiero ocupando el edificio de la Bolsa… Pero si de lo que estamos hablando es de querer vivir, si lo que quiere el cognitariado es una vida política, entonces poner el cuerpo, interponer el cuerpo, ocupar y construir con nuestros cuerpos el espacio de relaciones, intervenirlo, señalarnos, localizarnos: todo eso representa para el cognitariado un momento esencial y un límite. Todo lo ambiguo que se quiera, pero un límite.

El cognitariado podría pero no puede. El capital no sería capaz pero lo es. ¿Cómo se distribuyen estas paradojas? ¿Cómo nos las explicamos? El acontecimiento de una clase social no depende ni de su materialidad objetiva –la infoproducción, en nuestro caso- ni de su toma de conciencia sino de los actos de discurso que la expresan, esto es, de los «enunciados» (con toda la fuerza performativa del término) con que se expresa a sí misma: aquí estamos, esto somos. «Hic et hoc». Se trata de manifiestos o declaraciones no solo unilaterales sino sobre todo unilateralizantes, cuyo efecto es poner a cada cual de su lado, hacerlo hablar por y desde sí mismo. De ese modo reterritorializan el espacio del discurso y lo componen como un frente de lucha. Todo manifiesto, desde la Sala del Juego de pelota hasta la selva lacandona es una declaración de guerra y, por consiguiente, una intervención política que rearticula la sociedad. A este respecto, los intentos de la clase virtual «feliz», protagonista de la nueva economía, para expresarse a sí misma como acontecimiento, a través de manifiestos y otros actos de «publicación», resultan un fraude y una impostura descomunales. En el ciberespacio no cabe la territorialización, no es posible el «aquí», no tiene lugar –no puede tenerlo- el acto de discurso que unilateraliza y convierte en guerra la producción de sentido. Por su propia naturaleza el flujo semiótico bloquea la posibilidad del manifiesto, de la declaración, del acontecimiento. Nadie puede hablar por sí mismo, marcar sobre el signo el carácter de una intervención política.

Una vez más, lo que en la infoesfera es un principio formal –la desubicación, la incorporalidad- se traduce sobre el cuerpo del mundo en régimen político, en dominación, en control sobre las vidas, las voces, el sentido. Hablar es conectarse a un flujo deslocalizado en el que nadie puede ubicarse, elaborar desde y por sí mismo el sentido de lo que dice, ocupar el espacio con su «hic et hoc» individual o social. En estas condiciones no solo volvemos a comprender con otra perspectiva –en relación no al tiempo sino al discurso- las reacciones de pánico y desorientación que trastornan nuestra vida sino también el valor que ha adquirido hoy el espacio terapéutico. Dotar a este mismo proceso de una condición política (aquí estamos, tenemos lugar, con nuestra voz y nuestro discurso: aquí podemos) supone abrir en el cuerpo material del sentido el territorio de nuestra intervención, con los límites y ambigüedades que hemos considerado arriba y que, en definitiva, imprimen al proceso el carácter de una «asamblea desfalleciente», siempre bajo la presión estructural de la infoesfera, y que oscila por tanto entre el grupo de amigos y la concentración imprevisible de individuos. Nunca como hoy ha sido tan cierto que no sabemos lo que podemos.

Terminamos. Hemos visto al principio que la distorsión de la infoesfera, la colisión entre ciberespacio y cibertiempo, las patologías que afectan a la elaboración de sentido, nos descubren (y para nosotros, en nuestra modernidad, se trata de un descubrimiento inédito) que el cuerpo está hecho de tiempo. La mente se trastorna porque al cuerpo le falta tiempo, tiempo que es su atmósfera, su medio, su condición, su mar. Anulado el tiempo en una conectividad simultánea la infoesfera nos ha arrojado del agua. Cuerpos marinos que se sacuden a espasmos, impotentes, buscando en la red una bocanada de oxígeno –qué imagen espantosa, qué vida agónica. El capitalismo no se hace fuerte porque pueda cuantificar el tiempo, calcular en unidades temporales la vida que canjea por un poco de agua, por una gota de mundo (seguramente un cálculo imposible). Su poder reside más bien en que puede cualificar el tiempo, introducir una medida, un ritmo, una resonancia: el tiempo de un proyecto, el tiempo de una vida. Principio y fin. No cambia días por monedas. Te da tiempo, te ofrece la única forma de tiempo de la que puedes disponer. Se trata, pues, de tiempo «disponible» y solo así, de ese modo –de cuánto tiempo dispones- también tiempo calculable, mesurable, añadido a la mercancía. Tiempo para pensar, tiempo de conexión, tiempo para realizar tu proyecto, tiempo de hipoteca, tiempo para vivir. Una sociedad de plazos, una vida a plazos, una temporalidad ansiógena, un ritmo depresivo pero rentable. Disponer de tiempo es a la vez la cualidad que lo conforma y el principio de su cuantificación. Rehacer día a día ese nudo es la infinita destreza del capitalismo. Por eso se confunde con la realidad: porque te da una vida. Tu vida.