Contenido →

21.09.2009

Nosotros, el psicoanálisis y la política

Hablar de psicoanálisis y política supone manejar una relación compleja. Hay en juego muchos hilos, muchos cruces, tensiones y resonancias muy vivas –con frecuencia también muy confusas- que debemos recorrer con cuidado. Nos interesa. Entre psicoanálisis y política ocurre algo, hay implicado un problema que nos concierne, y por eso queremos pensarlo, medir su valor, explorar sus posibilidades. Por el contrario, la sentencia de tribunal o el hachazo ideológico, sea cual sea su posición, los desestimamos: no expresan más que la incapacidad para vivir el encuentro que deseamos mantener.

No vamos a descubrir aquí ningún secreto. Desde sus primeros pasos el psicoanálisis ha mostrado una dimensión política singular y polémica, recogida en los capítulos más fecundos del discurso contemporáneo: de los surrealistas a la Escuela de Francfort, del estructuralismo a la contracultura, de la Viena de fin de siglo, en suma, a la revolución y el exilio americanos…

En definitiva, al psicoanalizarse el sujeto entra en una relación liberadora. No solo curativa sino, insistimos, cabalmente liberadora, y esa liberación es la que marca su diferencia política con las psicoterapias o la psiquiatría. ¿De qué liberación se trata? ¿En qué consiste aquella relación? Dilucidar esa pregunta ha sido el objeto de los capítulos arriba mencionados: aclarar el concepto de represión, el estatuto de la transferencia, el vínculo entre la palabra y el cuerpo, la naturaleza del goce, etc.

Ahora bien, de entrada –y aquí está una de sus tensiones más polémicas- se trata de una liberación individual. Con efectos sociales, sin duda; con todas las mediaciones institucionales y materiales que se quiera, pero ceñida al individuo. Por principio no es la sociedad la que se psicoanaliza ni los psicoanalizados constituyen fuerza ninguna. ¿Es ese entonces su límite político? Bloqueado el discurso de emancipación social, ¿a eso se reduce el psicoanálisis? ¿A un inmenso proyecto de educación y emancipación privadas, según lo ha definido Miller?

Es aquí donde intentamos dar un salto, no para hacer crítica de gabinete sino para estar a la altura de nosotros mismos, esto es, para elaborar una experiencia genuina y distinta –precisamente la nuestra– del vínculo entre el psicoanálisis y lo político. A nuestro juicio, la transformación que vive el mundo (y que manejamos con nociones como ciudad empresa, movilización general, nuevo capitalismo, etc.) coloca las experiencias de politización y resistencia en el mismo espacio y bajo la misma lógica que asume el psicoanálisis.

Esa es la tesis de nuestro artículo. Si pensamos en qué consiste hoy resistir, qué son los afectados como categoría subjetiva de lo político, qué significa, en fin, enfrentarnos juntos a la realidad, descubrimos ahí una analogía esencial con el psicoanálisis, con la manera en que elabora la experiencia y los conceptos de malestar, silencio, cuerpo, voz, otro, liberación… De algún modo, aunque en ámbitos distintos, estamos ante «lo mismo».

Se abre así un horizonte común, un nudo de problemas compartidos, intrincado pero apasionante. Nuestro artículo pretende despejar el acceso a ese territorio, hacer el gesto que nos ponga en contacto, desde nosotros y nuestro discurso, con la teoría y la práctica psicoanalíticas. Ojalá que alguien lo recoja y el gesto no caiga en el vacío.

Dicho esto, esbocemos ya el primer trazo de nuestro encuentro.

1. Ante todo quisiera aclarar dónde situamos hoy lo político, para examinar desde ahí la vigencia del motivo lacaniano: el psicoanálisis es el reverso de la política.

A cuarenta años de la revuelta del 68 podemos volver a nuestro modo sobre la controversia suscitada por la posición de Lacan, ciertamente ambigua. Para decirlo de golpe, la revolución cree en la política porque cree en el mundo. Es posible liberarse de las identidades, de lo que significa ser mujer, trabajador o padre de familia, de los discursos, en fin, sujetos a esos –y otros- significantes, porque el lugar de todos ellos es el mundo. Es ahí, en el mundo, donde somos lo que somos.

Pero el mundo no está concluido, ningún límite interno o externo agota sus posibilidades. Pasan cosas, existen problemas, zonas donde el sentido de la realidad queda en entredicho o –tanto vale- afirmado por nudos asfixiantes. Hay sobrecargas. Las identidades están en ese espacio, duelen así.

Sin embargo, precisamente porque hablamos podemos expresar juntos el sentido de eso que ocurre. Y al hacerlo abrimos aquellas zonas, rompemos los nudos, provocamos en el mundo una explosión de sentido. Entra así en juego la posibilidad de un discurso inédito, de una diferencia irreducible, de posibilidades que no pueden identificarse y que nos exponen a la experiencia terrible de vivir un encuentro y transformarnos.

Cuando hablar es hacerlo así, porque hablar puede consistir en eso, entramos en una relación política con el mundo, capaz de provocar el acontecimiento que lo interrumpe, que altera y desplaza las significaciones por donde discurre. Es lo que pasó en mayo del 68. Todos los protagonistas señalan inequívocamente cuál fue el corazón de la revuelta: tomarse la palabra, liberarla, liberarse.

2. Lacan vio en todo esto una confusión que condenaba la revuelta a darse de bruces contra la realidad. Para decirlo también de una vez: el lugar originario de la palabra no es el mundo. Tampoco el de lo político.

Cierto, las identidades satisfacen tanto como oprimen, a veces hasta la asfixia. Y eso indica que están siempre construidas como otras y para otros. Imágenes de nosotros mismos, de cómo y de quiénes somos, sostenidas como tales en la mirada que las refleja. El que nos mira siempre es otro, aunque sea yo mismo quien lo haga enfrentándome… a un espejo.

Me identifico siempre con un reflejo que asoma con placer o con dolor, seducido o arrancado, y que se graba sobre un reverso esencialmente vacío e inimaginable, pero en el que estoy y del que sé justo porque siento el placer y el dolor con que me afecta esa imagen, el proceso de mi identificación. En el resto de ese trasfondo palpita el deseo.

Hay algo extraño en este juego, algo dislocado. Pero esa dislocación es la estructura de mi subjetividad, sostenida como vemos en la presencia del otro. Soy sujeto porque me sujeto imaginariamente a ese otro, a esos otros, tan extraños e íntimos para mí como me resulto yo mismo.

Podríamos pensar en una identidad alienante, pero se trataría, repetimos, de una alienación irreversible, estructural. Por así decirlo, no estoy más ni con mayor propiedad en mi imagen que en su residuo pulsional, al que tampoco puedo dar otro cauce que invistiendo con él una identidad imaginaria, esto es, identificándome como otro y ante otro. Soportar esa tensión es el juego de la subjetividad.

3. Y lo mismo pasa con el lenguaje, advierte Lacan. También las palabras, los significantes bajo los que se desplaza el discurso, son siempre dichas como otras, para otros. Hablar es inscribirse en un orden de relaciones, en una estructura de diferenciación en la que entramos tambaleantes a través de símbolos primarios, marcas que recortan e imprimen sentido –diferencia, estructura- sobre ese reverso infinito y sensible, inefable pero deseante, donde suponemos al animal o al cuerpo materno. Separarnos de ahí es la condición y el efecto de hablar. Por eso comprender lo que es un padre, reconocer –con todo el dolor y todo el alivio- el Nombre del Padre, será el momento del que emerja aquella simbolización primaria: mi cuerpo, mi nombre, mi familia, mi nacimiento, mi muerte.

Al igual que el imaginario, el orden simbólico me resulta tan propio como extraño. El lenguaje es eso otro que me separa de mí mismo, que me escinde de mí para que pueda ser yo, pero ya bajo el dominio de la Ley: siendo como otro, hablando como otro para otro.

El reverso de esa inscripción simbólica vuelve a ser el resto inconcebible del deseo, el residuo indefinible de la pulsión, del que sé y donde me siento, no obstante, por el modo en que soporta su incorporación al lenguaje: se resiste, la desborda, se sustrae, lo ahueca, cede, lo colma… El sonido de ese rozamiento, la resonancia de esa tensión discontinua y permanente, es la vibración del sentido: la voz.

Producir discurso no es actualizar sin más la estructura ideal del lenguaje. Significa hablar, hablar de viva voz, tensar esa estructura sobre el curso –la incursión- de mi deseo, que le imprime justo su forma siempre deformada y singular: mis actos de habla, las marcas de mi estilo, la sonoridad íntima y ajena de mi voz. En una palabra, la afección de mí mismo. Sin ella quedaría borrado para siempre, ahora sí, en la actualidad de un código sin discurso.

Hay en esa afección placer y dolor. Pero hay también a veces –y eso es esencial- angustia, zonas donde la palabra se atraganta, donde enmudece la voz, donde el sentido desfallece o se sobrecarga interfiriendo la coherencia del discurso y amenazando con disolver la realidad y su ley. Ahí está el síntoma.

De nuevo percibimos en todo esto una dislocación. Pero se trata una vez más de la lógica que estructura la subjetividad lingüística. No estoy ni más ni menos en la ley que rige y valida mi discurso, que vuelve sus significantes algo intercambiable y objetivo –siempre otro- que en la pulsión que la atraviesa y a la que no puedo dar más cauce que hablando así. En todo caso estoy en mi voz. Pero la voz no es ningún lugar, sino el límite, la frontera siempre desplazada de aquella tensión. La escisión parece irreversible: estoy y no estoy donde hablo, lo que hablo está y no está en mí. Una barra atraviesa mi subjetividad, mi relación con el mundo. Y solo así puedo estar en mí mismo y en el mundo: conteniéndome, tambaleándome. Es la condición humana.

Como vemos, no se trata tanto de apreciar lo que hay de inconsciente en la política (las lógicas que inadvertidamente determinan nuestras relaciones) como lo que hay de político en el inconsciente: siempre jugamos en el campo del otro.

Hablar es hacerlo siempre como otro y para otro, sujeto a significantes y discursos que me son propios solo y en la misma medida en que me arrancan e inscriben, como extraños, en un orden en el que ya soy otro, precisamente porque hablo. Sin ese acto de violencia y alienación la palabra no tiene lugar.

En ese caso nunca hablamos «entre nosotros», no podemos «tomarnos la palabra». Si estamos unidos por el vínculo del discurso es porque en ese lazo hay siempre un sometimiento. Aun la más íntima y libre de las relaciones soporta ese fondo de extrañeza que indica su origen en un acto de dominación. Y ninguna política puede emanciparnos de eso.

No hay, por tanto, otro modo de hablar que identificarnos con los significantes de ese amo que nos domina; que nos fuerza, nos seduce o nos abandona en la angustia: el otro. En ese caso, la sombra de su autoridad atraviesa también la revuelta, el consejo o la asamblea, porque sin ella sencillamente no hay nada en común. Si las palabras están en el mundo y son de todos –que lo son- es porque siempre y antes son del otro, como cadenas con las que me arrastra y a las que me agarro para poder vivir. (Y no se vea en esto una metáfora: que sus eslabones estén hechos de significantes no impide que dejen su huella o aun su herida en la vida y en el cuerpo).

4. Mayo del 68 ha sido, en efecto, un acontecimiento: el aprendizaje vivo y real de lo que acabamos de explicar. Había que pasar por ahí, había que llegar hasta el final, había que hacer verdaderamente posible lo imposible, para saber dónde está la imposibilidad de la liberación, por qué el malestar acaba siempre regresando, cuál es la cadena en que una y otra vez quedamos atravesados.

Mayo del 68 ha sido la experiencia radical de la revolución porque ha mostrado –porque se ha atrevido a mostrar- que el motor que la empuja es la pulsión de muerte: el gozo de librarnos de nosotros mismos, de disolver la tensión de ser sujetos y vivir en la realidad. (Un juicio, repito, controvertido y cuyas ambivalencias podremos retomar. Pues ¿dónde está el valor de la experiencia revolucionaria? ¿En el balance de resultados, cuyo juicio corresponde por definición a un sujeto sometido a la realidad? ¿O en el proceso mismo de su realización, esto es, en el devenir revolucionario que suspende la subjetividad y sus balances? Y sobre todo, ahora que ya lo sabemos, que podemos asumir en efecto el discurso de Lacan, ¿qué? ¿De qué nos vale saberlo? ¿En qué situación nos deja respecto al mundo? Porque para nosotros el problema se presenta justamente ahí…)

5. Pero si es cierto que ninguna política consigue liberarnos de ese juego sí hay un discurso que puede revertirlo, pasar hacia atrás, digamos, el proceso de nuestro encadenamiento, de nuestras identificaciones: el psicoanálisis.

El síntoma es, como vimos, una zona donde se interfiere la identificación, una marca que suspende y amenaza la coherencia consciente de nuestro discurso, el sentido de mí mismo y de la realidad, invadiéndolo con una descarga incontenible de angustia. Justamente falla «la cadena», el límite imaginario y simbólico donde esa marca debiera quedar inscrita. No sé qué hace ahí, qué significa; no tengo palabras para ello.

Cruzar esa zona, darle sentido, desatar el nudo atravesado en la garganta, implica deshacer el proceso de identificación sobre el que se ha construido la subjetividad y que al cabo se sostiene sobre un fallo, una fuga que la conciencia se obstina agotadoramente en tapar, una y otra vez, y que una y otra vez el síntoma incomprensiblemente reabre. Analizar ese conflicto, romper así la lógica de la repetición, implica desidentificarse, desvincularse de los significantes que han dominado el discurso, desmontar la imagen con que nos sujetábamos al otro, hasta dejar al sujeto en el núcleo vacío de su constitución. En una palabra, soltar las cadenas. Todo un trabajo psíquico invertido en no-ser, pero cuyo coste equivale, bien mirado, al esfuerzo contrario e inútil de ser lo que al fin no se podía.

El análisis es un acontecimiento, la expresión de un vacío –de un vaciamiento- que a través del síntoma desplaza pacientemente el sentido hacia un espacio inédito, un discurso cuya significación tampoco podemos limitar pero que manejamos ya sin tanta angustia: vivir. Por eso el término de su trabajo no es una toma de conciencia, no consiste en reconocer que «yo soy eso». Llegar al final es asumir desde la propia vida que «yo soy eso» no tiene más valor que el de una construcción, un relato sujetado por nudos que puedo al fin soltar porque les he dado la vuelta, porque he revertido –con toda la emoción que compromete- el curso de su atadura.

6. ¿Tiene este proceso el valor de una acción política? Evidentemente, no. El psicoanálisis no opera en «la realidad» sino en el alma; no afecta a las relaciones políticas de la sociedad sino a la mente del individuo. Sin duda esa operación tiene –ha tenido de hecho- efectos políticos a medio plazo, emancipando las relaciones que la propia sociedad establece con lo psíquico, lo pulsional, la sexualidad, etc. Pero su lugar no está ahí. Revertir el proceso por el que nos identificamos con los significantes «mujer», «madre» o «esposa» puede liberarnos de ciertos nudos mentales y disponernos eventualmente para una acción política feminista. Pero ésta consistirá en que aquel discurso quede subvertido o desplazado en la realidad misma, no –o no solo- en el sujeto. (En el extremo, podríamos suponer un régimen de patriarcado severo con mujeres psíquicamente liberadas de su dominio, como en la inolvidable Persépolis de Marjane Satrapi).

Ahora bien, si ampliamos lo político al campo de relaciones que definen el inconsciente tampoco el análisis tendría propiamente el carácter de una «acción». La política, sostiene Lacan, es siempre un juego de identificaciones, de quién se es y dónde se está en el reparto de discursos y lugares que domina la sociedad. Se hace política como trabajador, como mujer, como ciudadano, como inmigrante, como vasco. Como «alguien». Pero, a ese mismo nivel, el psicoanálisis juega el juego al revés, pasa hacia atrás el proceso, desprende de las identificaciones, hasta alcanzar el lugar donde el sujeto asume no ser «nadie», donde se queda a solas con el enigma de su subjetividad, con la verdad de su existencia.

Se trata, insistimos, de un lugar vacío, espectral, del núcleo desubicado –pero punzante: lo que uno «es» está ahí– donde palpitan el deseo y su fantasma, la carga pulsional y el rescoldo de la emoción. Pero sin ese fuego no hay política. En ese caso, el proceso que conduce hasta él –y que se resuelve, recordemos, fuera de la realidad- adquiere un valor político sui generis, expresado con toda precisión en la sentencia lacaniana: el psicoanálisis es el reverso de la política.

7. Como se ve, todo este argumento depende de que la política recurra efectivamente al juego de las identificaciones, de que nuestras relaciones con el mundo discurran bajo la dominación de significantes, de marcas que sellan nuestra vida –como se graba la piel de los esclavos- con el nombre de lo que somos: nuestro sexo, nuestra posición social, el lugar donde nacimos…. Pero, ¿es esto así? ¿Sigue vigente este discurso? ¿Es la identificación el proceso fundamental de la política? ¿En estos mismos términos?

No vamos a salir con ninguna frivolidad. Está claro que las relaciones están marcadas y que esas siguen siendo sus señales: qué hombre o qué mujer hay en ti, en qué familia has nacido, a qué suenan tu cara y tu apellido… El problema es si la lógica de esas marcas sigue siendo el discurso de la identidad tal como aún lo suponen Lacan y el 68, o si la política –y sus marcas- ha cambiado de régimen, con lo que también el lugar del psicoanálisis quedaría trastornado.

Pues bien, ese cambio ha tenido lugar. Una transformación radical ha alterado el juego y sus reglas. En resumen, hemos pasado del régimen de la disciplina al del control, del de reparto de atributos al de la movilización general.

El efecto de ese desplazamiento es que la realidad ya no se presenta como un conflicto entre discursos que la construyen, la liberan, la disputan. Nuestro relación con el mundo, nuestro modo de «estar ahí», no envuelve ni implica ya ninguna decisión, ninguna posibilidad, ningún acontecimiento, el momento que compromete la forma del mundo o el sentido de una vida. Por el contrario, la realidad no consiste más que en eso a lo que hay que conectarse. Y tal es, por tanto, nuestra única relación con el mundo: conectarse o morir.

El régimen de la conectividad modifica sustancialmente el proceso de identificación, provoca un cambio decisivo en el estatuto de los significantes y su discurso, que equivale –y en cierto modo culmina- al provocado en las cosas por su incorporación al régimen de la mercancía. Digámoslo de una vez: ya no jugamos al juego del sentido. Lo hay, sí, pero como un medio para llevar a cabo el negocio imperativo de la conexión.

Los significantes ya no son marcas grabadas en la piel del alma, eslabones que encadenan el discurso al que nos prenden, sino nodos que lo conectan –que nos conectan- a un flujo de posibilidades abstractas. Su efecto de sentido, su valor diferencial en la coherencia estructural del discurso –qué somos, qué hacemos, dónde estamos- se subordina a su capacidad de conexión en el espacio de una red sin estructura. El discurso no emplaza porque no hay lugares, nadie ocupa ningún sitio. La fuerza interna del sentido, la violencia de la diferenciación y el desplazamiento, se desvanece al no encontrar resistencias, nudos que lo constriñan o angustien. El único valor político en juego es el poder, el poder de movilización, ejercido sobre el sentimiento de un malestar difuso.

En estas condiciones el discurso pasa a valorarse por la riqueza potencial de su conectividad, por el interés alto o bajo de los nodos que incorpora –su novedad, su amplitud, su densidad- y a los que nos conectamos entrando en relación con él. Se abre entonces la posibilidad del proyecto, esto es, la ocasión de un nuevo discurso, de un nodo imprevisto, de una zona que amplía o reconfigura el espacio de conexiones –o sea, el de la realidad–, de forma más rentable cuanto mayor sea su poder de movilización. Poder es poder ser interesante; tener un encuentro es solo y siempre tener un encuentro interesante: dar un salto en la red, abrir la expectativa de un proyecto inédito.

La identidad, tanto en su dimensión simbólica como imaginaria, se asume y maneja así como un recurso, el capital de relaciones o posibilidades que llevamos incorporados y con el que debemos negociar nuestra conexión con el mundo, nuestro poder en una sociedad que hace, repetimos, del discurso –de sus marcas significantes- su verdadera fuerza productiva. Y en esa misma medida, y por la cuenta que nos trae, su principio de orden: controlarse, comunicar, autorregularse como nodo del sistema.

No hay otro modo de sobrevivir, de «ganarse» la vida, que invertir en la propia conectividad, tanto más rica y rentable cuanto más versátil y creativa resulte. El estatuto de la identidad es hoy su valor de cambio, proporcional al registro y flexibilidad de sus nodos, a la diversificación de sus señales, Así las cosas, la vacuidad del sujeto no es ya el término alcanzado mediante un complejo proceso de reversión, en un trabajo de análisis paciente y costoso, sino el presupuesto natural y cotidiano de una identidad que se muestra de suyo –se impone- como una forma esencialmente reversible de relación.

Que nuestra imagen se construye como otra y para otro, que nuestras palabras se sujetan y someten a la presencia ondulatoria del otro, todo eso es una obviedad para quien tiene que vivir sobre una tabla de surf. Bajo el régimen de movilización general, en el espacio de flujos, no hay un lugar en el mundo, nadie, decíamos, está en ningún sitio, bien porque efectivamente salte de un proyecto a otro, bien porque gire sobre nudos densos y cortos, apegado a una vida no ya poco interesante sino autorreferencial, incapaz de entrar en relación con el mundo, de inscribir en la realidad el reparto de lugares en el que, no obstante, intenta mantenerse. En cualquier caso, el sentimiento de inconsistencia es la verdad que, como un malestar difuso, envuelve nuestras vidas. En él se expresa no la experiencia de la finitud (que como tal queda en suspenso, anulada por la red) sino una nueva categoría ontológica: la precariedad.

Vidas precarias, en donde se borra el lugar de su propio acontecimiento; sujetos conectados al mundo, en los que se bloquea la posibilidad del aquí estoy, del heme aquí. Recojamos la experiencia –frustrada- de esa posibilidad en un término técnico pero útil: heccedidad. Y así comprenderemos la magnitud de nuestra transformación: erradicar del mundo el sentido de la hecceidad.1

8. Pero este desplazamiento categórico recoloca de pronto y paradójicamente el valor del síntoma. No estamos ante un fallo en la cadena del discurso (ya disuelta ella misma en un flujo de conexiones precarias) sino ante un núcleo que resiste, por sí mismo y fuera de todo control, al imperativo de la negociación. El síntoma es un hueso. La tabla se parte contra un residuo fantasmal y a la deriva. Hay algo ahí que no conecta, que se niega a reconocer la realidad, que distorsiona, como los empleados tóxicos (tal es el término escalofriante de la nueva gestión empresarial, desbocadamente fascista) la productividad y el orden del sistema.

Como en un gesto compulsivo de sabotaje, que la conciencia ni asume ni quiere, el síntoma incrusta al sujeto contra la lógica de la movilización, lo emplaza a un desafío angustiante y enloquecido –no loco: el síntoma no lo está- al poder del régimen. Ahora sí, el síntoma no revierte: subvierte las reglas del juego. El síntoma es un «lugar».

En ese caso, hacerse cargo del síntoma, averiguar qué pasa ahí, entrar en eso cuyo rasgo es justo la deixis, el estar ahí (en alemán, da-sein), implica efectivamente detenerse, desconectarse, abrir en el flujo de la vida un agujero consistente, donde por primera vez pueda decirse, con todo el desconcierto y la gravedad posibles: aquí estoy, heme aquí.

Para nosotros ese es hoy el lugar político del psicoanálisis: dar curso al sentido terrible y liberador de la hecceidad; elaborar, a través del inconsciente, esa experiencia radical del sí mismo.

9. A la pregunta de si el psicoanálisis tiene hoy, por tanto, el valor de una acción política, respondemos de nuevo que no, y por las mismas razones.

Pero hagamos una distinción. Determinemos «la política» como todo lo que ocurre en el tablero, el flujo de relaciones que conforman y confirman la red, el espacio de posibilidades al que se abre infinitamente nuestro mundo. Definamos en cambio «lo político» como aquello que interfiere y cuestiona el juego, que suspende el régimen de la realidad, que entra en colisión con los imperativos del sistema.

Política es todo lo que el poder puede negociar. Político, lo que resiste por sí y desde sí mismo, lo que impugna y unilateraliza las relaciones entre sí y el sistema, abocándolas a una guerra, a un conflicto entre amigos y enemigos. En ese caso, advertimos que el psicoanálisis y lo político ocupan un mismo espacio, comparten una lógica común.

Ya vimos de qué modo la fuerza del poder reduce nuestra relación con el mundo a una conexión que debe negociarse permanentemente y cómo ese chantaje provoca un malestar difuso, una sensación de inconsistencia, la punzada de la precariedad como condición de nuestras vidas. En cuanto instrumento de poder, la política gestiona ese malestar –que ella misma induce– como un manantial constante de rentabilidad, un fondo virtual de posibilidades, el principio, en fin, que la legitima: hacer del desasosiego un capital negociable, transformarlo en una fuente de proyectos interesantes.

Lo político, en cambio, convierte el malestar en síntoma, irrupción angustiada –y a veces traumática- de una anomalía, un fallo, una ruptura íntima en el corazón del mundo. No nos referimos a un «acontecimiento», al encuentro azaroso, tal vez afortunado o maldito, del que se desprende una posibilidad inédita. Todo eso es ajeno a la lógica del síntoma. Por el contrario, hablamos del momento que nos enfrenta a la totalidad, que implica no una diferencia sino un rechazo político contra la realidad: algo va mal, algo ha ido siempre muy mal para que nos pase esto, para que esto nos esté pasando –para que vivamos así.

El psicoanálisis reconoce bien esta lógica; es el discurso de la neurosis. Como en el trastorno psíquico, la irrupción del síntoma «afecta», deja afectados, produce afectados, y tal es, sugerimos, la categoría subjetiva de lo político: los afectados (por el terrorismo, por la falta de vivienda, por las hipotecas, por los accidentes de tráfico, por el hijo toxicómano, por las relaciones de empresa, por la depresión…). En este sentido, y dicho con absoluto respeto, los afectados hablan como neuróticos.

En la medida en que, como en la lógica del psicoanálisis –radicalmente individual, sin embargo- se dispongan a ocupar juntos y por sí solos ese agujero compartido, a cruzarlo aun sin saber adónde, a sostenerse sobre su propio desfallecimiento; tanto como puedan elaborar el síntoma desde sí mismos –no a través de la política–, apropiarse de y en su irrupción, darle a su sentido el curso que de suyo exige, sin ceder al interés o la presión del poder; cuanto sean capaces, en fin, de manejar por sí mismos lo que les pasa, de asumir una posición y una voz propias, sin dejar que sean siempre otros –la política- los que hablen por uno; en esa proporción, decimos, lo político será la expresión de un subjetividad común liberadora y beligerante, la experiencia terrible de su hecceidad: aquí estamos, henos aquí.

En resumen, esa es nuestra tesis. El psicoanálisis ha dejado de ser el reverso de la política para convertirse, sin forzar los términos ni oscurecer el sentido, en un discurso análogo –en su valor, en su estructura, en su dinámica- al discurso de lo político.

10. Sería de enorme interés para ambas partes desarrollar la potencia y los límites de su analogía. Si existe hoy un lugar de encuentro sentimos que está ahí. Por nuestro lado, sugiero que aprovechemos el inmenso caudal teórico y práctico del psicoanálisis para fortalecer la posición, mucho más tentativa y experimental, de nuestro discurso, esto es, para afianzarnos mejor, con más fuerza y más claridad, en la guerra –también teórica- de lo político.

No es una propuesta original, sin duda, y en este contexto la referencia a Zizek parece inevitable. Pero cuidado, que no hablamos de lo mismo. A nuestro juicio lo político no está en la fuerza incondicionada del sujeto, en su origen absoluto y traumático, en su condición esencialmente relacional y negativa, a la que ciertamente nos conduce, por un camino distinto pero no extraño al de Hegel, el sentido de lo inconsciente, de su inscripción en lo Real.

La hecceidad del sujeto, en singular o en plural (o en ese «ser singular plural» al que se refiere Nancy), es un experiencia liberadora, pero no libre; beligerante, pero no incondicionada. Entrar en guerra con la realidad, unilateralizar las relaciones entre sí mismo y el sistema, entre poder y resistencia, es un juego más ambiguo y problemático que la tensión desatada por aquella fuerza absoluta.

En el fondo, su auténtico sentido no es la interferencia en sí misma, su valor de interrupción, sino el desafío que encierra. Desafiar la realidad, desafiarnos a nosotros mismos y lo que podemos: bajo esa forma emerge nuestra subjetividad, esa es su guerra. Por eso la recogemos en una categoría que desplaza y recoloca a la del sujeto moderno, tal como de nuevo lo maneja Zizek. Esa categoría es querer vivir.

No se trata, pues y para terminar, de trasponer la teoría psicoanalítica al campo de lo político, sino de pensar juntos un espacio común, una lógica compartida. Lo que adentra a la vida en el territorio de lo político, la lleva a cruzar la puerta del psicoanalista. Ambos gestos ni se excluyen ni se necesitan: se comparan.

Desde esa analogía podemos abrirnos al encuentro del psicoanálisis y formular las preguntas que realmente lo vivifiquen. Señalemos algunas y quedemos emplazados:

¿Ofrece el juego de la transferencia –la trama compleja de relaciones entre el sujeto y el analista- un modelo para conceptuar la producción de discurso en el campo de lo político? ¿Qué significa en ambos casos que el otro, a quien me sujeto para elaborar el sentido de lo que pasa –dirigiéndole mi demanda, seduciéndolo, resistiéndome, sintiendo, en fin, que escucha y nada más–, el otro cuya presencia, digo, sujeta la elaboración del discurso, renuncie no obstante a la posición de quien supuestamente sabe? ¿Cómo es posible intervenir, provocar con mi interrupción –que recoge sobre sí y da curso a la palabra, siempre del otro– el acontecimiento del sentido, asumiendo no obstante que no sabemos, que no podemos saber?

Si no es posible «hablar entre nosotros», «tomarse la palabra», si los significantes son siempre otros y para otro, ¿de qué modo es otro el sujeto al que me dirijo –en el análisis como en la asamblea–, de modo que, a pesar de todo, el discurso tenga sobre la subjetividad un efecto realmente liberador, provoque la experiencia de la hecceidad, el sentimiento de que verdaderamente «ahí estamos», «ahí hemos hablado». «ahí le duele»? ¿No consiste esa liberación en que lo que así se expone, lo que ahí queda expuesto, es la consistencia misma del sujeto, el rasgo que, por así decir, lo sostiene (y al que siempre preserva de semejante exposición), de manera que todo él quede a la vista? ¿Y no implica ese estar todo ahí que el sujeto se exprese entonces como cuerpo, se exponga como un cuerpo? ¿No es un cuerpo, singular o plural, el modo en que la subjetividad se ubica y hace presente como un todo? ¿No consistirá entonces la hecceidad en la experiencia –común a lo político y el psicoanálisis- del cuerpo como contención, lugar propio, frontera?

Tenerse a sí mismo es contenerse en el espacio que abre y delimita la expresión «heme aquí», es decir, «he aquí mi cuerpo, nuestro cuerpo». Pero esa experiencia, la posibilidad de semejante contención, del todo ahí, ¿no expresa ya y por principio el cierre de la herida, la cicatriz del síntoma, la remisión del malestar y la ruptura a través de las cuales el sujeto quedaba movilizado, conectado al mundo, sometido al régimen de la realidad?

Reincorporarse, restituirse el cuerpo precarizado y doliente, tenerse a sí mismo en la heccedidad de un cuerpo restituido, desconectado, todo él ahí, ¿no está en ese proceso restituyente la cualidad salutífera –»terapéutica», si se quiere- que percibimos no ya, obviamente, en el psicoanálisis, sino también y de forma decisiva en la politización de la vida? ¿No es eso lo que nos sana: devolvernos nuestra subjetividad?

En las palabras que expresan la experiencia –psíquica o política- de la hecceidad, el cuerpo y la voz alcanzan el grado más intenso de compenetración: el cuerpo se expone todo en la voz, la voz se vuelve enteramente cuerpo –y por eso puede sanarlo. ¿Pero no es esa tensión irresoluble de sentido y materialidad, de sonido y significación, de carne elocuente y verbo hecho carne, lo que distingue al enunciado poético? Y por otro lado ¿no es ese mismo el modo en que la palabra se presenta bajo la forma de la verdad, el criterio radicalmente materialista –sensorial, afectivo- por el que juzgamos el valor de verdad que manifiesta un discurso? La consistencia del sujeto, el rasgo que lo sostiene, está en las palabras que, de pronunciarse, lo dejarían expuesto, lo pondrían en su lugar, todo ahí, fuera del mundo: pura hecceidad. Palabras, pues, que su resistencia vigila –reprime- con el mayor cuidado. Son su verdad y para vivir en el mundo hay que callarlas. Pero son ésas, precisamente ésas y no otras, suenan así y de ningún otro modo. Por eso el discurso que acierte a expresarlas vibra con una necesidad propia, lo dice del único modo que podría decirse, anudando sentido y sonido en una tensión irresoluble, en la que lo que resuena es el sujeto mismo: aquí estoy, henos aquí. Se hace el silencio…

Comprendemos así por qué la expresión de la verdad es esencial y rigurosamente poética. Pero, una vez más, ¿no es esta una lógica compartida por el psicoanálisis y lo político? Si el discurso de los afectados puede en efecto compararse al de los neuróticos, ¿no discurre entonces la palabra y el silencio de la misma manera en el recinto de su politización y en el espacio de un psicoanálisis?

Podríamos seguir; hablar del dinero, del duelo, del vínculo entre la verdad y el gozo, pero basta con lo dicho. El encuentro queda abierto y es lo que importa.


1. Pedimos al lector disculpas y comprensión ante este tecnicismo filosófico, que usamos en un sentido próximo al referido en distintos lugares por Ricoeur o Levinas. Se trata de definir la cualidad de «mantenerse», de «tenerse a sí mismo» propia del sujeto y cuyo fenómeno es la expresión radical y desnuda del «Aquí estoy», del «Heme aquí» –pensemos en el Ecce homo… La idea es que esa cualidad y, por tanto, la experiencia del sí mismo como un radical y desnudo «tener lugar» ha sido borrada de nuestro mundo. De modo singular (y, para nosotros, más decisivo que la manera inmediatamente ética sobre la que reflexionan aquellos filósofos) el psicoanálisis recupera ese experiencia, confrontando al sujeto, pues, al acontecimiento de su hecceidad, de su «Aquí estoy», de su «Heme aquí» (lo que permite vislumbrar en qué tipo de «espacio» se inscribe el psicoanálisis…)