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01.10.2012

Renovar el compromiso

Una de las sensaciones más desalentadoras y más compartidas, hoy, en los ambientes activistas, sean del tipo que sean (sociales, políticos, artísticos, culturales), es la falta de compromiso. Los movimientos, tanto sociales como culturales, han estallado en una multiplicidad de proyectos personales cada vez más efímeros y más intransferibles. Las antiguas militancias, de las que ya muchos escapábamos llamándoles redes o grupos de afinidad, han implosionado en una superposición de contactos, eventos y procesos en los que nunca sabemos con qué ni con quién podemos contar ni hasta cuándo. La sensación es, así, la de estar siempre empezando sin llegar tan siquiera a cerrar o a despedirse. Reunión tras reunión, empezamos «historias» que en muchos casos no seguimos más que hasta la segunda o la tercera convocatoria y poco a poco vamos dejando por el camino rostros, presencias y afectos de los que rápidamente olvidamos los nombres.

La tentación psicológica más inmediata es culpabilizar… a los demás, claro; caer en el victimismo del que se siente abandonado o en la moralización voluntarista del valor del sacrificio. «Ya no hay compromiso…», repetimos. Y es verdad, en gran parte es verdad. Pero, ¿por qué? Sabemos que en la sociedad de consumo todo tiene que ser rápido e intenso, también nosotros. En la sociedad de consumo hay que poder entrar y salir de cualquier espacio sin comprar, sin ni siquiera ser importunado por el saludo de la dependienta. Mirar sin cruzarnos las miradas, entrar sin saludar, curiosear sin deber nada… También nuestras convocatorias parecen tener que ofrecer este tipo de relación sin rastro ni deber, abrir espacios en los que poder estar mientras me interesen lo bastante o mientras no tengamos nada más interesante que hacer. Todo esto lo sabemos y es cierto. Pero ¿es toda la verdad? ¿No es demasiado cómoda? Más allá de acusar y culpabilizar, tanto a los que nos acompañan como al sistema que nos formatea, tendríamos que preguntarnos ¿por qué no nos comprometen nuestros intereses ni las personas con quienes los compartimos? ¿Cómo establecer vínculos que se sostengan más allá de la tiranía de la intensidad y de la triste apelación al voluntarismo? ¿Cómo pensar hoy un compromiso que nos comprometa?

…primera reflexión…

La primera cuestión que debemos plantearnos si queremos salir de este círculo de victimización y de moralización es la de qué sentido puede tener el compromiso en un tiempo discontinuo como el que vivimos y en el que lo político es concebido como algo excepcional. Nuestro presente se balancea entre el estancamiento y el accidente, la normalidad y la excepcionalidad. Es un presente sin narración ni dirección, amenazado siempre de por la idea inminente de ruptura, de catástrofe, de interrupción. Esto vale para lo micro y para lo macro, para una historia de pareja, para un contrato laboral o para la seguridad nuclear de un país desarrollado. Siempre estamos a punto de romper, a punto de ser rotos, sosteniendo un presente que no sabemos exactamente cómo funciona ni si realmente lo hace.

En este marco temporal, que sólo hemos descrito muy superficialmente, se inscribe una de las tesis más fuertes de la teoría y la práctica políticas de las últimas décadas: la idea de que lo político es excepcional. O mejor dicho: que la lógica de lo político es la excepcionalidad. Esto significa que lo político tiene unos tiempos, espacios y lenguajes que interrumpen todos los demás. Ya sea entendido como creación o como puesta en suspensión, como novedad radical o como disenso, lo político –palabra o acción– es concebido como corte o como desvío, como algo irreductiblemente otro respecto a los modos de funcionar de lo social. Es una idea que en lo cotidiano recogemos en la expresión «esto ya no es política», es decir, esto es ya gestión, esto es ya gobernabilidad, esto es ya sociabilidad, o vida íntima o, simplemente, un problema concreto (medioambiental, económico, gremial, jurídico, psicológico, etc) que necesita de una solución específica o experta. Actividad lingüística sin obra, acción separada de sus efectos, gesto radical, el momento de lo político se aísla en su pureza demarcando sus tiempos, sus lugares privilegiados y la irreductibilidad de su propia lógica.

La tesis de la excepcionalidad de lo político es heredera tanto de la tradición moderna de la autonomía de la política como del corazón mismo de la teoría revolucionaria. Para la primera, la política apunta a una forma de legislación, a la vez moral y jurídica, que sólo es válida en tanto que sea capaz de darse a sí misma su propia ley. La segunda, hija de la anterior, entiende la revolución como un momento político que efectúa un corte radical en lo social para dotarlo de un nuevo contenido (unas nuevas relaciones de producción, básicamente). El valor de lo político como corte, como interrupción, y como ley que vale en sí misma y para sí misma son elementos clave de la política moderna que en nuestros tiempos llegan al paroxismo cuando la autonomía o la irreductibilidad se convierten en sinónimos de la discontinuidad y la autorrefencialidad de lo político. ¿Cómo ocurre este desplazamiento?

Este desplazamiento, por el cual el momento de lo político acabará encerrado en la pureza discontinua de su excepcionalidad, tiene que ver con el descabezamiento de toda teleología política: es decir, es el efecto perverso de haber liberado a la política moderna de su sumisión a la idea de fin. La dialéctica marxiana incorporaba la excepcionalidad revolucionaria, el momento del corte, de la desviación, de la interrupción o del acontecimiento, en la continuidad de la lucha de clases. Para Hegel, la negatividad era el movimiento del desarrollo del espíritu absoluto en sus formas concretas. Kant veía en la insociabilidad y en la guerra los mecanismos de una dinámica moral de la historia hacia el progreso. Continuidad de la lucha de clases, desarrollo del espíritu absoluto, historia moral hacia el progreso: objetiva o subjetiva, la teleología heredada de la escatología cristiana y de la filosofía de la Ilustración era la forma convergente que aseguraba el desarrollo de la emancipación como proceso a la vez continuo y discontinuo, destructor y constructor, afirmativo y negativo, como proceso que, aunque fuera a saltos, debía guiar a los hombre en su camino de la necesidad a la libertad.

La historia real de las revoluciones europeas, y posteriormente mundiales, pone esta idea en entredicho, además de volverla cada vez más incómoda. Entre el recurso a la utopía y el refugio en el derrotismo, se abre otro camino, un nuevo aliento revolucionario que libera la emancipación de su imperativo teleológico. Emancipada de su fin final, la emancipación prolifera, estalla, se disemina como una bomba racimo en una multiplicidad de tiempos y de lugares discontinuos e irreductibles. Todo se hace potencialmente político, pero no sabemos cómo ni cuándo puede acontecer. Por eso mismo, la narración basada en fines y consecuencias se clausura. Con ella, también la idea de resultado y de futuro. La emancipación se conjuga en presente, en un presente discontinuo y autosuficiente, aquí y ahora. Como es bien sabido, esto abre un campo y unos tiempos nuevos para la experimentación política, para la transformación de ámbitos de la vida que habían quedado a la sombra de la gran política y de sus promesas de futuro. Se proponen nuevas gramáticas, se dibujan nuevas cartografías, aparecen nuevos sujetos portadores de prácticas y lenguajes que tiñen el ámbito de lo político y lo contagian de expectativas nuevas.

Si esto es así, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué no seguir en esta experimentación sin fin ni finalidad? ¿Por qué no seguir comprometidos en esta politización de lo excepcional, de lo que no cabe, de lo que rompe y excede los marcos en los que estamos forzados a vivir normalmente? ¿Qué es lo que nos desmoviliza? ¿Por qué cada nuevo intento se nos escurre hoy entre las manos?

Nos desmoviliza un hacer que no cambia nada, un decir que no rompe nada, un deseo transmutado en esfuerzo que no deja rastro en ninguna realidad perceptible, más que en nuestro cuerpo cansado. Estamos asistiendo a grandes cambios, y casi ninguno sale de nuestras manos ni de nuestras cabezas. Vemos recomponerse la vida en unos términos que no hubiésemos imaginado nunca ni tan rápido. Ahora le llaman crisis, pero viene de antes. Sabemos que somos protagonistas de uno de esos cambios históricos que no sólo cambiarán nuestras circunstancias sino a nosotros mismos. Y no tenemos ningún papel en él. Tanto experimentar, tanto inventar, tanto crear, para que nos reinventen la vida de esta forma, ante nuestras narices. En este contexto, inmersos en esta experiencia en carne viva, es lógico que lo en las últimas décadas hemos llamado «hacer política» haya entrado en un impasse y que la experiencia misma de su excepcionalidad también lo haya hecho. Desde ese impasse, la falta de compromiso no es sólo un signo de conformismo o de consumismo sino una clara señal de la inadecuación entre nuestra actualidad y las formas de las que disponemos para politizar nuestra vida.

…segunda reflexión…

¿Cómo se traduce este impasse de lo político en términos filosóficos? ¿Cuál es el eco filosófico de este impasse tal como lo acabamos de describir? Es necesario abrir aquí estas preguntas no sólo por el interés que uno pueda tener por la filosofía, sino porque en la fidelidad a ciertos conceptos y posicionamientos bien asentados en la filosofía europea de la última mitad del siglo xx, encontraremos algunas de nuestras dificultades para situar las problemáticas que verdaderamente nos comprometan.

El descabezamiento teleológico del sentido de la emancipación revolucionaria, tal como lo hemos descrito, tiene como respuesta dos posicionamientos filosóficos fundamentales: por un lado, la afirmación del acontecimiento como novedad; por otro lado, la suspensión o vaciamiento como apertura a la irreductible alteridad. Novedad radical, acontecimiento, alteridad absoluta, suspensión, vacío, son elementos de la antigua narración revolucionaria que se desacoplan y son ahora afirmados por sí mismos.

Se abren así múltiples líneas, a menudo entrecruzadas, en las que se exploran y ensayan conceptualmente los territorios y las prácticas de esas otras políticas. De la política del deseo a la política de la amistad, de la resistencia como creación a la resistencia como inoperancia o como potencia de no hacer, de la comunidad como afecto a la comunidad como impropiedad, del lenguaje como consigna al lenguaje como indecibilidad… Entre esas dos coordenadas vemos proliferar todo tipo de propuestas, de desplazamientos, de elaboraciones y reelaboraciones. Pero básicamente se juegan dos opciones: una ontología del ser productivo y pleno, hinchado de virtualidades y afirmativo en su mismo modo de ser, o la suspensión de toda ontología en el entre, en el intervalo, en la indecidibilidad, en la irrepresentabilidad, en la imposibilidad. Para la primera opción, el signo de lo político es la novedad. Para el segundo, la alteridad que puede hacer su aparición en ese entre. Para la primera, por tanto, hacer política es crear nuevas posibilidades de vida como forma de resistencia al presente. Para la segunda, se trata abrir intervalos tanto en la realidad como en el lenguaje en los que esa alteridad irreductible pueda irrumpir y ser acogida en su capacidad de distorsión de lo dado. Lo que hemos conocido como políticas de la diferencia, de la multiplicidad, de la alteridad, como políticas deconstructivas, como apuestas por un sentido renovado de la democracia, etc se mueven, de una manera u otra, sobre estas dos opciones ontológicas fundamentales.

¿Qué sentido toma la idea de compromiso en una y otra? ¿Cómo es recogida esa idea fundamental de la tradición revolucionaria en filosofías que se han liberado de la idea de fin final? Lo que nos compromete, para las primeras, es la novedad misma del acontecimiento. Hay que efectuarlo, dirá Deleuze. Hay que serle fiel, dirá Badiou. La irrupción misma de una novedad absoluta que desencaja todos los lugares y representaciones conocidas nos sitúa en la necesidad de responderle. Podemos hacerlo o no, podemos sostener o cancelar la novedad introducida por el acontecimiento pero, en todo caso, su interpelación ha tenido lugar. Para las segundas, el sentido del compromiso es bastante parecido: la presencia intempestiva del otro, en su alteridad irreductible, en su inconmensurabilidad, nos expone más allá de nuestra voluntad de mostrarnos y nos pone en situación de acoger, sin reserva, su llegada. Así, tenemos que exponernos, dirán con distintos matices filósofos como Derrida, Nancy o Agamben. En ambos casos, el compromiso se entiende como una respuesta a algo –novedad o alteridad– que viene a interrumpir el orden en el que nos encontrábamos, la normalidad que nos representaba, la realidad más o menos fija, más o menos estática en la que nos encontrábamos aprisionados.

Como decíamos al principio, la realidad que hoy nos aprisiona no es fija ni estática ni normal. Es a la vez fija y catastrófica, normal y excepcional, estática y vertiginosa. Por eso no hay una continuidad para la irrupción del acontecimiento ni un mismo para la llegada disruptiva del otro. Nos cuesta detectarlos, ante cada acontecimiento dudamos de si es o no decisivo, ante cada otro sospechamos que hay en él mucho de lo mismo… No es que nos hayamos vuelto relativistas, es que en una realidad que se ha puesto en crisis a sí misma, ya no sabemos distinguir entre buenos y malos cortes, entre rupturas prometedoras y rupturas amenazadoras, entre vacíos que permiten respirar y vacíos que nos lanzan al abismo. ¿Qué es nuevo cuando todo se cae? ¿Qué es otro cuando todo cambia tan rápido? Parafraseando a Foucault, ¿cómo acertar a situar el bisturí de la crítica entre lo que estamos siendo y lo que estamos dejando de ser?

Ante estas dificultades, hay una tendencia de repliegue a lo conocido, a esquivar el no-saber que movilizaba estas posiciones filosóficas, a darlas por juveniles y juguetonas, a querer madurar buscando apoyo en filosofías políticas más clásicas aunque nadie sepa exactamente dónde encontrar hoy, por ejemplo, a la sociedad civil o los valores republicanos.

Otra opción es desplazar la interrogación ontológica y política hacia cuestiones éticas y estéticas. Para referirnos a pensadores de especial interés aún hoy, podríamos señalar en estas dos direcciones las respectivas evoluciones de J. Butler y de J. Rancière. La primera, a partir del 11-S, ha emprendido un fructífero y muy interesante camino de reflexión acerca de la posibilidad de una comunidad pensada a partir de los cuerpos dañados, que la ha llevado finalmente a discusiones de tipo eminentemente ético, en las que lo que está en juego es dar un paso más allá de la sombra de Lévinas. En el caso de Rancière, su teoría de la emancipación en la que la premisa de la igualdad es portadora de un disenso que reconfigura el mapa de lo sensible (pensable y perceptible) ha desembocado en una estética-política que cada vez necesita hablar más de arte y menos de política. Los ejemplos de Rancière van alejándose de la calle, tal vez porque actualmente no encuentra buenos ejemplos que encajen con su definición de «la política» como momento radicalmente democrático que se separa de «la police». Todo se mezcla y, ante tanta confusión, la ética y la estética parecen ofrecernos aún un lugar privilegiado desde el cual volver a plantear las cuestiones de la tradición revolucionaria que la política parece no poder ya acoger satisfactoriamente. Las recientes trayectorias de Butler y de Rancière, además de interesantes en sí mismas, son sintomáticas de la dificultad de pensar hoy políticamente en el impasse de lo político y de encontrar anclajes para un renovado compromiso.

…tercera reflexión…

Los problemas con que nos desafía el impasse de lo político no los resolveremos aquí. Pero quizá sí que podremos avanzar algunos pasos en esa dirección si intentamos entender qué puede significar hoy para nosotros el compromiso, un compromiso que verdaderamente nos comprometa.

Aún hoy asociamos la idea de compromiso político con el acto de voluntad de un intelectual, un artista o un militante a favor de una causa o de una idea. El compromiso sería así el acto soberano de una conciencia clara que tiene la capacidad de vincularse, por decisión propia, a una realidad que le es exterior. En ese acto de voluntad el intelectual, artista o militante refuerza la distancia de su nombre, la inmunidad de su conciencia y su lejanía respecto al mundo. Nada más lejos del verdadero compromiso. Como ya recogieron, aunque no siempre practicaron, los principales autores de las filosofías del acontecimiento y de la alteridad, el compromiso es la disposición a dejarse comprometer, a ser puestos en un compromiso por un problema no previsto que nos asalta y nos interpela. El compromiso, así, es a la vez activo y pasivo, decidido y receptivo, libre y coaccionado. No se resuelve en una declaración de intenciones sino que pone en marcha un proceso difícil de asumir. El compromiso, cuando nos asalta, rompe las barreras de nuestra inmunidad, nuestra libertad clientelar de entrar y salir, de estar o no estar, de tomarlo o dejarlo. Así, nos abre y nos desplaza en lo que somos o en lo que creíamos ser. Nos incorpora a un espacio que no controlamos del todo. Cuando nos vemos comprometidos, ya no somos una conciencia soberana ni una voluntad autosuficiente. Nos encontramos implicados en una situación que nos excede y que nos exige, finalmente, que tomemos una posición. Tomar una posición no es sólo tomar partido (a favor o en contra) ni emitir un juicio (me gusta no me gusta). Es tener que inventar una respuesta que no tenemos y que, sea cuál sea, no nos dejará iguales. Todo compromiso es una transformación necesaria de la que no tenemos el resultado final garantizado. Lo dicho hasta aquí no se aleja tanto de la llamada a ser fiel al acontecimiento, a efectuarlo, o a exponerse a la relación inconmensurable del ser-con-otro a las que nos hemos referido más arriba. Su límite, para nosotros hoy, es haber restringido el sentido del problema que nos asalta a su radical novedad o a su irreductible alteridad. Pero si no son ni la novedad ni la alteridad, ¿qué es lo que tiene la fuerza de comprometernos?

Un ejemplo personal puede servirnos para avanzar en esta cuestión: hace poco se me acercó un hombre, a media mañana por la calle principal de mi barrio. Hacía sol y yo caminaba con mis hijos con un pastel en la mano. Era domingo. Me dijo, sin que yo me lo esperara: «tengo hambre». El hombre tenía un aspecto corriente, hablaba un catalán corriente, era un día corriente. Un día que no podré olvidar y que dejó en mí la herida de un compromiso al que no supe responder. Le di la bolsa de palitos de mis hijos. Me volvió a repetir: «te he dicho que tengo hambre». Su segundo «tengo hambre» bloqueó toda la cadena de sentidos que me permitían circular, pasear, ir a comer. Y yo no tuve cómo, o no supe, o no quise tomar una posición. Entre su agresión y mi compasión se abrió un abismo. Pasé de largo. Pero mi silencio final, desconcertado, ya no era de indiferencia. Era de rabia y de impotencia. Contra mí, contra él, contra el mundo.

¿Por qué es ésta la historia mínima de un compromiso, aunque fuera la de un compromiso fallido, defraudado? ¿En qué sentido hay en esta situación un problema capaz de asaltar los muros de mi inmunidad, de agujerear los diques de una vida, como tantas, moldeada con grandes dosis de miedo y de mediocridad? Evidentemente, en la aparición de ese hombre con su hambre no estuvieron en juego ni la novedad radical ni la alteridad irreductible. Todo lo contrario. Era una situación predecible en tiempos de crisis y su presencia se insertaba en la cotidianidad de un barrio cualquiera de una ciudad, como Barcelona, en la que hay gente que empieza a pasarlo muy mal. Si me puso en un compromiso fue por otra razón: la dignidad con la que proclamó su hambre, con la que bloqueó mi primer gesto fácil de caridad, puso al descubierto los límites de lo vivible sobre los que normalmente transitamos y que no queremos ver. Con la dignidad de su interpelación abrió una brecha por la que pudo abrirse una vieja pregunta, la que La Boétie nos dejó escrita en el siglo xvi en su Discurso de la servidumbre voluntaria: «¿Es esto vivir?». Esta pregunta, por un momento, fue suya y mía, desde nuestros respectivos silencios y en nuestro desencuentro final. Me puso en un compromiso porque la desnudez de su frase, dos veces repetida, tenía la fuerza del hambre que nos moviliza a todos, la misma hambre que nos hace transigir con vidas hipócritas y atenuadas, que nos permite vivir a resguardo mientras miles de vidas se hunden en el mar. Me puso en un compromiso porque su problema, su problema particular, en un instante quedó convertido en un problema común: escapar de lo invivible. En su caso afrontándolo, en mi caso, rehuyéndolo.

Todo compromiso tiene que ver hoy con este problema. Por eso hay tantos compromisos que no lo son en realidad y que se nos muestran como obligaciones arbitrarias o innecesarias a los pocos días. Nuestros compromisos no pueden sostenerse hoy en la mera voluntad ni desprenderse de un deseo o de una conciencia de algo distinto, porque lo que hoy nos pone en un serio compromiso es que la vida se ha convertido en un problema común. Es un problema que está ahí, abierto e impuesto en cada una de nuestras vidas, en cada uno de nuestros cuerpos, a escala planetaria. Que la vida sea vivible o no lo sea incumbe hoy a la humanidad entera, es un problema que ha corporeizado nuestra condición de humanos. Por eso, sin quererlo y aunque intentemos negarlo en cada uno de nuestros ridículos gestos de autosuficiencia, vivimos hoy totalmente comprometidos. Por lo que hacen los demás, por lo que comen los demás, por lo que respiran los demás, por lo que ensucian los demás, por lo que roban los demás. No hay margen. No hay escapatoria. No hay afuera. Para bien y para mal, vivimos en manos de los otros, atrapados en las manos de los otros, en los residuos de los otros. De eso es de lo que estamos escapando cada día.

Desde ahí, la pregunta «¿es esto vivir?» no puede quedarse en una ética o en una estética, aunque tenga trazos de una y otra. No incumbe a una subjetividad interrogándose acerca de sus modos de vivir y experimentando con los umbrales de su sensibilidad. Es una pregunta que nos confronta con la materialidad concreta de la vida, a través de nuestros cuerpos y desde su fundamental compromiso con los demás, que es el compromiso con el mundo. Judith Butler lo vio claramente en tras el 11-S: en cada cuerpo que se daña o se pierde se transforma el mío. Esta afirmación puede abrir la puerta a una compasión de tipo religioso por el sufrimiento del cuerpo común, idea que recogen tanto el budismo como el cristianismo, entre otros. Pero puede ser también una llamada política a asumir el compromiso en el que ya estamos, que ya somos, aunque nos cueste soportarlo, aunque se nos hundan las palabras, aunque se nos indigeste un bonito día de domingo.

…para ir cerrando…

Las llamadas «revoluciones Facebook» empezaron con un cuerpo ardiendo en Túnez. ¿Qué vínculos de complicidad desató ese gesto unilateral? Su radical individualidad, su anatomía finita y destruida se hizo cuerpo común que irrigó de pólvora y de deseo de vida las calles físicas y virtuales de una amplia parte del mundo. No es la primera vez que un gesto individual desata una tormenta colectiva, pero sí son novedosos algunos de sus rasgos: ese cuerpo ardiendo era un cuerpo sin identidad política, sin identidad de clase. No actuó en nombre de ningún movimiento, de ninguna consigna. No representaba nada ni era vanguardia de nadie. No asumió explícitamente ningún compromiso. Era un cuerpo sin futuro. Eso es lo que todo el mundo entendió. Eso es lo que todo el mundo encarnó: cuerpos jóvenes sin futuro que empiezan a arder.

Este ejemplo pone sobre la mesa algunos de los elementos fundamentales de lo que podríamos llamar nueva politización de la corporalidad, en la que el compromiso no se decide sino que se supone: anonimato, unilateralidad, imprevisibilidad, desconexión entre el discurso y la acción, preocupación por lo invivible… Es un politización que no canta las promesas de un cuerpo liberado, capaz de hacerse y reinventarse a sí mismo, como había invocado desde distintos movimientos políticos, sociales y culturales a lo largo de la segunda mitad del siglo xx. Es más bien un cuerpo que expresa su preocupación y su deseo de vivir en un mundo que impone nuevos límites a la vida más básica de cada uno de nosotros. Son límites materiales, psíquicos, simbólicos… Límites energéticos, climatológicos, económicos, emocionales, discursivos… En todos ellos resuenan preguntas ¿hasta cuándo? ¿Hasta dónde?

En esta nueva experiencia del límite cambia de signo el problema moderno de la emancipación, que había estado abanderado por la búsqueda en todos los planos de la autonomía. Autonomía de la razón, autonomía de la política, autonomía del cuerpo, autonomía del individuo, autonomía del deseo. Pero, como decíamos, hoy el mundo nos impone la vida como un problema común que no sabemos cómo abordar. Nuestros cuerpos, como cuerpos pensantes y deseantes, están imbricados en una red de interdependencias a múltiples escalas. No nos sirven los horizontes emancipatorios y revolucionarios en los términos en los que los hemos heredado. Ni las grandes causas, ni las novedades absolutas, ni los otros irreductibles.

Por eso los cuerpos se desencajan de los discursos y empiezan a hacer lo que sus palabras no saben decir. En la crisis de palabras en la que nos encontramos, ensordecida por el rumor incesante de la comunicación, poner el cuerpo se convierte en la condición imprescindible, primera, para empezar a pensar. No se trata de que todos empecemos a arder. O sí…

En nuestro contexto, de vidas precariamente acomodadas, de políticas nocturnas y paseos soleados de domingo, ¿qué puede significar poner el cuerpo? No podemos saberlo, cada situación lo requerirá y todo cambia rápidamente hacia umbrales que nos cuesta imaginar, pero antes que nada significará poner el cuerpo en nuestras palabras. Hemos alimentado demasiadas palabras sin cuerpo, palabras dirigidas a las nubes o a los fantasmas. Palabras contra palabras, decía Marx. Son ellas las que no logran comprometernos, son ellas las que con su radicalidad de papel rehúyen el compromiso de nuestros estómagos. Poner el cuerpo en nuestras palabras significa decir lo que somos capaces de vivir o, a la inversa, hacernos capaces de decir lo que verdaderamente queremos vivir. Sólo palabras que asuman ese desafío tendrán la fuerza de comprometernos, de ponernos en un compromiso que haga estallar todas las obligaciones con las que cargamos estas vidas de libre obediencia, de servidumbre voluntaria.