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03.09.2013

El sobrino de Fabra

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Aquel chiquillo no medía ni dos palmos de altura, pero hablaba como un verdulero. Siempre tenía en la boca una especie de sonrisa, como una mueca. Los ojos, pequeños y listos, daban un poco de angustia. Tenía unos veinte años pero parecía que tuviese quince. Eso sí, cuando le oías hablar, parecía un hombre de cuarenta. Era estrafalario en sus maneras corporales, pero todo quedaba disimulado cuando le oías la voz. Lo decía todo como si fuesen verdades inalienables, como si hubiese leído todos los libros del mundo y en ninguno de ellos hubiera encontrado la más mínima paradoja o contradicción. Podía decir cosas antagónicas, pero quedaban resueltas en el tono de voz: «Es manifiestamente cierto, como un diccionario», decía siempre al acabar sus discursitos. No encontraba el momento de recordar siempre a tu tío Fabra, del que estaba muy orgulloso. El hecho de que fuera actor, o eso es lo que decía, que trabajara en el Poliorama, no era para el ningún obstáculo a la hora de establecer una relación directa entre la lingüística y el teatro: eran la misma cosa, «habas manifiestamente contadas». Siempre decía que su tío había querido ser artista o actor, pero que viendo algunas de las cosas ridículas que llegaban por entonces de París, se quiso mantener fiel a la sana iconografía de los números y las palabras haciéndose ingeniero industrial y, naturalmente, y de forma manifiestamente mecánica, gestor de las palabras cuando hizo el archifamoso diccionario.

Se hacía llamar Roger, aunque dudo que fuera su nombre real. Creo que se lo sacó de la manga cuando un día descubrió que los nombres de las calles del Eixample que se llamaban así hablaban de grandes gestas militares: «Es evidente que fuimos los primeros en hacer guerras de exterminio sin perder el amor por las palabras», proclamaba sin ambages, cuando recordaba los cronistas catalanes que tan generosamente escribieron sus aventuras mientras se quitaban de encima pedazos de sangre coagulada. A menudo miraba al cielo, levantaba el brazo sosteniendo un bolígrafo, y proclamaba: «La espada y la pluma: una hace las cosas, la otra las pinta». Y ponía como ejemplo el hecho de que en ciertas partes de Grecia todavía amenazaran a los niños que no obedecían con aquello de «¡vendrán los catalanes!». Se partía de risa con aquella historia.

«No hay nada más catalán que una palabra bien hecha, bien abierta», solía decir alzando mucho la voz mientras consultaba libros el domingo en el Mercado de Sant Antoni, esperando llamar la atención. Ya le había visto y escuchado alguna vez por el barrio, siempre gesticulando. Pero fue un domingo de mayo cuando tuve mi primera conversación, después de oírle decir aquella sentencia suya.

¿Es que las palabras bien hechas son patrimonio exclusivo de los catalanes?, osé preguntarle.

– ¡Oh! No lo dude, amigo. Las cosas no nos han ido bien, pero qué manera tenemos de expresarlas, ¿no? Te pueden dan por el culo, pero cuando hablamos no lo parece. Incluso todo el mundo diría que nos gusta que nos den por culo por la forma en que hablamos. Las cosas y las palabras quedan ligadas en el ahogo del mal olor. Qué tal, ¿eh? ¿Qué tal? Es pura economía.

– Entonces, disculpa, pero no sé qué decir…

– ¿No sabe qué decir?, gritó a pleno pulmón, haciendo que algunas personas de los alrededores se espantaran y que otros, por el contrario, comenzaran a escuchar.

– Mire usted, los catalanes sabemos perfectamente que las palabras son más económicas que los hechos. Es por eso que nos llaman tacaños.

– ¿Y cómo es eso? dije yo un poco avergonzado de protagonizar una conversación casi pública.

– Es muy fácil. Si uno no es capaz de cambiar las cosas, entonces habrá que cambiar las palabras, mejor dicho, el sentido de las palabras. Mire: hay palabras que viven encerradas, y hay otras que son abiertas. Por ejemplo, si yo digo «botifler» no estoy diciendo nada, usted lo puede ser, yo lo podría ser (aunque no es el caso), cualquiera lo puede ser. No designa a nadie en concreto. ¿Cuál es el hecho que hace que tenga sentido? Pues presentar la casa del vecino como si fuese la casa de los «botiflers»1. Por tanto, cualquiera que salga de aquella madriguera será manifiestamente un «botifler». ¿Lo pilla?

– Pero puede ser que en aquella casa no haya ningún «botifler».

– ¡Claro! Eso es lo de menos, amigo mío. Veo que no entiende de economía. Ya se lo he dicho: no son importantes los hechos, sino el envoltorio, las palabras que transportan los hechos.

– ¡Pero eso es engañar!

– ¿Cree usted que le estoy engañando?

– Digo que engañar es interpretar los hechos fuera del marco en que se han producido.

– ¡Entonces me da la razón, estimado amigo! ¿Qué es la verdad? ¿Los hechos o el marco?

– Los dos pueden ser falsos, es la relación que establecemos entre ellos lo que nos es útil para saber donde descansa la mentira…

– Correeeeectooooooo. ¿Y quién fija la relación? ¿Usted? ¿Yo? ¿Estos de aquí?

Alrededor del joven se había reunido una gran masa de gente, poniendo aquellas caras de que pasa alguna cosa pero no sabes de qué va. Le invité a un café agobiado por la presencia popular.

– Eso es jugar con las palabras, le dije, ya sentados en la barra.

– Sólo con las palabras abiertas, no con las cerradas. Las primeras son alegóricas, las segundas son símbolos y no se pueden tocar.

– Tú eres un manipulador.

– No tan rápido. A ver… Imagínese que mañana el presidente del Barça propone que el nuevo escudo del club sea una cruz gamada. Tenga presente que la esvástica tiene más de 1000 años y la puede encontrar tanto en la India como en Euskadi o en Irlanda…

– No veo como podría ser posible…

– Claro que no, porque es una imagen cerrada. No le podemos cambiar el significado fijado por los nazis. Está recluida en ella misma. Por el contrario, cualquier imagen o palabra que no tenga este candado es perfectamente libre de buscarse un nuevo significado. Eso es el catalán: ¿no somos una nación de comerciantes? Entonces nuestras palabras también forman parte del mercado.

– Pero las palabras no son mercancías que pueden cambiarse libremente sin falsear su sentido común, eso que hace que las utilicemos entre todos y que nos entendamos…

– ¡Y me lo dice a mí, al sobrino del gran Fabra! Está claro que son mercancías… las palabras no tienen una finalidad en ellas mismas: son vehículos que nos llevan a otro sitio, y el precio del billete cambia en función de la oferta y la demanda.

– ¡Pero este destino no puede ser la mentira!

– Y tampoco la verdad, ¿no? Ahora, le diré una cosa: ¿usted ha visto que aparezca el término «transmisión» en la definición del vocablo «cultura» en el diccionario de mi tío?

– ¡Y yo qué sé!

– Ya se lo digo yo. No. ¿Y sabe por qué? Porque no hace falta. La cultura es una palabra cerrada. ¿Lo entiende? No hay que transmitir la cultura, no porque sea inmanente e inmutable, sino porque es una mierda de cultura que es necesario dejar de transmitir, totalmente llena de trampas, incongruencias y dobles sentidos que nunca hablan de las cosas. La cultura, tal y como la hemos conocido, es un puñado de normas no escritas manifiestamente inútiles e ineficaces. Es por eso que mi tío no dijo ni pío de la transmisión, y eso que era ingeniero.

– Eso no se lo cree nadie. Fabra no dijo nada de transmitir porque era un esencialista cultural. Era un novecentista por naturaleza.

– Cierto, cierto, cierto… Es por eso que ahora hay que hacer cambios importantes.

– Cambios, ¿dónde?

– Hay que evolucionar.

– ¿Ah sí?

– Hay que mirar hacia adelante. La cultura nos ha dejado un paisaje de bufonadas que son ridículas. Hoy la tecnología es el futuro, y desgraciadamente la cultura es analógica, es vieja, es…

– ¿Ah sí?

– ¿Usted no escuchó aquella noticia de que en Japón estaban grabando imágenes de tus sueños mientras duermes? ¿O de que hay impresoras 3D portátiles que hacen sushi? Amigo mío, cierre los ojos y tenga el coraje de imaginar las posibilidades que se abren.

– Hacer sushi con una impresora…

– No ponga esa cara, por Dios… si liquidamos las cosas, hay que pasarlas rápidamente a la pluma o al pincel con tal de superarlas. Los catalanes somos creativamente bulímicos. Tenemos que escanear rápidamente la cultura antes de liquidarla. A esto algunos lo llaman política barroca. En eso, ejem… no podemos negar nuestra hispanidad.

– No sé bien qué te ha dado con la cultura. ¿Qué pasa con el resto de cosas?

– Ni idea. Pero no importa. Ya lo sabes, todo es economía, igual que todo es cultura.

– No es lo mismo, no fastidies. La economía es un sistema de ordenación y la cultura una expresión desordenada. No me vengas con historias. Tú hablas de espectáculos.

– Efectivamente, efectivamente… veo que es menos tonto de lo que pensaba.

Me hace volver al bar por una cerveza.

– La imaginación es la facultad de revelar la relación oculta de las cosas, mientras que la fantasía es el ejercicio de negarla y substituirla por otra.

– ¡Venga ya, hombre! –espantó a todo el mundo en el bar con el tono de voz…– por favor… Con la imaginación quedas atrapado entre las cosas del pasado, que por eso están ahí, porque ya han pasado. La imaginación habla de hechos, ¿y a quién coño le interesan los hechos sino a los fracasados, a aquellos que no han podido hacerlos posibles? La fantasía representa la posibilidad de encarar el futuro, nos habla de ideas, de anhelos. La imaginación, no me fastidie, hombre…

– Pero la fantasía es espectáculo, niega los acontecimientos de la realidad.

– ¡Absolutamente! Los niega manifiestamente. Porque los acontecimientos siempre son una mierda, no van a ninguna parte. Nunca representan las ilusiones de aquellos que los promovieron.

– Pero, entonces, negamos el conflicto de las cosas. Las cosas se producen porque son conflictivas, porque colisionan y hacen que salten chispas, incluso incendios…

– Y queda todo hecho una mierda. Es lo que intento decirle.

– Mmmm, eeeh…

– No sabe qué decir, ¿no? ¿De qué sirve el conflicto? ¿Usted de verdad cree que la gente necesita conflictos, con la que está cayendo?

– Pensar conflictivamente no quiere decir querer el conflicto, así como el médico forense no quiere los cadáveres con los que trabaja…

– ¡No lo habría dicho mejor! La cultura es un cadáver, efectivamente. Si usted quiere perder el tiempo diseccionándolo o, peor, diagnosticando lo que ya está muerto, avanti caro amico, be my guest, pero deje que los otros miren el futuro con optimismo.

– Es decir, ¿el optimismo quiere decir dejar de lado la realidad? Si niega la realidad de un pueblo, por enferma que esté, le niega la posibilidad de curarla…

– La gente como usted cree que el espectáculo es chapucero porque no es real, porque no representa al pueblo y simplezas del estilo. ¿Pero usted se imagina una cultura del pueblo? ¡Pero si es lo que hemos tenido durante casi 200 años, hombre! La puta cultura y el pueblo de los cojones. Es horroroso, no he visto una cosa más idiota. Ahora ya no hay pueblo, sino un mercado de gente a su bola. Todo eso de la cultura está bien para los domingos… pero, ¿qué pasa con el resto de la semana? Necesitamos espectáculo: es la gasolina, amigo.

– Un espectáculo que no dialoga con la realidad tiende a eliminarla.

– ¿Y qué cree que vale más la pena? ¿Eliminar la realidad o el futuro?

– Es que no hay futuro sin realidad actual, pero sí hay realidad sin pensar mucho en el futuro… ¿es que no lo ves, cojones, tío, hostia?

– ¿Cómo sabes que un cuadro es catalán?

– ¿Disculpa?

– Ya me has oído. ¿Cómo lo sabes?

– ¿Por que el autor es catalán, puede ser? ¿A qué viene eso ahora?

– No hombre, no, porque está escrito en catalán.

– Ah, vaya, no lo habría dicho nunca.

– Es bastante obvio, ¿no?

– ¿Y si no está escrito en catalán, no es catalán?

– No.

– ¿Y si está escrito en danés sólo puede ser de Dinamarca y en ningún caso catalán?

– Correcto. Aunque he de decir que no estoy del todo familiarizado con los casos extranjeros, y no sabría decir si consideran danés en Dinamarca un cuadro escrito, digamos, en italiano.

– Tengo que decirte que empiezo a pasármelo bien contigo. ¿A qué ha venido eso del cuadro?

– Yo también, y ya hace rato. Quiero explicarle la urgencia de ordenar las cosas en un marco apropiado, inteligible y apto para el consumo. De hecho, estaba pensando en un cuadro de Tàpies.

– ¿Cuál?

– El de la sala de la Generalitat, allí donde se reúne el gobierno catalán.

– ¿Y qué le pasa al cuadro?

– Pues que Pujol decía que cuando iba por el mundo de viaje oficial, siempre veía que en los despachos de los dirigentes había obras modernas colgadas en las paredes. Y un día, al volver de uno de aquellos viajes, dijo que había que hacer alguna cosa parecida en el Palau. Preguntó quien podría ser el artista indicado, y todo el mundo le dijo que Tàpies era la figura más adecuada. Pujol no lo veía claro, porque le importaba una mierda el arte moderno, pero dejó hacer. Después de que el artista le mostrase el esbozo de lo que tenía en la cabeza, el president dijo a sus asesores que aquello no eran más que rayas y grumos, y que no entendía nada. Tàpies, que era muy pícaro, volvió con otro esbozo donde aparecían palabras en catalán. Y Pujol dio su visto bueno.

– Impresionante.

– ¿Verdad?

– Bien, entonces todavía tenemos otro problema, joven. ¿Qué pasa con el arte abstracto o con un objeto artístico que no se exprese con palabras y que haya sido producido en Catalunya?

– Que tendremos que ponerle un nombre… bien habrá que colocarlo en el mercado, ¿no? ¿Quién comprará un libro que no tenga portada?

– Fabuloso. ¿Y si ya lo tiene, por casualidad?

– Entonces mejor que mejor, algo que nos ahorramos. Hostia, es como el derecho de conquista: una vez llegas a lugares nuevos les pones nombre, ¿no? O adoptas los que hay pero con tu fonética, catalana en este caso. ¿Recuerda que le decía lo de distinguir los hechos y los marcos, lo de la espada y la pluma?

– ¿Y?

– Pues ahora es necesario arreglarlo, poner orden, pulir un poco, hacer limpieza. Necesitamos avenidas grandes, hacer uso del cartabón… diagonales, meridianas, paralelos y dejar de vivir atomizados, perdidos, sin ánimo. Poner nombres de ingeniería al caos de las cosas. Ahora hay que mirar al mundo y desplegar las alas. Y los grandes aviones necesitan pistas proporcionales.

– ¿Los aviones?

– Era una metáfora, hostia, una metáfora. Hay que limpiar el sotobosque para que crezcan los árboles y poder pasear. ¿No ha visto que ponemos placas explicativas en los árboles de Barcelona? ¿No ha visto nunca cómo las personas que recogen setas ponen sutiles marcas allí donde encuentran setas? ¿Usted no sale a buscar setas?

– Sí, y me las encuentro en el bar.

– Venga, venga, que no es para tanto. Nos lo pasaremos bien. Hay que dejarse de romanticismos.

– De todo lo que me has dicho, sólo entiendo la importancia que le das al cambio de sentido de las palabras.

– ¡Total! Mire lo que nos ha pasado cuando nos ocupamos de los hechos.

– ¿Qué nos ha pasado? Seguro que lo tienes clarísimo.

– Nada. No ha pasado nada. Que estamos en el mismo lugar que hace cien años.

– Que es…

– El lugar donde hemos contaminado las palabras por haber querido mantener y preservar unos hechos y cosas manifiestamente podridas.

– Mira qué bien. Y cambiando las palabras, todo quedará ordenado…

– Las palabras no, el sentido de las palabras. Cuando digo cultura, ya no hablo de cultura. Cuando digo economía, ya no hablo de economía. Cuando digo pueblo, ya no hablo de pueblo. Le gusta que le repitan las cosas, ¿no?

– Y cuando hablas de futuro, ¿en qué coño tengo que pensar?

– Todo es un mercado… vuelta a empezar. El futuro será una mierda si no nos adelantamos con las palabras, si no dejamos claras las reglas del juego. Si vienen los hechos y no tenemos palabras para convertirlos en mercancías, habremos vuelto a fracasar. Las mercancías siempre tienen futuro: son los términos cerrados los que tienen que ser liquidados. Le pondré un ejemplo.

– Venga

– ¿Usted sabe que los campos de concentración los inventamos los catalanes?

– No jodas, a ver…

– Sí, sí, en Cuba, en los campos de azúcar. Allá los metíamos, a los negros. ¿Y sabes qué cantaban? Se aclaró la garganta con un trago de cerveza.

– En el fondo de un barranco/canta un negro con afán/Dios mío, quién fuese blanco/aunque fuese catalán.

El bar enmudeció.

– Cojonudo, ¿y qué pasó con eso?

– ¿No le suena la melodía?

– Sí, un poco, pero no sabría…

Se aclaró la garganta otra vez. La gente dejó de ver la tele, completamente centrada en el sobrino.

– Yo soy aquel negrito/del África tropical/que cultivando cantaba/la canción del Cola-Cao.

– Coño, es la misma canción, ¿no lo ve?

– Ahora que lo dices, sí que se parece mucho…

– No es que se parezca, es que es la misma.

«Sí, sí, es la misma», exclamaba la gente en el bar, entre risas. «Es increíble», agregaban.

– ¿Me entiende ahora?

– ¿Cómo?

– Hostia puta, usted no sabía lo de los campos de concentración, pero en cambio conoce la canción del Cola-Cao, aquella que incluso hicimos que cantara en la tele un negro como Rivaldo, ¿no? Entonces, ¡aquí lo tienes! Es el mercado de las palabras el que hace posible que los hechos tengan futuro. ¿Cómo cojones podemos vender un campo de concentración? Pero mire la de dinero que hemos ganado con el cacao. La pluma hace posible el futuro más allá de donde la espada liquida la realidad, siempre tan fea y oscura. Está bastante claro, ¿no cree? Déjeme ponerle otro ejemplo.

– ¿También de Cuba?

– ¿Conoce la historia de Toma?

– ¿Qué Toma?

– Otra cerveza, gracias.