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03.09.2013

Ser-nos(otros)

Ante un panorama político cada vez más marcado por el uso de los grandes yoes de la identidad (nacionalismos, partidos, movimientos, comisiones, etc.), nosotros se presenta como el intento de abrir un otro campo de la acción y el pensamiento político, un campo que no se sostiene sobre identidad alguna y, por lo tanto, prescinde de enemigo, que no de otredad.

Nosotros es la apertura a la pluralidad que nos configura en nuestro relacionarnos con lo otro y los demás. Nosotros no es un ente abstracto al que adherirse, no es un club, ni una nación, ni un país; nosotros es aquello que subyace a todo esto, relaciones sin identidad, aún; vínculos específicos en su diferenciarse desde sí mismos, sin necesidad de algo otro que lo identifique, pues contiene la otridad, como tal, ya en sí mismo, sin subsumirla. Nosotros no es yo, ni requiere de un vosotros o de un aquel; mal que vosotros necesite de un nosotros para definirse, y un aquel lo exija para situarse.

Nosotros es este estar nuestro entre todos, entre todo.

Por su propia naturaleza, nosotros implica la negación de los grandes yoes que lo reducen a una identidad, a un yo; pero ello no implica que necesite de ellos para afirmarse. Es en esta medida que nosotros está en contra del status quo, y sobre todo del gran yo omnipresente llamado valor económico, el cual convierte todo trabajo concreto en trabajo social abstracto, toda producción del nosotros en producción del gran yo social, reduciendo el propio nosotros a una cuestión de valor e intereses, transformando toda vida particular en la vida abstracta que se estudia en las ciencias sociales; convirtiendo el trabajar para y entre nosotros en trabajar para levantar el país.

Nosotros no participa de la partida de ajedrez que hoy en día jugamos; pero no lo hace al modo del que cansado se levanta de la mesa y abandona el juego en manos de su adversario. Nosotros intuye que mientras las fichas negras no consigan robarle un turno al contrincante, siempre estarán bailando al son de las blancas y que, una vez lo hayan conseguido, serán las blancas las que jugarán a la contra. Como en el poema sobre el ajedrez de Borges, nosotros es consciente de que este juego no tiene fin; que siempre habrá unas blancas y unas negras, aunque las negras puedan vestir de blanco en ocasiones. Por ello nosotros no participa de este juego, o mejor dicho, ante la diatriba de elegir a qué nación se pertenece o a qué color político se suscribe uno, nosotros se percata de que este exigir un posicionamiento es llevado a cabo por las blancas de un tablero superior –pues como en el poema de Borges, cada ajedrez esta inscrito en otro ajedrez– y prefiere evitar seguirle el juego, prefiere tratar de cambiarle el paso para mostrar que este segundo tablero también se encuentra inscrito en otro tablero que ya no comprende las reglas del ajedrez, el tablero que las reglas del ajedrez debe presuponer: la posibilidad de una autoorganización original en la que se fundaron, por primera vez, las reglas del ajedrez y que permite, por lo tanto, esperar la fundación de un nuevo juego, con otras diversas reglas por ahora incógnitas. nosotros se afirma en los múltiples juegos a venir.

De este modo, nosotros, huye de cualquier identificación que lo sitúe en el tablero, pues se sabe ser el espacio que se da entre las diversas posiciones y que permite su movimiento y su conflicto. Este es su abandonar el juego, desplazar las reglas de «las piezas a mover» hacía el «espacio en el que se pueden mover». En este sentido, Nosotros también es ellos y, por supuesto, vosotros, y es que nosotros sólo es siendo-nos(otros). Así, cuando tras nosotros se sitúa un calificativo que lo identifica, se le esta privando de su ser-nos(otros), se lo encierra en un ser-esto, en una identidad, en un Yo; por ello nosotros es la negación de los grandes yoes contemporáneos.

Cuando se dice «nosotros, los catalanes», «nosotros, los manchegos», «nosotros, los funcionarios», «nosotros, los obreros»… No se habla sino desde la identidad, desde el ser-se-lo-mismo, si se quiere, desde el ser-el-que-se-es, es decir, ser yo.

Es por ello que el nosotros no es sino el conjunto carente de cualidades definitorias, ausente de propiedad: nosotros siempre es, en cierto sentido, in-apropiado, se escapa a las propiedades que determinan una posición, poniendo así el acento en el espacio en que estas posiciones pueden darse; por ello siempre entra mal en escena, porque invierte el mecanismo del juego al balancearse del movimiento hacia el espacio. Nosotros mira hacia el espacio en común, hacia el lugar en el que se articulan las relaciones entre las fichas del tablero, el lugar en el que las fichas pueden devenir otras, en el que las fichas pueden desarrollar sus propiedades fuera de ellas, expulsar sus propiedades; en este sentido, nosotros es, también, lo expropiado. «Nosotros, los inapropiados», «nosotros, los expropiados», estos calificativos descalificadores podrían ser, tal vez, los únicos que permitieran definir a nosotros sin ligarlo de nuevo a una identidad, sin reducirlo a un yo.

Bien sea porque se sitúa en el espacio en el que se dan las propiedades, bien porque toda propiedad que pudiera identificarlo es siempre vertida hacia el exterior, nosotros carece totalmente de propiedad y, por lo tanto, no puede definirse bajo una voluntad general del tipo «el pueblo catalán» o «el conjunto de los españoles». Tampoco serían válidas, para referirse al nosotros, expresiones del tipo «la unidad de España», no únicamente porque al hablarse de unidad ya se impide su ser-nos(otros), sino porque en tal expresión se confunde espacio con territorio. Un territorio es el lugar que un yo afirma como suyo, es el espacio que un yo se apropia; no es sino el intento del yo de hacerse suyo el espacio en el que se moviliza su identidad para privar en él la emergencia de otras identidades, para poder re-afirmarse en su ser-el-que-se-es, reduciendo el espacio inapropiable del nosotros a la propiedad de un gran yo: «la unidad de España» no es sino el territorio de «nosotros, los españoles». Doble falta hay, entonces, hacia el nosotros cuando se habla de territorio: por un lado se da propiedad a nosotros privándole de su ser-nos(otros) y, por el otro, se reduce el espacio que se da como nosotros a propiedad de uno de estos nos-mismos que son los grandes Yoes.

Este último punto sobre la propiedad seguramente debería expresarse con más claridad. La propiedad, lejos de ser una posesión, no es sino una cualidad; cuando hablamos de las propiedades de los metales, no hablamos de sus chalets en Marbella o de sus cuentas bancarias en Suiza, hablamos de sus cualidades, de aquello que lo caracteriza como metal: es atraído por campos magnéticos, es conductor… Algo similar sucede con las propiedades del cristal: es transparente, duro, frágil… Así es como debe entenderse la relación de propiedad establecida en la Edad Media entre el espacio y el señor feudal, así lo exponía ya Marx en sus Manuscritos de Economía y Filosofía: «La propiedad feudal da nombre a su señor como un reino a su rey»,1 es decir, el territorio del señor feudal le es propio en tanto que es el que le caracteriza, el que lo nombra, como señor: es su propiedad. Este ejemplo es importante porque en él se nos muestra cómo se produce el paso de propiedad como cualidad a propiedad como posesión: en la medida en que lo propio de un señor es tener posesión sobre una tierra, la tierra es su propiedad, lo define como tal. Con ello vemos, también, respecto al nosotros, el doble emerger de la identidad que lo reduce a nos-mismos: El señor se identifica como señor a través de la apropiación de la tierra, mediante el establecimiento de un territorio, es decir, la reducción de un espacio a cualidad suya, por un lado, y la reducción de él mismo a lo que posee aquello que se corresponde con dicha cualidad, a lo otro. Este yo de la identidad es, precisamente, el yo que confunde sus cualidades con sus posesiones, no en el sentido más bien banal de que cree que es lo que tiene, sino, en el sentido de creerse en posesión de sus cualidades: cree que tiene un derecho de posesión y dominio de sí mismo. Entender su vida a disposición para hacer con ella lo que quiera; comprenderse como amo y señor de su existir, ese es el modo de ser del ser-mismo, del yo que, de esta manera, acaba reducido a mera voluntad; un yo que puede decidir en cualquier momento qué es o qué quiere ser, que está dispuesto, en cualquier momento, a tomar posición, identificándose, así, con el lugar en el que se encuentra, el cual lo define, le es propio, sin poder percatarse que jamás puede llegar a ser nada que no esté ya marcado sobre el fragmento de tablero que puede contemplar, sobre el que le es dado un decidir.

Nosotros, por el contrario, se es siempre otro porque se sabe en la relación entre un estar y otro, sabe que aquello que se es en cada momento viene determinado por las relaciones entre lo que se está dando sobre el tablero y lo que está por darse aún; por ello, se percata de que es posible, en un cambio de las reglas que establecen las relaciones posibles, en un cambio del modo de dar valor a lo dado, la generación de un nuevo tablero; y comprende como posible este cambio, pues observa, desde el entre en el que está, que las reglas establecidas no son sino fruto de algunas de las relaciones que se vinieron dando antes de que éstas se fijaran como únicas relaciones posibles, antes de que se solidificaran. Por ello, nosotros se propone abdicar de la actualización de las relaciones establecidas, su objetivo, en tanto que inapropiado y expropiado, no es otro que abdicar de la actualidad: dejar de ser un lugar en el que el modo de valorar y de determinar actual se mantenga actualizado.

Abdicar de la realidad

Pero, ¿qué es abdicar de la actualidad? O mejor, ¿cómo se abdica de la actualidad? Cuando alguien tiene la capacidad de abdicar y consuma la acción lo que ocurre es que rebaja su pretensión, se aleja y contempla lo que antes fue de forma extraña. Desposeído y liberado se convierten entonces en sinónimos. Abdicar no es una mera renuncia, es elegir exponerse de otra manera a lo que ha sido dado, no se discute si lo dado es intrínseco o extrínseco, propio o impropio. Abdicamos porque existe la voluntad de querer estar de otra manera.

Abdicar de la actualidad es extrañar la identidad, observarla con un humor misterioso que nos convierta en burlones frente a su sensibilidad, brutos frente a su superfluidad, duchos en entender sus reglas, patéticos al llevarlas a cabo. Desposeídos, liberados, devendremos inexpertos, inmaduros y como tales, carne fresca que es libre deleitándose en cómo desear, no expertos realistas que saben qué desear.

Abdicar de la actualidad sería, extremadamente, querer la imposibilidad de ser otra cosa, nacer otra vez. Imaginar una inmadurez sin solidificar que crezca, respire y no sea esto. Asumiendo la imposibilidad de tal postulado abdicamos de la actualidad porque observamos como el peso de la vida misma resquebraja la estructura fija, lo dado, lo que nos constituye y a la vez, con los cascotes, restos, desperdicios de lo dado no nos apresuramos al requerimiento de hacer remiendos, de parapetar nuestra propia caída con urgencia. Alegremente, tranquilos, desposeídos, sin prisa ni urgencia jugamos a construir otra cosa con los restos y desperdicios. Seremos hijos del juego tranquilo y constructivo de lo que el capitalismo ha marginado desde nosotros en nosotros, no seremos quien apresuradamente achique agua del barco.

Abdicar de la actualidad: una pincelada, nunca un concepto acabado. Una problemática enmarcada no una categoría cerrada. Abdicar de la actualidad es imaginar la implicación, la fuerza de un contrato firme entre hombres realizado con la ley que da un apretón de manos, nunca un contrato por escrito con fotocopia del carnet de identidad amparado en un mandamiento descreído. Abdicar de la actualidad es cambiar una identidad resquebrajada por un estar que piensa extraña y profundamente la superficialidad en la que se encuentra. Mirada extraña, diferente, descreída frente a lo establecido. Un juego del juego. El aprendiz que quiere aprender lo que solo debe desaprenderse. Reyes Midas que queremos perder nuestra condición, abdicar de querer sólo oro. Abdicar de un seguir valorando siempre del mismo modo. Abdicar de esta actualidad que nos define aislados; ser-nos-otros en una nueva actualización del valor. Abdicar de querer como queremos.


1. Karl Marx, Manuscritos de Economía y Filosofía, XVIII. Visto en http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/manuscritos/man1.htm, el 09/01/2013 a las 14:00.