03.09.2013
Com el Vallès no hi ha res
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Léase lo que a continuación sigue como algunas confesiones fragmentarias de un charnego. Léase, en última instancia, como al lector le plazca, aunque me permito señalar que es desde aquel lema que popularizaron las feministas de hace ya unas cuantas décadas y que rezaba: lo personal es político, desde el lugar que voy a escribir. Y lo subrayo, al mismo tiempo, para separarme de lo que considero el límite narrativo de aquel socorrido lema feminista, y que no es otro que la autobiografía como género literario. Pues creo que a nadie le importan un carajo las anécdotas que surcan el conjunto de sucesos que ya he vivido hasta el día de hoy. Ni siquiera me importan a mí, que suelo prestar más atención a lo que en mí se sale de esos surcos, a lo que en mí delira.
Por lo tanto, confesiones fragmentarias de un charnego. Aunque la palabra confesión se encuentre inevitablemente envuelta por ese ambiente pestilente de incienso y mirra, tiene también su dosis ecuménica y excede a cualquier poética impuesta desde afuera. Motivos por los cuales prefiero la confesión al relato autobiográfico, que seguramente debe más a la Bildungsroman que a las Memorias, y que parece haber llegado a la literatura para engordar, cual panza budesca, al yo de salón, galletitas de mantequilla, jerez en copa de cristal esmerilado y albornoz con sus iniciales bordadas. Fragmentarias, porque las confesiones que aquí voy a publicitar no las someto a ningún argumento ni pretenden ser resolutivas. Simplemente las aireo como botón de muestra que, de algún modo, sirva para medir cuán alejada se encuentra la voluntad de un charnego medio, como el que escribe, de la voluntad del pueblo catalán cooptada por quienes ya sabemos. Y de un charnego, finalmente, porque reivindicarse como tal remite a esa operación subversiva por la cual un estigma se convierte en emblema, y mediante el que he intentado escapar al sistema binario en el que me han querido encasillar desde que tengo uso de razón. De modo que me ha permitido elaborar una misma respuesta para las dos mismas preguntas inagotablemente renovadas. ¿Eres catalán? No, soy un charnego. ¿Eres español? Tampoco, soy un charnego. ¿Entonces? Entonces, quiero vivir en el país de los charnegos. Así que meteros donde os quepa, unos, vuestro proyecto de Estado, los otros, vuestro Estado asesino.
Y es que si lo personal es político, si la política se hace en primera persona y abandona la impersonalidad del «man» heideggeriano, todo lo que diga está obligado a sustituir a lo que se dice. Por lo que, irremediablemente, lo que diga en adelante no puede ser más que políticamente incorrecto.
Catalufo. Con ese sobrenombre era conocido, en las calles de Ca n’Oriac adyacentes a la calle donde di mis primeros pasos, el único niño catalán que vivía en esa zona de Sabadell. Cuando digo catalán, quiero decir catalán de pura cepa, con abuelos catalanes y apellido catalán y demás ornamentos identitarios. Y ahora no sé si seguir describiendo Ca n’Oriac o el Catalufo de mis recuerdos de infancia. En cualquier caso, el despectivo apodo de éste no se puede entender sin el tejido social de aquél. Así que iré, alternativamente, de aquel barrio históricamente obrero e inmigrante, al que fuera, desde mi visión de niño, su habitante más exótico.
¿Se puede ser exótico, en Cataluña, siendo catalán? Sin lugar a dudas, para mí, en aquel entonces, en el Ca n’Oriac de los ochenta, el Catalufo lo era. Incluso me parecía alguien mucho más exótico que el Eddy, un mulato hijo de madre catalana y padre camerunés, con el que fui a clase hasta tercero y al que podría considerar como el primer amigo que tuve en mi vida. Pero ese sentimentalismo, aquí, no viene a cuento, lo que viene a cuento es que el Eddy, aunque tenía la piel más negra que un tizón, hablaba en un idioma comprensible para mis oídos. En cambio, al Catalufo, cualquiera lo entendía… y el extrañamiento que producían en mí aquellas palabras que profería, a pesar de evidenciar la distancia que nos separaba, alimentaba mi curiosidad. ¿Por qué aquel niño era catalán y el resto no lo éramos? ¿Podría yo hablar algún día aquel idioma salival? ¿Cómo había venido a parar a aquel barrio?
Ca n’Oriac era un barrio de obreros inmigrantes que, como explica de forma excelente el historiador Xavier Domènech, tuvo un papel fundamental en el movimiento vecinal, la organización obrera y la lucha antifranquista de la ciudad. El piso donde viví los primeros años de existencia junto a mis padres y mis dos hermanos mayores, una de esas cajas de cerillas para obreros construidas con el duro hormigón del régimen, estaba enfrente de la iglesia de Ca n’Oriac. En aquella iglesia se organizaron la mayor parte de las asambleas constituyentes de las Comisiones Obreras de Sabadell, cuando las Comisiones Obreras no eran el fantoche en el que se han convertido. Mutatis mutandis, Ca n’Oriac ahora es famoso fuera de Sabadell por los nazis que pululan en las inmediaciones de la Plaza de España.
Mi madre todavía se refiere al centro de Sabadell con el nombre de la «ciudad». Para ella, Sabadell se reduce al centro de Sabadell. El resto de la ciudad, es otro mundo. Y esto fue así hasta bien entrados los ochenta. Recuerdo perfectamente el día en que asfaltaron la calle donde residían mis abuelos paternos, en el barrio de Torre Romeu, otro hito del subdesarrollo catalán. En aquellas circunstancias, llegar hasta el centro de Sabadell no era fácil, por lo que la percepción unánime de la gente que habitaba los suburbios de la ciudad era la de vivir fuera de Sabadell.
Del mismo modo que los anillos del tronco de un árbol te informan de su edad, el plano de la ciudad de Sabadell es un fiel reflejo de los flujos migratorios de los últimos ciento cincuenta años, y de su composición social. En los ochenta, la población del centro de la ciudad y de los barrios más próximos, como La Creu Alta o Covadonga, era mayoritariamente de origen catalán. Algunos, pertenecientes a familias arraigadas en la capital vallesana desde tiempos inmemoriales. Otros, descendientes de las primeras migraciones interiores desde el medio rural catalán a las incipientes concentraciones fabriles del segundo cinturón metropolitano, como es el caso de Sabadell. A medida que el trazado imaginario sobre el plano se aleja del centro de la ciudad hacia la periferia, el origen de la población también se aleja de Cataluña y, simultáneamente, señala un flujo migratorio más próximo en el tiempo y un empobrecimiento gradual de la población. Aragón, Comunidad Valenciana y Murcia suelen ser el origen de la mayoría de habitantes de ese segundo anillo de la ciudad. Sus antepasados formaron parte de los flujos migratorios de la primera mitad del siglo xx. Después de la segunda mitad del siglo xx, hubo una afluencia masiva de población desde Andalucía principalmente. Y ese flujo migratorio, así como sus descendientes, servidor, ocuparon las barriadas más periféricas y humildes de la ciudad.
Así pues, la mayoría de habitantes de Ca n’Oriac eran de origen miserable y andaluz. De primera o de segunda generación, como se suele decir ahora aplicando ese símil tecnológico a la demografía. Miserables y andaluces de primera y segunda generación. Charnegos, para entendernos. Y esa composición social del barrio explica el exotismo del Catalufo, que se llamaba Jordi, aunque nadie en aquella zona de Ca n’Oriac le llamaba por su nombre de pila. De hecho, casi nadie le llamaba directamente, ni por su nombre de pila ni por ningún otro. Difícilmente se le aceptaba como uno más en los juegos de calle. Y cuando por algún motivo el grueso de los niños cedía a su incorporación en el desarrollo del juego, no era extraño que éste acabara mal. A veces, incluso, a pedradas. Desagradable desenlace que fue alejando poco a poco al Catalufo de los niños que tenía por vecinos. Él era algunos años mayor que yo, y mi recuerdo es el de un niño huraño que prefería la compañía de su perro –un pastor alemán que era la envidia del barrio y con el que mantenía a raya cualquier posible agente provocador– a la de toda aquella prole que generalmente le mostraba antipatía. Me atrevería a decir que el Catalufo no tuvo amigos en su infancia, al menos ninguno que procediera de Ca n’Oriac. Y espero y deseo que aquella desabrida circunstancia no le haya convertido en un votante de CiU o Plataforma per Catalunya.
Mi padre nos lo había advertido a los tres hermanos, pero sobre todo a mi hermano mayor, que era quien, por edad, se responsabilizaba en la calle de sus dos hermanos menores: que no se enterara él de que nos peleábamos con el Catalufo. Aunque mi padre no solía ser prolijo en las aclaraciones respecto a sus dictámenes, en este caso hizo una excepción y nos informó a los tres hermanos de que el padre del Catalufo y él habían trabajado juntos en los telares. Es decir, el padre del Catalufo había sido, al igual que mi padre, un obrero textil, hasta que la crisis del setenta y tres provocó que Sabadell y Terrassa dejaran de disputarse el honorable título de Manchester ibérico. Lo que quería decir, también, que el Catalufo y yo pertenecíamos a la misma clase social, y es lo que, de algún modo, mi padre nos quería hacer entender con su amenaza. Pero esa pertenencia a una misma clase social no es lo que percibían la mayoría de niños en la calle. Más bien percibían lo contrario, que el hecho de ser catalán era un diferenciador de clase. Que los catalanes eran ricos y vivían en Sabadell, como dice mi madre para referirse al centro de la ciudad, y que los charnegos éramos pobres y vivíamos en aquella especie de purgatorio en el que florecían por doquier «chutas» de caballo desechadas. Con aquel sobrenombre, los niños parecían querer decir que el Catalufo se había equivocado de barrio, y contra él afilaban su incipiente odio de clase.
Lo último que supe del Catalufo fue que, rondando ya la preadolescencia y acompañado de su perro, se puso a caminar por el interior de uno de los túneles de la Gran Vía de Sabadell. Una locura. Esa vía conecta de sur a norte la ciudad y es la más transitada. Un coche acabó con la vida de aquel hermoso pastor alemán que fue la envidia de todos los niños del barrio y ante los que otorgaba al Catalufo cierto respeto.
Con el paso de los años, debido a la escolarización y a la ampliación territorial que me fue proporcionando la experiencia, llegué a aprender aquel extraño idioma salival y a entablar amistad con catalanoparlantes. Fue tal el éxito en aquella incursión lingüística y cultural, que un buen día, como a un San Pablo camino de Damasco, llegó a mí, iluminación o metanoia: el sentimiento catalanista.
Ocurrió en Llanes, Asturias. Tenía catorce años. Por aquel entonces era un ciclista federado y fui uno de los ocho escogidos por la selección catalana de ciclismo para competir en el campeonato de España de fondo en carretera en la categoría cadete, que se celebraba en ese pintoresco pueblo del cantábrico. Durante el transcurso de los más de sesenta kilómetros de los que constaba la carrera por el título de campeón de España, fue madurando en mí el sentimiento catalanista. Constantemente se escuchaban algunos corredores del pelotón quejándose porque un catalán, según esas mismas voces, no tenía ni idea de montar en bicicleta y constituía un peligro para el resto de competidores representantes de las distintas comunidades autónomas. Aquel catalán temerario era yo. Según me contaron algunos compañeros de selección al finalizar la carrera, llegué a provocar alguna que otra caída. Estaba tan atento a la velocidad, los empujones y los codazos, que ni me enteré. De lo único que me enteraba era que de vez en cuando algún corredor volvía a proferir el adjetivo «catalán». Pero no dicho de cualquier manera, sino con más mala leche todavía con la que se le llamaba Catalufo, en Ca n’Oriac, al Catalufo. Y antes de cruzar la meta de aquella competición infernal decidí enviar a la mierda, como mínimo, al próximo que dijera «catalán» en aquel tono. Me sentía ofendido. Yo, un charneguillo de Ca n’Oriac, me sentía ofendido porque percibía en aquella recurrente llamada de atención ese odio infundado que, desde algunas partes de España y por los más rancios prejuicios, efectivamente se promueve hacia los catalanes. Y entonces me sentí decididamente catalán, además de ofendido. Lo que con el tiempo no he llegado a saber es si se puede discernir una cosa de la otra. Quiero decir, si uno puede sentirse catalán sin sentirse ofendido. En cualquier caso, al acabar la accidentada carrera y ya montados en el coche de la federación catalana de ciclismo, de vuelta al hotel, nos cruzamos con algunos componentes del equipo de Castilla y León que, sentados en la acera, comenzaron a mofarse de los que íbamos en el coche. Y, entonces, extendí uno de mis dedos corazón, lo saqué por la ventanilla y les mostré mi mejor sonrisa al tiempo que les dedicaba algún comentario, que no recuerdo, pero que no era precisamente cariñoso.
¿Había sido aquella carrera un ritual de tránsito para mí? ¿Podía considerarme definitivamente catalán después de cruzar la meta? ¿Sentirse catalán significaba algo más que sentirse ofendido? Preguntas, todas ellas, a las que no he encontrado satisfactorias respuestas. Seguramente, porque tampoco me he dedicado escrupulosamente a buscarlas. He preferido dedicar el tiempo a formularme otras preguntas, tres de las cuales explicitaré a continuación porque considero que vienen al caso. Con ellas finalizaré, sin concluir nada, estas confesiones fragmentarias de un charnego. Las preguntas, seguidas de un comentario, son las siguientes:
1. Por qué toda nación –con o sin Estado– tiene su mito conquistador?
Esta pregunta me la formulé por vez primera en el camino del Inca que lleva al Machu Picchu y estuvo motivada por la intervención de un guía turístico. A veces el turismo de masas es instructivo, ni que sea de rebote. En algún momento de aquella expedición pachanguera, el que hacía de cicerone del grupo, al que había ido a parar por azar, comenzó a narrar la grandeza y la riqueza del imperio Inca. Y entonces pensé que en las escuelas peruanas también debían someter a sus alumnas y alumnos al mismo daño que aquí. La única diferencia es que en las escuelas catalanas el castigo infligido era doble. Por un lado te explicaban el cuento del imperio donde nunca se ponía el sol. Por otro lado, el del reino que surcaba el Mediterráneo como Pedro por su casa. Por un lado, la Armada Invencible. Por el otro, els Almogàvers. Como si hubiera que enorgullecerse de toda esa panda de saqueadores, violadores, asesinos.
A día de hoy, no tengo una respuesta suficientemente razonada a esta pregunta. Pero diría, que el deseo de conquista que fluye por las aulas de Perú, España o Cataluña, es capturado por esas historias grandilocuentes que se fundan en un origen apestoso.
2. Por qué mi primo se hizo mosso d’esquadra?
Para esta pregunta no tengo respuesta. Pero sí dos aproximaciones. Una, digamos, desde un punto de vista subjetivo. La otra, por oposición, desde un punto de vista objetivo.
La subjetiva. Mi primo se llamaba Manolín. Ahora no sé como le llaman, porque yo hace ya mucho tiempo que no le llamo. Tanto, que la última vez que lo hice aún le llamé Manolín. Supongo que en el cuerpo le deben llamar Manuel. Incluso es más que probable que le llamen Manel. Pues bien, el Manolín tenía un hermano menor que se llamaba Ricardito, y al que tampoco llamo nunca. La cuestión es que el Ricardito siempre la liaba y el Manolín siempre pillaba. Y de qué manera. ¡Manolín! Gritaba su padre desde lejos por el motivo más nimio. Y mientras el Manolín palidecía por la que le venía encima, el Ricardito ya se había quitado del medio siendo, en la mayoría de los casos, quien había provocado la cólera de su padre. Una noche casi me meo encima al presenciar el hostión que le pegó su padre. Me dio mucha pena. Estábamos en el piso de mis padres. Los adultos en el comedor y una decena de niños jugando en una habitación. Y claro, hacíamos ruido y a los adultos les molestaba. Puede que nos hubieran advertido con anterioridad, pero, por el carácter retraído del Manolín, juraría que de todos los niños que jugábamos en la habitación era quien había permanecido mayor tiempo en silencio. Pero su padre no entró en consideraciones. Abrió la puerta de la habitación, se hizo un silencio sepulcral, pronunció el conjuro: ¡Manolín! Y le soltó una galleta doble, con las dos manos abiertas contra las dos mejillas de su hijo, como si tocara los platillos. ¡Plas! Retumbó en toda la habitación. De mayor, el Manolín quiso reparar la injusticia reiterada de la que había sido víctima el niño que fue. Y en vez de saldar las cuentas con el déspota de su padre, continuó siendo el hijo dócil que siempre había sido y decidió encarnar la ley como agente de los mossos d’esquadra.
La objetiva. Mi primo responde al perfil sociológico habitual de un agente de los mossos d’esquadra. Un charnego perteneciente a las clases populares que, en este contexto social de precarización desenfrenada de las relaciones laborales, considera a la policía autonómica como el medio de subsistencia más seguro. Desgraciadamente, al final son charnegos como yo quienes defienden con armas los intereses de la burguesía catalana. Pero, más allá del aspecto folclórico, esa es la historia de siempre en todas partes. La policía se nutre de desertores de la clase obrera para oponerse a la clase obrera. Por lo que la conciencia de clase, vendrá a decir Althusser, es necesario que se genere, sobre todo, en el cuerpo policial, que es quien detenta las armas. Estas deserciones, de lo que en algún momento se llamó clase obrera hacia la policía, también han creado sus confusiones. Como la de Pasolini, que en el sesenta y ocho defendía a la policía en los enfrentamientos contra los estudiantes porque, según el escritor y cineasta italiano, los estudiantes representaban a la burguesía y la policía a la clase obrera. Y eso es verdad desde un punto de vista sociológico, pero no desde un punto de vista político, que, en esa clase de enfrentamientos, es el que vale. Por lo que hay que concluir, con Hegel, que en todas las clases sociales –y en todas las nacionalidades, añado aquí yo– hay plebe. Y esos son los nuestros.
3. Com el Vallès no hi ha res?
Finalmente, uso en forma interrogativa este célebre verso de Pere Quart, el más eximio de los poetas sabadellenses, para cuestionarme lo que supone el amor a la tierra, el terruño o, simplemente, el lugar donde te ha tocado nacer, sin codificaciones nacionalistas. Hace falta mirar para otro lado o ser un chovinista recalcitrante para aceptar acríticamente la afirmación del verso, después de la devastación ecológica a la que la comarca natural del Vallès, en la que se encuentra Sabadell, ha sido sometida por las élites nacionalistas de uno y otro lado. De pequeño, me asombraba la capacidad que tenía el río Ripoll, a su paso por Sabadell, para bajar cada día disfrazado de un color distinto. Después supe que el color del agua del río cambiaba en función de los tintes que aquel día se habían abocado indiscriminadamente en su cauce. Si es verdad que esas élites aman a Cataluña, también es verdad que hay amores que matan. En realidad, las élites nacionalistas de uno y otro lado aman una misma cosa. Constituyen dos pretendientes a un mismo noviazgo con el capital. A su manera, cada pretendiente ama a Cataluña, pero solamente a una Cataluña en forma de capital constante, y no a la que delimita un territorio.