03.09.2013
La Cultura de la Transición y el nuevo sentido común*
No hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Son necesarias fuerzas ficticias.
Paul Valéry
Profanar, según nos han explicado, es una manera especial de tocar que rompe los encantamientos y acerca a los seres humanos aquello que lo sagrado había separado y petrificado. Es la acción contraria a consagrar. Algo de ese orden ha ocurrido en muy poco tiempo en España con las piezas clave del régimen político del 78: monarquía, Constitución, Parlamento, sistema de partidos, prensa, banca… Lo que hasta ayer mismo era intocable (sagrado) ahora se puede tocar. Un gesto de profanación –multitudinario, callejero, alegre– ha atravesado las distancias sacralizadoras volviendo vulnerable lo invulnerable. El régimen del 78 ha perdido su aura y ahora es susceptible de discusión, crítica, guasa. A ese aura, a esa distancia, a esa membrana protectora hoy en crisis la llamamos Cultura de la Transición y es un filón clave para entender la cultura oficial en España durante los últimos 35 años.
El término Cultura de la Transición (a partir de ahora CT) no se refiere sólo al ámbito cultural en el sentido convencional (cine, música, arte, libros), sino a toda una organización de lo visible, lo decible y lo pensable. A una máquina de visión y de interpretación del mundo. Es cierto que un uso tan amplio del término «cultura» puede ser problemático, pero tiene la pertinencia y la virtud de señalar, recordar e insistir en que toda organización social es en primer lugar un orden simbólico y estético que configura una percepción común de las cosas: lo que se puede ver, lo que se puede decir de lo que se ve, lo que se puede pensar y hacer al respecto. Como afirma Paul Valéry, no hay poder político que pueda funcionar ni un sólo día sin el recurso de «fuerzas ficticias» que no son simples ilusiones, mentiras o espejismos, sino potencias configuradoras de realidad.
La CT es una fábrica de la percepción donde trabajan a diario periodistas, políticos, historiadores, artistas, creadores, intelectuales, expertos, etc. Lo que allí se produce desde hace más de tres décadas son distintas variantes de lo mismo: el relato que hace del consenso en torno a una idea de la democracia («representativa, liberal, moderada y laica») el único antídoto posible contra el veneno de la polarización ideológica y social que devastó España durante el siglo xx. Ese consenso funda un «espacio de convivencia y libertad» que se presenta a sí mismo como algo frágil y constantemente amenazado por la virtualidad del terror (golpe militar, ETA, ruptura de España, etc.). La CT es la siguiente alternativa: «normalización democrática» o «dialéctica de los puños y las pistolas». O yo o el caos.
La CT define el marco de lo posible y a la vez distribuye las posiciones. En primer lugar, prescribe lo que es y no es tema de discusión pública: el régimen del 78 queda así «consagrado» y fuera del alcance del común de los mortales. En segundo lugar, fija qué puede decirse de aquello de lo que sí puede hablarse (sobre todo cuestiones identitarias, culturales y de valores). Aquí hay dos opciones básicas: progresista y reaccionaria, ilustrada y conservadora, izquierda y derecha. La alternativa PP/PSOE (y su correlato o complemento mediático: El Mundo/El País, Cope/Ser) materializa ese reparto de lugares. La CT no es una de las opciones, sino el mismo tablero de ajedrez: el marco regulador del conflicto.
Por último, dispone también quién puede hablar, cómo y desde dónde. La CT está afectada por una profunda desconfianza en la gente cualquiera, que se expresa bien como desprecio, bien como miedo, bien como paternalismo. La voluntad de esa gente cualquiera –demasiado ignorante, demasiado incapaz, demasiado visceral– debe ser depurada, reemplazada, sustituida: representada por los que saben (políticos o expertos). Los lugares privilegiados de palabra serán siempre por tanto las instancias de representación (partidos, sindicatos, medios de comunicación, academia). Y el respeto de ciertos términos, así como la asunción de determinados tonos, inflexiones y referencias en el discurso, definirá un «hablar bien» que dará acceso a los lugares privilegiados.
En definitiva, la CT es un espacio de convivencia sin pueblo. Una arquitectura política sin gente. En su orden de clasificaciones, la calle queda marcada como el lugar de la anti-política. Quizá un lugar necesario en condiciones de «déficit democrático» pero siempre como algo provisional, transitorio, eventual. Así se entiende que la apatía ciudadana haya sido interpretada tantas veces por la CT como una señal de «maduración democrática». La buena política es aburrida porque se hace lejos y la hacen otros (aunque la CT sea algo esquizofrénica en este punto y a veces también deplore esa apatía: el ideal para ella sería la participación entusiasta y continua dentro de los canales establecidos, como el voto y la militancia en partidos políticos). La calle poblada es la imagen de la guerra civil que la CT conjura. Una vez deshabitada la calle, alejaremos definitivamente el fantasma de la guerra civil. En nombre de la convivencia, la cohesión, la estabilidad y la responsabilidad, la gente debe desaparecer. Quedarse en su lugar y dejarse representar por los que saben. Ausentarse.
Y sobre el capitalismo, ¿qué dice la CT? Borges explica en algún sitio que la demostración de que el Corán es un libro árabe es que no aparecen mencionados los camellos. En la CT pasa un poco igual con el capitalismo: va de suyo. Es el sistema que –gestionado así o asá, dependiendo de las dos posiciones básicas de la CT– produce mayor riqueza y desarrollo, organiza mejor los recursos y las capacidades, nos encarrila en definitiva hacia el progreso arrancándonos de esos «terruños» donde sólo pueden brotar «mentalidades retrasadas» o incluso «identidades asesinas». La modernidad se asocia de ese modo a un hiperdesarrollo capitalista que es a la vez deseable e inevitable. Fue más o menos así cómo la CT nos explicó la necesidad de aprobar el Tratado de Maastricht y entrar en la UE. La CT es un modo de naturalizar la economía y no hablar de ella, de dar por sentado sus necesidades y desproblematizarlas.
La crisis de la CT y el 99%
El mayor éxito durante todos estos años de la CT ha sido sin duda construir un verdadero monopolio sobre el sentido común: decidir qué es sensato y qué no. Tan fuerte era ese monopolio que la CT ni siquiera se dignaba muchas veces a contestar a sus críticos. Simplemente repetía algunas de sus palabras-rodillo (cohesión, estabilidad, unidad) y señalaba al que no hablaba bien –porque usaba otras palabras o las mismas en un sentido inapropiado– como a un loco (más o menos simpático, más o menos peligroso, dependiendo de los casos).
Pero mientras, los camellos seguían a lo suyo. En las últimas tres décadas, se ha configurado un orden global que articula jerárquicamente Estados, instituciones supraestatales y capital financiero. De modo que la política de los Estados ha quedado muy reducida a un asunto de gestión de las necesidades y las consecuencias de ese orden global en un territorio y una población concreta. Y cuanto menos margen de maniobra tiene la política de los Estados, más gesticula la CT en torno a las imágenes míticas de la independencia nacional. No para de hablar de soberanía, España, el imperio de la Ley, la ciudadanía, 1812, la Nación, pero las palabras van por un lado y las cosas por otro. El ejemplo más claro es la Constitución española, sagrada e intocable depositaria de todos los valores CT (convivencia, sentido común, consenso). Bastó un telefonazo de Angela Merkel en septiembre de 2011 para que el ala izquierda de la CT modificase la Constitución al dictado y en un plisplás, sin mucha objeción por parte del «patriotismo constitucional». Y así con todo. La CT justifica el desvío de soberanía en nombre de la soberanía. Y de ese modo ella misma sacrifica su credibilidad. Cuando capitalismo y normalidad ya no coinciden, chirría mucho que no se hable de los camellos.
La CT como máquina de visión y de interpretación del mundo se avería muy a menudo últimamente. Sobre todo en la conjunción entre dos tipos de fenómenos: una catástrofe de(l) orden global y una politización de nuevo tipo. Pienso por ejemplo en el hundimiento del Prestige y el movimiento Nunca Máis, en la ocupación de Irak y el «no a la guerra», en el atentado del 11-M de 2004 en Madrid y la respuesta social, en la crisis económica y el 15-M. En ninguno de esos casos, la CT ha conseguido imponer a la sociedad su lectura de la situación, ni tampoco sus recetas («todos detrás de los representantes y los que saben»). Por un lado, la CT cada vez se percibe menos como protección y cada vez más como fuente o legitimación de los peligros contemporáneos asociados al orden global (desde la «guerra contra el terror» al desmantelamiento actual del Estado del bienestar). Por otro lado, nuevas politizaciones interrumpen el relato de la CT proponiendo otras descripciones de lo que pasa y otros espacios de elaboración, ya no organizados según la dicotomía izquierda-derecha, sino según la lógica 99%-1% (o arriba-abajo).
Esto es algo para pensar. Desde el Nunca Máis al «no a la guerra», pasando por las actuales mareas contra los recortes o el movimiento contra los desahucios, ninguna politización importante en los últimos años se ha autorrepresentado o entendido a sí misma en el eje izquierda/derecha. La izquierda o la extrema izquierda pueden ser anti-CT (aunque desde luego la CT es tan hija del PSOE como del PCE), pero se inscriben en un campo de posibles y posiciones que la CT maneja perfectamente: «las dos Españas». Precisamente para fugarse del tablero de ajedrez de la CT y abrir terreno común para el encuentro entre diferentes, las nuevas politizaciones usan palabras no codificadas políticamente como afectados, cualquiera, personas, indignados, etc. No escogen entre PP o PSOE, sino que redefinen el mapa de posibilidades: el PPSOE contra el 99%. Si estas nuevas politizaciones huyen de la CT es porque se trata de un marco reductor que impide asumir los problemas que nos propone nuestra inscripción en un orden global donde compartimos un único mundo común, la interdependencia es la regla y todos somos «afectados».
La CT está perdiendo su monopolio sobre el sentido común. En el último debate sobre el estado de la nación, Rajoy volvió a llamar «locos» a todos los que cuestionaban su gestión de la crisis económica, pero ya no impresiona ni impone el silencio a nadie. La CT ha envejecido muchísimo en un par de años. Pero no se trata principalmente de un envejecimiento «objetivo». Si ahora la vemos como medio gagá y desconectada de la realidad es porque las nuevas politizaciones han modificado la percepción y la sensibilidad común. Lo que antes no veíamos, ahora lo vemos. Lo que antes aceptábamos como inevitable y necesario, ahora lo rechazamos. Lo que antes tolerábamos, ya no lo toleramos más. Loca y peligrosa nos parece ahora la máquina que desahucia quinientas familias a diario y quienes la justifican. El caos son ellos.
El nuevo sentido común y la «segunda transición»
¿Qué será de la CT? Quizá encuentre una nueva pujanza en partidos como Ciutadans o UpyD. Quizá desaparezca poco a poco. Quizá mute o se hibride con otras fuerzas ficticias con las que tiene puntos de conexión aunque también muchas diferencias: el discurso del «gobierno técnico» que habla de racionalidad, eficacia, buena gestión y calidad; o el discurso de mercado que habla de servicios, clientes, consumo e imagen (la Marca-España). Habrá que seguir con atención estos rejuvenecimientos, relevos y préstamos entre los diferentes relatos. Pero lo más importante desde un punto de vista emancipador es que está naciendo un nuevo sentido común que se elabora por abajo y en el que caben perroflautas, jueces, bomberos, policías, médicos, profesores y gente cualquiera: el 99%, como estamos viendo y viviendo en todas las manifestaciones contra los recortes.
El nuevo sentido común no es sólo una crítica o una protesta contra la CT. Protestar o criticar no propone otra definición de la realidad, ni permite salir del círculo de lo negado. Es en primer lugar y ante todo una nueva organización de lo visible, lo decible y lo realizable. Una revolución cultural. Un desplazamiento (más que una crítica) que nos propone ver otras cosas o mirar desde otro sitio. Y que afecta al núcleo más íntimo de la CT: su definición de democracia ya no es la única posible ni va de suyo. La democracia es de nuevo una pregunta abierta. Democracia real, democracia 2.0, «democracia y punto», la democracia que se investiga y ensaya en las redes, las calles y las plazas no se plantea como gestión de lo necesario de espaldas a la gente, sino que tiene más que ver con esta fórmula del antropólogo francés Pierre Clastres: «control político de la economía y control social de la política».
Para acabar. La CT propuso la arquitectura del 78 como marco de convivencia superador de los antagonismos que marcaron la historia española del siglo xx. Pero ahora vemos bien claro que se trataba de una convivencia encogida, bajo chantaje y silenciosa. El marco de la CT no resolvió ni siquiera los problemas más específicamente «nacionales», simplemente los tapó bajo la alfombra de las palabras-fetiche. Por eso reaparecen de nuevo ahora: el encaje territorial, la memoria de la guerra civil, la monarquía, etc. Eran problemas congelados, no resueltos. Y en el presente deshielo de la CT, cuando su mapa de lo posible y su orden de clasificaciones se deshace, se abren de nuevo. Por eso, aquí y allá se habla de la necesidad de una «segunda transición» o «proceso constituyente» que nos permita elaborarlos a fondo y de verdad. Desde el nuevo sentido común, esa «segunda transición» se plantearía según el postulado contrario a la primera: no el miedo a la gente, sino la confianza en la inteligencia de cualquiera y la necesidad de incorporar las capacidades de todos (el 99%) para inventar una nueva convivencia sin miedo y en equidad.