03.09.2013
El trapo
USTED SE ENCUENTRA AQUÍ. Desde 2010, la política ha desaparecido, literalmente, en el Sur de Europa. Lo que tal vez es un indicativo de que, en el no-Sur, existe sólo nominalmente. La desaparición ha consistido en un cambio pequeño, como un botijo, esa cosa que también sorprende con su frialdad inesperada: el Estado ha pasado de detentar las funciones con las que, desde el siglo xix, fardaba con los amigotes, a ser un simple cobrador del frac. El Estado, vamos, tiene ahora como función cobrar deuda de la ciudadanía y entregarla a lo contrario de la ciudadanía, que ya no es el Estado, sino su primo mayor, la empresa. Esta mutación ha estrechado, a tiempo real y en visionado público, la política. La política en cada Estado del Sur consiste, básicamente, en decidir quién paga la deuda. Es un margen de discusión pequeño y de escaso tramo, pues la deuda, en el Sur, la ha acabado pagando la sociedad, que no la creó. En el Sur, una amplia zona de Europa en rápida y violenta transición hacia la postdemocracia –una democracia sin Bienestar y sin posibilidad de margen de actuación política, en la que el único fósil democrático que persiste es la representatividad a través del voto–, los gobiernos están desposeídos de su prestigio, de los mecanismos culturales que les brindaban autoridad y reconocimiento. Es una absoluta crisis democrática y de la representatibidad. De la que no se escapa ningún gobierno. ¿Ninguno? No. Al parecer se salvan dos. El actual Govern de la Generalitat y el próximo Govern de la Generalitat.
EL CONCEPTO «AQUÍ». Estos gobiernos son tan del Sur que, epistemológicamente, huelen a lentejas. No se diferencian de ningún otro gobierno del Sur. Carecen de margen político hasta el extremo de que el actual Govern no ha emitido ningún presupuesto, esa cosa que demuestra periódicamente que los Gobiernos existen, que son muy listos y que tienen un plan que nunca comprenderás, esa cosa que, hasta hace poco, era considerada la gran herramienta de transformación en los gobiernos democráticos. El único margen político, impuesto desde fuera –como pasa en todos los gobiernos del Sur–, es el pago de deuda. Una actividad que realiza a tutiplén y con cierto arte. A saber: el anterior Govern, presidido también por Artur Mas, fue pionero en la Península de los recortes que han acabado con el Bienestar. El actual Govern, al no formular presupuestos, está gestando un recorte presupuestario legal –por ley, la no emisión de presupuestos está penalizada con ese recorte– de cerca del 30%, lo que supondría, a escala, un recorte superior cuantitativamente al mayor recorte griego. Con los papeles en la mano, por tanto, estos Governs de la Gene han labrado y, en breve, realizarán, la mayor amputación de derechos y de Bienestar –casi nada: el Bienestar es la forma de democracia en Europa–, en Occidente, el único locus del mundo mundial en el que esos dos cacharros –derechos y Bienestar–, han ido oficialmente de la mano desde 1945. Curiosamente, y en lo que es el caso de la cosa, este Govern –y el anterior y, me temo, el próximo–, es el menos erosionado de Sur.
LA POLÍTICA COMO SÍMBOLO. En un entorno en el que las instituciones están bajo sospecha, las elecciones catalanas son las que cuentan con mayor participación de votantes. El Govern català –uno de los más corruptos de Europa / uno de los gobiernos y entornos gubernamentales más encausados judicialmente en el continente, uno de los gobiernos que más se ha empleado a fondo reprimiendo a la ciudadanía en los últimos 5 años / el gobierno con mayor proporción de policías imputados por violencia contra su sociedad–, no sólo existe, a pesar de su iniciativa nula y a su escaso rol político, sino que tiene el lujo de ser el único gobierno del Sur con capacidad para marcar la agenda informativa de su país, algo que ni siquiera es posible, esta mañana a primera hora, en Madrid, ese punto del mapa en el que, apenas hace un par de años, se podía marcar la agenda informativa de todo el Estado con una simple declaración emitida por un político. ¿A qué se debe eso? En tanto que Gobierno, eso se debe, indiscutiblemente, a la emisión de política que realiza. Es decir, a la percepción de la ciudadanía ante su obra. Una obra conceptual, pues los gobiernos del Sur, los gobiernos reducidos a departamento de Recursos Humanos de sus acreedores, sólo pueden emplearse a una obra efectiva. Esa obra nominal, con la que se llenan la boca y se limpian, con la que hay días enteros en los que su obra recortadora y pagadora de deuda es invisible, es la independencia. Resulta inverosímil que el Govern català –un gobierno no muy diferenciado del español en sus aficiones y gustos y, glups, en algunos de sus referentes históricos–, apueste por la independencia, una demanda ajena a su tradición. Aún así, esa propuesta independentista, que no gestiona –más allá de las declaraciones, la propaganda y medidas no efectivas–, y que parece no tener muchas ganas de gestionar, le está salvando la vida. Y ha conseguido algo difícil, si no imposible en esta época: la cohesión social, o al menos cierta agrupación, de la sociedad en torno a un gobierno. El grueso de los partidos –por activa, pasiva o por contraria–, y gran parte de la sociedad –entre ella, por supuesto, amigos a los que amas y que han contribuido a tu formación, y que en el salón de tu casa te hablan tranquilamente de españoles y de catalanes, dos mamíferos fáciles hoy de distinguir, dos categorías intelectuales que, por lo visto, explican mejor que ninguna otra forma dos ideologías, difíciles de explicar a través de las ideologías, dos categorías, incluso, morales–, han entrado a trapo con la propuesta gubernamental, convirtiéndola en la agenda de lo cotidiano. Entrar a trapo consiste en aparcar el control al gobierno, en perdonarle su crueldad, en disculpar sus medidas sociales y económicas, en omitir su saqueo de la sociedad y su violencia porque, en breve, ese gobierno nos traerá un Estado, esa herramienta soberana que nos devolverá una economía y unos derechos pisoteados.
EL ESTADO. ESA HERRAMIENTA. ROTA. El Estado, esa cosa que empieza a no tener forma de Estado en los Estados del Sur, aparece presentado en Catalunya como una herramienta codiciada, fundamental. Es el sello de la normalidad. Catalunya quiere ser normal, y tener, por tanto, esa herramienta. Como Grecia, Portugal, Italia o España. Precisamente ahora, cuando en esos países el Estado es una herramienta, sí, pero de instituciones no democráticas, como la UE, el FMI y las empresas financieras. Precisamente ahora, cuando en alguno de esos Estados expuestos a una violencia económica inusitada, los defensores más razonables del Estado apuestan, desde la insurgencia, por un proceso de reforma absoluta del Estado, que profundice la democracia, que garantice el Bienestar, que gestione el impago, y que se enfrente a la UE, esa institución que no reconoce a la ciudadanía como interlocutor, pero sí, al menos oficialmente, al Estado. El Govern català, en ese sentido, parece no apostar por ese Proceso Constituyente horizontal que se está formulando en algunas sociedades. Apuesta, curiosamente y concretamente, por la creación de un Estado sin ese Proceso Constituyente reclamado por amplios sectores. Tanto Artur Mas (CiU), como Oriol Junqueras (ERC), en las pocas ocasiones que han descrito el futuro Estado Catalán, han expresado que sería un Estado dentro de la UE que aportaría, como valor diferenciador frente al actual Estado Español, el hecho de ser más cumplidor con las directrices UE que el Estado Español. Pese a ello, pese a la similitud básica del proyecto de Estado Catalán con el Estado que ya disponemos –ese chollo–, el nuevo Estado es la única política para nuestros políticos y, al parecer, para amplios sectores de la sociedad. Es el único juguete. De lo que se deduce que no hay otro juguete. No queda. Los demás se han roto. Si todos hemos entrado a trapo en todo esto, es que no hay otros trapos. Cuesta mucho que en una sociedad sólo exista un trapo con el que envolverse. Concretamente, cuesta mucha violencia. O, al menos, debe haber costado una violencia inaudita que una sociedad, como la catalana, que hasta hace pocas décadas se caracterizaba por la presencia de un sentimiento y una inteligencia anti-estatalista, vea en el Estado lo mismo que su Govern: un hecho liberador. Es decir, lo contrario a lo que siempre ha tendido a ver en el Estado.
EL EXTERMINIO EN DEMOCRACIA. Esa depuración de tendencias, esa eliminación de grupos, ideologías y estados de ánimo frente al Estado, se ha producido, en última instancia, en democracia. En apenas 35 años. La cultura democrática española, la Cultura de la Transición, es una serie de mecanismos que crean cohesión vertical entorno a un Estado y un Gobierno. El hecho mismo de que una sociedad vea como suyo un enfrentamiento entre dos Gobiernos –el catalán y el español–, que viva las declaraciones y silencios gubernamentales como suyos es, pues, un sello de esa cultura española. Es curioso que la consecuencia más radical de esa cultura españolísima –en la CT/Cultura de la Transición, el único tema discutible ha sido el territorial y no, pongamos, la propiedad, el reparto de la riqueza, la pobreza…–, pueda entrañar el fin del Estado español. Es menos curioso si se recuerda que a un Estado del Sur, tal y como está el patio, se le puede permitir nacer, morir, o cambiar de forma política, siempre y cuando asuma su parte de deuda. Alguna contrapartida política, en fin, debe de haber en un momento en el que la política es tan mínima. Otro españolismo, otra esencia cultural de la CT en todo este proceso, es la depuración intelectual catalana que ha homogeneizado la sociedad, que ha hecho desaparecer lo raro. Tanto en España como en Catalunya, la cultura –en lo que es otro rasgo de la CT–, ha sido la ideología del Régimen’78. Es decir, izquierdas y derechas pactaron la cultura, la desproblematizaron y la devolvieron a la sociedad como el gran nexo comunicador con el Estado, como la mayor garantía de cohesión, como el límite de lo posible, como los marcos en los que transcurriría la realidad. En Catalunya, esa cultura elevada/reducida a su máximo común divisor, pasó por adquirir gratuitamente los grandes hechos diferenciales catalanes a sus creadores, usuarios de una derecha catalana ejemplificada en Vicens Vives. Esta adquisición cultural es un revisionismo histórico absoluto. La historia contemporánea de Catalunya pasa así a ser la historia de un sujeto, la burguesía catalana, que a su vez es depurado hasta que no lo reconoce ni su madre. Ni los hijos de sus empleados. Deja de ser un sujeto que explota o, directamente, asesina a sus trabajadores, que se asocia con lo peor de la Monarquía o el Franquismo para proteger su propiedad, y pasa a ser, directamente y sin pasar por la casilla de salida, en el elaborador, depositario y difusor de la catalanidad. Y de la Historia, con mayúsculas, pues la Historia de Catalunya pasa a ser la historia de ese sujeto que existió precariamente, y luchando con violencia por su subsistencia, y que ahora es el creador del catalanismo y de una economía industrial enfrentada a España, ese país brutal y culpable de todos los excesos que uno ve por la tele. Es el emprendedor, el autor de cacharros civiles y cívicos que nunca existirán en España, como el Palau de la Música. Es la civilización. Lo que queda fuera de su pack, por tanto, no es civilizado. Es la barbarie. No cuenta. No forma parte del relato. Salirse de ese relato, observar esa cadena lógica que falsea el pasado y el presente, que catalaniza la derecha local, y que convierte a la derecha catalana actual en defensora de la democracia y la libertad que está destruyendo, es de bárbaros. Y nadie quiere ser bárbaro. Fuera de una cultura vertical, fuera de esta CT catalana, hay muy poco. Y dentro, todo, aunque quepa muy poco.
EL EXTERMINIO EN DICTADURA. Y todo lo que queda fuera de esta cultura catalana de laboratorio, reinventada hasta en su sujeto histórico es, como indica su nombre, todo. Es decir, el relato. Un relato que es tal vez la originalidad histórica de Catalunya: su antiautoritarismo, los recelos de su sociedad ante el Estado, sus aportaciones a la democracia –fundamentalmente, a la democracia económica–. Un relato –o mejor: fuentes para establecer otros relatos; un país no tiene un sólo relato jamás– que la democracia ha borrado, y que la dictadura exterminó con otros mecanismos, igual de efectivos pero aún más violentos. Quedan fuera unas instituciones catalanas –el Consell de Cent, fundamentalmente–, que desde la edad media ejercen un control del Estado y una oposición a la monarquía llamativas, y que en el siglo xviii, junto a Holanda e Inglaterra, descubren el constitucionalismo y una incipiente democracia. Una tradición del motín frente a la leva forzosa –frente a los abusos cotidianos del Estado, vamos–, que se inicia en el siglo xviii y que llega hasta el siglo xx. Formulaciones antiautoritarias y anticapitalistas que empezaron a nacer a principios del siglo xix. El nacimiento de un federalismo antiautoritartio, de la mano de Pi i Margall, un tipo extraño, que formuló el federalismo incluso antes que Proudhon, y que veía en él no la unión de Estados, sino la federación de personas, una forma de diluir el Estado en entidades que se controlarían entre ellas, hasta llegar al municipio, el lugar en el que la democracia –política y económica–, sería directa. La incorporación de un anarquismo bakunista, desde 1869, que rechazaría el uso de la política y que apostaría, en el tiempo, por un anarquismo cultural y diario, el anarquismo como consumo y difusión de cultura, como modo de vida, como pedagogía, como cambio lento pero inapelable, a pesar de las periódicas represiones del Estado, con las que cada cierto tiempo se intentaba eliminar esa tradición, como sucedió a finales del xix y a principios del xx. Un sindicalismo combativo y transformador, que consiguió, para todos los habitantes del Estado, la jornada de 8 horas, y que se enfrentó a un empresariado armado y a una dictadura militar. Una revolución social vehiculada a partir de la CNT, el mayor sindicato –en términos absolutos– de Europa, que duró cerca de dos años, en la que se practicó la democracia económica sin Estado, en la que el titular jurídico de la propiedad de los medios de producción fueron sus trabajadores. Un corto periodo, por cierto, en el que Catalunya, sin adquirir la forma de Estado, esa forma sometida a sospecha desde hacía siglos en Catalunya, se consiguió el techo histórico de autogobierno –de autogestión, vamos–: justicia, defensa, relaciones exteriores… Algo, en fin, que es difícil que ahora Catalunya adquiera con la forma de Estado. Toda esa tradición dispersa, contradictoria, difusa y únicamente ordenable a partir de una cara de póker colectiva ante el Estado, desapareció con el fascismo. Pero siguió siendo la tradición, en ausencia de otra, en ausencia de otro recuerdo, recurrida por movimientos sindicales –como la primigenia CCOO, de estructura libertaria–, vecinales y de resistencia al Franquismo, que a partir de estructuras no partidistas fabricaban puntos de vista colectivos y horizontales. Como algunos de los movimientos contrarios a la Transición política española, fueron exterminados también en democracia por no ajustarse al canon de lo que se esperaba del pasado. Y que el actual Govern nos quiere devolver.
EL TRAPO. Estamos solos ante un trapo porque no hay nada más. Nos iría bien disponer ahora de otros trapos, que nos ofrecieran otros puntos de vista extinguidos. Que el sentimiento nacional existe. Como el sentimiento religioso, pero que, como el sentimiento religioso, debe de pertenecer, a partir de cierta casilla, a la índole interior y personal. Que un Estado no es una entidad identitaria, sino otro negociado, que recurre a lo identitario para, comúnmente, desentenderse de sus sociedades. Que Catalunya existe, pero que esa existencia no implica tener Estado. Que el hecho catalán, desde otras perspectivas, puede ser explicado también como la lucha contra el Estado. Que los catalanes hablamos catalán, la mayor lengua europea sin Estado, porque así lo decidimos, sin la cobertura de ningún Estado, y que ello supuso un enfrentamiento dilatado contra el Estado. Que se nos explique qué es lo que se nos quiere devolver con un Estado, porque posiblemente ya lo tenemos e, incluso, no lo queremos. Que conseguir un Estado no es una solución a todo. Que posiblemente, incluso, no es nada. Que la política, en muchas ocasiones, está fuera de la política, raptada por el Estado. Que, tal vez, estamos viviendo un rapto. Otro. Que tiene su morbo ver –si se da el caso, poco probable– la destrucción del Estado español, ese Estado salvaje, impasible y sangriento. Pero que eso no nos libera de que nos reproduzcan, ante las narices, un Estado con las mismas características, con la misma cultura política, elaborado por aquellos que ha logrado sobrevivir históricamente gracias a las ayuditas, violentas, del Estado español.
La tradición a la que pertenezco, exterminada pero repleta de futuro en un siglo xxi en el que el Estado no será el lugar en el que se realice la democracia y la política, no tiene ningún problema con el hecho de que haya un Estado más, o un Estado menos. No vive en el Estado. No se relaciona con el Estado. Le es indiferente ignorar al Estado español o catalán, si bien, tradicionalmente, nunca se ha enfrentado al nacimiento de un Estado –por ejemplo: Pi i Margall: «no estamos contra el catalanismo, porque es menos que el federalismo»–. Y, en verdad, es poco relevante, en términos de libertad, el nacimiento de un Estado o la fusión de chorrocientos en una UE postdemocrática. Encuentro a faltar, mucho, con una soledad personal que me es difícil narrar, tradiciones de desconfianza al Estado, que ahora podrían hablarnos de cosas que, mientras hablemos del Estado, volverán a ser aplazadas. La defensa del débil, la justicia social, el hecho de que sólo vivimos una vez, una vez en la que nos exponemos a tres tramos de debilidad –la niñez, la enfermedad, la vejez– y en la que, a pesar de todo, no tendremos otra oportunidad de ser absolutamente libres y completos. Resulta difícil no hablar de eso, sino de todo lo contrario. De un Estado que velará por nuestra identidad, y nos ofrecerá las herramientas de las que ya disfruta Grecia, y poco más. No hay sitios, tradiciones, desde las que hablar de todo eso. Fueron exterminadas.