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03.09.2013

Notas sobre el patriotismo revolucionario y otras identidades discretas

Al escribir estas líneas se desarrolla en torno a quien las redacta una interesante situación política que, en Catalunya, acaso conduzca a la aparición de un nuevo Estado en un plazo relativamente corto de tiempo. Frente a esa dinámica, cada cual habrá de tomar y tomará postura, incluso cuando, creyendo refugiarse en opciones al margen, acabe descubriendo que su neutralidad le ha convertido en cómplice de alguna de las posiciones enfrentadas. También podrá optar por contemplar los acontecimientos desde un escepticismo que podrá pasar como expresión de sabiduría, cuando quizás lo sea en realidad de pusilanimidad o cobardía. Si se decanta con mayor o menor entusiasmo por alguna de las alternativas encaradas lo hará barajando tanto un repertorio de teorías disponibles como una cierta jurisprudencia histórica que le permitirá racionalizar sus determinaciones para hacerlas plausibles y llegar a creer que son la consecuencia de una reflexión política seria y no de un precipitado en el que se confunde lo sabido, lo vivido y lo pensado.

¿Qué sé o creo saber? Sé, como antropólogo social, que el nacionalismo en su forma contemporánea guarda una notable analogía con la religión, de la que vendría a ser su sucedáneo, no sólo porque parece conformado como un sistema de mitos y ritos, sino, sobre todo, porque los procesos de secularización que, a partir de la Ilustración, acompañaron las distintas vías de acceso a la modernidad le asignaron una tarea de articulación ideal y emotiva de la sociedad idéntica a la que habían desempeñado hasta entonces cultos y credos. Ahora bien, si la antropología nos ha enseñado algo importante, es que las conductas religiosas explícitas o implícitas no deben ser estudiadas sino en acción, es decir en función de su despliegue en contextos concretos y de las funciones que cumplen y los objetivos que satisfacen o tratan de satisfacer en cada uno de ellos. Lo mismo, por tanto, por lo que hace al nacionalismo, que en sí mismo no es mucho más que un conjunto de certezas generales, una forma a la que le corresponden contenidos no ya distintos, sino con frecuencia antagónicos, y cuya eficacia movilizadora puede aparecer invertida al servicio de causas y metas que no pocas veces se antojan incompatibles entre sí, a pesar de que invoquen entidades místicas –la patria, la historia, la tradición, la raza, la cultura, la ciudadanía…– idénticas.

Digamos que los cultos patrióticos aparecen implicados en procesos muy distintos entre sí, entre los cuales es evidente que un buen número tiene que ver con la constitución y el mantenimiento en Estados que, desde su misma formación, han aspirado a la homogeneidad o, cuanto menos, a la congruencia de sus componentes identitarios y que han visto como una fuente de ansiedad cualquier desmentido de la uniformidad buscada, castigando o excluyendo a los sospechosos de haber vulnerado o cuestionado las fronteras simbólicas que protegen de los peligros que acechan toda supuesta esencia. Para ello esas entidades nacionales no han dudado en negar o vulnerar el derecho de otros colectivos a reclamar en su seno una identidad propia, por construida y artificial que ésta fuera también, pero que nunca lo sería más de aquella otra que pretende subsumirlas. En ese sentido, es cierto lo que a veces se afirma de que lo que se opone a un nacionalismo suele ser otro nacionalismo o, al menos, una identidad en apariencia alternativa a la nacional o étnica, que sería la del cosmopolita, que, como todo el mundo sabe, es aquel que esté donde esté, vaya donde vaya, siempre se sentirá por encima de los demás. Es decir, todo nacionalista se siente y se sabe superior a los demás nacionalistas, aunque siempre será superado por quien se proclama «ciudadano del mundo», que estará seguro de que tiene motivos para considerarse a sí mismo superior tanto a unos como a otros.

También sé hasta qué punto el nacionalismo ha tenido expresiones agresivas y devastadoras, acaso intensificadas en fases históricas recientes como consecuencia de las grandes inercias de la homogeneización cultural que acompaña la economía capitalista y su implementación global, que conllevan un desdibujamiento de los perfiles y de los límites culturales y suscita un mundo cada vez más invertebrado y modular, más regido por códigos desconocidos. Frente a esa consciencia de crisis e inseguridad, a la proliferación de espacios abstractos como los cibernéticos, al flujo constante de capitales y verdades, al aumento de las interrelaciones y las mixturas…, se desvanece toda ilusión de pureza y se busca el contrapeso de tal frustración en autenticidades que, ajenas al mundo, no pueden ser más que puramente teóricas y encontrar su confirmación sólo en el dogmatismo ideológico o en la efusión sentimental. En casos extremos, sólo la violencia fanática podrá restablecer esa unidad nunca conocida, pero que se puede sentir como perdida o enajenada. Ante la fragilidad de lo real, sólo queda ya la estabilidad inmutable de las identidades más feroces, aquellas que se alimentan de sus propios frenesís, que serán tanto más severos cuanto más se empeñe la experiencia en desmentirlos y que no dudarán en aplastar, en cuanto sea preciso, aquello o aquellos que se atrevan a recordarle que sólo puede existir como sueño para unos y pesadilla para otros.

Ahora bien, una vez constatado que, en efecto, tanto la exclusión como la inclusión forzosa de grupos humanos es hoy ejecutada en base a argumentos en clave identitaria, también forma parte de lo sabido que no es menos cierto que la identidad étnica o nacional –siendo esta última la politización de la primera– puede servir –y sirve con idéntica eficacia– para que esos mismos grupos sociales maltratados busquen precisamente en la proclamación de su identidad –no pocas veces aquella que se les asignó con fines estigmatizadores– un instrumento a través del cual sintetizar sus intereses particulares y la lucha por su emancipación. Como ocurre con las demás religiones, el nacionalismo puede ser un instrumento de dominación, pero también un estímulo para la impugnación de los poderosos y el desacato. Sabemos bien que ese ha sido el caso de todos los conflictos antiimperialistas, de todas las guerras de liberación nacional y de todas las vindicaciones de sectores que se deciden poner fin a la inferiorización de que son víctimas. Ese uso del diferencialismo como activo o reactivo en pos de la equidad se basa en un postulado lógico, cual es que para que alguien o algo sea reconocido como sujeto –colectivo, en este caso– igual a los demás sujetos es indispensable haber sido habilitado antes como entidad diferenciada y diferenciable en condiciones de interpelar o ser interpelada por no importa qué administración política centralizada, incluso aquella contra la que se está en lucha.

Esa potencialidad del diferencialismo identitario étnico o nacional como razón para el igualitarismo fue asumida por las organizaciones comunistas a partir del Congreso de los Pueblos de Oriente en Baku, en septiembre de 1920, que llevó a la sustitución del lema «Proletarios de todos los países, uníos» por el de «Proletarios y pueblos oprimidos del mundo, uníos». Desde entonces, los procesos revolucionarios de inspiración marxista han solido ser patrióticos, al mismo tiempo que las grandes revueltas anticolonialistas del siglo xx se han postulado en mayor o menor grado socialistas: Angola, Cabo Verde, Argelia, Guinea Bissau, Vietnam… Abundan ahora mismo en esa dirección los procesos en marcha en Venezuela, Ecuador o Bolivia. La revolución cubana, con su consigna «Patria o muerte, venceremos», explicita bien esa síntesis. Lo mismo para determinados conflictos en Europa occidental, como en casos como el corso, el bretón, el norirlandés o el de los diferentes independentismos surgidos en el Estado español, todos los cuales han conocido abordajes de signo marxista-leninista. También ahí cabría recordar que el hecho no es específicamente novedoso. En la década de los años 10 del siglo xx, Lenin ya se ocupó de criticar a quienes consideraban que el derecho de autodeterminación que se reclamaba para los pueblos colonizados no era aplicable al caso de conflictos análogos que tenían su escenario en la propia Europa. El propio Lenin ya establecía que lo que se reconocía como objetivo legítimo para Turquía, Egipto, India, Jiva o Bujará –por citar los casos que él mismo proponía–, lo era también para Noruega, Finlandia, Polonia o Ucrania, e incluso para Irlanda, por cuya revolución de 1916 expresó su simpatía. De hecho, cabe recordar asimismo que los partidos comunistas europeos plantearon la lucha antifascista en clave patriótica, sobre todo como reacción a la ocupación o –como en España– la intervención extranjera en sus territorios.

El apoyo o la participación activa en todo tipo de movimientos nacionalistas coincide –tampoco hay que olvidarlo– con el hecho de que los países del «socialismo real» ejercieran una severa represión contra los brotes secesionistas que surgían en sus propios territorios, como pudimos y podemos comprobar en los casos de la Unión Soviética o ahora mismo en China. Esa contradicción es relativa, puesto que no existe en realidad un fundamento doctrinal sólido que permita fijar con claridad cuál es la postura que cabe adoptar frente a la existencia de climas sociales en los que el nacionalismo como idea y sentimiento-fuerza actúa como desencadenante o –por expresarlo como Weber hubiera propuesto– como guardagujas de determinados procesos históricos. Un buen número de teóricos marxistas han hecho aproximaciones a la problemática nacionalista, pero no existe una doctrina propiamente marxista del nacionalismo, de manera que sus análisis y tomas de posición han podido ser diametralmente opuestas. Es verdad que Lenin apostó por dar soporte o animar a las movilizaciones secesionistas, pero no lo es menos que Rosa Luxemburg, por ejemplo, siempre sostuvo la incompatibilidad del nacionalismo con los objetivos genuinamente revolucionarios, encabezando una larga tradición de posicionamientos marxistas que han venido denunciado la indisoluble dependencia de todo nacionalismo con respecto de los intereses de la burguesía.

Lo que es incuestionable es que cada configuración histórica y cultural ha conocido maneras distintas de actuar ese emulsionador libre, por así decirlo, que son los sentimientos e ideas nacionalistas con otros componentes de cada realidad, dependientes a su vez de su propio desarrollo económico, de la correlación de fuerzas sociales presentes o de las relaciones entre sociedad civil y Estado, entre otros factores, haciendo que un mismo nacionalismo haya podido recibir apropiaciones del todo distintas al interseccionarse con variables como la clase social o la religión. El caso catalán es bien significativo al respecto. No cabe discutir que un cierto nacionalismo cultural aparece, de la mano de una cierta intelectualidad católica, como instrumento al servicio de los intereses de la burguesía industrial frente al freno que para sus objetivos suponía un Estado central incompetente en orden a garantizar el acceso a la plena modernidad. Pero no es menos cierto que importantes sectores populares asumieron el catalanismo como un elemento cohesionador que reforzara en clave nacional sus luchas.

Es ahí donde una vez más podemos reconocer en la historia de los combates sociales la importancia de poner en valor el idealismo nacionalista sólo a partir del uso que de él se haga por parte de las fuerzas en litigio. Así, una fracción importante de la clase obrera pudo identificar nacionalismo con burguesía y así ocurrió sin duda en el caso del republicanismo radical de las primeras décadas del siglo xx. Esa hostilidad contra el nacionalismo la heredó la CNT cuando asumió la hegemonía entre el proletariado urbano catalán, sin que sea menos cierto que el anarquismo albergó una tendencia catalanista como la que representara Josep Llunas i Pujals. Más significativa todavía es la deriva marxista-leninista del catalanismo progresista de los años 20, que se concreta en partidos como Estat Català-Partit Proletari y luego el Partit Català Proletari y el Bloc Obrer Camperol, de los que luego surgirían tanto el POUM como el PSUC, en cuya constitución jugaron un papel crucial personajes provenientes de la izquierda independentista, como Amadeu Bernadó, Pere Aznar, Artur Cussó o Pere Ardiaca. Recuérdese que el PSUC protagonizó el único caso en que Catalunya fue admitida como nación con entidad propia en un organismo internacional, en este caso la III Internacional. Es verdad que las circunstancias impuestas por la lucha antifascista acabaron imponiendo opciones federalistas y que tanto la izquierda histórica –el PSUC y sus actuales herederos– como las organizaciones trotskistas o maoístas fueron, bajo el franquismo y luego, partidarias de la autodeterminación, pero no de la independencia, aunque no lo es menos que una apuesta por la soberanía absoluta de la nación catalana, como la que encarnan por ejemplo ahora mismo las CUP, sería del todo coherente con una larga tradición independentista de orientación marxista en Catalunya.

En cualquier caso, el ejemplo catalán vuelve a poner de manifiesto cómo la asunción de una identidad étnica o nacional no puede ser entendida al margen de la manera como fracciones sociales con intereses y objetivos específicos la emplean como fuente de legitimidad. Dicho de otro modo: tanto las formalizaciones doctrinales como las emanaciones sentimentales de tipo patriótico sólo deberían resultar comprensibles como la manifestación de conflictos en el seno de una estructura social dada, usufructo concreto de un referente permanentemente móvil y, por tanto, procurador de todo tipo de sombras y ambivalencias.

Hasta aquí lo sabido. Pero también está ahí lo vivido. Entra en juego en este caso la experiencia de quien fuera un chaval del barrio de Hostafrancs, un hijo de charnegos que intentó amar y creyó posible una España republicana que ahora contempla la más remota de todas las posibilidades; que inició su militancia comunista de ahora mismo a los 14 años y que desde entonces vivió inmerso como inseparables doctrinalmente las reclamaciones nacionales catalanas y de clase…, una apreciación que compartía la policía política franquista con su obsesión de definir a los suyos como «rojos separatistas». Pero esos son sólo algunos elementos reconocibles como políticos que destacan en un tumulto de recuerdos biográficos del que emanan a borbotones imágenes, texturas, olores, sabores y sonidos. Esa identidad no es en realidad ninguna identidad, puesto que no aceptaría ser reducida a unidad alguna. Como toda identidad, no es otra cosa que un incierto nudo entre materiales vivenciales incomprensibles por separado. Los elementos de esa identidad magmática conformarían un continuo cuyos elementos sólo se distinguirían entre sí a partir de principios lógicos de analogía y correspondencia. Esa identidad puede ser experimentada, pero no pensada. Para hacerla inteligible es preciso convertirla de continua en discreta, de analógica en digital. Es entonces cuando la identidad se convierte en identificación que te permite o le permite a otros distinguirte a partir de tu ubicación en una trama clasificatoria en que toda diferencia se convierte en oposición.

Es entonces cuando las circunstancias obligan a esa brutal simplificación que convierte la fragmentaria, compleja y contradictoria experiencia de cada cual en adhesión forzada o voluntaria, a veces hasta entusiasta, a una etiqueta sin la cual no es posible salir a jugar a la historia. Puestos a convertir lo sabido y lo vivido en decisiones políticas, concluyes que una ecúmene confraternal entre los llamados «pueblos de España» es la más improbable de las quimeras. Piensas que acaso puedas rescatar a Catalunya de los parásitos sociales que se han pasado décadas vendiéndola y ahora proclaman suya. Te imaginas que acaso se está ante una oportunidad irrepetible de volver a empezar y de inaugurar otra forma de vivir y convivir. Has entendido que, interpelado por los hechos, tienes que elegir, con la intuición de que lo más probable es que en algún lugar cercano del camino te espere la decepción. Pero los tiempos que corren no te esperan y uno acaba sumergiéndose en los acontecimientos creyendo que los protagoniza y que su devenir depende de ti. Consciente de tu propia ingenuidad te sientes entonces vanidosamente llamado…, y acudes.