19.12.2006
Acallar el miedo
Los actuales tiranos no tienen ningún miedo de aquellos que hablan. Esto pudiera ser posible todavía en los buenos viejos tiempos del Estado absoluto: Mucho más temible es el silencio –el silencio de millones y también el silencio de los muertos, que día a día se hace más profundo y que no acallan los tambores, hasta que se convoque el juicio. En la medida en que el nihilismo se hace normal, son más temibles los símbolos de vacío que los del poder.
Ernst Jünger, Sobre la Línea
Sales a la calle, miras a tu alrededor y te asombras: todo funciona. Esa pareja, el paso de cebra, la valla que te avisaba del hueco que al final no viste, la coreografía de pasos caóticos… Por un momento te estremeces. Sientes vértigo. Sólo-fue-un-momento-menos-mal. Te recuperas. Sigues caminando. No debes llegar tarde… a tu vida.
Lo obvio es, entonces, un campo de consenso en el que hemos sido desposeídos de nuestro lenguaje (…) ¿Dónde encontrar hoy palabras que hieran, que puedan ser lanzadas como flechas al cielo de la obviedad? (…)
Aturdidos por la estupidez de nuestro silencio y el ruido de nuestras palabras.Mar Traful, Por una política nocturna
Todo funciona.
Manifestación exterior y experiencia interior a la vez, la emoción de miedo libera, por tanto, una energía inhabitual y la difunde por todo el organismo. Esta descarga es en sí una reacción utilitaria de legítima defensa, pero que el individuo, sobre todo bajo el efecto de las repetidas agresiones de nuestra época, no siempre emplea en el momento oportuno.
Jean Delumeau, El Miedo en Occidente
¿A costa de qué?
1. EL MIEDO
Del miedo sólo se logra escribir desde la salvación. Por eso, por mucho que se haya escrito del miedo, nunca se podrá escribir el miedo.
1.1. Cuando el miedo es el mensaje
El flujo de movimientos que conforma nuestra realidad se mueve hoy en el espacio abierto por el miedo. El sentimiento del miedo no es en absoluto de reciente invención y bajo una forma u otra siempre ha tenido reservado su lugar. Sin embargo hoy su protagonismo desborda los cauces anteriormente por él marcados, inundándonos en su exceso.
Hoy la realidad se compone de fragmentos conectados, de vidas fragmentadas puestas en conexión, pero aisladas. El espacio de lo común parece ser ya sólo un leve recuerdo que sonroja al ser evocado fuera de contexto, donde parece, hace tiempo, encontrarse. Cada uno de nosotros estamos solos, dejándonos vivir por nuestra propia vida que nos es así siempre extraña al tiempo que tan cercana que copa todo nuestro horizonte de visión: no hay nada más, esto es lo que hay, (h)ay mi vida…, reafirmando una y otra vez la obviedad que la conforma.
Hoy el día-a-día nos vive, y con ello la realidad nos atraviesa enderezándonos una y otra vez. Al ritmo de los tambores del fin de la historia el Capitalismo se echa un baile con la realidad, son tiempos de Movilización Total. Aquí no existen oasis, y todo afuera es el lugar de la exclusión que al mismo tiempo es un adentro en el sistema-red en el que todos, juntos separados, fluctuamos. Este afuera que está dentro es el agujero negro del que incesantemente huimos, trabajándonos las vidas. Este afuera que está dentro, el afuera de la exclusión, es la gasolina, para el motor del miedo.
Permitiéndonos retorcer una conocida frase, hoy parece indiscutible que el miedo es el mensaje, mensaje subliminal por ser ya el tatuaje de moda en nuestros cuerpos. Se teme la exclusión y se la teme desde la soledad que produce el aislamiento, en el que el miedo campa a sus anchas: cuando la desfragmentación de lo político roza con su desaparición y las categorías de lo psicológico inundan este espacio, cada uno de nosotros, solo, es la trinchera desde la que enfrentar la realidad… o desde la que rendirse. Cuando la llamada a lo colectivo no tiene quien la escuche, cuando la distancia es tal que ni a gritos nos oímos, entonces, estamos solos entre el barullo de voces; solos, entre la multitud de las conexiones.
Sin el espacio de lo común, y frente al agujero de la exclusión, nuestras vidas son las notas en la partitura del miedo.
1.2. La crítica en la Movilización Total
Más que nunca habrá que tener en cuenta la advertencia de Walter Benjamin de que no basta con preguntar cómo una teoría (o arte) determinado declara situarse con respecto a las luchas sociales; habría que preguntar también cómo funciona efectivamente en estas propias luchas.
Zizek, Repetir Lenin
Frente a estas coordenadas se hace hoy necesario repensar el lugar de la crítica, buscar el punto desde el que hacer fuerza, partiendo de la evidencia de la disolución de lo político y de la viscosidad de una realidad movilizadora que en su omnipresencia se muestra imposible de agujerear.
Que nuestra realidad es la del Fascismo Posmoderno significa que cada uno de nuestros actos efectúa la repetición constante de la misma realidad. Más allá de la motivación, –término que recogió la estrategia de generar dentro de la esfera del trabajo la adhesión de los individuos al funcionamiento productivo– cuando las paredes de la fábrica se vienen abajo y toda la realidad se hace, en su movimiento, productiva, se impone ya la evidencia de la Movilización. Ésta cobra fuerza encarnada principalmente en dos aspectos: la obviedad de la realidad –la fuerza con la que se impone la realidad ésta, de un modo totalmente excluyente– y el miedo a la posibilidad siempre efectiva de la exclusión, pero no sólo.
En tiempos de Movilización Total, cada vez más, un tercer aspecto se impone: la participación mediante la palabra. Cuando hablar moviliza, se ensalza el diálogo y la disponibilidad a la comunicación. Es por ello que hoy la crítica, lejos de resultar sistemáticamente acallada, es llamada a sentarse a la mesa de diálogo en la que se le ofrece voz –la justa, no se aceptan salidas de tono– para reordenar una y otra vez la misma realidad. Es en la obviedad insultante de la Movilización Total que hoy, lejos de ser un elemento antagónico al sistema, la crítica es limitada a funcionar de modo pseudo-dialéctico impulsando los cambios sin cambio y los avances estáticos del mismo.
1.3. El miedo en la Movilización Total
En la Movilización Total de las vidas, desde el aislamiento de éstas, el miedo funciona como elemento movilizador: bajo el fantasma de la exclusión, las soledades colonizadas por sí mismas se ponen a funcionar. Pero cartografiar el espacio del miedo en el Fascismo Postmoderno nos exige ir un poco más lejos hasta la relación que éste mantiene con la palabra. Hoy la palabra interviene e interrumpe en el miedo, lo moviliza para evitar su deriva bajo estas dos formas:
En la primera, el miedo es movilizado para que no caiga en su exceso, para evitar, digamos, una hybris del miedo; para la segunda, el miedo se moviliza para que no se salga de su cauce, para evitar, entonces, un desvío del miedo. El peligro que acecha tras la hybris del miedo es la desconexión; el que amenaza tras su desvío, la politización. Se produce una hybris del miedo, un exceso incontrolable, cuando éste ejerce sobre el individuo una presión tal que provoca en él un repliegue, que anula su deseo de participación en el proceso mismo de movilización: vivir, ponerse a trabajar, ponerse a dialogar, produciéndose con ello la desconexión, el individuo no participativo.1 Se produce un desvío del miedo cuando éste escapa de sí mismo y logra articularse de modo diverso al que se le prescribe, deskategorizándose, desvinculándolo de mí como individuo, dejando de ser mi miedo privado, para colectivizar su condición y encontrando su propio curso, que es ya su abandono, en la forma de queja colectiva frente un orden positivo, pudiendo llegar a la politización que elevaría los miedos personales a crítica colectiva del sistema.
Estos son los dos extremos del miedo que se pretenderá evitar. Dos también, de la mano de la palabra, las estrategias para ello. La primera pasa por anular la desconexión que produciría su hybris, llenando el espacio abierto por el miedo con la apelación a la participación: el discurso cívico ofrece un pseudo-espacio de encuentro que nos engulle en un proyecto de pseudo-convivencia; al tiempo, la conectividad de la comunicación nos mueve en el barullo de voces que ensordece y cubre el silencio de nuestras soledades; lo importante será no escuchar la evidencia de que ya no nos tenemos nada que decir.
La segunda remite a la palabra-pacto, que interviene para interrumpir el curso de un miedo desviado que habiendo escapado de sí en un gesto colectivo, encarnado en una demanda concreta, abre ahora una línea hacia su politización. Es en el punto de transición desde la demanda concreta en el orden positivo hacia la crítica general, donde la palabra –palabra-pacto, palabra negociada que concede y calma, mercado de la palabra– interviene hurtando al miedo su inicial potencia, cortando su línea de fuga, evitando la politización que sobreviene
«cuando esa demanda particular comienza a funcionar como condensación metafórica de la oposición global a «ellos», a quienes están en el poder, de modo que la protesta deja de referirse sólo a la demanda, para adquirir la dimensión universal que resuena en el reclamo particular (…) Lo que la pospolítica tiende a impedir es precisamente esta universalización metafórica de las demandas particulares»2
Lo importante será que mediante la palabra se frene el alcance o la desmesura del miedo que puedan impedir que los flujos del diálogo, de la participación, de la puesta en marcha de soluciones continúen, que se evite un cortocircuito en el funcionamiento de los mecanismos productores de sentido. Es, entonces, mediante la comunicación que busca conectarnos, mediante el diálogo que ofrece pactos y soluciones, que el miedo aparece ahora como motor de la movilización, pretendiendo así que su único movimiento esté limitado a la reafirmación de la realidad y nunca, en un exceso o desvío, a salirse de ella. Esto se logra manteniendo la situación –mediante la puesta en marcha de la palabra dialogada– a temperatura exacta de modo que aquél permanezca siempre en su justa medida, siempre en curso de ser solucionado.
El miedo pasa entonces a ser interesante, efectivo, no sólo como miedo informe a la exclusión sino como miedo dosificado para que el deseo de esquivarlo nos haga participar, nos ponga a hablar siempre y sólo en los justos términos a negociar nuestra precariedad, haciendo que la comunicación continúe: que no cunda el pánico.
Con nuestras vidas, con la palabra, el miedo se ha puesto, al tiempo, a funcionar. Debemos, por tanto, ir hasta el final del mismo y reapropiarlo en nuestra crítica esquivando a duras penas la obviedad de una realidad que nos pisa los talones.
Más allá del miedo se trata ahora de pensar, contra éste, nuestro miedo.
2. NUESTRO MIEDO.
De si hay vida más allá del sentido común.
El estremecimiento del Querer vivir.
Más allá –más acá– de todo aquello que se sabe y que nadie puede negar2 estamos nosotros y nuestro miedo. Somos nosotros con nuestro miedo. No queremos expulsarlo, superarlo, porque esa posibilidad no se actualiza ya más que como título de algún libro de autoayuda. Se trata ahora de ocuparlo, de liberarlo del espacio en el que lo encierra la amenaza latente de la desconexión y en el que lo recibe la alfombra roja de la comunicación. Exacerbar el miedo: ir, más allá de los miedos dosificados de hoy, hasta dentro de nuestro miedo mismo, para pasarlo, estremeciéndonos con él, hasta hacerlo callar en un acto de subversión.
2.1. Pasar el miedo: De dónde estamos cuando tenemos miedo
Con la felicidad acontece igual que con la verdad: no se la tiene, sino que se está en ella. Sí, la felicidad no es más que un estar envuelto, trasunto de la seguridad del seno materno. Por eso ningún ser feliz puede saber que lo es. Para ver la felicidad tendría que salir de ella: sería entonces como un recién nacido. El que dice que es feliz miente en la medida que lo jura, pecando así contra la felicidad. Sólo le es fiel el que dice: yo fui feliz.
Adorno, Mínima Moralia I
Como ocurre con la felicidad, el miedo no se tiene o se expulsa sino que se está en él. Se trata, si tomamos las palabras de Sloterdijk,3 de un ejemplo de confusión de cosas y medios que encuentra su reflejo en la forma misma del lenguaje, generando
«uno de los problemas más esquivos de nuestra gramática en tanto ésta nos condena a utilizar, tocante a fenómenos mediales, una lengua que está concebida para la articulación de estados de cosas objetivos. Por eso hablamos de cosas que nos sostienen, circundan, rodean y penetran de un modo no diverso a como lo hacemos de las que están frente a nosotros, con las que nos confrontamos y las que nos imaginamos»
Siguiendo a Sloterdijk, la distinción entre aquello frente a lo que estamos y aquello en lo que estamos es paralela a la distinción entre la facultad visual y auditiva. La primera impone una dimensión espacial de distancia, así como una relación exterior con el mundo –«el sujeto vidente está al borde del mundo»– mientras que la segunda opera una cercanía, un ser-en que definirá nuestra relación con el sentimiento del miedo. Cuando exacerbamos nuestro miedo en el espacio abierto por el nosotros, cuando nos adentramos en él y nos estremecemos, las distancias se acortan, y se genera la cercanía suficiente, esa que permite que cambiemos el habla… por susurros.
Actualmente, desde la Movilización Total, el miedo es gestionado a partir de una dinámica tal que, lejos de desmovilizarnos, nos dispone a hablar; desde la Administración se nos ofrecen soluciones dialogadas a las mismas problemáticas, a los mismos miedos que el sistema crea . Pero más allá –más acá– de sus miedos, nuestro miedo responde al empeño con que una y otra vez se impone, repetitiva en su dinamismo, la realidad; miedo porque que más allá de las palabras, no pasa nada.
Nuestro miedo, el miedo que es ya el nuestro, ha dado un paso atrás desde Hobbes al Deinon de Homero. No se trata, entonces, de huir del miedo mediante un ponerse a hablar inaugurador sino del terror que petrifica, to deinón.4 Exacerbar el miedo es, entonces, mirar a los ojos de Medusa para petrificarnos, para inmovilizarnos esquivando el ponerse a hablar movilizador. Petrificarnos, resistir a la movilización de nuestro miedo, okuparlo, requiere haber hecho entrar el vacío en nosotros, haber visto que más allá de la incansable movilización, en realidad no pasa nada. Estremecerse pasa por no dejar que se llene –de proyectos, de palabras cruzadas– nuestro vacío.
Inmovilizarse, estremeciéndonos, es darle alas a nuestro querer vivir.
Hay, en la sociedad-red, tres figuras de las que el petrificado debe diferenciarse:
a) La figura estática: El fijo,5 el precario, que está, a pesar de su carácter estático, movilizado. Moviliza su vida para ocupar el intervalo espacial que se le permite, en el que (sobre)vive y desde el que colabora a los flujos de circulación en red que posibilitan los proyectos.
b) La figura del excluido: Inmovilizado por exclusión, representa un elemento central en la Movilización, encarnando la amenaza que hace funcionar a ésta.
c) La figura trágica: Siempre anónima tras las tasas de absentismo, las bajas laborales o la venta de ansiolíticos; oculta tras la inflación de la tasa de suicidios, o de trastornos tan sorprendentes como el Hikimori.6
La inmovilidad de estas tres figuras, porque se trata de vidas privadas, movilizadas a partir de sus soledades, no puede ser otra que la que produce un pararse que separa. Sólo tres son las salidas que nos deja el miedo cuando éste está compuesto de los miedos políticamente correctos que nos suministra la Movilización:
a) (sobre)vivir en una vida precaria
b) construirse una exterioridad monstruosa,7 como alumno aventajado del capitalismo.
c) la patologización de la salida trágica.
Contra ello, la desmovilización que acompaña a la exacerbación del miedo (se) genera (en) un espacio común, un espacio de anonimato abierto por un nosotros resistente que hace estallar los límites en los que se ve acotada la desmovilización. Reapropiarse el miedo es romper estos límites, desobedecer, en un acto que desmoviliza, las reglas del juego, salirse del tablero a caballito del miedo, efectuar, en fin, un pararse que se para, y que no separa porque sólo sucede a partir de un nosotros, único modo en el que dejamos de pasar miedo para empezar a pasárnoslo. Pasar(nos) el miedo es estremecernos juntos en el espacio desmovilizado que se abre cuando nos paralizamos. Un mismo miedo, un mismo estremecimiento que surge de las mismas ganas de quebrar la realidad. Un miedo lejano de los miedos dosificados por la movilización, y que se acentúa tanto más cuanto éstos más se atenúan, neutralizados con limosnas (pisos de 30 m; 300 € al mes; 900 camas para 12.000 indigentes; mi trabajo precario) obtenidas en el diálogo del poder.
Apropiarse el miedo es luchar contra la obviedad con la que se reafirma cada día esta realidad, ignorando el miedo al abismo del acto.8 No se trata entonces de expulsarlo sino de apropiarnos todo su potencial inmovilizador. Expulsar el miedo, vencer el miedo hoy no son ya más que títulos de miles de manuales de autoayuda que muestran una y otra vez que ya es posible hacer negocio de nuestros sentimientos. Ni expulsar el miedo ni vencerlo, pasárnoslo, darle curso en una política nocturna que se desmoviliza, que no pide ni negocia nada, porque lo quiere todo. «El sentido común de dos males escoge el menos malo. Nosotros nos negamos a escoger».9
2.2. Acallar el miedo.
Estas son las razones que acercan el miedo al gozo: aquél es la clandestinidad absoluta (…) ¿quién podría decir: yo escribo para no tener miedo? ¿Quién podría escribir el miedo (lo cual no quiere decir contarlo)? El miedo no atrapa ni constriñe ni culmina la escritura: por la más inmóvil de las contradicciones, ambos coexisten separados
Roland Barthes, El Placer del Texto
El miedo no se dice ni se pasa, se lo pasa. Estar en el miedo supone la imposibilidad de hablar de él, de contarlo; no existe, podemos decir, la simultaneidad de la proferición y el sentimiento; el miedo paraliza y enmudece y sólo en el espacio abierto por un nosotros libera y despliega toda su potencia.
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«Porque no existe otro lenguaje, somos un balbuceo en el lenguaje del poder»
El miedo (movilizado: mantenido entre los límites en los que se le hace funcionar) es la condición de funcionamiento de la movilización total ante el que no podemos nada desde la soledad de nuestras propias vidas. Jugando con las palabras de McLuhan, habíamos podido constatar que el miedo es el mensaje. Pero hoy, cuando la comunicación está en la base de la movilización, cuando las llamadas al diálogo se repiten, cuando la palabra es capital y el miedo no logra escapar a la movilización, se impone la evidencia de que el miedo es un mensaje, que se reparte en palabras, que se intercambia en el diálogo que lo neutraliza robándole su potencia, en el diván, en congresos dedicados a la Seguridad, en negociaciones, en artículos… Que el miedo es un mensaje significa que ha dejado de ser (solamente) el contenido de una emisión cargada semánticamente (miedo a la represión, miedo a la exclusión) para pasar a ser él mismo comunicación, palabras cruzadas y descruzadas, verbalización. Se habla(n). Lo importante es calmar los miedos, siempre mediante el ansiolítico más eficaz: el diálogo: «¿Cuánto cuesta tu precariedad? ¿A cuánto vendes tu prejubilación?»
Esta voz pública de la precariedad se hace posible sólo ahora, 20 años más tarde10 cuando resulta evidente que el mal de muchos no conlleva ningún peligro más allá de un consuelo de tontos, en el que se ha perdido de vista el horizonte colectivo. No se crea por tanto ningún tipo de común más allá de una especie de comunidad percha11 en la que los individuos se reúnen (pescadores, camioneros, taxistas…) puntualmente para mantener conversaciones, para hablar de sus miedos en negociaciones con las que se espera hallar una solución también percha, provisional, que permita seguir tirando con la precariedad. Se espera. A la espera…cada uno con su miedo puesto, cada grupo colgado a su percha, en la misma ciudad, quizá incluso a la misma hora, pero sin oírse, neutralizándose, lejos de unirse, en un momento de simultaneidad de la palabra. Han estado cerca pero no se han oído, tendrán que dejarlo para más tarde, cuando quizá puedan ver las imágenes en los telediarios, a distancia, tele.
La situación que de este modo se produce la recoge lúcidamente Zizek cuando habla de Interpasividad, término que utiliza para referirse a:
«las cosas que se hacen no para conseguir algo, sino para impedir que suceda realmente algo, que cambie realmente algo (…) encaja con la fórmula de ‘¡sigamos cambiando algo todo el tiempo para que, globalmente, las cosas permanezcan igual!»
lo que en el ámbito del lenguaje se traduce en un «¡Hablemos todo lo posible de la necesidad de un cambio radical para asegurarnos de que nada cambie realmente!»12
La palabra, el colchón donde apoyamos la realidad… para que no se rompa.
El silencio, la apatía, la desconexión por desapego, la falta de entusiasmo son la amenaza para el funcionamiento de esta sociedad-red que persigue la adherencia de las personas a ella. Por este motivo, lo que se pretende es un (hacer) hablarlo todo, un hablar de todo, un traer todo a la vista por la palabra, para que nada quede fuera de la participación en la movilización, ni siquiera, por supuesto, nuestros miedos. Se trata, de algún modo, de un «derrocamiento ontológico de lo ausente».13 Ante esta llamada a la presencia, ante esta invitación a la movilización que culmina en el hablar de nuestros miedos, erosionándolos, para negociarlos, se impone una política nocturna, que no habla, susurra, que no negocia, exige, que no pide nada porque lo quiere todo, que ni tiene precio ni es precaria porque no «consigue mediante ruegos»,14 que no se calla, hace ruido.15 Es el espacio del nosotros que se pasa el miedo, que se estremece pasándoselo, un espacio del nosotros donde acallamos el miedo y hablamos en la cercanía frases inconclusas, susurros o profericiones incomprensibles en el diálogo del poder.
«La frase es jerárquica: implica sujeciones, subordinaciones, reacciones internas. De ahí su culminación: ¿cómo podría, una jerarquía, permanecer abierta? La frase es culminada (…) La teoría (Chomsky) dice que la frase es en sí infinita (infinitamente catalizable), pero la práctica obliga siempre a terminar la frase. Toda actividad ideológica se presenta bajo la forma de enunciados composicionalmente culminados»
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Acallar el miedo es dejar de hablar(lo), abrir un espacio de reapropiación del anonimato por el que nos colamos fuera del teatro dialógico del reconocimiento del qué y del quién en el que nos pone la democracia, que nos invita a elegir aun cuando es claro que sólo podemos eso, elegir, y que ahí acaba todo. Acallar el miedo es burlarse de la participación cívica, ciudadana a la que nos interpela la ciudad-empresa con sus mensajes, con sus invitaciones, con sus «danos tu opinión», con sus campañas de concienciación. Acallamos el miedo, en fin, cuando desafiamos la lógica del sentido común que nos tatúa, en cada espacio, la movilización total.
«El dinero gratis no se pide. No es una reivindicación que vaya dirigida al ciudadano para que restaure en el plano del derecho lo que es justo. El dinero gratis se da (…) El dinero gratis no se argumenta»
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Más allá de lo que todo el mundo sabe y nadie puede negar estamos nosotros y nuestro miedo. Desde este más allá –que es nuestro más acá– abrimos una política nocturna, un espacio en el que el miedo es ya nuestro miedo, en el que la crítica no es aquello que da voz18 sino el rumor con el que interrumpimos el discurrir comunicativo de la movilización, provocando ruido.
Más allá de lo que todo el mundo sabe y nadie puede negar está el miedo de que una y otra vez las palabras desaparezcan sin haber abierto o cerrado alguna herida.