03.03.2009
Un mundo entre nosotros
Para poder decir «nosotros» hay que aprender a ver el anonimato del mundo que hay entre nosotros. En ese aprendizaje, el anonimato deja de ser sinónimo de privación o pobreza del sujeto para mostrársenos como riqueza del mundo en el que estamos implicados. De lo que pretendo hablar es de esa riqueza y de cómo pensarla políticamente.
1. Para ello, lo primero es preguntarse ¿por qué nos es tan difícil decir «nosotros»? ¿En qué sentido lo es? Lo es cuando no sabemos con quién contamos, quiénes son los nuestros. Cuando en la multiplicidad de nuestros contactos y relaciones no encontramos aliados, cuando sobrevivimos en la indiferencia de saberlo todo y que no pase nada… Pero lo es también cuando debemos recurrir a identidades externas que nos digan quién somos para sentirnos reconocidos, o cuando a fuerza de generalizar nos perdemos en universalidades vacías. Parece, así, que la experiencia del nosotros no se sostiene por sí misma:
- Se diluye en la suma de yoes (lo multitudinario, la red de contactos, los públicos, las cifras de la estadístic…)
- Se cierra en la identificación (nuevas y viejas identidades culturales, étnicas, estéticas…)
- Se neutraliza en la abstracción (la ciudadanía, la humanidad…)
La pregunta por el nosotros es política, filosófica, existencial, no coincide con la pregunta sociológica por la identificación de actores/agentes de una determinada situación social. La pregunta por el nosotros no se resuelve en la respuesta al QUIÉN sino que se cierra en ella porque es la pregunta siempre abierta y siempre concreta por nuestros vínculos, por nuestra inscripción en un mundo que hacemos y transformamos colectivamente. En continuidad con anteriores momentos del pensamiento crítico, se trata de pensar con nuevas palabras esta autonomía del nosotros, su intemperie más encarnada, su equilibrio precario entre la abstracción vacía y la particularidad cerrada. Como la lluvia fina que ya no está en el cielo pero aún no ha encharcado suelo, que está en movimiento en cada una de sus innumerables gotas… ¿Cómo ser lluvia fina? ¿Cómo pensar el nosotros en su autonomía concreta? ¿Cómo conquistar nuestros vínculos sin quedar atrapados en ellos, haciendo de esta conquista un proceso de liberación?
2. Para adentrarnos en estas preguntas propongo revisar, casi a cámara rápida, un breve episodio perteneciente a la historia de la filosofía de la primera mitad del s. xx. Los protagonistas son Heidegger, Sartre y Merleau-Ponty. En 1927, en Ser y tiempo, Heidegger aventura la idea, casi antimoderna y muy poco occidental, de que el ser-con-otros (Mitsein) es una estructura fundamental de la existencia, es decir, que no es algo derivado, segundo respecto a una existencia individual, que no hay un yo previo al ser CON los otros. Puesto que existir es estar abierto al mundo, ya estamos siempre en relación con los otros, estamos ya en un cierto nosotros que es anterior a nuestra relación personal de tú a tú, de uno con el otro. Quince años más tarde, en El ser y la nada, Sartre rebate esta propuesta heideggeriana por considerarla una «afirmación sin fundamento», una idea «abstracta» que no nos sirve para explicar la relación concreta entre conciencias. En lo concreto, para Sartre, toda relación con otro es personal y las personas, en cualquier relación, son primordialmente un yo y un tú. Todo ser-con-otro debe presuponer, por tanto, un ser-para-otro, un momento de exterioridad, conflicto, encuentro y reconocimiento. Toda experiencia del nosotros es así una impresión subjetiva, psicológica y provisional de la conciencia particular en su relación de confrontación con otro. El intento heideggeriano de pasar de la lucha al equipo es un intento infructuoso de superar la confrontación yo-tú, la lucha de conciencias como esquema básico de la intersubjetividad. «La esencia de las relaciones entre conciencias no es el ser-con sino el conflicto», afirma Sartre.1 Por tanto, el nosotros no se sostiene por sí mismo, sólo puede ser concebido en segunda instancia, como un concepto derivado. Experimentado por una conciencia particular, sólo puede ser pensado como un yo ampliado o dilatado, como una persona ampliada.
Parece que la discusión no tiene salida: o nos quedamos, con Heidegger, en el postulado de un nosotros abstracto que no toca lo real (de hecho es una estructura ontológica que no tiene traducción en el mundo óntico) o entramos en el terreno de lo concreto, donde la lógica de la persona impone su ley y la idea del nosotros sólo puede ser segunda o derivada respecto al yo.
Tres años más tarde, Merleau-Ponty, en Fenomenología de la percepción, entra en escena con la pregunta «¿cómo poner el yo en plural?». Se propone retomar la afirmación sin fundamento de Heidegger para enraizarla en la concreción del mundo humano. Para hacerlo, tendrá que romper el círculo vicioso que impone la lógica de la persona. Merleau-Ponty no intenta sumar yoes ni abstrae su relación: lo que hace es abrir el yo a su existencia impersonal. No se trata de borrar la singularidad de cada existencia sino de abrirla a su propio anonimato. Porque estamos abiertos al mundo, es decir implicados en él, siempre hay algo en nosotros que no es del todo nuestro, que no cabe en nuestro yo. Lo anónimo, lo que no tiene titular, lo que no es atribuible a este individuo o a aquél, a esta conciencia o a aquella, es una dimensión fundamental de nuestra existencia en tanto que ésta está inscrita en un cuerpo y en un mundo. Merleau-Ponty rastrea las huellas de este anonimato en las cosas, donde encuentra rastros de otro, de una actividad de la que también yo participo; en los cuerpos, siempre entrelazados en su aparente distancia; en la historia no como ley sino como «verdad por hacer», como acumulación de sentido de la que participamos y que pide ser siempre retomada. Merleau-Ponty encuentra el anonimato no en un sujeto borrado sino en un mundo poblado de sentidos, de cuerpos, de gestos, de relaciones… en un mundo común, que no es de nadie sino en el que estamos todos y todas las cosas implicados. En esta dimensión tan concreta de la vida colectiva hay un nosotros que precede la separación de las conciencias. Un nosotros que ya no es sólo personal, o que es personal sólo de manera local e intermitente. Un nosotros que ni siquiera es sólo humano, sino que incorpora el conjunto de lo sensible.
Este anonimato no supone la pérdida del rostro. Lo que se pierde, incorporándolo como una dimensión de la existencia, es la soledad del cara a cara. Lo que se gana es un mundo poblado de sentidos acumulados, una visión del ser inagotablemente expresivo y secretamente articulado. El anonimato, como inacabamiento, no es entonces déficit sino potencia, no es indefinición sino campo de relaciones, no es insignificancia sino expresividad social. «Tengo un mundo como individuo inacabado a través de mi cuerpo como potencia de este mundo».2 El anonimato no es disolución sino coimplicación, «complicación», podríamos también decir. Esta coimplicación es el nosotros. Ahí puede sostenerse la autonomía de un nosotros, de un ser-con, que no es segundo ni derivado de una relación personal entre un yo y un tú sino que es la dimensión fundamental de la vida humana como actividad de creación y transformación del mundo. Aprender el anonimato no es por tanto desaparecer sino «despertar en los vínculos»,3 dicho de otra manera, conquistar la libertad en el entrelazamiento.
3. He querido retomar el hilo de esta discusión porque la manera como Merleau-Ponty rompe la disyuntiva entre la abstracción de lo común o la concreción de las personas, abriendo la puerta a la dimensión impersonal de nuestra existencia involucrada de manera corporal, activa y concreta en el mundo y con los otros, nos permite buscar hoy nuevas claves para pensar dos cuestiones fundamentales para nuestros tiempos de pulverización del lazo social:
- La relación entre nosotros y el mundo. ¿Cómo estar en el mundo, cómo implicarse en él más allá de los roles de espectadores y consumidores? ¿Qué significa intervenir? ¿cómo desalojar la silla del espectador, cómo hacer mundo en vez de consumir objetos y experiencias?
- El sentido de nuestra interdependencia, no limitada a la tarea de salvación/preservación de la especie, sino planteada como problema político, a la vez singular y universal, de cómo vivir juntos.
La fuerza del anonimato rompe códigos: de visibilidad, de representación, de identidad, de legitimidad, de acceso al mundo. Lo hace no sólo por una potencia de fuga y de disolución sino sobre todo porque nos devuelve el mundo que hay entre nosotros como aquello en lo que estamos involucrados, que nos desafía y que nos exige no aceptar lo dado, rechazar lo que nos separa, hundir las distancias que aseguran el ejercicio del poder. La fuerza del anonimato rompe los códigos que privatizan la vida. Nos lleva hasta los límites de nuestro pequeño yo para mostrarnos la imposibilidad de ser sólo un individuo, incluso de ser exclusivamente humanos. Nos obliga a pensar y a vivir desde ese inacabamiento que somos, desde ese inacabamiento que «es potencia de este mundo», no desde una verdad hecha sino desde una verdad por hacer.
Rompiendo esos códigos, la fuerza del anonimato abre perspectivas nuevas para la crítica y para la reflexión política. Las resumiré en tres ejes de cuestiones:
En primer lugar, ofrece un punto de vista para la crítica que no es el de la conciencia que juzga (una realidad puesta enfrente) sino la de un cuerpo involucrado. El cuerpo está involucrado en una cadena alimenticia, en una red de cuidados, en un entorno de amenazas, en unos deseos, en unas condiciones histórico-sociales. Para el cuerpo es imposible no vivir. Padece, goza, se agota, desea, es vulnerable, pero resiste, crea, se reproduce. El cuerpo está involucrado porque incluye la existencia de otro aunque esté solo. En el cuerpo se encuentran lo personal y lo impersonal, lo singular y lo anónimo, la apariencia y la oscuridad. Tener un cuerpo es poder ser afectado. Tocar y ser tocado. Tener/ser un cuerpo es depender de otros, dejar rastro. ¿Qué consecuencias tiene para el pensamiento crítico asumir el punto de vista de este cuerpo involucrado? Hace tiempo que la filosofía ha incorporado el cuerpo como objeto de los dispositivos de poder. Pero la pregunta que planteo va más allá: ¿cómo encarnar la crítica? En continuidad con ciertas expresiones del feminismo y del marxismo, ¿Cómo hacer de nuestro contacto corporal con el mundo y con los otros la base del pensamiento crítico, una potencia crítica? ¿Cuáles serán los conceptos, las prácticas, los materiales de este pensamiento?
En segundo lugar, la fuerza del anonimato como perspectiva del pensamiento crítico nos exige pensar lo común más allá del espacio/tiempo privilegiados de la política. Nos sólo de la política institucional, como es obvio, sino también del momento insurreccional o revolucionario, del momento del estar-juntos como apoteosis del nosotros. Una manifestación, una huelga, una insurrección, una okupación… son momentos privilegiados, del que Mayo del 68 es el icono más cercano, momentos en los que la acción y la palabra agujerean la realidad, abren un espacio de invención colectiva, de subversión de los roles, de cancelación de las condiciones normales de existencia. Son momentos en los que la posibilidad de estar-juntos redibuja lo real y su campo de posibles. Blanchot decía que Mayo del 68 se cerró sigilosamente porque no tenía que durar.4 Pero el cuerpo dura. ¿Cómo volver a la normalidad sin enloquecer? ¿Más allá de estar juntos, cómo vivir juntos? Hay quien piensa que lo que viene después de esta pregunta ya no es política. Hace unas semanas, en el marco de un seminario de un Máster sobre prácticas del cuerpo,5 hablábamos de la necesidad, al fin, de hacerse dos cuerpos a la vez: el que crea y el que sobrevive, el que está intermitentemente con otros y el que vuelve solo a casa, el que siente la capacidad de transformar el mundo y el que sabe que su impotencia es insuperable. ¿Cómo vivir con dos cuerpos? ¿Será que seguimos manteniendo la distinción entre vida pública y vida privada que el capital ya se ha encargado de disolver, en beneficio suyo? Nuestros cuerpos siguen viviendo y con sus vínculos pueden hacer una soga o un tejido. Tras el acontecimiento, la palabra conquistada parece que se retira. ¿Pero cómo lo sabemos? La gente se sigue frecuentando, hablando de sus condiciones de vida, de su precariedad, de sus deseos, de su malestar. La voz se hace rumor. Son formas de resistencia en lo ordinario para las que la filosofía política no encuentra palabras. No me estoy refiriendo a la resistencia del «pueblo» frente a la de las «vanguardias» o «ilustrados». Es la resistencia del ser anónimo que somos todos, aunque tengamos nombre. ¿Cómo rastrearla? ¿Cómo indagar y experimentar en ese terreno? ¿Cómo darle expresión sin identificarla?
Finalmente, la fuerza del anonimato permite desplazar la pregunta por la comunidad hacia la pregunta por un mundo común. La comunidad es una promesa siempre aplazada, el ideal regulador de nuestras prácticas colectivas y de la imagen de la sociedad futura reconciliada. La idea de comunidad reintroduce la pregunta por el QUIÉN. Y en el fondo, necesita siempre como respuesta de la idea de un hombre nuevo. Un hombre nuevo a definir, crear, producir. Por eso la comunidad siempre es lo que nos falta. La idea de un mundo común, en cambio, es la certeza injustificable de la que ya siempre podemos partir. Aquí estamos, enredados en una cadena infinita de acciones, de significados, de cosas, de relaciones, de dominaciones, de posibilidades… Podemos pensar que entre nosotros no hay nada: puro abismo, puro vértigo, pura posibilidad de la aparición (de otro). ¿Cómo encontrar al otro? El ser en común será entonces el horizonte de un salto inconmensurable. Pero si pensamos que el «entre» está lleno, que es un campo infinito de relaciones de ni empiezan ni acaben en mí, exponernos será ya encontrar ese mundo en el que estamos involucrados. Ciertamente no una comunidad, pero sí un mundo común en el que luchar, vivir, crear. Curiosamente, la palabra comunidad es una de las que ha renacido con más fuerza en la sociedad de la información. Y lo ha hecho para designar precisamente la autorreferencia de los mundos particulares: conjuntos de usuarios relacionados en torno a un mismo objetivo. La comunidad acaba nombrando entonces la particularización de los mundos vividos, su co-aislamiento. La ausencia de una dimensión común. A fuerza de preguntar QUIÉN, este «quien» se fragmenta y se miniaturiza. Es, en cambio, en la experiencia del mundo común donde la pregunta por el quién deja de funcionar, donde el anonimato inhabilita esta pregunta y a la vez expresa un campo de relaciones. La idea de mundo es totalizable: lo podemos imaginar o representar. La idea de mundo común no. Siempre es opaca porque siempre hay algo por ver, por hacer, por crear. Algo que no sabemos y que necesita de otro.
Aprender el anonimato es aprender esta opacidad de lo que no cabe en lo representable, aprender la riqueza de lo que no está acabado y sólo puede ser continuado por otros de los que no sabemos nada. Abrir esa posibilidad tiene algo que ver con la vieja idea de emancipación como tarea colectiva. Una emancipación para la que la idea de libertad no remite al individuo sino a la posibilidad de hacer mundo colectivamente y de manera autónoma. Como hemos dicho antes: con la posibilidad de conquistar la libertad en el entrelazamiento.
Recopilando los tres desplazamientos que hemos esbozado, podríamos decir que desde el cuerpo involucrado, más allá del espacio/tiempo privilegiado de la política y hacia un mundo común: son las coordenadas del espacio teórico y práctico que nos ha abierto la fuerza del anonimato y en el que se sitúa, para mí, la posibilidad de encontrar un terreno fértil desde el que combatir el duro acoso privatizador, identificador y despolitizador al que están sometidas hoy, en menor o mayor grado, nuestras vidas y atrevernos a decir, con valentía, nosotros.