15.04.2011
Pasteles para todos
Ayer escribí a mi amigo L. una breve nota: «Dime algo, hace mucho que no sé nada de ti». Efectivamente, nos vimos antes de Navidad y después nada. No solemos felicitarnos por fiestas, ni cuando cumplimos años. L. es mi mejor amigo desde hace mucho tiempo. No sé cuántos años tiene. Una vez pude leer la fecha de nacimiento que constaba en su DNI, enseguida me olvidé de lo que había visto.
El año pasado murió mi amiga Sandra de un limfoma, mi querido profesor, X, envuelto en una triste cadena de despropósitos sanitarios, Michael Jackson, misteriosamente, y otros que no conozco. Todos ellos tenían la misma edad dos dias antes de morir: les quedaban dos días de tiempo aquí. No sé cuántos me quedan a mí. Jugamos a vivir como si los años que dejamos atrás dijeran mucho sobre los que han de venir. Pero no dicen nada. Y no solamente no dicen nada sino que ese prejuicio sobre la edad, sobre mi edad, cuenta como si significara mucho. Estadísticamente, quizás. Pero, para una, esa estadística no es nada. Puedo morir mañana, puedo vivir 100 años o, a lo mejor, seguiré viviendo por siempre en diferentes cuerpos. Ninguna estadística dice nada concluyente a tal efecto. ¿Por qué todos me preguntan cuántos años tengo? A partir de ahora haré como mi madre y como antes hizo mi abuela, sabias mujeres; despistaré sobre el tema. O mentiré descaradamente, dando a entender que preguntas estúpidas solamente pueden responderse sin ser tomadas en serio. ¡No sé cuantos días me quedan, no me vengas con sandeces! Los años que tengo no son los que he cumplido, son los que me quedan, sean los que sean, ¡a ver si te enteras!
Hoy mismo, prontamente, recibí respuesta de mi amigo L.: «Me siento atrapado». Ayer le pregunté «¿Cómo estás?». Le dije «Dime algo» y él me responde hoy la verdad. Es mi amigo. «Me siento atrapado». Hace años que mi querido amigo me dice lo mismo de vez en cuando, en momentos de especial lucidez, a menudo al regresar de un viaje, cuando vuelve después de estar alejado cierto tiempo de esto que es su vida. En dichos momentos lo percibe de forma hiriente y diáfana. Está atrapado. Es algo que yo misma podría suscribir, pero es mucho más sencillo hablar de este tema como si no me sucediera a mí.
Estar atrapado significa que sabes que hay glaciares en los alpes, islas con palmeras, ballenas, delfines, la aurora boreal, el MOMA y el Hermitage; que existe la Filarmónica de Viena, las mujeres japonesas, Florencia, los suecos, los mandingos, los leones, el Kilimanjaro, Thailandia, la India, la Polinesia y París, pero estás aquí. Estar atrapado significa que deseas sentarte a leer las obras completas de Montaigne, los cuentos de las Mil y una noches, Moby Dick (una vez más), los cuentos de Scott Fitzgerald, Platón entero, de cabo a rabo, todo Raymond Chandler, las Enéadas, las Metamorfosis de Ovidio, la de Kafka (de nuevo) y el resto de sus obras completas, À la Recherche, con calma, merendando madalenas mientras suenan las sinfonías de Haydn… pero estás aquí, estás aquí atrapado, intercambiando tus horas por monedas, aunque ni siquiera sabes cuántas horas te quedan. Eso significa estar atrapado, lo siente mi amigo L. y yo también.
Ahora oigo la voz del bienpensante, me chirría en la oreja como un pepito grillo. Es un insecto insidioso que tengo implantado en el cerebro. Dice, con la vehemencia del que está imbuido de razón, avalado por el sentido común y con un sentimiento algo prefabricado de la dignidad universal del hombre. Dice, con la voz del standard, estandarte, de buena persona (individuos de tal calaña, colonizados por su insecto, los hay a puñados): «¡Deberías avergonzarte, cínica! Estás quejándote cuando tienes un trabajo que te permite vivir, mientras tantas personas hoy están en la calle y ni siquiera cuentan con un subsidio de paro, cuando el mar está surcado de pateras llenas de desgraciados que suspiran por lo que tu desprecias. ¡Cómo te atreves!» En efecto, estoy, de nuevo, suficientemente encumbrada en la pirámide de la realidad como para observarla casi entera: ¡menuda montaña de mierda! Revolotean las moscas en su cima como una nube de mal agüero y se regocijan en su elemento.
Me pregunto si es posible erigir en desideratum la frase archirevolucionaria de Maria Antonieta: «¡Que coman pasteles!». Eso es lo que yo digo: no quiero pasar mi única vida pagando con vida mis momentos de sucedáneo de vida, no quiero mendigar mi vida, cambiar mis horas por dinero que me dé derecho a vivir una mínima parte de mi vida como un reflejo de la vida que deseo. Y lo que quiero son pasteles, todo el tiempo, para todos. Hasta que muera cada uno de nosotros.
Ya está el insecto ahí otra vez. ¡Es tan políticamente correcto!: «Pero bueno, ¿cómo? ¿Piensas que es posible vivir sin trabajar? ¿Quién cocinará tus pasteles, para empezar? ¿Quién pilotará el avión que te lleve a Zanzíbar? ¿Quién lo fabricará? ¿Quién tocará en la orquesta Filarmónica de Viena? ¿Quién editará las obras completas de Montaigne? No es posible. Lo que deseas no es posible.» Si segregas tu pensamiento como el moco de un insecto no hay otra que cortarle el pescuezo a Maria Antonieta y seguir aceptando un perfil bajo para las reivindicaciones de la Revolución francesa: Igualdad (a igual cuenta corriente, igual cantidad de derechos), Libertad (para moverte sin sacar la pata de tu trampa), fraternidad (con los de tu gremio y los de tu casa).
Lo posible es lo que hay, lo posible es que todo siga igual, lo posible es la realidad. Evidentemente lo que yo quiero no es posible pero aún así, el cepo atenaza mi tobillo con sus dientes de hierro y me duele el corazón al ver cómo mi vida soñada pasa tan lejos de mí, cómo se cumple la profecía de lo posible en cada uno de mis muertos y como mi propia muerte acecha y observa indiferente cómo mastico dentro de mi jaula el pan ganado con el sudor de mi frente. No encuentro la llave de la mazmorra pero ¿voy a pensar por ello que no estoy enjaulada? En mi jaula se está caliente, hay alimento y hay amor suficiente pero no soy capaz de mitigar mi anhelo. Es más, mi anhelo de vivir es mi dignidad, y si lo pierdo, si consiento, por ejemplo, en comprarme un sofá para sentirme más confortable en mi mazmorra, entonces siento que ya todo está perdido. Oigo muchas voces convincentes instándome a realizar esa compra y otras compras más que embellezcan mi morada y me den consuelo y olvido de mi pesar. Son las voces de los insectos que devoran a la humanidad.
Me preocupa el tema de la edad. Se trata de números con un cordel y un cartelito atado, redondo y de hierro. En los cartelitos pone: «¿No habla aún este niño?», «Ya debería andar», «Ya debiste terminar tus estudios», «¿Todavía no tienes pareja?» «¿Cuantos hijos tienes?», «Te conservas bien para tu edad», «Algo habrás hecho mal si todavía no te has situado en tu trabajo», «Menudas arrugas tienes en la comisura de la boca», «Jubilada», «Chocheas», «Inútil, estorbo». Mi jaula linda con la de mi vecino y él me manda por correo estos simpáticos cartelitos esféricos. Cuanto más tiempo pasa más ganas tengo de usar todas estas bolas de hierro como munición de un cañón de pensamiento que todo lo aniquile. Son cosas que ocurren cuando una se pasa la vida metida en una jaula. Por desgracia, me temo que mi pensamiento, como cañón, no dispara demasiado lejos. A nadie le importa lo que yo diga.
El otro día, en la calle Comtal, llovía y hacía mucho frío, el suelo estaba mojado, había anochecido hacía algunas horas y las tiendas estaban cerrando. Dos hombres pobres, visiblemente pobres, vestidos con anoracs descoloridos de segunda mano, aguardaban a que las rejas de los comercios hubieran terminado de bajar para poder instalarse en sus portales. Donde yo veía tiendas cerrando ellos veían llegar el momento de montar su cama. Lo mismo que cuando se viaja en un tren-hotel y una atiende al encargado de las sábanas, pero en vez de esperar sábanas blancas, ellos esperaban para tenderse sobre el suelo helado y húmedo. Inhóspito y, sin embargo, mejor que la pura intemperie. ¿Qué es esto? Otras jaulas, mucho peores que la mía, donde al menos duermo calentita. De cartón pero más infranqueables que la mía. No debo olvidar que mi jaula permite el paso a una jaula similar a la de ellos. No es difícil ser un marginado en esta realidad piramidal. Hay arriba y abajo y la fuerza de la gravedad empuja en dirección caudal. La base se abastece continuamente de las personas que no han dado la talla de los carteles que les han sido asignados o, peor aún, de las personas que han recibido carteles fatídicos. Carteles donde ponía «Fracasado» o «Puta». Una razón más para que cada uno se mantenga en su lugar. Esto es lo que hay, esto es la realidad.
Hace unos días vi en el metro a uno de los jefes de la empresa en que trabajaba antes de que terminara mi contrato. Tenía un aspecto algo cambiado, una notaba que algo se le venía haciendo pesado justo entre el cuello y la espalda. Enseguida me di cuenta de lo que le ocurría. Se había jubilado. Ese hombre jamás me saludó mientras fue jefe de mis jefes. Pero ahora se dirigía a mí desde la otra parte del vagón, poco a poco, como implorando siquiera la visión fugaz en mi mirada del recuerdo de lo que él fue en su momento. Enseguida me di cuenta de que ese pobre hombre acababa de descubrir hacía muy poco todo el tema de la jaula. Le pilló tan por sorpresa al pobre que ni siquiera entendía en qué consistía todo aquello. Me habló forzándose a reconocerse en los tópicos. «Ahora puedo viajar más, tengo mucho tiempo libre para hacer lo que me venga en gana». «Viajas mucho?» Le pregunté. «Bueno, en realidad no mucho» reconoció. Estaba claro que había encontrado su etiqueta de jubilado en el correo y desde aquel día no había levantado cabeza. La vida que había tomado por vida propia se revelaba como una mera convención del sistema. Se había adaptado a su celda creyendo que era un chalé construido a medida, y ahora veía que había sido usado y luego escupido sin más. Su celda de repente perdió el papel de las paredes, la piscina se llenó de líquenes y criaba ranas. Había estado atrapado todo el tiempo en un carro-calabaza. Hubiera preferido no enterarse. Morirse antes. De eso tenía cara, de quiero morirme.
Casi todo el tiempo soy bastante feliz. Tengo estas ideas en la cabeza y, aunque a menudo sospecho de ellas, no desaparecen jamás del todo. Son inútiles y no me conducen a nada, sin embargo ahí están como si fueran muy importantes, como si constituyeran mi mismo núcleo. Cobraron fuerza por las muertes de seres queridos que he contado al principio y también cuando hace un par de meses terminó mi contrato y no me lo renovaron. Me visualicé con todas mis etiquetas de hierro: mujer de mediana edad, sin familia propia ni puesto de trabajo. Me di cuenta de mi fragilidad, al no tener trabajo me veía expulsada de mi jaula. Si al menos hubiera sido joven habría podido pensar que seguro que algo había hecho mal. Odiaba la jaula, pero en un mundo donde cada uno vive en su jaula, sin jaula yo no era nada. Suspendida en el vacío, no veía más alternativa que buscar un nuevo trabajo para, otra vez, cambiar mi tiempo por monedas y ubicarme en una nueva celda. Era una sensación terrible de fatalidad. Ahora tenía tiempo, todo el tiempo, pero ¿qué podía hacer sin monedas? Y mi pensamiento, mi único recurso, no alcanzaba a ir más lejos.
Me gustaría ser capaz de pensar con más fuerza, de pensar más allá de todo esto y encontrar una alternativa para poder vivir mi única vida como a mí me gustaría. Pero soy incapaz de ir más allá de la lucidez. En cambio, a menudo, gozo de instantes de despreocupación, en los que creo que mi vida en la jaula es una vida buena en el mejor de los mundos posibles, me desentiendo de la tristeza que se agita a mi alrededor, disfruto de los manjares que me puedo procurar, de la amistad que se me brinda, de los viajes que tengo ocasión de realizar,… y olvido mi anhelo de vivir mi vida por entero sin tener que porcionarla y venderla al por menor. Físicamente no veo qué podría hacer, pero mi rebeldía habita contínuamente lo más íntimo de mi ser. Es estéril porque jamás me llevó mas allá de donde estaba y, sin embargo, no pienso renunciar a ella. Ella me sostiene con dignidad en mi jaula, me sostiene para nada, me sostiene para despreciar lo que vivo comparándolo siempre con lo que es la vida de fuera. Esa vida que no es posible y que no existe, hacia la que constantemente se dirige mi mirada.
Vivir así, sin desesperarse a veces, es casi imposible. A veces mi amigo L. se desespera, entonces yo le digo «Resiste». Otras veces me desespero yo y es L. quien me dice a mí «Resiste». No es que en el fondo abriguemos esperanzas de que algo en algún momento pueda cambiar. Simplemente conocemos nuestro cerebro y sabemos que a veces se debilita y otras veces está más entero. No es más que una cuestión de tiempo. Para nosotros no hay otra forma de vivir que dándonos cuenta de lo que hay. A veces eso nos hiere profundamente, nos fastidia hasta apropiarse de casi todas nuestras fuerzas. Otras veces nos da igual.