09.07.2011
Crisis de la presencia. Una lectura de Tiqqun
“Me miro en el espejo y soy feliz / y no pienso nunca en nadie más que en mí, / leo libros que no entiendo más que yo, / oigo cintas que he grabado con mi voz. / Encerrado en mi casa / todo me da igual, / ya no necesito a nadie, / no saldré jamás y me baño en agua fría sin parar, / y me corto con cuchillas de afeitar, / me tumbo en el suelo de mi habitación / y veo mi cuerpo en descomposición. / Encerrado en mi casa / todo me da igual, / ya no necesito a nadie, / no saldré jamás. Ahora soy independiente, / ya no necesito gente, / ya soy autosuficiente, / ¡al fin!”.
(Parálisis Permanente, Autosuficiencia, 1981).
Introducción: desde dónde mirar
Hay una frase de Kierkegaard que dice: “Hay que encontrar el lugar desde el que mirar”. Es decir, primero tenemos que encontrar un lugar, sólo luego podremos mirar. Si miramos sin apoyarnos en un lugar, no veremos nada. Yo leí Tiqqun hace años, pero sin un lugar para mirar. Así que no vi apenas nada. Su trabajo teórico me pareció simplemente otra combinatoria de los elementos críticos dispersos por el siglo XX, quizá más original o ingeniosa que otras (¿qué demonios pueden aportar Heidegger o Agamben para pensar una política revolucionaria?), pero sin sustancia, experiencia ni acentos propios. Me pareció sólo un estilo.
Digamos que en el ámbito del pensamiento crítico hay estilos y hay aventuras. Un estilo está atento sobre todo a reproducirse a sí mismo en determinado campo de juego (la escena “radical”, por ejemplo): elegir una tradición, una posición, unos problemas, cada decisión se concibe como un guiño autorreferencial en el interior del campo de juego. El estilo es sobre todo cuestión de identidad, una identidad que conquistar, valorizar o conservar. Por el contrario, la aventura empieza cuando se arriesga precisamente la identidad para poder pensar por fin en nombre propio, aunque ello pase también por reapropiarse de las palabras de otros; entonces las decisiones se toman teniendo en cuenta lo que habilita o no pensamiento, no tanto lo que configura identidad. Una aventura es sobre todo cuestión de emancipación y de singularidad.
Cuando encontré un lugar para mirar, tras un desplazamiento significativo en la existencia, descubrí que Tiqqun tenía mucho más de aventura que de estilo. Vaya sorpresa, uno ha pasado cien veces por un camino y descubre de pronto que se trataba de un pasadizo.
¿Qué sería un lugar? Igual no es la palabra más adecuada. Remite demasiado directamente a la quietud de un espacio fijo, a una especie de observatorio seguro que nos ofrecería el punto de vista correcto sobre una obra, a la clave teórica que nos faltaba para una buena comprensión. En cambio el lugar que tengo en mente se parecería más bien al torbellino de una inquietud, un problema o una búsqueda. El lugar es necesariamente una pregunta y es desde ahí que los caminos se vuelven pasajes; no antes. La pregunta que me abrió el pasadizo Tiqqun fue ésta: “¿En qué podría consistir una política por fuera de la política?”.
Política: en torno a esa palabra se jugaba para mí (y para otros conmigo) la fuga de las formas de existencia banales. La palabra nombraba el horizonte de sentido que hacía relevante la vida: acción, intensidades colectivas, manifestaciones, lucha, centros sociales, proyectos y disputas encendidas, mil encuentros y reuniones, lecturas y aprendizajes, afectos y sueños. Se trataba de transformarse uno mismo en el interior de un movimiento de transformación social. Nada que ver con la política de los políticos, su referente concreto eran los movimientos sociales. Unos espacios, unos modos de hacer y unas complicidades organizados para despegar de una realidad que se nos caía encima.
Pero demasiadas partes de la vida se quedaron en tierra.
Así que en pleno vuelo se me acabó la gasolina.
Aterrizaje forzoso.Siniestro total.
¿Victoria pues de la realidad y de las formas de existencia banales? No del todo: la política se vino abajo como respuesta, como solución, como mundo concreto de
referencia, pero persiste como pregunta, tan abierta como una herida.
¿Qué puede significar reinventar una vida política cuando palabras como “militante”, “movimiento”, “colectivo”, “crítica”, “alternativa” o la misma palabra “política” se han vuelto muy problemáticas en el mejor de los casos, o malos fetiches en el peor, pero ya en ninguno de ellos soluciones que proponer a la búsqueda de sentido y al deseo de lo común? ¿Qué podemos hacer con nuestra disidencia respecto a la realidad cuando no nos planteamos ya despegar de ella?
Estas preguntas me empujaron a buscar otra relación con lo real, otra sensibilidad hacia lo común y otra idea de lo que significa pensar. Ya no la “militancia”, es decir, ya no esa inscripción en lo real donde todo parece “orgánicamente” dado y articulado (maneras de estar, espacios, alianzas, interlocutores, lecturas, sociabilidad), sino modos de hacer que se trata de inventar en situación y relaciones donde no hay claves previas para reconocer lo común, porque éste se teje lenta y dificultosamente partiendo de preguntas compartidas. Ya no ese “nosotros” que opera una separación (más o menos afirmativa) con respecto a la realidad, un “nosotros” que se trata de expandir y ampliar, invitando o llamando a otros a entrar, que se plantea como alternativa y se concibe como área, sector, bloque, red o constelación, pero que siempre traza una frontera (más o menos rígida o móvil) con respecto a su afuera (la “gente”, la “normalidad”…), sino un potencial de transformación que está como empotrado en la misma realidad. Ya no la “crítica” que se lanza desde los quince mil pies del altura del avión en pleno vuelo, que se dirige al otro en lugar de elaborarse con él, que huye de las dudas como de la peste y que parte de algunos temas definidos por “agendas”, sino el esfuerzo constante para conectar el pensamiento con las preocupaciones y los problemas íntimos.
Este desplazamiento se vio influido decisivamente por la emergencia en los últimos años de movimientos atípicos que cuestionan radicalmente el estatuto de lo político. Movimientos sociales que no son movimientos sociales. En los que el “cualquiera” se politiza, sale a la calle, abre preguntas radicales sobre el mundo que estamos construyendo, desafía el curso normal de las cosas, habla e interpela sin esperar nada de un “nosotros” dado, de una vanguardia consciente ni de una experiencia política cristalizada. Movimientos que han sido y son como un espejo ante el que escudriñar la propia crisis sin dejarse ganar por ella, sino elaborando nuevas preguntas, encontrando energías distintas, buscando otras salidas1.
¿Cómo explicar que éstos hayan sido disparados tantas veces por un hecho catastrófico? ¿Cómo se amplían en ellos los ingredientes de los que suele estar hecha
la política, incluyendo ya no sólo materiales luminosos (acción, discurso, visibilidad, energía militante…), sino también otros mucho más turbios (colapsos de sentido, ambigüedad)? ¿Cómo es que tejen “nosotros” sin recurso a la identidad? ¿Por qué la realidad zozobra cuando el cualquiera habla en nombre propio sobre aquello que le afecta?, ¿cuál es su fuerza? En definitiva, ¿qué potencias de transformación podemos encontrar en el anonimato, en el cualquiera, en el vacío, en pasiones consideradas tristes, en la interioridad? ¿Y si las formas de existencia banales de las que queríamos despegar no fueran tan obvias? ¿Cuál es su secreto?
Despolitizarse para politizarse. En ese desplazamiento, en esta experiencia de autotransformación que hace vacilar la definición y el estatuto de la política, ¿cómo orientarse? No es un problema trivial: los sentidos preexistentes, sedimentados, se retorcerán una y otra vez bregando para volver a imponerse. Cuentan con un poderoso aliado: el miedo al vacío. ¿Cómo persistir en la propia brecha y fabricar desde ella una nueva piel, una nueva sensibilidad que responda ya a otras solicitaciones de lo real? Es decisivo ser capaces de entender y nombrar el propio proceso, construir sobre la marcha otro mapa de la situación. Mis encuentros en “la segunda fase” con Tiqqun responden a ese requerimiento: explorar otra fuente de energía y otro punto de partida para la política. No tanto responder las nuevas preguntas como iluminarlas bajo la luz de otras referencias.
Tiqqun llama “Bloom” a ese punto de partida de otra politización posible. El Bloom es una cierta debilidad existencial, característica de nuestra condición contemporánea. Es la figura que designa nuestra situación de impotencia e indiferencia ante un mundo que no se deja cambiar. Está atrapado en la realidad, en la “normalidad”, justo ahí donde también te coloca un aterrizaje forzoso. Pero no se trata de una figura exclusivamente negativa que haya que aprender a sortear. El Bloom es al mismo tiempo veneno y antídoto. Es el fondo donde se puede tomar de nuevo impulso. Entonces esa debilidad puede convertirse en fuerza; pero no en cualquier fuerza: en una fuerza débil o, mejor dicho, en una fuerza vulnerable. A lo largo de este texto indagaremos en la naturaleza y la genealogía de la fuerza vulnerable, esa fuerza que no se pone al margen de la realidad, sino que está como hundida en ella y al alcance de cualquiera.
Así que éste es finalmente el lugar desde el que voy a mirar: la pregunta por el Bloom y su extraña ambivalencia. Me acercaré sobre todo al planteamiento de la pregunta y quizá no tanto a la respuesta que Tiqqun ofrece. Lo que sigue a continuación podría leerse entonces como la simple reconstrucción de un recorrido teórico, un mero comentario de texto, en especial del artículo “Una metafísica crítica podría nacer como crítica de los dispositivos”, aparecido en el segundo número de su revista. Pero lo que ocurre cuando uno mira desde un lugar nunca es obvio, porque entonces se abre una “zona de indiferenciación” donde ya no puedo distinguir muy claramente lo que dice Tiqqun de mi propia voz. Lo ha explicado inmejorablemente F. Zourabichvili interpretando su propio trabajo de comentarista de Deleuze: “No hay una presencia subyacente y autónoma del comentador, sino una causa común del autor comentado y del autor que comenta (…). Se trata de una manera de prestar la propia voz a las palabras del otro, lo que termina por confundirse con su reverso, es decir, hablar por cuenta propia tomando la voz del otro”.
Metafísica crítica: elaborar la inquietud
La filosofía de Tiqqun no es meramente especulativa, se nombra a sí misma como “metafísica crítica” y tiene una fuerte carga existencial. Arranca de una “inquietud” que no nos deja vivir en paz en este mundo, ni con él. Una inquietud que no es patrimonio de filósofos ni de artistas, sino que “está en todas las tripas”. Esa inquietud, a la vez íntima y común, es el resultado de la “crisis de la presencia”, su manifestación sensible. ¿Qué significa eso, crisis de la presencia? Se refiere al hecho de que nuestro ser-en-el-mundo se vuelve problemático.
Lo que creía sólido y garantizado (la unidad y autonomía de mi yo) empieza a desintegrarse. Vacila y se hunde la frontera que me separaba nítidamente del mundo. No me reconozco, y tampoco a los otros, hasta entonces tan familiares. Es como si yo ya no fuera yo, como si un intruso se me hubiese colado dentro. Me asaltan las preguntas sobre la vida que llevo, también los miedos, quizá hasta alucinaciones. ¿Estaré poseído, embrujado? Las mismas realidades físicas se rebelan contra el dominio de mi voluntad. Si ahora el interior me asusta, el exterior parece haber perdido igualmente su objetividad maciza. Se vuelve como de cera. La tierra tiembla. Todo me parece irreal y, más que miedo a algo en concreto, siento una angustia indefinida. Inquietud. ¿Por qué esto? Y ¿por qué a mí?
Un choque cualquiera con el mundo (acontecimiento, percepción, emoción) desata la crisis de la presencia. La crisis puede arrancar de un hecho muy banal y concreto, o darse muy poco a poco y casi imperceptiblemente, incluso puede convertirse en un “estado”, pero en todo caso siempre afecta al núcleo de creencias, fidelidades y deseos que nos constituyen. Zozobramos: vacila el sentido que tiene para cada cual vivir, lo que hace relevante la vida en cada caso. Se tambalean a la vez el sentido de la vida y el sentido de lo real, mi consistencia subjetiva y la misma objetividad de las cosas, el yo más profundo y la arquitectura del mundo exterior.
Para Tiqqun, la inquietud que resulta de ahí no es un fenómeno negativo, sino precisamente la condición necesaria (pero no suficiente) para otro habitar. Porque, ¿quién pierde la realidad y el mundo? ¿Qué es lo que entra en crisis? En general, la presencia que se desfonda es la figura clásica del sujeto como entidad completa, autárquica, regente, centro y medida de todas las cosas. El filósofo Reiner Schürmann, citado a menudo por Tiqqun, la describe así: “El hombre se fija de manera unilateral en los objetos a su disposición. Dicho de otro modo, experimenta al ser como aquello que lo enfrenta, como una prueba de fuerzas. Frente a este mundo que se le opone, se afirma como sujeto; se capta como el centro de referencia de lo real. El sujeto seguro de sí y obnubilado por su poder mide todo con la vara de su inteligencia y voluntad. El único tipo de verdad reconocida es la verdad eficaz, la que sirve para algo”.
Esa distinción entre sujeto y mundo es la base de la metafísica occidental, de la que derivan luego otras muchas separaciones desgarradoras (entre cultura y naturaleza, contemplación y acción, libertad y apego, sí mismo y otro, humano y no humano). La metafísica no es mera “ilusión”, “engaño” o “ideología”. No es una simple autojustificación de los poderes dominantes. No, el orden de la metafísica es uno con el orden del mundo: lo configura directamente. A la sociedad como conjunto y a cada uno de nosotros como sujeto. Es una filosofía práctica. Afirmar que “la realidad es metafísica” significa que Occidente está hecho a imagen y semejanza de ese esquema por el cual un sujeto se opone y gobierna todo lo que no es él. Libre es quien domina: la naturaleza, su cuerpo, el tiempo, el porvenir. Llamaremos “presencia soberana” a esta modalidad de ser-en-el-mundo como fortaleza absoluta, separada, sin relación, autosuficiente y autocentrada. Esa presencia soberana puede ser un solo cuerpo, un grupo o una sociedad entera. Pero se define en todo caso por una relación de dominio con el afuera. El mundo sólo inspira confianza a la presencia soberana en la medida en que lo puede controlar.
En el esquema metafísico, la presencia soberana se alza frente un mundo de cosas opuesto que trata de gobernar mediante el lenguaje y la técnica. Schürmann explica, siguiendo muy de cerca el pensamiento heideggeriano, cómo la metafísica es la generalización abusiva de los esquemas de pensamiento apropiados a dos tipos de operaciones: fabricar y clasificar. El hacer técnico y la atribución predicativa. Primero, es una filosofía de la manufactura: “la visión [la idea] del manufacturero impresa luego en el material disponible [el mundo] y ofreciéndose a la vista de todos en el producto terminado [el objeto]”. Segundo, una filosofía de la definición: “la operación sintáctica que consiste en la atribución de un predicado a un sujeto”. Ambas operaciones son apropiadas a una región concreta de fenómenos (artefactos,
cosas) y actividades (identificar, nombrar). Pero su extensión universal como modo de pensar —y por tanto como presupuesto sobre lo pensado— es el rasgo
característico de la cultura metafísica.
Schürmann sigue explicando cómo a lo largo de la historia de Occidente la metafísica de la presencia soberana se ha traducido en diferentes principios ordenadores de la vida social: el Ser, el Bien, Dios, el Hombre, la Razón, las Leyes de la Historia, el Progreso, la Técnica, etc. Diferentes paradigmas trascendentes a partir de los cuales el mundo se vuelve inteligible y dominable. Diferentes patrones normativos que imponen sentido y finalidad a cada gesto cotidiano. Diferentes todos ellos, pero atravesados igualmente por la voluntad de poder, de gobierno y de apropiación del mundo. Para la cual ninguna cosa/ente tiene verdadero valor en sí mismo, sólo si sirve de algo al principio soberano.
El mismo capitalismo (el “siglo tecnológico”, según la mala denominación de Heidegger) es, en primer lugar, una tesis sobre el ser, una decisión metafísica. La más violenta de todas. En él, el máximo de poder coincide con el máximo de nihilismo. Es decir, el sujeto regente, centro y medida de todas las cosas —me refiero ahora a cada uno de nosotros como individuo—, lejos de ser un Yo imperial que se canta a sí mismo, sólo es en última instancia el objeto más desechable en manos de un poder autonomizado, un pobre tipo devastado que cubre su vacío y su ausencia al mundo con una agitación sin fin en tanto que espectador, turista, votante, consumidor, etc. Es el Bloom.
La crisis de la presencia es la experiencia donde colapsa la realidad, y nosotros con ella. El soberano cede, abdica. No mantiene la compostura frente a un mundo sometido, sino que más bien es arrebatado y engullido por él. El soberano interpreta esto como un acto de violencia: “posesión”, “embrujo”. ¿Quién es el “intruso” que atraviesa sin permiso mis dominios? El intruso no es otro que el mundo, que de pronto desbarata la relación de fuerzas y me afecta. La distinción entre el mundo y yo pierde sus fronteras, se emborrona. Y con ella se hunde la metafísica de una presencia garantizada, el ideal de un observatorio arrancado al mundo que sobrevuela las situaciones, los acontecimientos y los devenires: el pensamiento como cálculo y estrategia, el lenguaje como operación clasificatoria “objetiva”, la acción como técnica e intervención exterior.
Cada crisis de la presencia (ya sea personal o colectiva) abre una rasgadura en el orden de la metafísica que puede habilitar otra experiencia del mundo: ya no la identidad absoluta de uno consigo mismo más allá de los contextos y las relaciones, sino la exposición, el ser-en-situación, el entrelazamiento, la presencia común. Ya no la visión de lo que tienes enfrente, sino la escucha de lo que tienes al lado. Es una experiencia extática que nos pone “fuera de sí” y dentro del campo de relaciones heterogéneas en el que estamos irremediablemente implicados y al que llamamos mundo. Si la metafísica occidental encuentra su consistencia en el presupuesto de un punto de vista soberano sobre el mundo, la crisis de la presencia puede ser la antesala de un desplazamiento, porque disuelve todo ideal de una presencia autoritaria y dispone otro punto de partida para nuestro habitar.
El concepto de tiqqun, extraído de la Cábala judía, señala precisamente el momento de operar ese desplazamiento, desocupar el orden de la metafísica y restaurar la conexión inmanente con la realidad que se perdió bajo la dominación. La grandísima dificultad es que ese desplazamiento no puede ser “fabricado ni forzado” (Heidegger). El voluntarismo de las vanguardias revolucionarias no abandonó nunca el ideal de la presencia soberana, porque planteaba siempre un sujeto contrapuesto al mundo que lo empujaba en la buena dirección, pensando así la transformación social bajo esquemas metafísicos: el pensamiento como ciencia, la realidad como material informe que tenemos enfrente a disposición, la acción como intervención que modela (“da forma a”), el cambio revolucionario como artefacto. De ese modo, la política revolucionaria no sale del círculo de lo negado. ¿Cómo escapar? La crisis de la presencia no es una cuestión teórica, sino una experiencia radical que nos exige una decisión: reconstruir las defensas en torno a la presencia-fortaleza, declararnos vencidos y dejar de vivir, o bien reinventar la presencia como ser-en-relación. Por tanto, un inmenso potencial de transformación está en juego en el espacio de elaboración de la crisis. Y justo en ese punto carga sus baterías la “metafísica crítica”. Es metafísica porque su materia prima es precisamente la pregunta por el sentido de la vida, no ya un “tema social” —y menos aún un tema de la agenda político-mediática—, y es crítica porque quiere ser al mismo tiempo parte activa y marco conceptual para otra práctica político-existencial: una práctica sin sujeto, liberada de la maldición de la exterioridad y el finalismo; una práctica sin modelos, abandonada al despliegue y la apertura de su propio proceso; una práctica “fuera de sí”, es decir, atenta a las situaciones que atraviesa, entregada a los contextos que habita, expuesta al mundo.
Hacer de la crisis de la presencia un centro de energía significa elaborar la inquietud como motor y carburante de la transformación; reconvertir nuestras defensas rotas en los materiales de un nuevo cuerpo; apoyarse en el mismo “intruso” para crear nuevas posibilidades de vida; devolver el golpe a la vida en términos de desafío, creación y regalo; transfigurar la fragilidad que experimentamos tras el choque con la realidad en fuerza vulnerable.
No es nada raro que Tiqqun haya pensado esa operación tan excepcional comomagia.
La magia: hacerse amigo del enemigo
Hemos dejado a la presencia en crisis, tocada. Hemos señalado que justo ahí se abre el espacio ambiguo de una bifurcación decisiva. La posibilidad de un desplazamiento. ¿Con qué energías, con qué recursos, con qué complicidades contaremos en la ocasión? Difícil de anticipar. En el peor de los casos, la presencia tocada se hundirá sin remedio: locura, suicidio, victimización, postración irreversible… Todas ellas son formas distintas de perder definitivamente la confianza en el mundo. A partir de ahí nuestro vínculo con él estará hecho de angustia, paranoia, autismo y pasividad radical. El miedo nos cerrará sobre nosotros mismos. Marchitará nuestra capacidad de afectar y ser afectados, desembocando así en una situación de terrible impotencia. La crisis de la presencia no conduce por sí sola a ninguna liberación. Todo depende de nuestra elaboración, de nuestra respuesta.
Porque desde luego no se trata de dejar a la presencia extraviarse definitivamente, como tal vez algún romántico pudiera pensar, sino de rescatarla del riesgo de no ser. Sin duda alguna, hay que sanar. Pero, ¿cabe imaginar un rescate que no pase por la simple reparación de la presencia soberana, sino por crear una nueva forma de relación con el mundo?
Para pensar esa otra idea de sanación, Tiqqun recurre al trabajo fascinante del antropólogo marxista Ernesto de Martino (1908-1965) sobre el papel de la magia en las sociedades tradicionales. Al menos en dos puntos, su obra El mundo mágico nos ofrece pistas para pensar qué significa hacer la crisis de la presencia una fuente de energía: 1) asumir al extraño como alianza; 2) hacerse cargo de la crisis de la presencia como un asunto colectivo.
1) Según De Martino, en su acercamiento estrictamente materialista al mundo mágico, la magia no funciona en las sociedades tradicionales como una vía para conocer la realidad o modificarla. El poder de la magia interviene más bien ante el drama existencial de la crisis de la presencia, cuando “se derrumba la distinción entre presencia y mundo que se hace presente”. Si, por ejemplo, tras una catástrofe natural, un trastorno psíquico o un desequilibrio físico, una persona (o una comunidad) ha perdido la realidad, exponiéndose así al riesgo de la desintegración, la magia actúa para “garantizar” esa presencia, “restaurarla” o “rescatarla”. De Martino utiliza esos términos, pero explica muy claramente que la magia no se limita a coser simplemente algo que se ha roto para devolverlo al mismo punto donde estaba antes. La magia no opera con el sujeto como ante un puzzle en el que se han desordenado algunas piezas. Hacerlo así significaría, implícita o explícitamente, definir la crisis de la presencia como el mal que hay que combatir, neutralizar, desalojar y finalmente olvidar para conservar un sujeto intacto y entero. Pero la crisis de la presencia sólo puede ser el mal allí donde el ideal normativo es la presencia soberana. No es el caso del mundo mágico, según explica De Martino. En todo caso, aquí el verdadero mal sería más bien esa distinción neta entre bien y mal, entre salud y enfermedad, entre vida y muerte. La crisis de la presencia es un riesgo, pero es el riesgo donde al mismo tiempo habitan las energías necesarias para la renovación existencial, singular y comunitaria. Definir la crisis como el mal, organizar una sociedad entera en torno a la voluntad de dejar ese mal fuera, significaría necesariamente acosar y debilitar la misma fuente de transformación individual y colectiva. Por un lado, condenar a la sociedad a la repetición y a la paranoia del control total; por otro, condenar a los individuos al trauma crónico y la
victimización.
En primer lugar, el ritual mágico evoca la crisis de la presencia, interrogándola, explorando e identificando su naturaleza particular y concreta (qué o quién la trajo) mediante visiones expresadas con temas míticos o mágicos tradicionales. En segundo lugar, lejos de negar o pretender suprimir el peligro, lo asume, lo elabora, decide su sentido, transformándolo en una invitación al cambio. Finalmente, atraviesa y domina la crisis mediante la ayuda de creencias y técnicas específicas, como por ejemplo los ornamentos en el cuerpo o el recurso a los “espíritus auxiliares” (lo que desde Occidente leemos como “fetichismo”).
Así puede leerse la historia de Aua, esquimal del cobre. Aua decidió que su enfermedad era una señal para convertirse en chamán. Entonces “procuró su soledad ártica, es decir una condición adecuada para favorecer su labilidad, para intensificarla, para desencadenarla, y ello en el intento de poder leer en ella y dominarla. En la soledad ártica el riesgo de su ser-en-el-mundo aumenta, el llanto y la alegría se alternan de manera inexplicable. Y con la alegría surge el canto, no controlado, casi como si un huésped cantara en él. Por fin interviene el rescate, que es la conquista de un nuevo equilibrio psíquico, la identificación del huésped, el pacto de alianza con él”.
Aquí están expuestos algunos de los rasgos clave del ritual mágico: evocar la crisis de la presencia y traerla al espacio de elaboración para que sirva de materia prima durante todo el proceso; desencadenar e intensificar incluso la problematicidad de nuestra existencia para poder leer en ella y dominarla; ponerse radicalmente en juego en una situación que uno no gobierna (“el llanto y la alegría se alternan de manera inexplicable”), pero donde tampoco uno es simplemente gobernado; y finalmente, alcanzar un rescate de la presencia amenazada, “la conquista de un nuevo equilibro psíquico” que no implica el exterminio del huésped que nos habitaba sin permiso, sino su reconocimiento y “un pacto de alianza con él”. Sin duda, un equilibrio delicado, precario, en construcción permanente. “El equilibrio fatigosamente alcanzado es siempre un equilibrio inestable: nacido de un angustioso equilibrio, en todo momento esta tensión angustiosa, esta deliberada lucha que conoce la aspereza del riesgo, testimonian a favor del ser-en-el-mundo que se rescata, de una psiquicidad que se abre a la tarea de fijar su propio horizonte”.
Como vemos, el ritual mágico no pretende estabilizar la presencia bloqueando la relación con todo aquello que provoque inestabilidad: todo aquello que nos afecta. Ni tampoco corta los asideros que nos vinculan a la vida para proteger de esa manera a la presencia en crisis, sino que más bien rescata la presencia entregándola al mundo (“aunque sea con temor y espanto”), reactivando y potenciando su capacidad para afectar y ser afectado. El ritual mágico no fortalece frente al vacío, ni anestesia o insensibiliza al dolor, ni tampoco es un proceso de autodescubrimiento del verdadero yo, sino que asume y elabora la crisis de la presencia como principio activo de un segundo nacimiento (“orgánico”, dice De Martino), del desarrollo de nuevas formas de vida que incorporan al huésped.
Para una presencia soberana, todo aquello que no me deja ser Yo y nada más que Yo sólo puede ser un enemigo: un intruso que arruina mis fronteras, contamina mi identidad y desafía mi gobierno. Lo importante para ella será levantar una empalizada bien alta que defienda el sí-mismo autosuficiente del no-yo enemigo con el que no se quiere ningún contacto. Por el contrario, el objetivo del ritual mágico consiste en hacerse amigo del enemigo, porque paradojicamente sólo mediante su ayuda podemos rescatarnos de la crisis de la presencia. No se puede salir indemne, se sale con otros y volviéndose otro2.
2) El rescate mágico de la presencia es fundamentalmente un asunto colectivo. Esto es evidente cuando es la propia existencia de una comunidad la que entra en crisis, como tras una catástrofe natural por ejemplo. Pero incluso cuando la crisis atañe únicamente a un solo individuo (y el individuo asume en solitario el ritual mágico, como en el caso de Aua), el rescate no es una cuestión privada, sino que tiene implicaciones para lo común y un gran valor social.
La razón es muy sencilla. Como hemos dicho, el ritual mágico no trata de “reparar” una presencia en crisis para reintegrarla a la “normalidad” de la presencia garantizada. Según nos enseña De Martino, en el mundo mágico la presencia soberana no existe como ideal, como modelo, como norma. Lo “normal” es precisamente la inestabilidad y labilidad de la presencia. La fragilidad del animal humano y (por consiguiente) de sus instituciones. De ahí que el drama existencial de cualquier crisis de la presencia sea “común a todos”, nunca un asunto privado. “El debilitamiento y la atenuación del ser-en-el-mundo guardan estrecha vinculación con el debilitamiento y la atenuación del mundo en el cual el ser-en-el-mundo está inmerso”.
La magia es un conjunto de prácticas específicas que se hacen cargo directamente del mundo (herido), que autoorganizan lo común, que hacen y deshacen realidad
colectivamente. No se desarrollan en un ámbito privado, bajo cuarentena, tras un cordón sanitario, en un espacio separado administrado por especialistas, sino que cada una de ellas recibe y aporta a un poder-saber social y común organizado explícitamente. Como dice De Martino, forman civilización. “En el mundo mágico el drama individual se inserta orgánicamente en la cultura en su conjunto, encuentra el consuelo de la tradición y de instituciones definidas, se sirve de la experiencia que las generaciones pasadas han ido acumulando lentamente: toda la estructura de la civilización está preparada para resolver ese drama que es común a todos”.
Pero, ¿qué ocurre cuando la presencia garantizada ocupa el ideal de una civilización? Entonces toda la estructura social está dispuesta para negar y rechazar ese drama que es común a todos, multiplicando los dispositivos inmunitarios, expulsando el dolor y la muerte de la vista, convirtiendo toda crisis de la presencia en un simple “accidente” sin ningún tipo de implicación para lo común. A partir de ahí, el drama individual será incapaz de inscribirse en la cultura en su conjunto, no encontrará el consuelo de la tradición ni podrá servirse de la experiencia de generaciones precedentes. La crisis, convertida ahora en un “caso clínico” o un “accidente”, será gestionada por dispositivos de reintegración al orden de la presencia soberana, que combatirán al huésped como a un peligroso okupa, acosándolo y apagando así las preguntas sobre el sentido de la vida que dispara, procurando siempre defensas exteriores a uno mismo y a lo común, administradas por expertos.
Ahí está la diferencia entre mundo mágico y moderno según De Martino, que toma sorprendentemente partido por el segundo3, aunque crea que el primero tiene “algunas cosas que decirnos”. En el mundo moderno, la presencia de un enfermo mental, por ejemplo, ha perdido la solidez que debiera tener con respecto a la norma. Su crisis de la presencia, su sentimiento de incompletitud y extrañeza, ya no nos afecta a todos (aunque sea de maneras y en grados diferentes), ya no es una condición común, ya no puede compartirse: es la suerte de unos pocos desgraciados. Así, el sufrimiento individual (y los recursos, las preguntas y las prácticas que se despliegan desde ahí) no puede insertarse en la vida social en su conjunto (en todo caso, a contracorriente y como anécdota: “el arte de los locos”). Sin apoyo en la tradición, en la continuidad de la experiencia, sin espacios colectivos de elaboración, las salidas que nos quedan son, dice De Martino, “autistas, aisladas, monadistas y antihistóricas”.
Entonces los problemas se hacen inevitablemente crónicos y el resultado es el Bloom, un “eco pasivo del mundo”.
El Bloom: me gusta cuando callas…
De Martino reproduce una cita del psicólogo Pierre Janet (1859-1947) sobre los síntomas de la psicastenia que enumera perfectamente los padecimientos del Bloom: “en esta enfermedad se observa una caída de la ‘tensión mental’, es decir de la capacidad de síntesis y de concentración, con la consiguiente pérdida de la ‘función de lo real’, es decir del contacto con la realidad y la continua adaptación a ésta. Surge entonces un estado de angustia, una sensación de incompletitud, de extrañeza de la persona y del mundo circundante. El enfermo se siente ‘extraño’, ‘dominado’, ‘despersonalizado’, ‘doble’ o ‘múltiple’, sin suficiente realidad, y también el mundo pierde relieve y naturalidad”.
De Martino explica que los síntomas del psicasténico son exactamente los mismos que experimenta la víctima de un maleficio en el mundo mágico. Sin embargo, precisa, el “primitivo” encontrará complicidades y recursos en su cultura para salir de la crisis “renovado existencialmente”, mientras que el psicasténico está “aislado y despojado” ante su suerte: a su alrededor no hallará complicidades ni recursos, sino todo lo contrario. Será culpabilizado y responsabilizado por su situación, aislado, relegado, encerrado… Ni siquiera puede contar, setenta años después de las observaciones de De Martino, con los apoyos que aún brindaban las culturas populares para asumir en pie al menos, si no “transfigurar”, el derrumbe de la presencia. El Bloom es la modalidad histórica actual de la crisis de la presencia: el resultado de la expropiación radical de los saberes, complicidades y espacios colectivos para la magia, en una sociedad regida severamente por la norma ideal de la presencia soberana y autosuficiente.
Recapitulemos. En el comienzo había un sujeto. El sujeto creía no estar sujeto a nada que pudiera desbordar el control de su voluntad. Pero una crisis hace añicos (poco a poco o de un zarpazo) su ensimismamiento, sus sueños de autosuficiencia. A partir de ahí ya no es idéntico a sí mismo, sino un extraño. Porque hay algo en Él que no es Él y hay algo fuera de Él que no se doblega a su voluntad. Pánico. El Bloom es precisamente el sujeto herido que ya no puede ignorar simplemente la herida, pero tampoco es capaz de elaborarla. No puede asumirse a sí mismo como herida. Como su crisis supone una “caída” con respecto a la norma de la presencia soberana que gobierna nuestras sociedades, la niega ferozmente. Pero su herida no va a cerrarse por ello. El extrañamiento perdura en la pérdida de sentido de las cosas y se instala en un sentimiento siempre latente de angustia. El Bloom ha perdido la seguridad del mundo, la certeza de que estaba ahí para satisfacer su deseo, pero tampoco puede establecer un nuevo vínculo con él que no pase por el control, sino por la confianza
(es decir, un vínculo de amistad).
Janet explica el “estupor catatónico” como una estrategia de la presencia en crisis, que trata de salvarse sustrayéndose dramáticamente a todos los estímulos, imponiendo un veto general a todos los actos: murallas y diques. Es decir, la presencia en crisis que no consigue rescatarse se ausenta. Es la única garantía que encuentra de no ser tocada. El Bloom trata de atenuar al máximo su capacidad de afectar y ser afectado, porque interpreta que es justo ahí por donde se ha colado el dolor intruso (“me expuse demasiado”). Localiza en la relación consigo mismo, con los demás y con el mundo la fuente de un dolor que no tolera, pero tampoco sabe metabolizar.
Se ausenta de sí mismo porque no puede confiar en un yo resquebrajado. Ya no es Él que fue, pero todavía no ha podido crear otra manera de estar-en-el-mundo, otra forma de vida. Ausentarse de uno mismo implica vivir en un estado de pereza y dejadez perpetuas, la “caída de la tensión mental” que señalaba Janet (“el Bloom presenta una disposición muy particular a la distracción, al déjà vú, al cliché y, sobre todo, una atrofia de la memoria que lo confina en un eterno presente”). Se ausenta de la relación con los demás porque se siente un extranjero entre extranjeros. Los lazos sociales le resultan una verdadera carga, algo “objetivo, exterior y opuesto”. Ausentarse de la relación con los demás implica poner a distancia toda situación vivida: el Bloom ve lo que quiere ver, piensa lo que ya sabe, se relaciona sin implicarse, oye sin escuchar y decide sin asumir. Y se ausenta de la implicación en el mundo, porque simplemente no puede confiar en él (“es como de cera”). Ausentarse del mundo indica una inclinación incombustible al turismo existencial: ya no sólo consumo de lugares, sino también de situaciones, tramas y contextos.
Pero ausentándose, el Bloom sólo debilita más y más los recursos que podrían ayudarle a sanar, es decir, a no ser mera víctima de la crisis, a recuperar su autonomía y su presencia (“a fijar su propio horizonte”, como hizo Aua). Está atrapado en un callejón sin salida.
A partir de ese núcleo de (no) experiencia moderna, de esa desconexión profunda entre el ser humano y el mundo, Tiqqun trata de explicar multitud de fenómenos contemporáneos: el consumo como práctica dominante; los desbordes irracionales de violencia gratuita, como los casos bien conocidos de matanzas entre compañeros en las escuelas de EEUU; la gestión de la propia vida como proyecto, sustentada sobre una relación de exterioridad con uno mismo; la inflación del sector cultural que fabrica hoy el entretenimiento que necesitamos para aplacar la angustia, etc. La fenomenología del Bloom es amplísima (seguramente demasiado), pero a mí sólo me interesa ahora transitar por estas dos estaciones de su recorrido: el extrañamiento y la ausencia.
En todo caso, hay que decir que el Bloom no es un individuo concreto, ni siquiera una serie concreta de individuos, sino una “abstracción transitoria”. Es decir, una tendencia, una pendiente histórica por la que se desliza nuestro mundo y nosotros mismos. No es una persona ni un grupo, sino un estado de ánimo impersonal, un humor colectivo que atraviesa los cuerpos aquí y allá. No se es un Bloom, sino que se está Bloom en tal momento, en tal situación.
Y ¿cómo puede sostenerse una sociedad que produce masivamente el Bloom? Es la tarea de los dispositivos.
Gestionar la ausencia: los dispositivos
Un dispositivo es magia negra. Se relaciona con nuestra presencia en crisis, pero no para facilitar que nos hagamos cargo de ella elaborándola (y menos colectivamente), sino más bien para gestionarla: entretener, controlar y reproducir indefinidamente nuestra situación de ausencia al mundo. A menudo aliviándola un poco, a veces ni siquiera eso. En el fondo, como veremos, siempre envenenándonos lentamente.
Si la magia asumía la crisis de la presencia como un “drama común a todos del que se trata de salir renovado existencialmente”, los dispositivos funcionan justo al revés: nos prometen que saldremos indemnes si obedecemos sus pautas, privatizando así la elaboración de las crisis. Son fábricas de sentido y sensibilidad, arquitecturas y disciplinas del cuerpo, estrategias y técnicas, marcos y discursos que se hacen cargo principalmente de mantener al Bloom como Bloom, pero sosteniendo sus ilusiones de control y autosuficiencia. Encarnan materialmente la metafísica de la presencia soberana en una situación histórica de desfondamiento subjetivo, como una “gigantesca muleta existencial” para el Bloom.
Más claro. Un dispositivo es aquello que colma y sutura la distancia entre dos modalidades de presencia: la norma ideal de la presencia soberana y la crisis de la presencia. Es el “suplemento” que permite a una presencia en crisis seguir funcionando como si fuese una presencia garantizada, como si no pasase nada, negando para ello al huésped que se ha alojado en nosotros. En lugar de asumir el vacío, el dispositivo lo “llena”. En lugar de usar nuestra incompletitud, el dispositivo la “completa”. En lugar de despertar nuestras capacidades singulares para rescatarnos, el dispositivo nos ofrece una solución prêt-à-porter de la que sólo somos consumidores pasivos. Más que un asidero afectivo con el mundo, constituye un agarradero.
Sin duda, hay dispositivos que tranquilizan, consuelan, distraen, alivian, amparan o calman. Pero no sirven para elaborar. Gestionan un equilibrio muy difícil: vitaminar a la presencia en crisis para que pueda seguir funcionando, impidiendo así el hundimiento total pero también el rescate positivo. Cada dispositivo es una especie de fuga hacia adelante en un callejón sin salida. En ese callejón sin salida donde decíamos que está atrapado el Bloom. Ocultando las condiciones que dieron lugar a la crisis y bloqueando toda transformación posible, los dispositivos preparan en realidad nuevos desastres.
Al igual que el Bloom, un dispositivo no es, sino que funciona. Algo (“un sedante, un psicólogo, una peli, un amante, un móvil”) puede funcionar como dispositivo en una situación y ser resignificado como magia en otra. Los dispositivos son usos y prácticas. Son operaciones. Como por ejemplo estas cinco:
— el dispositivo como “máscara” cubre la ausencia del Bloom.
La máscara sirve para conjurar el miedo al vacío. Disimula el sufrimiento, pero al precio de postergar indefinidamente el encuentro con uno mismo. Aquí no se trata de una máscara para jugar o de una máscara para luchar, sino que la máscara sirve principalmente para fingir normalidad (“El Bloom vive aterrorizado y, ante todo, aterrorizado por ser reconocido como Bloom”). Lo que la máscara deja leer a los demás es: no pasa nada, todo va bien, soy uno más. Hay máscaras hard y máscaras light, identidades fuertes o rápidamente desechables, pero todas tienen una misma función de (auto)control: fijar a cada cual en un lugar, donde la crisis de la presencia no podrá ser afrontada ni compartida.
— El dispositivo como “prótesis” permite al Bloom singular huir de la crisis de la presencia.
Un ejemplo, extraído de la película The girlfriend experience de Sodenberg. El matrimonio de un hombre de negocios está roto. La crisis económica pone su empresa al filo de la bancarrota. Repetidos ataques de pánico le roban el sueño por la noche. Decide contratar regularmente los servicios de una prostituta de lujo. No sólo le paga para acostarse con ella, sino (mucho más importante) para que juegue a ser su novia. Ese chute de autoestima le permite sobrellevar el resto de la semana… por ahora. Pues bien, esa relación es un dispositivo. Rescata momentáneamente la presencia en crisis, tapando los agujeros y manteniendo el ideal de la presencia soberana (en este caso, el culto al éxito y el poder). Sirve como agarradero. Lo que en última instancia permite el dinero es precisamente comprar dispositivos, que nos ahorran el esfuerzo de la presencia y de las relaciones.
— El dispositivo como “mecanismo de individualización-distribución” impide asumir colectivamente la crisis de la presencia.
Imaginemos uno de esos casos tan terriblemente corrientes en EEUU que citábamos más arriba: un chico entra un buen día armado en su escuela y asesina a varios compañeros. La policía le captura, la comunidad exige castigo, los medios de comunicación disparan sus imágenes prefabricadas, la pena ocupa todo el horizonte del debate social, un juicio le condena finalmente a una larga pena. Es definitiva, se instalan dispositivos. Cada dispositivo vela principalmente para que todo vuelva a la “normalidad”. Es decir, para que no se abra una situación donde la crisis de la presencia pueda elaborarse colectiva y autónomamente, a partir de cualquier pregunta que pueda dar que pensar sobre lo ocurrido. Los dispositivos trocean y privatizan lo común, encerrándolo en una esfera separada donde sólo los expertos tienen la palabra. Proponen sus soluciones ya-hechas (“ley y castigo”). Cortan el destino personal del colectivo mediante una individualización-distribución de los papeles sociales y sus funciones (testigo, culpable, víctima, opinador mediático, juez). En definitiva, definen y clasifican para establecer un cordón sanitario en torno a la persona y la conducta localizadas como el mal, evitando así toda posibilidad de asunción común de un problema común.
— El dispositivo como “espacio polarizado” reconduce la inquietud por la crisis de la presencia hacia el resentimiento y la lógica de bandos.
Alcanzado por la crisis de la presencia, sin complicidades para elaborarla, es fácil que la inquietud del Bloom se convierta en desconfianza y miedo. Un miedo que busca culpables: “¿quién me ha infectado?” El dispositivo gestiona ese tránsito de la inquietud al miedo. Se organiza como un tablero de ajedrez, en el que se nos invita a definirnos a la contra. Reduce toda la complejidad de una presencia en crisis a un enfrentamiento entre el Bien (la presencia soberana) y el Mal (lo que trae la crisis). Consigue traducir la inquietud, el sentimiento de chocar con esta realidad, con su lote de afectos muchas veces turbios y ambivalentes, en un afecto de resentimiento dirigido. En una rabia reactiva entregada por entero a la búsqueda y el castigo de un culpable de mi situación: el enemigo. La sanación ya no pasará entonces por la transformación individual y colectiva, sino por condenar y destruir a un chivo expiatorio.
— El dispositivo como “lógica de la representación” expropia al Bloom de (la interrogación sobre) el sentido de su malestar.
Un dispositivo “no rige sobre hombres y cosas, sino sobre posibilidades y condiciones de posibilidad”. Fundamentalmente, pretende mantener el monopolio sobre los significados de lo que (nos) pasa, reproduciendo nuestra ausencia. Canales preestablecidos para la participación, respuestas automáticas para cada pregunta, guiones dados para analizar cualquier experiencia y la agenda (político-mediática) de temas para la conversación del día, lo que está radicalmente prohibido siempre es pensar mi situación: tomar la palabra, hacerme presente aquí y ahora, dejarme llevar por las preguntas que me hago, reconectar con mi cuerpo afectado. Lo que los dispositivos quieren es más de sí mismos. Mediante la repetición (de lo ya sabido, lo ya hecho y lo ya sentido), el dispositivo trata de bloquear toda auténtica apertura singular a las situaciones, los devenires y los acontecimientos. Levanta una muralla que nos protege del acontecer de las cosas y de su interpelación, restableciendo así una distinción neta entre el mundo y yo. Encauza, pauta y dirige, al tiempo que desresponsabiliza, desimplica y despreocupa (“está todo bajo control”).
Los dispositivos ofrecen sus propios remedios a la crisis de la presencia. Decíamos que no curan, que en todo caso alivian, pero que en el fondo nos envenenan lentamente. ¿Qué significa esto? La vida dependiente de los dispositivos “agrieta los cuerpos”. Cuanto más agrietado está un cuerpo, “menos numerosas son las polarizaciones compatibles con su supervivencia y más tenderá a recrear las situaciones en las que se encuentra comprometido a partir de sus polarizaciones familiares”. Nos endurecemos y así nos volvemos más frágiles, más temerosos del caos del mundo, más paranoicos y obsesos del control. La ausencia se nutre principalmente a partir de ahí de nuestro miedo senil a la presencia: el miedo a devenires, situaciones, formas de vida y acontecimientos que nos exijan demasiada atención, demasiada exposición, demasiado pensamiento, demasiada creación. Cuanto más se cronifica el estado bloomesco, menos capacidad tendrá la presencia en cuestión para ser afectada positivamente por otras formas de vida, más difícil y doloroso le resultará, menos autonomía dispondrá con respecto al hechizo de los dispositivos, más sospechas paranoicas alimentará contra los otros.
El secreto de los dispositivos
En definitiva, todo lo que funciona a costa de reproducir nuestra situación bloomesca de ausencia al mundo es un dispositivo. ¿Se trataría entonces de atacar a los dispositivos para liberarnos del Bloom? El esquema de la relación de fuerzas no nos sirve aquí, porque en realidad un dispositivo no vampiriza, ni expropia lo común.
Nosotros mismos se lo entregamos. El dispositivo se limita a gestionar el fragmento de vida del que nos hemos despreocupado, retroalimentando —eso sí— nuestra desimplicación del mundo. El poder de los dispositivos está vacío, ése es su secreto. Nos empujamos unos a otros dentro de sus redes cada vez que hacemos del “sálvese quien pueda” la única opción. Cada vez que el mundo nos requiere y respondemos con dejadez, insensibilidad, distracción o miedo. Cada vez que somos incapaces de abandonar nuestras identidades para hacernos cargo de una situación que se abre. Cuando no encontramos a nuestro alrededor, ni en nosotros mismos, fuerzas para sostener la presencia. Los dispositivos sólo testimonian sobre nuestra ausencia al mundo, sobre el fracaso individual y colectivo para autoorganizar lo común. Alguien tiene que hacerse cargo del mundo cuando nosotros renunciamos a ello porque es más cómodo dejarnos vivir. Odiarlos, sin embarcarse al mismo tiempo en un proceso de auto-transformación, sólo traduce “nuestro deseo de expiar, de pagar”. Hay aquí una visión que subvierte radicalmente la concepción típica del poder como aparato de captura. Desafiar un dispositivo no pasa por denunciarlo críticamente o atacarlo sin más, sino “por rivalizar con él en el terreno de la magia”. Cada vez que recobramos y actualizamos nuestra capacidad para hacernos cargo del mundo, para hacer y deshacer realidad, para autoorganizar lo común, los dispositivos quedan en jaque.
La crítica como dispositivo
¿Por qué el pensamiento crítico es hoy tan incapaz de afectar la realidad, por muchas buenas razones que acumule y repita contra el estado de las cosas?
La crítica no funciona, porque se queja, culpa, juzga, condena y así se exime. Es un discurso que borra “la implicación singular [de quien lo enuncia] en lo que ocurre”. Se dirige al Bloom desde un simulacro de presencia soberana: ciencia de la sociedad y la revolución, principios ideológicos absolutos, otro mundo posible. Es decir, opone a este mundo una distancia, “un transmundo”. No arranca desde la igualdad efectiva que se establece entre quienes comparten la crisis de la presencia, sino desde una distancia jerárquica entre quien tiene (supuestamente) acceso a ese transmundo y quien no. La crítica se dirige al Bloom, en lugar de elaborarse con él. Pero el Bloom no escucha al crítico, su capacidad de retirada es infinita: ha aprendido desde muy pequeño a huir mientras le dan lecciones los padres, los maestros, los sacerdotes. Esa sordera táctica exaspera al crítico como pocas cosas más: “¿pero cómo se atreve?”
Subida a su pedestal, la crítica parece saberlo ya todo. Es como una especie de voz en off: no sale desde ninguna situación o persona concreta, pero contempla en las alturas los trajines en los que se afana el hormiguero humano. La crítica nunca acompaña a las experimentaciones en curso, se limita a juzgar desde una posición trascendente sus “retrasos”, sus “ingenuidades”, sus “ilusiones”. Alecciona al Bloom para que tome conciencia de tal o cual cosa, como si lo que estuviera en juego fuese un déficit de saber y no un asunto eminentemente material, práctico, sensible, mágico. El dispositivo no es una “ilusión” que se desvanecerá cuando la gente posea el saber que el crítico atesora, sino en primer lugar un hechizo físico que captura los comportamientos y los cuerpos.
Tres o cuatro categorías hiper-generales le bastan al crítico para presuponer cada respuesta y así le ahorran el trabajo de escuchar (o implicarse en) cualquier situación singular. Y cuando irrumpe un acontecimiento inesperado de toma de palabra masiva, la crítica despliega todos sus recursos para neutralizarlo. Porque sólo demostrando que “no ha pasado nada” legitima su papel como saber necesario del que “la gente” carece. En el fondo, a la crítica le va la vida en demostrar una y otra vez el poder de la dominación y la impotencia de los dominados4.
En definitiva, podríamos decir que la crítica se ha vuelto hoy una especie de dispositivo. Un suplemento identitario de la existencia en crisis. Una máscara que sirve para incluirse en el mundo común como alguien diferente. General, abstracta, moralizadora, cómoda, automática, nos confirma lo que ya sabemos, nos carga de razón, nos dispensa de la duda y el pensamiento. Como cualquier otro dispositivo, promueve la indiferencia a los contextos y las situaciones, la ausencia al mundo.
Un preguntar vinculante
No se trata de distinguir entre teoría y práctica. Una “práctica” puede ser perfectamente tan general y abstracta como hemos dicho que es la crítica. Y sin duda también a través del combate del pensamiento nos hacemos presentes aquí y ahora, desafiando la ausencia que gestionan los dispositivos. La pregunta entonces sería más bien cómo el pensamiento se hace fuerza material: capaz de desafiar la impotencia y la indiferencia, de poner entre paréntesis los automatismos corrientes y conmover los cuerpos, de tocar, afectar y desequilibrar el mundo.
En Conceptos fundamentales de la metafísica, uno de los dos libros que Tiqqun cita explícitamente como inmediatos precursores de su teoría del Bloom, Heidegger define la filosofía como un “preguntar vinculante”. Al contrario que la crítica, “que no es vinculante ni peligrosa porque ya está asegurada de antemano de que no le va a pasar nada”, la filosofía “es el torbellino al que el hombre está arrojado para sólo así concebir la existencia, pero sin fantasías (…) lo contrario de todo aquietamiento y seguridad”. Al contrario que la crítica como voz en off, la filosofía pregunta de tal modo “que nosotros, conjuntamente en la pregunta, somos puestos en cuestión”. Los críticos “quieren demostrarse mutuamente verdades y en ello se olvidan de la verdadera y dificilísima tarea: introducir en la existencia propia y en la de los demás una cuestionabilidad fructífera”. La crítica se pregunta “¿dónde estamos?” (es una toma de posición) y el preguntar vinculante, “¿qué sucede con nosotros?” (es una puesta en cuestión).
La crítica se hace “malas preguntas”. Las malas preguntas son las que tienen ya respuesta, o las que son tan vacías y generales “que nos dejan indiferentes, que en el fondo no nos afectan, ni menos aún nos arrebatan”. El preguntar vinculante, por el contrario, pasa por hacerse “verdaderas preguntas”. “Las verdaderas preguntas vienen de la necesidad de nuestra existencia”. No son instrumento de otra cosa, sino que nos va la vida en ellas. Abren una búsqueda real porque no están respondidas de antemano. Sus conceptos “ni se repiten ni se aplican”. Y sobre ellas “se vuelve decisivo [saber] si las preguntamos realmente, si tenemos la fuerza para cargar con ellas a lo largo de toda nuestra existencia”.
Potencia, ambivalencia, disponibilidad
En un mundo que tiene por norma la presencia soberana y garantizada, ¿no podría la crisis de la presencia contener la potencia para abrir esas “verdaderas preguntas”? ¿No es el contacto con el Bloom algo que puede ponernos en juego y en cuestión? De ese modo, el preguntar vinculante se convierte en “metafísica crítica”, es decir, una práctica y una posibilidad al alcance literalmente de cualquiera, por fuera de los muros de toda facultad de filosofía.
La metafísica crítica hace alianza con el Bloom como máquina de vacío. Hemos visto hasta ahora el “lado malo” del Bloom, el desarrollo que lo asume como “carencia con respecto a” la presencia soberana. Convertir la crisis de la presencia en energía transformadora pasa por declinar de otra manera el Bloom y localizar también en él potencia, ambivalencia y disponibilidad.
- potencia, porque el Bloom es también el “huésped más inquietante” capaz de hacernos una y otra vez preguntas sobre la vida que desestabilizan toda inercia, toda repetición sin deseo, todo dispositivo. Esencial desocupación que nos pregunta sobre el sentido de nuestras ocupaciones, esencial extranjería que nos interroga sobre la consistencia de nuestras pertenencias, esencial finitud que nos obliga a pensar si estamos viviendo la vida que quisiéramos vivir o si podríamos morir de repente como si no hubiésemos vivido nada (la muerte del Bloom siempre es “muerte joven”, aunque suceda a los 90 años).
- ambivalencia, porque la infinita capacidad de retirada del Bloom le convierte también en un enemigo (el “enemigo cualquiera”) de los dispositivos que gestionan su ausencia: un agujero negro en su exigencia de transparencia, un desapego que hace obstáculo a la movilización permanente, una fuente inagotable de burla y deslegitimación de todos los centros de sentido, una indiferencia radical que imposibilita su identificación definitiva con cualquier función social.
- y disponibilidad, porque el Bloom, al estar más allá (o por debajo de) de toda inscripción sociológica, ideológica o nacional, puede ser afectado por cualquier otro Bloom como humanidad desnuda que es. Eso le abre la posibilidad de “reapropiarse la no-pertenencia” y recrear lo común fuera de los moldes tradicionales del nosotros identitario (nación, clase, comunidad, etc.).
Una fuerza vulnerable
Buscando otro punto de partida y otra fuente de energía para la política, una vez se me hizo añicos una politización militante con referencia a los movimientos sociales, me encontré con Tiqqun y su interrogación sobre el Bloom. En este texto he ido desplegando (muy a mi manera de entender) una secuencia de su pensamiento — presencia soberana, crisis de la presencia, metafísica crítica, magia, Bloom, dispositivos, crítica, preguntar vinculante, potencia, disponibilidad y ambivalencia— que no me interesa como “nueva teoría crítica”, sino como retazo posible de un nuevo mapa de conceptos con el cual explicar(me) mi propio recorrido y afinar todo lo posible la sensibilidad para detectar nueva potencia de transformación allí donde no se la espera, allí donde no asume formas clásicas.
Releyendo el texto, me siento desbordado por la cantidad de implicaciones, conexiones y consecuencias contenidas en esa secuencia de pensamiento. Estoy aún lejos de captar todo su alcance, aunque escribir esto es una manera de ir fijando una serie de puntos en el mapa. Me asaltan también muchas preguntas para las que no tengo respuesta, ni siquiera sé si soy capaz de formularlas correctamente, algunas sólo las barrunto interiormente: ¿toda crisis de sentido es una crisis de la presencia soberana? ¿Despertar la capacidad de afectar y ser afectado pasa necesariamente por un colapso de nuestro ser-en-el-mundo? ¿Por qué me inclino, casi como naturalmente, a asociar esos colapsos con experiencias dolorosas, acaso ya no hay éxtasis y arrebatos “positivos”? ¿La magia es una práctica excepcional o se puede habitar mágicamente el mundo? Y más…
Así las cosas, no puedo ofrecer ahora conclusiones muy concluyentes, sino más bien algunas indicaciones para seguir interrogando esa secuencia de pensamiento. ¿Desde dónde?
Hoy salta a la vista para todos la terrible paradoja en la que consiste la metafísica de la presencia soberana: cuanto más se pretende apuntalar una sólida presencia garantizada frente al mundo, más destrucción se despliega por todas partes. El automóvil es un ejemplo inmediato, concreto y claro: la ilusión de control (de la libertad como control) aumenta la exposición de todos al peligro. Nuestra vida cotidiana está plagada de otros ejemplos. Cuanto más alejamos el dolor de nuestro entorno, más ansiolíticos necesitamos para calmarlo. Cuando más se moviliza y se requiere un Yo autónomo, más grietas y fisuras se abren en cada individuo. Cuanta menos violencia de baja intensidad podemos asumir o tolerar, más violencia a gran escala reparten las potencias occidentales por todo el planeta. Quizá en otro momento histórico fue distinto, pero hoy el ideal de la presencia soberana sólo es efectivamente un ideal, que casi nadie alcanza pero condena a la mayoría al destino fatal de víctimas traumatizadas. La relación de dominio que establece la presencia soberana con el mundo se justifica en la protección que nos brinda frente a las catástrofes de todo tipo, pero ¿y si la auténtica catástrofe (de la que dependen tantas otras) estuviese ya inscrita en ella? ¿Y si, por el contrario, la verdadera protección pasase por multiplicar las relaciones horizontales de cuidado entre nosotros? ¿Y si la “salvación” del mundo pasase por recuperar la confianza en él, por volver a vivir estando en el mundo?
Si ponemos en el centro este problema de la crisis de la presencia, la pregunta que se sigue entonces necesariamente es: ¿quién va a hacerse cargo de ella? ¿Los dispositivos, con el fin de gestionarla, explotarla y acumular poder a costa de clavarnos en el sufrimiento para siempre? ¿O serán otras prácticas —diríamos mágicas, siguiendo a De Martino—, que busquen elaborarla para poder así sanar transformándonos, a la vez que transformamos el mundo?
Planteada de otra manera, la misma pregunta dice: ¿qué hacemos con el Bloom?
Tengo la impresión de que en el medio Tiqqun ha habido un desplazamiento con respecto al Bloom. En los últimos textos (que ya no aparecen firmados como Tiqqun, pero se inscriben muy claramente dentro de su marco teórico5), la ambivalencia del Bloom aparece unilateralizada en el concepto exclusivamente negativo de “liberalismo existencial”, que se define como “la relación con el mundo basada en la idea de que cada cual tiene su vida”. La fenomenología del liberalismo existencial es muy parecida a la del Bloom: es un desierto que crece, despuebla los mundos y asola la común. Pero hay una diferencia decisiva: no se ve en el liberalismo existencial ambigüedad, disponibilidad, ni potencia alguna. La crisis de la presencia aparece ahora exclusivamente como peligro, ya no como ocasión. El Bloom se vuelve así el enemigo, el enemigo que tenemos enfrente. El dispositivo de neutralización por excelencia. Se trata por tanto de luchar contra sus manifestaciones en nosotros y fuera de nosotros. ¿Cómo? Compartiendo, densificando, intensificando otras formas de vida, otras comunidades y mundos sensibles. Es la apuesta por las comunas, donde esa otra sensibilidad se hace fuerza material, donde se engendran territorios liberados en los que poder finalmente habitar (en lugar de ser simplemente habitados por los dispositivos) y a la vez se prepara el asalto al mundo del Bloom.
Es una apuesta muy fuerte, que no sólo se lanza o se enuncia, algo que la distingue excepcionalmente en el seno de la producción teórica “radical”, sino que ya está realmente en marcha, sometida a mil pruebas prácticas y materiales nada sencillas.
Las apuestas no se eligen, como si estuviésemos frente a un menú de posibles. Muchas veces nos eligen ellas a nosotros y lo que se trata de pensar es qué apuesta nos ha elegido ya. La mía no pasaría por enfrentarse al Bloom, como he dejado caer al comienzo del texto, sino más bien por explorar en su ambivalencia las salidas posibles a una organización social fundada sobre el ideal de la presencia soberana.
Es decir, se trataría de hacer de la propia crisis de la presencia una línea política. ¿En qué puede consistir esto?
Como hemos explicado, el Bloom sufre, los dispositivos no sanan. Pero hay acontecimientos —macro y micro, personales y colectivos, cotidianos o históricos— que interrumpen ese círculo infernal: situaciones que disparan preguntas que no tienen respuesta, afectos que se salen del guión, búsquedas que se derraman fuera de los canales establecidos, personas y hechos que nos requieren hundiendo la indiferencia. En esos momentos percibimos de golpe la terrible soledad de la presencia soberana, hasta qué punto la autosuficiencia que nos ofrece el dispositivo es una trampa y en sus manos sólo somos objetos, cómo no hay salida individual, ni inmunidad posible en compartimentos estancos, sino que todos estamos expuestos y entrelazados. ¿Adónde podría llevar al Bloom el deseo de hacer de la crisis de la presencia otra cosa distinta de la programada? Ese deseo contiene un grandísimo impulso hacia los otros, porque sólo con su ayuda podemos interrumpir el mecanismo fatal que convierte el extrañamiento en ausencia. Sólo con los otros podemos rescatarnos autónoma y positivamente de la crisis de la presencia.
En ese impulso hacia los otros se abren situaciones donde sostener juntos esas preguntas sin respuesta y reinventar nuestra relación con el mundo a partir de una común fragilidad. Entonces, una vez desfondados los dispositivos, nos hacemos presentes con la vida al descubierto y podemos gritar (por fin) “¡aquí estamos!” De pronto todo está por hacer y por pensar, y sin duda ese vacío de seguridades duele, pero lo vivimos acompañados.
Implicarse en una de esas situaciones no es un desafío fácil, porque hay que aprender a bajar la guardia y exponerse, abandonar todo análisis y posición estratégicoinstrumental (militante, solidaria, etc.), hacerse sensible al sufrimiento y asumir la indeterminación de los procesos, dejarse afectar por pasiones inapropiadas y arriesgarse a “estar mal”. Pero cada una de esas situaciones donde los seres se hacen presentes (sea individual o colectivamente) lleva consigo todo un mundo y cada uno de esos mundos contiene mil pistas para inventar otras formas de existencia colectiva sobre la tierra. En efecto, “la salida del infierno está ahí donde las llamas son más altas”, porque es en los errores y disfuncionamientos de la presencia soberana donde podemos descubrir otra relación con el mundo. Y lo que aprendemos en ellos podemos incorporárnoslo, hacernos desde ahí una nueva piel sensible, densificarlo y transmitirlo, amplificarlo políticamente…
En esas situaciones-mundos donde se rescata la presencia en crisis por fuera de los dispositivos se elabora una extraña alquimia que hace girar el sufrimiento en fuerza. ¿Qué tipo de fuerza? Una fuerza vulnerable, que sólo puede afectar la realidad en la medida en que es afectada por ella. Su potencia de transformación no se basa en la firmeza o solidez que pueda alcanzar, sino en su disponibilidad a dejarse tocar. Funciona como un muelle: la energía que despliega depende de su capacidad para plegarse. Puede desafiar la impotencia y la indiferencia porque las conoce íntimamente. Es una fuerza conmovedora, que conmociona porque se conmociona y conmueve porque se conmueve.
Si la fuerza revolucionaria ha consistido tradicionalmente en empujar lo real, la fuerza vulnerable por el contrario sólo actúa porque es actuada. Si la fuerza revolucionaria se enorgullece de moverse desde sí misma y por sí misma, la fuerza vulnerable por el contrario no es autónoma sino recíproca. Si la eficacia de la fuerza revolucionaria depende de un buen cálculo, la eficacia de la fuerza vulnerable consiste precisamente en que no atiende a cálculos de costes y beneficios.
La fuerza revolucionaria ha solido ser también una fuerza de separación: cortar el mundo en dos, edificar una sociedad paralela, levantar un contrapoder. Sin embargo, la fuerza vulnerable no puede practicar un corte con el mundo del Bloom sin cortarse ella misma de su fuente. Pasa por hacerse amigo del enemigo, no por declararle la guerra. No habla a los otros desde ningún “afuera”, sino desde la horizontalidad de una problematización compartida. Desde una afectación común, una común zozobra de la presencia que busca escapar de la ausencia y la victimización, sin restaurar para ello una presencia soberana. La fuerza vulnerable no busca la separación, sino recrear un mundo común. En ese mundo común, cada uno de nosotros constituimos un cruce entre distintas relaciones. Un cruce, no un nodo, porque el nodo es todavía la presencia soberana que escoge conectarse y desconectarse con otros nodos, interactuar. Pero no es que tengamos tales o cuales relaciones, sino que somos la relación, lo que hay entre nosotros, a la vez hecho y por hacer, personal e impersonal. Por eso, la cualidad de nuestra presencia no pasa por la relación de fuerzas entre el mundo y yo, sino por la intensidad del mundo común. Es otra tesis sobre el ser.
Pero, ¿se puede realmente transformar el mundo sin apartarse de él? ¿No nos estaremos dejando así atrapar tontamente en el imperio de los dispositivos?
Una conocida parábola judía dice que para instaurar el reino de la paz no es en absoluto necesario destruirlo todo, ni tampoco dar nacimiento a un mundo totalmente nuevo. Basta con desplazar esta taza o ese arbusto o aquella piedra apenas una pizca, y hacer lo mismo con cada cosa. Pero, sin embargo, esa pizca es lo más difícil para los seres humanos y por eso según la tradición judía necesitamos un Mesías. ¿Por qué esa pizca nos cuesta tanto? ¿Acaso no vemos su valor, ni su potencia? ¿A qué tenemos miedo?
To be continued…