05.06.2011
Prólogo:
El impasse de lo político
El escenario, poco a poco, ha cambiado brutalmente. Se podría afirmar que, sencillamente, ha vuelto a hacerse presente el peso de la realidad. Se ha impuesto el «esto es lo que hay». El peso de la realidad que nos aplasta cada vez que queremos ponernos de pie, cada vez que deseamos tomar la palabra… cada vez que queremos vivir. Ahora sí, la postmodernidad se ha disuelto en la época global. La época postmoderna que se caracterizaba por el ensalzamiento de los juegos de lenguaje, por la evanescencia de lo real, por el debilitamiento de las categorías filosóficas, ha visto cómo lentamente dejaba de ser la imagen hegemónica de la realidad. Ciertamente, sigue siendo válido el carácter ficcional del mundo, lo que ya Marx en el Manifiesto Comunista anunciaba como «todo lo sólido se desvanece en el aire», pero junto a esa imagen de una realidad debilitada –que se regía mediante una gestión de las diferencias, procedimientos de hibridación y desterritorialización– ha cobrado fuerza una imagen de la realidad mucho más dura, cuyo funcionamiento adopta también formas tradicionales del dominio, como el chantaje de la crisis o la guerra. Y con todo, detrás del «esto es lo que hay» que diariamente se nos impone, se alza un fondo de imprevisibilidad total. Cualquier cosa puede pasar en cualquier lugar del mundo. Estamos en la época global.
Sigilosamente…
El cambio de escenario ha llegado, como todo gran cambio, con pasos silenciosos de paloma. Podríamos, sin embargo, remontarnos al 11-S del 2001 como un momento clave: cuando el Estado-guerra se hace presente, cuando la política pasa a construirse como guerra y la globalización pierde los colores que le daban las papayas, los mangos y otras frutas tropicales que nos llegaban por avión maduros y en su punto. En Génova se demostró que, efectivamente, el poder mata. Dentro de las frutas tropicales hay sangre. Y la globalización no tiene el color amarillo brillante de una puesta de sol en una playa lejana del Caribe, sino que es oscura. Oscura como el Estado.
El cambio de escenario no se deja resumir en pocas palabras y se experimenta de maneras muy distintas según el lugar donde se viva y la clase social a la que se pertenezca. De hecho, ni el concepto mismo de crisis permite dar cuenta de lo que (nos) pasa. Es un concepto demasiado simple, como demasiado simple es leer la crisis como el retorno de un escenario de lucha de clases tradicional, un campo de batalla ya conocido y previsible. La consigna capitalista de «esto es lo que hay» como respuesta a todo tipo de reivindicaciones, luchas y desafíos, desborda el ámbito de lo económico y lo que está en juego es mucho más que el mero desmantelamiento del Estado del Bienestar y todo lo que supone. En definitiva, sería creer que el problema se reduce a la construcción de una nueva Izquierda. Desgraciadamente, «esto es lo que hay» es mucho más. «Esto es lo que hay» es una llamada al orden. Más exactamente: se trata de una declaración de guerra, y en la medida en que pone la guerra en el centro, implica que ha llegado la hora de la verdad.
Llamada al orden
La llegada de la hora de la verdad tiene antes que nada una dimensión histórica. Es la sensación de una progresiva acumulación de acontecimientos amenazadores: desde las hambrunas al cambio climático y sus efectos ya presentes, pasando por múltiples guerras, por la crisis financiera y, evidentemente, Japón como ejemplificación de un riesgo sistémico ya incontrolable. Esta sensación de Apocalipsis, de auténtico no-futuro, debe ponerse en relación con el sistema capitalista, que es el auténtico responsable directo de ello, y no simplemente con el neoliberalismo. El capital sigue siendo aquella contradicción viva de la que hablaba Marx pero ahora convertida en una máquina loca cuyo fin es autoreproducirse indefinidamente, aunque la realización de esta circularidad nos empuje hacia un horizonte de muerte.
Junto a esta dimensión epocal, la «hora de la verdad» tiene también una dimensión espacial. «Esto es lo que hay» significa que cada uno debe ocupar el sitio que se le asigna. La guerra social, la movilización global que se confunde con la vida, es la reconstrucción del discurso de la obediencia. Obediencia implica plegarse al mercado, aceptar convertirse en una pequeña empresa. Por eso, y para sobrevivir en la guerra de todos contra todos, habíamos convertido a los demás en meros actores secundarios de la película en la que nosotros éramos protagonistas; nos creíamos héroes de nuestra propia vida. El sueño se ha acabado. Sólo cuentan algunas vidas, aquellas que consiguen hacer de sí mismas una buena inversión (capitalista). Las demás, la gran mayoría, no somos más que unos actores secundarios, futuros residuos. En fin, sobramos. Es falso que el desarrollo económico vuelva a crear puestos de trabajo. Es justamente a la inversa. La vieja cantinela que pregonaba el carácter dignificante del trabajo y defendía la cultura del esfuerzo era una falacia; ahora estos tópicos son simplemente un insulto a la inteligencia.
Obedecer como modo de sobrevivir parece ser la única alternativa que esta realidad nos ofrece. En esto también se percibe la mutación producida. Con las nuevas leyes (desde la Patriot Act americana a sus nuevas versiones europeas), ya no se trata tanto de vigilar a las poblaciones identificando a las «persones peligrosas» como de introducir en la gente el sentimiento de que no tienen margen de maniobra frente a lo arbitrariedad del poder, de que el poder dispone de nuestra existencia. La democracia ya no sirve ni como coartada ideológica, porque se puede suprimir cuando convenga. Recientemente, Durao Barroso, siendo presidente de la UE, anunciaba que las dictaduras podrían volver a Grecia, Portugal, España… «Si no se implantan los paquetes de medidas de austeridad, en esos países podría llegar a desaparecer la democracia como la conocemos actualmente. ¡No hay otra alternativa!»1
¿Un despertar político?
La llegada de la hora de la verdad se convierte para nosotros en la llegada de la hora de la política. Es necesaria una intervención que detenga esta fuga hacia adelante del capital que amenaza directamente a la propia humanidad, es necesario inutilizar definitivamente esta máquina de muerte y desigualdad. ¿Cómo pensar esta intervención si no es bajo la forma de intervención política? Y sin embargo, sabemos que, en el fondo, nadie espera nada de la política y que los innumerables intentos de hacer otra política han servido casi siempre para fortalecer el propio sistema que se criticaba.
Vale la pena escuchar las reflexiones de un personaje tan despiadadamente inteligente como Zbigniew Brzezinski (ex Consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos y cofundador de la Comisión Trilateral) cuando afirmaba hace poco:
Por primera vez en la historia casi toda la humanidad está políticamente activa, políticamente consciente y políticamente interactiva (…). El anhelo de dignidad humana en todo el mundo es el desafío fundamental inherente al fenómeno del despertar político global (…). Ese despertar es socialmente masivo y políticamente radical (…). El acceso casi universal a la radio, a la televisión, y crecientemente a Internet, está creando una comunidad de percepciones y envidias compartidas que puede ser galvanizada y encausada por las pasiones demagógicas políticas o religiosas. Estas energías trascienden las fronteras soberanas y representan un desafío tanto para los Estados existentes, como para la jerarquía global existente, sobre la que Estados Unidos aún se posa (…) Los jóvenes del Tercer Mundo son especialmente inquietos y resentidos. La revolución demográfica que encarnan es también una bomba del tiempo política (…) Las grandes potencias mundiales, ya sean nuevas ya sean viejas, se enfrentan a una nueva realidad: mientras que la letalidad de su poderío militar es mayor que nunca, su capacidad para imponer un control sobre el despertar político de las masas del mundo se encuentra en su mínimo histórico. Para presentarlo sin rodeos: en los tiempos pasados, era más fácil controlar un millón de personas que matar físicamente a un millón de personas; hoy, es infinitamente más fácil matar a un millón de personas que controlar a un millón de personas.2
Su intervención fue premonitoria. Poco después, el mundo árabe se incendió y el impasse de lo político que en esta región estaba especialmente sobredeterminado (geopolítica, islamismo, petróleo…) empezó a ser atravesado, y un nuevo ciclo de luchas inesperado y potente surgió. Ciertamente existe un malestar social cada vez más extendido y a nosotros también nos gustaría hablar de un despertar político, para poder empujarlo más lejos. Se ha afirmado que estas «revoluciones» buscan la modernidad que en Europa ya habríamos alcanzado. Pero nosotros nos preguntamos si sus luchas por una vida digna no son un ejemplo para nosotros.
Con todo, es difícil entender la situación en la que estamos sin tener en cuenta su profunda ambigüedad, especialmente en los lugares en los que se experimenta más bien un final de ciclo de luchas y donde la respuesta a la crisis es sumamente reducida. Por un lado, hay una sensación de impotencia e inutilidad de toda intervención política, una gran desconfianza ante todo lo que es una acción colectiva; por otro lado, proliferan nuevas maneras de vincular vida y trabajo, de construir al margen de la sociedad establecida, de inventar formas de vida que se quieren alternativas aunque, a diferencia de antes, conocen muy bien sus propios límites. En definitiva, la política no es creíble pero están surgiendo nuevas formas de politización que atraviesan toda la existencia al saltarse códigos y espacios prefijados.
No es fácil, sin embargo, pensar una intervención política a la altura de nuestra época. La única ventaja es que la crisis de la socialdemocracia ha despejado el camino, incapaz de relevar a unas políticas neoliberales fracasadas pero que, contrariamente a lo que sería de esperar, siguen imperando. Ese vacío lo llenan, de momento, las ideas populistas de extrema derecha. El Tea Party americano supo plasmar en una consigna el sentir generalizado: «estamos hartos de políticos profesionales que no escuchan a la gente». En Europa estamos viendo lo mismo, en Francia, en Finlandia, donde la extrema derecha aparca el discurso racista tradicional y hurga con éxito en el malestar de la gente.
Atravesar el impasse
Nuestro objetivo es politizar el malestar social, materializar la fuerza del anonimato que vive en cada uno de nosotros. Y para ello hay que atravesar el impasse de lo político. El impasse de lo político –casi tenemos la tentación de hablar de impasse simplemente– sería la hipótesis de lectura de la realidad. Es curioso constatar cómo la idea de impasse en sus diferentes figuras (inquietud, noche de la despolitización, circularidad…) constituye una hipótesis compartida por muchos amigos que habitan lugares e incluso países distintos. Todos nosotros leemos el impasse como una oportunidad de inflexión en este desbocamiento del capital, como un rechazo a aceptar las concepciones apocalípticas.
El impasse de lo político es sobre todo una cuestión de escala. La acción política que se quiere radical está abocada al siguiente dilema: si se concreta –y debe concretarse para hacerse efectiva– pierde consistencia política, se hace arbitraria y es absorbida por la propia realidad. Pero si no se concreta, para evitar caer en la trampa de la particularidad, permanece abstracta e incapaz de morder la realidad. Que ha llegado la hora de la verdad, tal como afirmábamos, significa que tenemos que tomarnos en serio este dilema y asumirlo verdaderamente como nuestro problema político. Atravesar el impasse de lo político es deshacerse ya de este estado de lamentación permanente, de esta impotencia que muchas veces es la excusa para no atreverse a romper con inercias profundamente instaladas. No sabemos si realmente hay un despertar político, no sabemos si algún día podremos cambiar el mundo, pero lo que sabemos es que no queremos este mundo que nos ahoga en su descomposición. Encarar el impasse supone no engañarse con grandes relatos emancipatorios pero sí creer firmemente en lo que hacemos, ser capaces de conferir a nuestras ideas la fuerza del hambre. Dudar para poder avanzar hacia adelante, no para retroceder. Supone, sobre todo, no reconocerse en el papel de víctima. Hacer lo que decimos porque en lo que decimos nos va la vida, aunque no tengamos las palabras justas y adecuadas para decir lo que decimos. El impasse es también una crisis de palabras.
Espai en blanc como síntoma
Éste ha sido el objetivo de Espai en Blanc desde sus inicios, ahora hace ya ocho años: volver apasionante el pensamiento, es decir, convertir el pensamiento en una fuerza material capaz de atacar la realidad y subvertir nuestras propias vidas. Si decimos que Espai en blanc también está metido de lleno en el impasse, es porque en los últimos años hemos constatado la inmensa dificultad de estar a la altura de este objetivo.
Desde el primer momento concebimos Espai en Blanc como un intento de producir un pensamiento crítico y experimental, lo que implicaba abrir contextos vivos, y a poder ser colectivos, en los que un pensamiento de este tipo pudiera generarse y ponerse a prueba. El nombre de Espai en blanc expresaba muy bien lo que deseábamos: interrumpir y vaciar el discurso hegemónico para que pudiera tomar forma el «entre». «Entre» la universidad y los movimientos sociales, «entre» la teoría y el activismo, «entre» la crítica y la construcción de conceptos. Este momento de vaciamiento de lo que sabemos, de lo que esperamos, era lo esencial. Participar de/en Espai en blanc significaba ponerse frente al no-saber. Por esa razón no se trataba tanto de defender un contenido previo, como de poner las condiciones de posibilidad para una práctica del pensamiento liberadora. En definitiva, Espai en Blanc era una hipótesis: se pueden crear las condiciones de posibilidad para un pensamiento crítico y experimental. Basta quererlo. Esta hipótesis se ha plasmado, ciertamente, en multitud de formas cuya valoración escapa a este prólogo. Enumeremos algunas: jornadas diversas en instituciones culturales, universidades o centros sociales okupados, encuentros abiertos, la revista, informes, estudios históricos, participación en documentales…
El procedimiento era siempre el mismo. Consistía, fundamentalmente, en plantear una pregunta o introducir un desplazamiento en el interior del espacio político que cada coyuntura, en particular, abría. Por ejemplo, cuando se produjo el movimiento contra la guerra de Irak, el concepto de «Estado-guerra», debatido durante unos días en el Espai Obert de Barcelona, permitió conducir el debate más allá de la oposición simple guerra/paz; o calificar a través de un informe el Fórum de las Culturas de Barcelona como «laboratorio de fascismo postmoderno» ayudó a impulsar una crítica con una radicalidad y una presencia pública pocas veces alcanzada.
Ese modo de proceder ha ido encontrando dificultades que requerirían un análisis largo y pormenorizado. Digamos solamente que estas dificultades tienen que ver con una crisis del activismo existente y de los modos rebeldes de vida, cada vez más afectados por la precarización y por una sensación creciente de inutilidad de la propia intervención política. Tienen que ver también con una reacción represiva del poder que en nombre del civismo redefine el espacio público, y con una politización de la cultura que, paradójicamente, supone su neutralización política.
Ese nuevo escenario de progresiva pérdida de la calle, de creciente despolitización, de complejidad de intereses imposibles de unificar en un grito, no será claramente percibido por nuestra parte, ya que el relativo «reconocimiento institucional» de Espai en Blanc nos permite, por un tiempo, seguir en un activismo político que, sin embargo, es cada vez más cultural. También nosotros caemos prisioneros de la inercia. Las diferentes preguntas que, a través de la revista y los encuentros, seguimos planteando (la sociedad terapéutica, el combate del pensamiento…) interesan –incluso nos atreveríamos a afirmar que interesan mucho– pero no somos capaces de traducir dicho interés en una práctica que tenga continuidad. Decimos que no somos capaces, y en ese «somos» nos incluimos todos: convocantes y convocados, ya que también constatamos poco compromiso real, así como un nivel bajo de autoexigencia por lo general.
En el nuevo escenario que ya se va dibujando en el impasse, Espai en Blanc queda descolocado y, con ello, su objetivo inicial seriamente en suspenso. El impasse de lo político nos obliga a pensar de nuevo qué es Espai en blanc. Si anteriormente no era necesario formalizar relaciones, sostener iniciativas ni determinar un dentro/fuera, ya que había un lenguaje común hecho de experiencias y referencias, en la actualidad ese entorno, que nunca ha sido sólo un público, está completamente disgregado en una multiplicidad de prácticas, proyectos y salidas personales.
La pregunta que se nos plantea después de todo lo dicho, después de este inicio de autocrítica, es la siguiente: ¿cómo permanecer fieles en las nuevas condiciones a la hipótesis original que llamábamos Espai en Blanc? Parece bastante claro que encarar el impasse propio de Espai en Blanc no puede desligarse de lo que denominamos el impasse de lo político. No hay solución particular a lo que es un problema general.
Conclusiones provisionales
El impasse de lo político no es un refugio donde protegerse para poder observar con tranquilidad e indiferencia la batalla, pero tampoco una intemperie estéticamente emocionante. Decíamos más arriba que ha llegado la hora de la verdad y, con ella, la hora de la política. Esto significa que el impasse de lo político confiere de nuevo una necesidad a la acción transformadora que desde hace tiempo había perdido. No constituye un juego de palabras afirmar que la única conclusión consiste en esta necesidad de restituir la necesidad que nuestro propio miedo disimula y debilita. Esto implica, para nosotros, imponernos tres condiciones preliminares:
- No llenar el vacío que el impasse abre, en el día a día, con los simulacros más diversos, puesto que estos sólo sirven para tranquilizarnos. Por ejemplo, en este prólogo intentaremos no terminar con un «Tendríamos que hacer…» que no sabemos a quién se dirige verdaderamente.
- Ir a las cosas mismas, simplificar. Simplificar es, sobre todo, señalar el enemigo aún a sabiendas de que la realidad es compleja. De hecho, la apelación a una complejidad extrema ha sido la gran excusa para desactivar la crítica. En cambio, la novedad de la época global reside en la simultaneidad de simplificación y de complejización. Aquí se nos presenta nuevamente la cuestión de cómo dominar la escala que determina la mirada crítica. Hay que inmiscuirse en la realidad para poder decir basta, para poder decir No. Hay que ir a las cosas mismas y «poner el cuerpo» –retomando la expresión tantas veces empleada y que nos separaba de la llamada izquierda tradicional–, situarse en el «entre» que las unifica y las disgrega. En definitiva, romper la cadena del miedo que nos ata a una existencia mediocre y sometida.
- Atreverse a construir a partir de todos los materiales de que está hecho el impasse: esperanza, dignidad, desesperación… Redefinir un compromiso con el mundo que nos comprometa efectivamente. Un verdadero compromiso debe incomodar y exigir. Atreverse a construir es tomar en cuenta las nuevas formas de politización ambiguas e inesperadas.
Los materiales que hemos reunido en este número de la revista –el que más tiempo y esfuerzo nos ha costado de los cinco–, responden de alguna manera a estas tres condiciones o, por lo menos, lo intentan. En primer lugar, son voces que no tapan el vacío sino que lo pueblan de vida, de ideas, de preguntas. No hemos temido reunir planteamientos procedentes de tradiciones políticas distintas. En segundo lugar, son miradas que simplifican, con la veracidad de sus apuestas, caras distintas de nuestra realidad. Cada una, desde su lugar, nos ofrece algún tipo de orientación para seguir adelante, para resistirnos a esta realidad. Por eso mismo, finalmente, creemos que hay en este número muchos materiales con los que empezar a construir. ¿Qué? Una respuesta colectiva, compuesta de múltiples vidas que no claudican y que necesitan cada vez con más urgencia pasar a la acción.
Ante los términos que describen nuestro mundo y nuestra inserción en él (dispersión, arbitrariedad, opciones personales, identidad) proponemos otros nuevos: articulación, desafío, posición, compromiso, fuerza del anonimato. El concepto de politización, por otra parte, se nos aparece como central: permite replantear la dualidad «la política/lo político» y constituye un punto de partida para pensar la idea de intervención política, puesto que rompe con una temporalidad hecha de acontecimientos excepcionales. Por lo demás, es evidente cómo, bajo nombres diferentes (desde infrapolítica a reformismo radical), todos intentamos pensar una política que recoja la rabia y el malestar, tanto como la fuerza de cooperación y creatividad que existe en el anonimato. Si recogemos todos estos indicios bajo la idea de impasse, es porque creemos que son la antesala de una nueva etapa política para la que aún no tenemos nombre.
Una última cuestión. Somos conscientes del desnivel que existe entre el análisis aquí desplegado y estas propuestas finales. No hemos querido ocultarlo mediante un lenguaje poético o con propuestas que sólo son buenos deseos. Este desnivel pertenece a la esencia misma del impasse de lo político, pero revela lo que siempre ha sido el problema fundamental para un pensamiento crítico y radical: el problema de la organización. Abordar de un modo serio y consecuente el impasse de lo político implica, evidentemente, empezar a pensar en ello. Empezar a pensar en ello…