24.12.2010
Cine sin autor: realismo social extremo en el siglo XXI
Hacia una práctica subversiva del anonimato autoral
A propósito de la publicación de: Gerardo Tudurí, Manifiesto del cine sin autor, Contratiempos n.º 15, Centro de documentación crítica, Madrid, 2008
Ecos
«Utilizamos el cine documental, la crónica, no como una información pasiva, sino como una intervención activa y crítica en el esclarecimiento de las causas del mal trabajo, las averías, los atrasos, los errores. (…). Cada film era como una bomba: siempre era exigente, lleno de ejemplos extraídos de la vida real, y se dirigía a los obreros y a los jefes en forma tal que no quedaba otra alternativa que tomar medidas inmediatas».
Alexander Medvedkin (Sobre el Cine Tren que puso en marcha en los años 30)
«Sin embargo, conocer no es suficiente. Los artistas tienen que mirar la realidad a través de la convivencia. La necesidad de convivencia puede nacer de experiencias de tipo ancestral; pero nosotros –argumentistas, guionistas, directores– nos interesa instaurar relaciones profundas con los demás hombres y con la realidad; hasta conseguir una nueva relación de producción artística que no sólo transforme nuestro arte, sino que produzca resultados en la vida, de forma que se produzca una mayor convivencia entre los hombres…»
César Zavatini (comentando el neorrealismo italiano)
«Crear no es deformar o inventar personas y cosas. Es establecer entre personas y cosas que existen, y tal como existen, relaciones nuevas»
Robert Bresson (en Notas sobre el Cinematógrafo)
Suicidio autoral y muerte del espectador
El estado Anónimo tiene una fuerte tensión ya que posee en sí mismo la carencia de lo conocido y la potencialidad de lo desconocido. Habitar un territorio anónimo es una condición social a veces elegida, a veces padecida. Quien está oculto, quien no es visto por casi nadie (es bastante difícil no ser reconocido por nadie), tiene la potencialidad de emerger estratégicamente con cualquier identidad, hacerse visible bajo cualquier apariencia. El anonimato puede ser, también, el territorio de lo clandestino que conspira.
Cabe preguntarnos: ¿de qué tipo de anonimato estamos hablando? ¿Qué tipo de «ser desconocido» estamos delimitando? ¿No conocido para quién? ¿De qué grado de desconocimiento hablamos?
A la hora, entonces, de entrar en conexiones con este asunto de «la fuerza del anonimato», desde el Cine sin Autor (CsA), que es nuestra práctica, nos hemos planteado las cosas como procesos de desaparición y aparición en medio de un dispositivo cinematográfico. Un anonimato individual buscado con declarada intención de reaparición como anonimato colectivo.
Somos cineastas porque conocemos los procedimientos con que se hacen las películas y hemos elegido este oficio como nuestra forma de estar activos en la sociedad. Y como tales nos planteamos la construcción de un film como la relación creativa entre un «dispositivo-autor» y unas personas que no conocen este oficio y que no aparecen y son excluidas sistemáticamente del mundo de las producciones cinematográficas y audiovisuales en general, a las que llamamos «personas del film».
Desde este punto de partida nos pusimos a pensar seriamente en qué significa generar una representación cinematográfica hoy día con este tipo de personas (no cineastas) a las que queremos hacer protagonistas y gestoras de su film, de qué manera podíamos dar el paso, en la propia realización, de des-apropiarnos del proceso en beneficio de la apropiación de esas «personas cualquiera», «personas ¿anónimas?».
El Centro de Documentación Crítica de Madrid nos ha publicado un Manifiesto del Cine sin Autor en su Versión 1.0, donde resumimos muy sintéticamente las ideas claves de nuestro hacer y que son fundamentalmente un ejercicio previo de reflexión que hicimos para desintoxicarnos de los cánones convencionales de hacer cine con y desde la realidad.
Decimos en el Manifiesto que «por diversas circunstancias, cineastas o videorealizadores en general llegamos a tener el poder de tomar las decisiones sobre el Capital y el Sistema Fílmico en sus diferentes momentos: producción, distribución, circulación, exhibición y conservación de una película y sobre sus beneficios.»
Toda película se hace con un Capital Fílmico: el conjunto de materiales y materias humanas, sociales, técnicas, monetarias, naturales, tecnológicas, espaciales, temporales, etc. con la que se produce un film.
En el dispositivo convencional eso es lo que posee en propiedad el Dispositivo-Autor. Decimos, en propiedad, porque se comporta generalmente como el ejecutor de todas o la mayoría de las decisiones sobre ese capital, donde las personas de la realidad documentada suelen estar a su merced y como mucho, pueden llegar a participar en algunas cuestiones de rodaje y, como mucho, en algún visionado posterior del montaje acabado.
Este es el Poder Autoral que por razones culturales, económicas, históricas parece habernos sido concedido a cineastas y personas dedicadas a la videoproducción para crearnos un status social diferente. Así es que solemos trabajar como propietarios del hacer y el saber, haciendo «nuestra obra», dándonos a conocer como autores de ese objeto cultural y de sus beneficios (económicos, profesionales, culturales, formativos, de reputación social, etc.)
Cuando se habla de Cine con mayúsculas, la historiografía convencional nos remite a la historia de cierto conjunto de películas que conforman el canon oficial cinematográfico.
Para hablar de Cine, desde el CsA hablamos de Sistema fílmico, de un complejo sistema de producción, circulación y exhibición de películas y obras audiovisuales, retomando la idea de una actividad sometida a las condiciones de producción de la sociedad que lo produce.
Por extensión e inercia, cuando ejercemos nuestro poder autoral, pasamos de la posesión del saber hacer películas, a la apropiación de este «sistema fílmico» en su complejidad.
Solemos tomar todo tipo de decisiones que van desde la concepción del film, las negociaciones, el dinero, la gestión del sujeto social, opciones estéticas, decisiones de rodaje (aunque sean algo participadas), decisiones del montaje que generará el film circulante (nada menos) y obviamente, solemos beneficiarnos de todo lo que pase con dicha película en su deriva social
La práctica del CsA supone una ruptura frontal con este tipo de Autoría al que contraponemos otra práctica: la Sinautoría.
Partimos de la dicotomía práctica entre dos ejercicios específicos: Autoría y Sinautoría.
El Sinautor es, justamente, un Dispositivo-Autor que decide conscientemente su desaparición en función de la aparición creativo-colectiva, mediante las operaciones de sinautoría que proponemos en el Manifiesto, adaptadas a cada sujeto representado.
Buscamos la destrucción de ese tipo de identidad propietaria con prácticas de realización concretas. Nos predisponemos como un «dispositivo-autor» que se de-subjetiviza, se des-interesa por lo propio, de-construye sus gustos e intereses individuales y privados mediante una práctica cinematográfica que lo sumerge en los gustos e intereses de las personas del film.
Vacío de poder propietario, poder estético, poder de saberes para que sea llenado progresivamente, apropiado paulatinamente por un poder emergente grupal. Anonimato creativo.
Buscamos subvertir el modo de producción al otorgar el derecho de apropiación, cocreación y cogestión a unos y unas protagonistas que habitualmente no lo tienen.
Las prácticas sinautorales que nos exigimos deben producir, decimos: circulación y colectivización del capital fílmico que en principio posee; devolución del poder de generar representación al sujeto colectivo a representar; desarrollo de la conciencia crítica grupal por medios cinematográficos; desubjetivización de lo individual por inmersión en lo colectivo para dejar aflorar su discurso; colectivización de los beneficios del proceso del Sistema Fílmico.
No se trata de pensar ingenuamente que cualquier persona puede convertirse en profesional del cine o la videoproducción. Todas aportamos diferentes cualidades que benefician el hacer colectivo. Pero es bueno diferenciarlas, no por una jerarquía heredada, sino por sus cualidades específicas.
Practicamos un doble acto de violencia: el primero sobre nosotros y nosotras mismas como Dispositivo-Autor, «nuestro suicidio sinautoral» y el segundo sobre el documentado, al plantear su «muerte como espectador» en el entorno real de la creación de un film. Categoría ésta (el espectador muerto) vinculada a una actividad de receptor pasivo, o a lo sumo, en la actualidad, como consumidor parcialmente activo cuando realiza operaciones de interacción o inmersión como usuario en una realidad virtual.
Tenemos claro que no se trata de crear un fantasma maligno sobre este poder autoral que produce, ni sobre sus autores. Estamos a favor de la diversidad cultural. Pero tenemos igualmente claro que es un modo de producción que lleva en crisis desde no poco tiempo y que estas prácticas de concentración de poder sirven a los modos de producción capitalista.
Las obras de autor producen beneficios diversos: agilizan la creación de discursos que no suponen esperas ni acuerdos largamente participados o colectivos ya que todo lo decide el dispositivo-autor; evidencian y clarifican ideas y mecanismos de vida con las que otras personas pueden identificarse para reaccionar o adquirir conciencia crítica sobre asuntos y circunstancias en las que viven inmersas; aceleran procesos imaginativos al ofrecer ficciones que el resto de la sociedad puede incorporar y debatir.
Pero al mismo tiempo vemos que esas obras de autor: se apropian, retienen y entorpecen esa posibilidad de producción colectiva, haciendo creer, muchas veces, que la identificación y aceptación del discurso autoral es reflejo de una creación colectiva cuando, en realidad, no lo es; fijan e inscriben ideas subjetivas en una realidad colectiva ajena al momento de la producción cinematográfica (muchas decisiones de montaje, postproducción, exhibición y comercialización de la película se dan en sitios y momentos alejados del sujeto social que le dio origen dejándole sin posibilidad de participar); someten y reducen los procesos colectivos al ámbito de la subjetividad autoral a la hora de transformar el Capital Fílmico en representación (film); posibilitan beneficios privado a los autores y autoras a costa de un trabajo colectivo.
¿En qué se traduce toda esta teorización?
Buscamos incluir a las «personas del film» desde el principio en todo el proceso de decisiones. No podemos explayarnos en este artículo en pormenores,pero podemos comentar que comenzamos grabando a las personas desde los primeros contactos y en todos los momentos posibles. Una vez reunido cierto material audiovisual primario, elaboramos un primer «Documento Fílmico» (documentales transitorios que son piezas claves para el funcionamiento del CsA) que devolvemos y sometemos a debate, crítica y reformulación.
Esta es una de las operaciones sinautorales más importante que se va a repetir a lo largo de todo el proceso de producción del film: la devolución de la representación en construcción, los momentos en que los sujetos protagonistas van a «intervenir» dicha representación modificándola, encontrando sentidos, quitando y proponiendo temáticas, escenarios, protagonistas, acciones de su propio interés y necesidad que los y las cineastas de Csa como meros técnicos tendremos que incorporar y resolver cinematográficamente.
Todas las sugerencias de las «personas del film», las anotamos como exigencias de guión y dirección temática. El dispositivo-autor sólo escucha y anota para comenzar la reconstrucción del Documento Fílmico sometido a debate que, intervenido por las personas del film, derivará inevitablemente en otro. Este ejercicio es el que constituye los ciclos de montaje. El Dispositivo-Autor sólo actúa como equipo técnico al servicio de ideas que no le son propias. Ejerce su poder autoral y su saber autoral al construir el Documento Fílmico y practica la Sinautoría al permitir su destrucción para un nuevo Documento. Por eso en el CsA no hablamos solo de una película sino de «filmografías progresivas» que llevan a una película final.
La subversión terapéutica de lo audiovisual
La experiencia sobre la que edificamos nuestro cine es la autoreferencialidad audiovisual meditada y debatida, que va apareciendo en los Documentos fílmicos que exponemos cíclicamente. Estos «momentos cualquiera» expuestos en los montajes abren en las personas protagonistas un territorio de experiencia inédita: el de la apropiación y responsabilidad sobre la elaboración de su propia representación, la ruptura con su estado de anonimato pasivo para transformarlo en un anonimato activo, crítico.
En el CsA solemos hablar de vivencia y persona fílmica como distanciamiento de los conceptos de interpretación y personaje cinematográfico.
La vivencia fílmica es el acto aceptado voluntariamente de vivir delante de la cámara o dejarse registrar en momentos elegidos de sus vidas, para luego poder evocarlo en las imágenes y trabajar con ello. No pedimos dramatización o impostación teatral alguna porque la interpretación es un oficio específico que no compone la vida de las personas en general. Así que lo que buscamos es la familiaridad con la cámara hasta el punto de que se la olvide.
Hablamos de personas fílmicas porque tampoco creamos personajes. Decimos en el Manifiesto que «el personaje cinematográfico es una creación parcial cuyo trabajo e intencionalidad son creados para un momento preciso: el tiempo de rodaje. Su vida «real» como personaje, dura lo que intermitentemente duren los planos que se ha tenido que hacer de él o ella encarnando al personaje. Luego, lo que perdura en el film es la suma de algunas de esas actuaciones. El personaje, para la vida real, es siempre un muerto porque no sufre ninguna variación en el registro fílmico».
Cada vez que se exhibe una película, volvemos a desempolvar aquellos y aquellas muertas que son los personajes para exhibirlos frente a nuevos espectadores. Son los espectadores los que lo harán o no persistir en la memoria y podrán darle continuidad simbólica o encarnaciones emocionales sucesivas.
Decimos, por esto, que en la práctica del CsA el muerto suele ser el cine, ya que solo capta instantes elegidos del acontecer de las personas cuyas vidas trascienden y superan permanentemente nuestra actividad. De esta manera, la experiencia cinematográfica sólo la podemos concebir como herramienta social más que como construcción de un film único para la exhibición. Esta concepción nos ha abierto la posibilidad de una construcción y reconstrucción constante de la representación fílmica, conectada a personas que van adquiriendo en el hábito de verse y trabajar el propio material que generan, la responsabilidad de modificarlo de acuerdo a sus intereses y necesidades. El propio mecanismo del CsA no avanza si en las devoluciones no hay intervención. Entonces se hace imposible la película.
¿Por qué hablamos de subversión terapéutica? Porque, justamente, todos estos ciclos de intervención de la imagen fílmica en los documentos devueltos, provocan «vibraciones de identidad» que comunican directamente la representación con su ser privado de cara a construir su representación para la circulación pública.
La subversión es, antes que nada, privada porque las personas del film deben romper su inercia de espectadoras pasivas y hacerse activamente responsables de esas imágenes que denotan los rasgos de su vida. Verlas, discutirlas, componerlas y reconstruirlas. El abandono de su anonimato pasivo no es un asunto de devaneo teórico sino de responsabilidad práctica frente a imágenes concretas.
Hablamos de subversión terapéutica por las posibilidades de «reparar» permanentemente la vida que se origina en las imágenes y las imágenes de la vida. Por la posibilidad de ensayar, prevenir, simular, ficcionar, situaciones de su «estar habitual». Poder exclamar ¡cómo somos! para preguntarse ¿cómo quisiéramos mostrarnos que somos?, poder reconocer ¡qué visión del mundo damos! para plantearse ¿qué visión del mundo queremos dar?…
El gesto interruptor. La crisis social del rodaje y el rodaje como crisis. Provocación de lo anónimo
«Puesta en escena expresa a la vez la puesta en duda del mundo, su puesta en abismo como escena».
Jean Louis Comolli
Filmar, rodar, supone un corte en la vida de lo filmado. El rodaje en el cine siempre implica una distorsión de la situación allí donde se instala y por el tiempo que dura en la vida de quienes lo producen y en el escenario donde se desarrolla. Interrupción en el tiempo y el espacio.
La sola introducción de una cámara en un escenario real no solo lo transforma en una puesta en escena, sino que lo hace entrar en crisis. La realidad capturada adquiere de inmediato el status del que habla Noel Burch en El tragaluz infinito: «la recreación de la vida, el triunfo simbólico sobre la muerte». Porque este acto de filmar, viene a dividir en dos lo existente: lo que solo quedará en la memoria vivida y lo que quedará en la memoria de las representaciones audiovisuales y podremos volver a ver como si estuviera vivo.
Lo real ante la cámara adquiere el status de «realidad documentándose» proclive de ser evocada en cualquier momento.
Hoy día nos parece una banalidad la captura audiovisual porque, desde aquellas primeras imágenes captadas por el cinematógrafo de los Lumière a hoy, el mundo se ha poblado vertiginosamente de objetos y obras audiovisuales hasta dejarnos «inmersos» en una red audiovisual indiscernible. Lo que en aquellos primeros años, alrededor de 1895, era una «atracción» de feria, un fenómeno ajeno al espectador de cine que recién había nacido como categoría social y cultural, hoy es un monumental útero virtual donde nacemos, tan inabordable como inevitable.
Cuando hemos pensado en hacer cine desde y con la realidad, partimos justamente de ese estado de crisis que provoca la cámara para desplazarlo hacia el componente social que participa.
Cuando comenzamos una película de Cine sin Autor nos valemos de esa «crisis de rodaje» para convertirla en una crisis social donde buscamos la destrucción de roles, la ruptura de las jerarquías de producción y el vacío político que genera un espacio en blanco dispuesto para la creación y la recreación. Retomamos el hilo histórico del cine tren de Medvedkin, del cine familiarmente independiente de Cassavettes, de las prácticas cooperativas del 68 francés, de las últimas dos décadas de cine indígena latinoamericano y de tantas otras experiencias de disolución de la jerarquía piramidal como modo de producción fílmica.
La crisis del rodaje en el CsA es también una crisis de lo sabido, una disolución del hecho cinematográfico que ya conocemos que debería suceder: unas cámaras, un director, un guión, unos técnicos que saben el oficio, la gente al servicio de sus ideas, etc. etc. El desplazamiento que practicamos, deriva en una crisis de las identidades aprendidas para plantearnos en el gesto interruptor: «y ahora que hemos puesto en duda lo que sabemos, ahora que ya no somos como deberíamos ser, ¿qué y cómo haremos una película?, ¿qué podemos ser como film?». Un microanonimato colectivo de rodaje que deberá reorganizarse en busca del film colectivo para hacer público ciertos rasgos de identidad grupal.
Aprovechamos la crisis del rodaje para diseminarlo en su materia social. No se trata sólo de la libre circulación de saberes, sino de la convergencia de personas con su circunstancia social haciendo un film. Tampoco se trata de plantear una crisis, sino de filmarla y devolverla como documento de debate. No debatimos ideas, sino los documentos audiovisuales que muestran a las propias personas que entran en ese estado de crisis, que comienzan a preguntarse qué temas tratar en la película, que van decidiendo cuándo y cómo ser filmados, qué escenarios elegir, qué escenas construir.
Ese es el aprovechamiento social y político que hacemos del gesto de interrupción cinematográfico. Las cámaras no se encienden sólo para la grabación de una escena, sino también en la preparación y en la post-vivencia de la misma, ya que creemos que una película incluye potencialmente todo lo que se hace para producirla y todo lo que pase socialmente en su existencia pública como representación. Los tres tiempos que planteamos que dura un film: el previo de producción, el de la película montada y el de su deriva social.
La rehumanización de los estudios visuales
Se nos ha hecho habitual la pantalla del ordenador y su inabordable hipertexto, los juegos virtuales donde usuarios y usuarias, a la vez e incluso en diferentes partes del mundo, pueden intervenir un programa diseñado y expuesto en la pantalla de un monitor; los videojuegos domésticos donde una o varias personas se desplazan y operan sobre paisajes y personajes para llevar a cabo diferentes aventuras y competiciones, los paseos virtuales, simuladores y cines de inmersión en salas especiales y una serie de géneros que nos avasallan vertiginosamente desde el mundo virtual.
Muchos y muchas vivimos cada vez más tiempo en entornos virtuales. Pero todas estas posibilidades de espectáculo y entretenimiento (basadas en dinámicas que no han cambiado demasiado desde las fantasmagorías y dioramas de la época pre-cine) no están exactamente diseñadas para producir a la vez realidad social e interactividad humana crítica con las circunstancias en que viven quienes hacen uso de ellas. Tienden siempre a la sorpresa de las sensaciones, al entretenimiento o al ejercicio de determinadas capacidades y destrezas concretas. Más aún, si nos ubicamos en sectores sociales que no están inmersos o no pueden hacer uso de estos nuevos géneros en los que solo genera curiosidad y deseo de conocerlos.
Aún, incluso, quienes hacemos uso habitual de ello sabemos que estas experiencias nos sumergen en una conectividad permanente con máquinas que, al mismo tiempo, nos llevan a experiencias de aislamiento social con nuestros semejantes, los próximos, quienes conforman nuestro entorno real. Llamamos lo real, en nuestra práctica, a ese hábitat inmediato, el campo vivencial con el que estamos conectados perceptiva y corporalmente. Éste es el entorno real que muchas veces se aleja más y más mientras el nuevo y avasallante entorno virtual se convierte en un cercano refugio que habitar.
Dijimos, entonces, que partimos del rodaje como crisis. A partir de ese momento el CsA instaura una situación que funcionará, hablando en los términos de la cultura digital, como «Interfaz y circunstancia socio-virtual». Esto quiere decir que rompemos la dinámica personas/máquinas para extender la interactividad, o devolverla, mejor, a su status de intercomunicación entre personas. Éstas, juntas y en estado crítico-creativo frente a un material audiovisual que se les propone (surgido de ellas mismas), podrán realizar los mismos procedimientos que usuarios con mandos en sus manos: modificar la representación, intervenirla.
Quitamos la pantalla del ordenador para sustituirla por documentos fílmicos salidos de la propia realidad, ofrecemos un dispositivo-autor que a modo de comandos y controles recibirá órdenes de personas concretas para intervenir y cambiar dichos documentos hasta formar una película.
Buscamos una práctica del cine en el siglo xxi como un entorno real activo, crítico y de producción social en función de la creación de una realidad virtual: la producción de sus propias imágenes fílmicas.
Lo real como estallido de la narratividad dominante
«El objetivo vivo del film realista es “el mundo” no la historia ni la narración. Carece de tesis pre-constituidas porque surgen por si mismas».
Roberto Rosellini
«Las historias solo existen en las historias y mientras, la vida continúa sin la necesidad de volver a ellas».
Wim Wenders en el film El estado de las cosas (1982)
En estos últimos meses tuvimos la oportunidad de hacer un Documento fílmico de hora y media sobre la okupación de una casa por un grupo de jóvenes de Madrid. Pegamos la cámara a lo simple, al sistema de gestos, al microacontecer, para luego montar las secuencias. Cine familiar para uso de sus protagonistas.
Luego nos encontramos con una especie de resistencia a encontrarle a aquella pequeña película su validez. Prejuicios a la hora de verlo pensando en exhibirlo. Posiblemente se trata de una validez comparativa, búsqueda del valor a secuencias ¿sin historia?, ¿sin mensaje?, ¿sin ideología? Los y las jóvenes de la okupa, discutieron en los visionados su valor social de uso y dudaban de la utilidad de una película sin ese «discurso político evidente».
Nos preguntamos, entonces, si la vida cotidiana tiene historia. ¿La contemplación de la vida en tiempo real viene con sentido narrativo y discurso ideológico incorporado? ¿No será que le exigimos al acontecer una concordancia con los discursos, relatos, ideologías aprendidas, sentimentalidades asumidas y que vienen como espectros despóticos y fantasmas malolientes a exigirnos el sentido de las cosas, su lógica esperada?
Partimos de un cine de «momentos cualquiera». Hemos encontrado en varias ocasiones cierta resistencia a la hora de construir el material fílmico desde momentos anónimos cuando se exponen como posible material cinematográfico. La práctica que estamos realizando se fija obsesivamente a lo real de las personas y a las personas creando en su realidad. No vamos a renunciar a ello. Nos pegamos al entorno real, dijimos. ¿Será que estamos entrenados para ver, a veces, lo cotidiano como si fuera una historia, una exposición ideológica, una narración coherente, un melodrama, un relato que cierra, un género aprendido?
El peso de la narratividad dominante condiciona la visión e incluso la sentimentalidad con que vivimos nuestra vida. Es el conflicto que encontramos, a veces, entre lo anónimo habitual como material potencial cinematográfico y lo espectacular esperado. El mismo conflicto que hace abundar un tipo de espectáculo avasallante y perturbador como la cinematografía industrial y la escasa difusión de otras formas cinematográficas más minoritarias.
No es lo mismo amar como aman los personajes de Cassavettes en Faces, que amar como lo hacen los personajes de Misión Imposible II de John Wood. A veces parece que no hemos podido salir del año 1915, cuando Griffith consolida ese modo dominante y eficazmente conquistador que ofrece el Nacimiento de una Nación, reduciendo la complejidad de las historias políticas y sociales a simple paisaje de un relato de amor infantilmente burgués.
Tampoco podemos extendernos aquí sobre la melodramaticidad en el cine y sus mecanismos eficaces de conquista de los afectos y demarcación de las relaciones humanas, que lejos de ser nuevo está presente desde sus orígenes. La práctica del CsA nos ubica en un terreno desde donde reelaborar esa distorsión con que la narrativa corporativa ha fabricado ese cierto desprecio, por lo que efectivamente acontece y sentimos en nuestras vidas.
La crisis inicial del rodaje y la instauración de una circunstancia socio-virtual de creación crítica basada en material audiovisual extraído de la vida, abre ciertos márgenes de huida y reelaboración de esa distorsión perceptiva. Pensar que el asunto de la destrucción de los cuentos del imperialismo audiovisual está en escribirlos diferentes, como si la batalla estuviera dada entre autores geniales y narraciones hegemónicas del poder, nos resulta, por lo menos, ingenuo.
El problema no reside, creemos, en poner a prueba nuestra inteligencia de cineastas para fabricar formas diferentes del narrar, sino en hacer estallar el modelo de producción que los origina. Preferimos oficiar de kamikazes culturales, destruirnos como contenedores y herederos de estéticas que nos ha dado el oficio y hacer efectivo nuestro suicidio autoral. Y en eso estamos embarcados. Como salidos de la caverna platónica, vamos con las manos hacia delante por la ceguera parcial que produce dejar atrás las seguras y encandilantes luces del espectáculo audiovisual capitalista. Preferimos la lentitud de la contemplación que conspira, al exigente vértigo del no ver, ni oír, capitalista. Algo nos habrá enseñado el cine desde Ozú.
Honestamente
Dejamos en el tintero muchos temas y problemas que estamos trabajando. Queremos terminar insistiendo en que el Cine sin Autor nos lo hemos propuesto fundamentalmente como una práctica de realización y que la teorización solo está en función de ésta. Los textos que originamos son clarificaciones de trabajo, ajustes de sentido para intervenir la realidad y el cine a la vez. Para dialogar con la historia del cine de una manera seria pero también descarada y sin complejos.
El campo de batalla de lo simbólico no proviene más que de la permanente y compleja lucha de las formas de producción social con sus complicidades económicas, políticas y militares. En los orígenes era el gangsterismo que ejercía Edison con su sistema de patentes, pero hoy seguimos asistiendo a una mafia imperial de las grandes corporaciones del espectáculo que buscan barrer toda vida que circula fuera de sus cárceles estéticas.
Para más información: cinesinautor.blogspot.com