03.03.2009
Sociedades anónimas.
Las trampas de la negociación
Traducido por:
1. Relaciones situadas, contextos urbanos1
Hay algo que llama la atención al contemplar a lo lejos lo que fue la Escuela de Chicago, aquel puñado de sociólogos que, en las primeras décadas del siglo xx, decidió aplicar a los mundos urbanos los métodos cualitativos que la antropología, de la mano de Franz Boas, había experimentado en sociedades exóticas. Se trata de la sensación de rechazo y fascinación que destilan las apreciaciones morales que los chicaguianos no dejan en ningún momento de formular a propósito de la singularidad de la experiencia urbana. Esa mezcla de repudio y atracción tenía mucho que ver con lo que distinguía el estilo de vida propio de las pequeñas comunidades –aquéllas hacia las que el método etnográfico se había dirigido hasta entonces– y el que se podía registrar dominando en las grandes ciudades norteamericanas que habían asumido como objetivo de sus investigaciones.2 Esa visión ambivalente de la vida urbana es concomitante con que la Escuela de Chicago asumiera como propia la oposición teórica entre dos tipos de sociedad, una de ella constituida a partir de vínculos que se presentaban como simples, verdaderos y naturales, y otra del todo artificial, compleja, insolidaria, definida por la incapacidad de sus miembros en orden a guiarse por algo que no fuera el interés personal. Seguramente como un elemento indesligable del moralismo religioso de buena parte de sus componentes –tan vínculados a la tradición reformista del protestantismo liberal norteamericano–, los chicaguianos actualizaban la distinción clásica, formalizada el siglo anterior por Ferdinand Tönnies, entre Gemeinschaft y Gesellschaft, que trasladan al contraste, planteado por Robert Redfield, entre sociedad folk y sociedad urbana. La Gemeinschaft o sociedad folk sería esa sociedad imaginada como natural, que se caracteriza por el papel central que en ella juega el parentesco y la vecindad, cuyos miembros se conocen y confían mutuamente entre sí, comparten vida cotidiana y trabajo y desarrollan su actividad teniendo como fondo un paisaje al que aman. Esa convivialidad contrasta frontalmente con la propia de la Gesellschaft o sociedad urbana, un tipo de sociedad fundada en relaciones impersonales entre desconocidos, vínculos independientes, relaciones contractuales, sistema de sanciones seculares, etc.
En efecto, al perder la organicidad que se suponía propia de la comunidad premoderna, la sociedad urbana no podía ser mucho más que una proliferación infinita de centralidades muchas veces invisibles, una trama de trenzamientos sociales esporádicos, aunque a veces intensos, y un conglomerado escasamente cohesionado de componentes grupales e individuales. Para los teóricos de la Escuela de Chicago, la ciudad era un dominio de la dispersión y la heterogeneidad sobre el que cualquier forma de control directo era difícil o imposible y donde multitud de formas sociales se superponían o secaban. No podía ser de otro modo, puesto que, como Louis Wirth hacía notar, la ciudad se caracteriza por «la relativa ausencia de conocimiento personal, y la segmentación de las relaciones humanas, que son en gran medida anónimas, superficiales y transitorias. La densidad implica diversificación y especialización, un complejo patrón de segregación, el predominio del control social formal y una fricción acentuada. La heterogeneidad tiende a romper las estructuras sociales rígidas e incrementar la movilidad, la inestabilidad y la inseguridad». Por ello la ciudad viene a ser algo así como una «sociedad anónima», y sus ventajas, como sus inconvenien tes, se deben precisamente a que, por definición, una sociedad anónima «no tiene alma».3
En ese contexto, los chicaguianos –Thomas, Park, Burgess, Wirth, Mac Kenzie– constataron que la vida urbana requería una versatilidad identitaria constante en los individuos, que debían adaptarse a escenarios sociales que se multiplicaban y que les obligaban a contextualizar sus actitudes procurando no equivocarse de tiempo ni de espacio. Eso exigía desarrollar una extraordinaria agilidad a la hora de comunicarse y sentar vínculos con desconocidos, en adaptarse a un universo de interacciones frágiles y precarias y en practicar un contrabandismo constante entre áreas morales no pocas veces incompatibles entre sí. Toda rigidez identitaria en la presentación personal iba a ser sin duda un obstáculo para esa actividad social en zigzag, que dependería, a partir de entonces, de signos externos convencionales y fácilmente mudables, adaptados a la fuerte inclinación a orientarse a partir de indicios visuales que dominaba en los encuentros públicos en la ciudad.
De ahí el sentimiento contradictorio que este tipo de vida suscitaba entre las primeras ciencias sociales de la ciudad. Por un lado, se certificaban los desmanes de una inestabilidad estructural que condenaba a sus protagonistas a vivir entre segmentaciones mal ensambladas y cambiantes. El contraste entre distancia social y proximidad física se traducía entonces en sentimientos de aislamiento, soledad e incomprensión. Como resultado de la falta de garantías para un desarrollo coherente de la personalidad, y por decirlo en las palabras del propio Wirth, era presumible que abundasen «el desequilibrio personal, las crisis mentales, el suicidio, la delincuencia, los crímenes, la corrupción, etc.».4 Pero, al tiempo, se percibían las cualidades positivas del distanciamiento y la dispersión en orden a constituir las bases de una existencia más libre y más creativa, en la medida en que era posible romper o aflojar «las relaciones de pertenencia obligadas, primarias, de los contactos intensos de tipo personal, familiar y barrial propios de los pequeños pueblos, y pasar al anonimato de las relaciones electivas, donde se segmentan los roles».5
La preponderancia de lo que los chicaguianos llamaban «relaciones de tránsito» –relaciones efímeras con desconocidos totales o relativos– concuerda con lo que Georg Simmel –entre los clásicos, uno de los referentes fundamentales de la Escuela de Chicago– aludía como la nerviosidad de las ciudades.6 Según tal premisa, el espacio público urbano vendría a ser una comarca en la que cada cual está con extraños que, de pronto y casi siempre provisionalmente, han devenido sus semejantes. Se habla entonces de un supuesto escenario comunicacional en el que los usuarios pueden reconocer automáticamente y pactar las pautas que los organizan, que distribuyen y articulan sus disposiciones entre sí y en relación con los elementos del entorno. Lo que se distingue ahí se supone que no es un conjunto homogéneo de componentes humanos sino más bien una conformación basada en la dispersión, un conglomerado de operaciones en que se autogestionan acontecimientos, agentes y contextos. El soporte de ese paisaje son las personas que concurren, que no funcionan como miembros de comunidades identificables e identificadoras, sino como ejecutores de una praxis operacional fundada en el saber conducirse de manera adecuada. Ese supuesto en que se fundamenta la relación social en público es el que hace del anonimato una auténtica institución social, de la que dependen formas de interrelación de base no identitaria. Es porque los interactuantes han aceptado definirse aparte que se pueden ejecutar de manera correcta unas formalidades que hacen abstracción de cualquier cosa que no sea la competencia del copresente para comportarse adecuadamente, es decir, para asumir las normas y los procedimientos que hacen a cada cual acreedor de su reconocimiento como concertante en cuadros sociales casi siempre únicos.
Cabe insistir en que esa es la clave del papel central que se espera que asuma, en ese tipo singular de vida social entre extraños, la capacidad que éstos tienen y el derecho que les asiste de ejercer el anonimato como estrategia de ocultación de todo aquello que no resulte procedente en el plano de la interacción en tiempo presente. Permanecer en el anonimato quiere decir reclamar no ser evaluado por nada que no sea la habilidad para reconocer cuál es el lenguaje de cada situación y adaptarse a él. Se supone que cada momento social concreto implica una tarea inmediata de socialización de los copartícipes, que aprenden rápidamente cuál es la conducta adecuada, cómo manejar las impresiones ajenas y cuáles son las expectativas suscitadas en el encuentro. De ahí que resulte indispensable reclamar para tal actividad aquel principio de reserva al que Simmel dedicara el mencionado ensayo sobre la vida urbana y que consistía en la necesidad que los habitantes de las ciudades tenían de distanciarse ante la proliferación extraordinaria de acontecimientos con los que debían toparse en su vida cotidiana y de mantener con sus protagonistas algo parecido al distanciamiento, a la indiferencia e incluso a la mutua aversión.7
Ese orden social fundamentado en el extrañamiento mutuo, ésto es la capacidad y la posibilidad de permanecer ajenos unos a otros en un marco tempo-espacial restringido y común, no sólo no obliga a que el otro se presente y salga de su anonimato, sino que puede requerirlo, puesto que toda relación en contextos de pública concurrencia se establece, como ha señalado Isaac Joseph al reconocer las fuentes de nuestra idea contemporánea de espacio público,8 a partir únicamente de lo que se hace y de lo que se debe hacer, es decir a partir de las codificaciones que afectan a las maneras de hacer y a los ritos de interacción. Ese principio de reserva es el que exige reclamar y obtener el derecho a resistirse a una inteligibilidad absoluta, reducir toda afirmación de sociabilidad a un régimen de comunicación fundamentado en una vinculación indeterminada, cuyos componentes renuncian, aunque sólo sea provisionalmente, a lo que consideran su verdad personal, a partir de la difuminación de su identidad social y de cualquier otro código preexistente, el privilegiamiento de la máscara, el ocultamiento y el sacrificio de toda información sobre uno mismo que pudiera ser considerada improcedente.
Llegamos, desde esa preocupación nodal por los vínculos provisionales entre extraños que proliferan en la vida de las ciudades modernas, a las diferentes teorías situacionales, todas ellas atentas a las relaciones humanas basadas en la inmediatez y en cierta indeterminación identitaria de sus protagonistas. Sus puntos de partida serían la sociología de Simmel en general o un texto clásico publicado por el fundador de la Escuela de Chicago, William H. Thomas, en 1923,9 sin olvidar la precoz intuición de Gabriel Tarde acerca de la importancia sociológica de la conversación.10 Desde tal arranque se han venido desarrollando un conjunto de estrategías metodológicas y teóricas cuya premisa compartida sostendría que la interacción, en tanto que determinación recíproca de acciones o de actores, no sólo puede ser considerada como un fenómeno en sí mismo y por tanto observada, registrada y analizada, sino que merece que se le atribuya centralidad en la consideración de la conducta social humana. Estas perspectivas entienden la situación como orden social elemental que puede y debe ser reconocido como ejemplo de organización social dotada de cualidades formales específicas, a la que es viable viviseccionar, aislar a afectos analíticos, tratarla como un orden de hechos como otro cualquiera, un sistema en sí, es decir como una entidad positiva que justifica un trabajo científico.
Ahora bien, no todas las corrientes de esta variable situacional de las ciencias sociales perciben de manera coincidente la naturaleza de la situación como objeto de conocimiento. Son construccionistas, es decir coinciden en que la realidad es una producción social, pero algunas, como el interaccionismo simbólico y la etnometodología, han trabajado tomando como dato central la manera como quienes conforman unidades sociales aparentemente espontáneas y más bien azarosas las conciben, interpretan y definen, haciéndolo siempre a partir de una actitud que se supone creativa, reflexiva y activa, en condiciones de superar o arrinconar, ni que sea momentáneamente, los condicionantes externos a la situación que les afectan. La interacción se entiende a la manera como propondría Erving Goffman, es decir, identificándola con el concepto de encuentro y definiéndola «como la influencia recíproca de un individuo sobre las acciones del otro cuando se encuentran ambos en presencia física inmediata. Una interacción puede ser definida como la interacción total que tiene lugar en cualquier ocasión en que un conjunto dado de individuos se ecuentra en presencia mutua continua».11 Pero, a diferencia de Goffman –cuya postura al respecto veremos más adelante–, para los interaccionistas –Blumer, Strauss, Glaser, Sacks…– y los etnometodológos –Garfinkel, Ciccourel…– la interacción es estudiada como articulación de subjetividades con iniciativas, potencialidades y objetivos propios, que acuerdan generar realidades específicas a partir de elementos cognitivos y discursivos que se trenzan para la oportunidad y que pueden prescindir total o parcialmente de estructuras sociales preexistentes.
Lo que cuenta para estas tendencias interpretacionistas es la significación que los interactuantes dan a su acción recíproca, el trabajo mental que les permite crear y sostener las características de escenarios socialmente organizados. Esto supone que las condiciones consideradas racionales de la conducta práctica no son fijadas o reconocidas como consecuencia de una regla o método obtenido independientemente de la situación en que tales propiedades son usadas, sino realizaciones contingentes de prácticas comunes organizadas socialmente. Cada situación social ha de entenderse, por tanto y desde esa perspectiva, como autoorganizada, autogestionada en cuanto al carácter inteligible de sus propias apariencias. Toda situación se organiza endógenamente y lo hace a partir de parámetros irrepetibles que hacen posible definir sus contenidos como realmente reales, tal y como proponía William I. Thomas en su famoso principio: «Si los individuos definen una situacion como real, esa situacion es real en sus consecuencias». Planteado de otro modo, no existe un orden social que tenga existencia por sí mismo, independientemente de ser conocido y articulado por los individuos en el plano tanto mental como práctico. El orden social, en efecto, no es un reglamento declarado, sino un orden realizado, cumplido, sobre la marcha, y cumplido por interactuantes que se conducen en cada coyuntura como sociólogos o antropólogos naïfs que levantan su teoría –es decir evalúan índices–, y orientan su práctica –esto es consensúan procedimientos–, obteniendo como resultado las autoevidencias, lo «dado por sentado», las premisas mudables para cada oportunidad particular que permiten vencer la indeterminación y producir sociedad. Todo ello calculando sus acciones en función de las condiciones de cada una de las secuencias en que se hallaban comprometidos y de los objetivos prácticos a cubrir.12
Eso no quiere decir que la situación no padezca determinaciones procedentes de las estructuras sociales, políticas, económicas, culturales, jurídicas o de cualquier otro tipo preexistentes. Aunque se coincida en entenderla como una actuación humana basada en la autodeterminación recíproca, cada autor o tendencia situacional aporta visiones propias acerca de cuál es el peso de los organigramas económicos o político-institucionales, por ejemplo, y sólo en sus expresiones más banalizadas se le otorga al individuo una independencia absoluta a la hora de negociar la realidad que vive.13 En lo que todas estas corrientes coinciden es en atribuir a los protagonistas de la interacción potencialidad poco menos que ilimitada para generar cooperativamente y gestionar luego una determinada realidad, por momentánea y provisional que ésta sea, y hacerlo como seres autónomos y competentes a la hora de pactar formas diferenciadas de ser el mundo y de estar en él. Es decir, se subraya la tendencia que la interacción experimenta a escapar de las regulaciones sociales y de las condiciones estructurales y de los interacutuantes a comportarse como seres que han podido acceder a un grado cero de identidad, desde el que se hacen presentes en cada circunstancia como recién nacidos a ella. El «ponerse en situación» consiste precisamente en hacer como si cada cual se hubiera zafado de cualquier imposición estructural, como si fuera reconocido como ser que pertenece al lenguaje y se mueve sólo en su seno, es decir como alguien que obtiene su reconocimiento como concertante a partir de su competencia comunicacional.
2. Anonimato, ciudadanía y movimientos sociales
La cuestión no es baladí, ni se limita al campo de la teoría social. Ese personaje abstracto que se despliega en el universo de la interacción más o menos pura que imaginan las teorías hermeneúticas de la situación, que ejerce una capacidad de modelar a voluntad la división entre público y privado –es decir entre lo que se decide someter a la mirada y el juicio ajeno y lo que no, o, lo que es lo mismo, que puede graduar sus dinteles de anonimato–, es el mismo que supone que centra en torno suyo el orden político basado en la llamada democracia participativa. El protagonista de la interacción como concreción de la hipotética sociedad anónima urbana, entendida como entidad hecha toda ella de lenguaje, es en el fondo idéntico al que se proyecta en esa otra ecúmene igualitaria que funda la posibilidad misma de un sistema político basado en el individuo autónomo, responsable y racional, calificado para manejar adecuadamente recursos y oportunidades presupuestas como iguales para todos. Ese agente libre y consciente de sus potencialidades para propiciar todo tipo de cambios es idéntico a esa especie de rey de la creación del sistema político liberal que se identifica con la figura no menos abstracta del ciudadano. La racionalidad política se basa entonces en la actividad concertante y deliberativa de seres para los que cualquier identificación que no sea la genérica de ciudadanos resulta improcedente. Nos encontramos con el núcleo duro de lo que autores como Habermas entienden como el concepto republicano de política, para el que ésta sería el artefacto mediador que permite y regula la autodeterminación de agregaciones solidarias y autónomas, formadas por individuos libres e iguales conscientes de su recíproca dependencia, que, al margen del Estado y del mercado, alcanzan el entendimiento convivencial mediante el intercambio horizontal y permanentemente renovado de argumentos. Como se sabe, ésa está siendo la doctrina de elección de la socialdemocracia, pero también de las distintas tendencias de lo que se da en llamar en la actualidad ciudadanismo, la ideología que han hecho suya los restos de la izquierda sindical y política que un día se pretendió revolucionaria.14
Iluminado por las perspectivas situacionales, ese democraticismo radical trasciende la filosofía política para ir a beber de una sociología de las relaciones urbanas, teorizadas como fundándose en una coordinación dialogada y dialogante de estrategias de cooperación, de afinidad o de conflicto, que se articulan en el transcurso mismo de su devenir. Ahora la deliberación se lleva a cabo en el campo de la acción y se traduce no sólo en circulación y consenso de opiniones, sino en una determinada idea de orden público, pero no en el sentido de orden jurídico del Estado, ni de orden de las relaciones en público, es decir recíprocamente expuestas y observadas. Orden público se entiende ahora a la manera como se propone sobre todo desde el pragmatismo, en especial de la mano de John Dewey a principios del siglo xx. Por una parte, orden del público, esa nueva categoría social conformada por individuos privados, conscientes y responsables que ejercitan de forma racional su capacidad y su derecho a pronunciarse y actuar en relación a asuntos que conciernen a todos, una figura que surge en oposición a la mucho más inquietante de las masas populares –sistemáticamente imaginadas como turba, chusma, populacho–, a la que se ve una y otra vez agitarse en todo tipo de revueltas y estallidos revolucionarios. Ese concepto de orden público aparece perfilándose como el resultado de la coincidencia eventual y socialmente organizada de líneas de conducta individuales y que generan dinámicas cooperativas de interpretación y actuación en pos de objetivos comunes que pueden ser consistentes y duraderos o provisionales, pero que sólo puede concebirse en relación a acciones prácticas en situación.
A su vez, orden público puede identificarse también con el propio de una arena real, empíricamente fundada, asociada a la noción de espacio público, pero no sólo como espacio de mutua visibilidad y mutua accesibilidad, en el que los individuos se someten a las miradas y las iniciativas ajenas, sino como algo mucho más trascendente: el proscenio para las prácticas cívicas concretas, escenario en que la pluralidad se somete normas de actuación pertinentes, racionales y justificables, cuya generación y mantenimiento no dependen de normas jurídicas, sino de una autoorganización sensible de operaciones y operadores concretos, en que se realiza una coexistencia fundada en competencias no discursivas, sino en disposiciones y dispositivos prácticos, emanados de un cierto sentido común, con frecuencia provisto ad hoc. La teoría política del espacio público –esto es el espacio público no como lugar, sino como discurso– trabaja a partir de su consideración como ámbito en que cobra dimensión ecológica una organización social basada precisamente en la indeterminación y en la ignorancia de la identidad ajena, puesto que lo que cuenta en ese escenario no son las pertenencias, sino las pertinencias.
En ambos casos, el individuo alcanza aquí no sólo su máximo nivel de institucionalización política, sino también su nivel superior de eficacia simbólica. Sale del campo de la entelequia, deja de ser un personaje teórico y se cosifica, aunque sea bajo la figura de un ser sin rostro, ni identidad concreta, puesto que le basta con ser una masa corpórea con rostro humano para ser reconocido como con derechos y obligaciones. El ciudadano, en efecto, es por definición una entidad viviente a la que le corresponde la cualidad básica de la inidentidad, puesto que se encarna en la figura del desconocido urbano, al que le corresponde una consideración en tanto que libre e igual al margen de cual sea su idiosincrasia. Es a ese personaje incógnito –el mítico «hombre de la calle» del imaginario político democrático– al que le corresponde la misión de coproducir con otros desconocidos con quienes convive comarcas de autocomprensión normativa permanentemente renovadas, compromisos entre actores emancipados, que se encuadran en esa experiencia masiva de desafiliación que es la esfera pública democrática.15
La vida social se convierte entonces en vida civil, es decir en vida de y entre conciudadanos que generan y controlan cooperativamente esa cierta verdad práctica que les permite estar juntos de manera ordenada. El ciudadanismo como ideología política se convierte en civismo o civilidad como conjunto de prácticas apropiadas en aras del bien colectivo. La convivencia cívica es, de este modo, concebida como un grandioso mecanismo de interacción generalizada, «una conversación de todos con todos», por decirlo como hubiera propuesto Shotter,16 una polifonía gigantesca en la que las distintas voces argumentan y deliberan con el objetivo de conformar un cosmos compartible, bastante en la línea de lo que Habermas define como «acción comunicativa» o «situación discursiva ideal»,17 pero que no se conforman con hablar, sino que se acuerdan obedecer un conglomerado de «buenas prácticas», un «saber estar» y «saber hacer» que igualan y que se producen desconsiderando toda génesis histórica o cualquier constreñimiento socioestructural. Se instaura así una especie de limbo de coincidencia basada en el consenso y la comunicación, cuyos habitantes llegan a acuerdos acerca de qué creer y qué hacer en cada situación. Esa tierra de nadie en que reina el civismo –el conjunto de las llamadas no en vano «normas de convivencia»– existe y funciona como si las instituciones y las autoridades administrativas se hubieran convertido en realmente neutrales, los dispositivos de producción, intercambio o distribución hubieran quedado al margen y los segmentos sociales que mantienen entre sí antagonismos crónicos e insuperables hubieran decido firmar una tregua en sus conflictos en aras a pactar dilatados paréntesis hechos de acuerdo y negociación.
Tenemos entonces «una dinámica de producción de actores individuales y colectivos, cuya identidad no está nunca establecida plenamente de entrada, sino que se modula en el transcurso de sus intervenciones y de sus interacciones».18 Es interesante constatar cómo ese principio de producción de cultura pública de que se nutre la definición de la civilidad como práctica intersubjetivamente acordada en situación es el que encontramos en la base misma de la forma que está adoptando en la actualidad lo que se da en llamar postpolítica, una de cuyas expresiones la encontraríamos en algunos de los llamados nuevos movimientos sociales. Éstos no dejan de revitalizar el viejo humanismo subjetivista, pero aportan como relativa novedad su predilección un particularismo o circunstancialismo militante, ejercido por individuos o colectivos que se reúnen y actúan al servicio de causas hiperconcretas, en momentos puntuales y en escenarios específicos, renunciando a toda organicidad o estructuración duraderas, a toda adscripción doctrinal clara y a cualquier cosa que se parezca a un proyecto de transformación o emancipación social que vaya más allá de un vitalismo más bien borroso. Estos movimientos llevan hasta las últimas consecuencias la lógica de las sociedades anónimas que el pragmatismo había supuesto constituyendo el eje no sólo de la vida urbana, sino del ciudadanismo como acuerdo de heterogeneidades inconmensurables que, no obstante, asumen articulaciones cooperativas momentáneas en aras a la consecución de objetivos compartidos. Se pasa así de la situacionalidad como forma de vida característica del urbanismo como forma de vida –por volver a la imagen propuesta por Wirth– al situacionismo, no como ideología ni como adscripción organizativa, sino como criterio de y para la acción social colectiva.
Esas formas crecientemente dominantes de movilización prefieren modalidades no convencionales y espontáneas de activismo, que expresan una forma enérgica de lo que hemos visto que era el concepto fenomenológico de intersubjetividad con el que los construccionismos hermeneúticos elaboraron su teoría social. Individuos conscientes y motivados, sin raíces estructurales, desvinculados de las instituciones, que renuncian o reniegan de cualquier cosa que se parezca a un encuadramiento organizativo o doctrinal, que proceden y regresan luego a una especie de nada aestructuda, se prestan como elementos primarios de uniones volátiles, pero potentes, basadas en una mezcla efervescente de emoción, impaciencia y convicción, sin banderas, sin himnos, sin líderes, sin centro, movilizaciones alternativas sin alternativas que se fundan en principios abstractos de índole esencialmente moral y para las que la conceptualización de lo colectivo es complicada, cuando no imposible.
Una de las figuras predilectas para ese individualismo comunitarista o de ese comunitarismo individualista, basado en la sintonía sobrevenida entre sujetos, es la de la red, lo que no es casual, pensando que la sociabilidad que propicia internet, paradigma de relación reticular, paraíso dónde se ha podido hacer palpable por fin la utopía de una sociedad de individuos desanclados y sin cuerpo, en un universo de instantaneidades. También la de la muta o manada, opuesta por definición al rebaño, y que se constituye en metáfora perfecta del pequeño grupo hiperactivo que se reúne para actuar. Se puede recurrir igualmente a figuras míticas como las de la tribu o el nomadismo, formas de evocar e invocar un nuevo primitivismo igualitario, que no es sino una forma nueva de la gemeinschaft o colectividad indiferenciada, basada en una solidaridad empática basada en el diálogo y el acuerdo sincrónico entre personas individuales con un alto nivel de exigencia ética consigo mismas y con el mundo. Entre otros efectos, este tipo de concepciones de la acción política al margen de la política se traduce en la institucionalización de la asamblea como instrumento por antonomasia de y para los acuerdos entre individuos que no aceptan ser representados por nada ni por nadie. Esta forma radical de parlamentarismo se conforma como órgano inorgánico cuyos componentes se pasan el tiempo negociando y discutiendo entre sí, pero que tienen graves dificultades con negociar o discutir con cualquier instancia exterior, porque en realidad, como señala Offe,19 no tienen nada que ofrecer que no sea su autenticidad comunitaria y que es más intralocutora que interlocutora.
El activismo de este tipo de movimientos se expresa de modo análogo: generación de pequeñas o grandes burbujas de lucidez e impaciencia colectivas, que operan como espasmos en relación y contra determinadas circunstancias consideradas inaceptables, iniciativas de apropiación no pocas veces inamistosa del espacio público que pueden ser especialmente espectaculares, que ponen el acento en la creatividad y que toman prestados elementos procedentes de la fiesta popular o de la performance artística. Se trata, por tanto, de movilizaciones derivadas de campañas específicas, para las que puede establecerse mecanismos e instancias de coordinación provisionales que se desactivan después…, hasta la próxima oportunidad en la que nuevas coordenadas y asuntos las vuelvan a generar poco menos que de la nada. Cada oportunidad movilizadora instaura así una verdad comunicacional intensamente vivida, una exaltación en la que las relaciones de producción, las dependencias familiares o las instituciones oficiales del Estado se han desvanecido. Se produce una traslación a la actividad política de las virtudes de la situación cuya manipulación creativa permite encontrar un refugio otra verdad, percibida como inapelable, que es la de la estructura, una emancipación en última instancia ilusoria de la gravitación de las clases y los enclasamientos, victoria momentánea de la realidad como construcción interpersonal sobre lo real como experiencia objetiva del mundo.20
Estos movimientos políticos fuera de la política se pretenden antidoctrinarios, pero la continua referencia a un número restringido de modelos teóricos acaba estableciendo un especie de ortodoxia para heterodoxos cuyos mimbres suelen ser fácilmente reconocibles. En cambio, aparece menos explícita la deuda que estos movimientos y movilizaciones tienen contraída con la sociología situacional interpretacionista, cuya génesis hemos situado en una cierta manera de leer a Tarde, Simmel, los pragmáticos y a algunos de los teóricos de la Escuela de Chicago. Lo nuevos movimientos han sido descritos como «redes flexibles y móviles de actores individuales o colectivos se ligan por preocupaciones convergentes y actividades conjuntas, en universos de respuestas recíprocas y regularizadas, a través de procesos de interacción más o menos estabilizados, en un juego de acomodamientos, de concesiones y de compromisos de todo género por los que se configuran territorios, colectivos, organizaciones e instituciones. Las arenas sociales abren transversalmente esos mundos sociales unos a otros. Los ponen en contacto, los fecundan y los impulsan, contribuyendo a los procesos de transformación, de desintegración y de recomposición, de segmentación e de intersección, de denegación y de legitimación que las animan.»21 Pero ésas son las características que habían postulado etnometodólogos e interaccionistas para la sociedad urbana en su conjunto, entendida por ellos no como sustancia, sino ante todo como acaecer, como generación de grupalidades en proceso permanente de estructuración, basadas en una conexión flotante, hecha de códigos abiertos, intensidades emocionales, flujos y haces de interactividad recíproca entre individuos; la vida social como actividad situada, es decir como concatenación y encadenamiento de coaliciones momentáneas entre individuos que definen lo que ocurre a medida que ocurre y enfrentan emergencias problemáticas administrándolas desde una racionalidad cooperativa elaborada desde dentro de cada circunstancia particular.
3. El orden social en el plano de la interacción
Ahora bien, esa presunción relativa a la autonomía de los acontecimientos que se producen en el transcurso del flujo de los encuentros, es decir a la consideración en tanto que realidad exenta de la situación comunicacional, se desvela un espejismo cuando se pone de manifesto que el espacio de los entrecruzamientos sociales por excelencia, esto es el espacio público urbano, no es tanto el proscenio de la puesta en escena de las diferencias, como el de la puesta en escena de las desigualdades.22 En efecto, en cada cuadro dramático que se desarrolla en contextos públicos los intervinientes pueden perder la protección que les concede hipotéticamente el anonimato al verse delatados por indicios que denotan en ellos un origen socioestructural o una desviación de la norma susceptibles de provocar desazón o embarazo en sus interlocutores. Quien notó y colocó en primer término esa problemática –la de la manera como la situación no se produce en ningún caso de espaldas o al margen del orden social en cuyo marco se produce– fue Erving Goffman, que se instalaba de ese modo fuera del campo del interaccionismo simbólico para proponer una línea microsociológica más afín a la tradición estructural-funcionalista en la que se formara. Para Goffman, la atención por la versatilidad y dinamismo de los microprocesos sociales era del todo compatible con la puesta en evidencia de que la interacción está gobernada por regulaciones sociales ajenas y anteriores a la situación. Es más, es a él a quien cabe el mérito no sólo de contemplar cómo la acción situada encarna el orden social establecido, sino la manera cómo los intervinientes en cada interacción están contribuyendo de forma activa a su mantenimiento, aviniéndose en todo momento a colaborar y luchando por mantener a raya cualquier factor que lo amenace.
La perspectiva interaccionista –como ocurre con la etnometodológica, las teorías de la conversación y otras variables de construccionismo cognitivista– trabaja a partir de un supuesto troncal que otorga a los intervinientes en cada encuentro la capacidad de determinar o intentar determinar en el curso mismo de la acción lo que en ella va a suceder. Esa perspectiva no niega que ciertos determinantes estructurales –por ejemplo los derivados de una estraficación clasista, étnica o de género o cualquier otra forma de jerarquización social– tengan un papel importante en la coproducción de consenso y en las transacciones comunicacionales, pero éstas no son una mera reverberación de esas relaciones asimétricas, sino «otra cosa», y otra cosa para la que libertad de decisión y acción de los individuos es decisiva. Ese supuesto que los interaccionistas asumen permite distinguir, como propone Anselm Strauss, entre contexto estructural y contexto de negociación. El contexto estructural pesa sobre el de la negociación, pero éste remite a condiciones y propiedades que son específicas de la propia interacción y que intervienen decisivamente en su desarrollo.23 Es tal distinción la que Goffman no reconocería como pertinente, puesto que la autonomía de la interacción respecto de la estructura social en que se produce es una pura ficción, en tanto presume una improbable capacidad de los seres humanos para superar o incluso vencer las constricciones ambientales de las que proceden, desde las que han ingresado en la interacción y la han definido, y que pueden ocultar o disimular, pero que en ningún momento abandonan. En efecto, para Goffman, en cada negociación los individuos trasladan y encarnan los discursos y los esquemas de actuación propios del lugar del organigrama social desde el que y al servicio del cual gestionan a cada momento su presentación ante los demás.
Siempre ha resultado comprometido encasillar a Goffman en una corriente determinada. La génesis y la composición de un pensamiento como el suyo es un tema controvertido y al propio sociólogo o antropólogo canadiense –su propia adhesión disciplinar ya es incierta– le disgustaba profundamente que se le aplicaran etiquetas. Goffman asume las preocupaciones de la Escuela de Chicago; aprende de sus representantes –sobre todo de Thomas, Park, Warner y Hugues– y centra su atención en asuntos que ya habían sido axiales para los pragmáticos; recoge el protagonismo que Simmel le asigna desde la sociología clásica al trenzamiento infinito de pequeñas formas de socialidad; dialoga intensamente con G.H. Mead y adopta de él como central la idea de self y es adoptado como alumno por quien inventa el interaccionismo simbólico como corriente sociológica, Harold Blumer… La perspectiva de Goffman es sin duda situacional, pero su apuesta por el microanálisis aparece atravesada por un énfasis preferente en el orden social, por cómo éste busca preservarse a toda costa y hacer reversible cualquier dinámica que pudiera afectarle; por la complicidad activa que los individuos aplican a la hora de que reprimir o suprimir los factores que alterarían la disposición del mundo social; por la manera como los miembros del grupo sacralizan aquello de lo que de algún modo dependen… Lo que parece preocupar a Goffman no es cómo los individuos pueden cambiar el orden de sus relaciones y la estructura en que se mueven, sino, al contrario: cómo, conscientes de esa virtualidad, la neutralizan y se obligan a sí mismos a ofrecer permanentemente muestras de que no piensan ejercerla, puesto que conocen y temen el precio en forma de desaprobación o castigo que habrán de pagar por ello.
Son esos elementos nodales en su análisis los que convierten al autor de La presentación de la persona en la vida cotidiana, por muy sintética o ecléctica que se quiera ver su aportación teórica, no tanto un interaccionista sino más bien como alguien marcado por la sociología de Durkheim –de ahí el protagonismo otorgado a las ritualizaciones– y cercano al estructural-funcionalismo de Radcliffe-Brown, a quien Goffman reconoce con orgullo que estuvo a punto de conocer un día, tal y como reza la dedicatoria a él dirigida con que se abre su Relaciones en público.24 En cuanto a su relación con el interaccionismo simbólico, con el que un cierto lugar común tiende a emparentarlo, fue el propio Goffman quien se encargó de desmarcarse de esa corriente.25 Compartía con ella el mismo acento en la importancia de contingencias situacionales, pero no podía compartir el presupuesto que concedía a los individuos capacidad de pactar su realidad más allá de marcos de referencia –ese concepto de resonancias cinematográficas y tomado de Gregory Bateson, que tan esencial resulta para entender la madurez teórica de Goffman– que siguen lógicas y mecanismos impersonales, ajenos a la voluntad de quienes participan de y en ellos y que éstos no pueden sino acatar, dando permanentemente señales inequívocas de que piensan hacerlo. Recuérdese que, para Goffman, los marcos de referencia primarios son los principios de organización que gobiernan objetivamente y dan sentido subjetivo a los acontecimientos. La voluntad, la inteligencia, la astucia o el esfuerzo de los agentes que participan pueden manipularlos, transformarlos, moverse en ellos, incluso vulnerarlos, de igual modo que los intereses de cada cual pueden motivar interpretaciones y respuestas distintas relativas a su significado, pero todo ello de forma parcial y relativa, puesto estos marcos funcionan a la manera de una pauta natural que guía y controla correctoramente en todo momento la experiencia y la acción sociales.26
Como se ha puesto de relieve, el microanálisis goffmaniano es situacional. Para Goffman la situación es un orden social en sí mismo, una entidad que puede y debe ser percibida –tal y como quería Durkheim para cualquier forma de colectividad– como una realidad sui géneris, dotada de sus propias leyes y de sus correspondientes transgresores, de sus principios de organización, de sus jerarquías, de sus propias funciones y estructuras. Pero poco que ver con la pretensión de interaccionistas y etnometodólogos de que la situación es un orden surgido a instancias de la propia iniciativa de los concurrentes. Es decir, y por emplear las palabras del propio Goffman en su discurso de investidura en American Sociological Association, «el orden de la interacción es el orden social en al plano de la interacción». En ello Goffman, repitámoslo, no se aparta de la tradición sociológica clásica –Parsons, por ejemplo–, para el que las actuaciones y las percepciones recíprocas están orientadas por modelos normativos preestablecidos. Las propiedades situacionales son las propiedades de la situación, pero no las que aporta la tarea interpretativa e intencional de los sujetos, vistas desde su propio punto de vista, sino aquellas otras en las que encontramos la huella de las reglamentaciones que estructuran los momentos desde fuera y que los actuantes asumen la tarea actualizar. Todo ello escrutado desde una óptica casi naturalista –émic, diríamos los antropólogos–, para la que lo importante no son los actores, sino las acciones, y acciones en las que, para Goffman, no hay actores, sino más bien personajes. En cada encuentro lo que se trenza no son sólo subjetividades autónomas y creativas que negocian qué está pasando, sino sobre todo objetivizaciones estructurales, puntos y roles en el organigrama social, que encuentran en cada coyuntura la oportunidad de ponerse a prueba y salir finalmente victoriosos. El grueso de la actividad de quienes construyen la sociedad de los encuentros públicos no es producir mundos inéditos e irrepetibles, sino justamente evitar que los avatares de la vida, la ambivalencia y la incertidumbre que no dejan de suscitar, desgasten, desmientan o desacaten la presunción que todos comparten de que el orden social que encarnan es más consistente e imperturbable de lo que realmente es.
Y eso es así en tanto esa sociedad en miniatura hacia la que Goffman conduce nuestra atención –la situación– no es un simple reflejo mecánico y fiel de los marcos macrosociales en que se desarrolla. Al contrario, en lugar de ver confirmada la estabilidad y la predictibilidad de que en principio debería proveer el trasfondo estructural de la situación, lo que nos encontramos es algo que Talcott Parsons ya había notado como semioculto en el orden social: un universo de inestabilidades, turbulencias e incongruencias, que no hacen sino advertir de hasta qué punto el orden social nunca está del todo ordenado, nunca tiene garantizada su solidez e irrevocabilidad e insinúa en todo momento, más cuanto más de cerca lo contemplamos, su fondo incierto y su temblor continuo. Es entonces que descubrimos lo que a los concurrentes en cada situación les cuesta contribuir a que esa miniatura de orden social en el que participan no estalle, no se derrumbe o se hunda, y lo hacen restituyéndolo una y otra vez, en una labor casi sisífica, por medio de numerosos y constantes rituales minimalistas que van corrigiendo, reparando, reestructurando los constantes desperfectos que sus propias acciones y omisiones y las de los otros no pueden dejar de provocar.
Es en esa obra fundamental para las ciencias sociales de la desviación que es Estigma, donde Goffman más enfatiza el peso que sobre la situación ejercen estructuras sociales inigualitarias.27 Ese mundo de extraños en que se podía ver desplegarse lo que Lyn H. Lofland habría definido, subtitulando uno de sus libros, como «la quintaesencia del territorio social»,28 se sostenía a partir de la radical actualidad de la situación y de la competencia –y el derecho– de los participantes en ella para no definirse y permanecer en el anonimato. En cambio, a la mínima oportunidad, una serie de tabulaciones clasificatorias que hasta aquel momento podrían haberse limitado a distinguir entre la pertinencia o no de las actitudes percibidas inmediatamente y de su resultado inminente, pueden, en cuanto se desencadena la focalización, dejarse determinar por una identidad social reconocida o sospechada en aquel o aquellos con quienes se interactúa. El identificado como portador de un rasgo minusvalorizante –pertenencia a un segmento social considerado bajo o peligroso, adhesión cultural inaceptable, discapacidad física o mental– pierde automáticamente los beneficios del derecho al anonimato y deja de resultar un desconocido que no provoca ningún interés, para pasar a ser detectado y localizado como alguien cuya presencia –que hasta entonces podía haber pasado desapercibida– acaba suscitando malestar, inquietud o ansiedad. Un relación anodina puede convertirse entonces, y a la mínima, en una nueva oportunidad para la humillación del preinferiorizado, para un rebajamiento que puede adoptar diferentes formas, que van de la agresión o la ofensa a una actitud compasiva, tolerante e incluso «solidaria», no menos certificadoras de cuán ficticia era la tendencia ecualizadora de la comunicación entre desconocidos en contextos públicos urbanos.
4. Nadie es indescrifrable
A muchísimas personas de nuestro entorno no les es dado conocer la suerte del pintor de la vida moderna al que Baudelaire consagrara uno de sus más conocidos textos, ese merodeador urbano,observador abandonado a la pura diletancia ambulatoria, el flânneur. Él es ese «príncipe que disfruta en todos sitios de su incógnito».29 Un número importante de individuos pueden modular sus niveles de discreción y en ciertos casos pueden incluso desactivar su capacidad para el camuflaje asumiendo fachadas –manteniéndonos siempre en el lenguaje goffmaniano– que indican de forma inequívoca una determinada adscripción ideológica, estética, sexual, religiosa, profesional, etc. Desde una pequeña insignia en la solapa a un uniforme completo, existen diferentes maneras a través de las cuales las personas pueden informar a los demás acerca de un determinado aspecto de su identidad que desean o necesitan que quede realzado. Pero para otros no hay opción factible. Hagan lo que hagan no podrán escamotear rasgos externos –fenotípicos, fisiológicos, aspectuales en general, aunque sean circunstanciales– que hacen de ellos seres marcados, la relación con los cuales es problemática puesto que han de arrastrar todo el peso de la ideología que los reduce permanentemente a la unidad y les fuerza a permanecer a toda costa en ella. Siempre o con frecuencia, el inmigrante, el negro, la mujer, el ciego, el pobre, la persona con alguna discapacidad, el homosexual, el joven y tantísimos seres humanos que no ha podido camuflar quienes son más allá de la interacción situada, son automáticamente colocados en un estado de excepción que los negativiza, los inhabilita total o parcialmente para una buena parte de intercambios comunicacionales. A estos individuos se les ha encapsulado en una cuadrícula clasificatoria que ha hecho de ellos lo que se supone que son y sólo lo que se supone que son y que les obliga a pasar buena parte de su tiempo brindando explicaciones sobre la desviación, el exceso o la carencia que se les atribuye.
Otros, quienes tienen el privilegio de dominar los modales y el aspecto de clase media, tienen más posibilidades de ejercer esa indefinición mínima de partida que permite escoger cuál de un repertorio limitado de roles disponibles va a desarrollarse en presencia de los otros. De los «normales» –como los designa el propio Goffman– se espera que escojan el rol dramático más adecuado en orden a resultar procedentes, es decir aceptables en relación con lo que determinado escenario social espera de ellos y que ellos deberán confirmar. En eso consiste precisamente lo que se ya se ha reconocido como mundanidad, que se basa en esa deseada abstracción de la identidad, esa grado cero de sociabilidad que es el anonimato, del que se sale sólo para autodefinirse y actuar en tanto que ser de relaciones, como mundano. Se trata, en ese caso, de practicar una cierta promiscuidad entre mundos sociales contiguos o interseccionados, trasvestizarse para cada ocasión, mudar de piel en función de los requerimientos de cada encuentro. Si nuestro aspecto no delata de forma inmediata y flagrante ningún motivo de desacreditación, si podemos negociar nuestras sucesivas copresencias sin que nuestra identidad social real aparezca como un motivo de alerta o simple incomodidad en nuestros interlocutores, entonces se entiende que seremos dignos de sentarnos a la mesa imaginaria en que de igual a igual se juega a la sociedad. Tal privilegio sólo es merecible si los jugadores en cada partida –cada encuentro; cada ocasión social– sabe manejar el lenguaje de ese momento, es decir las reglas del juego, el código que lo rige, lo que exige en todos los casos un apagamiento o apaciguamiento del locutor que no siempre éste es capaz de ejercer.
Es esa labor de mundanidad –a la que, como ha quedado subrayado, no todo el mundo tiene pleno acceso– la que requiere el ocultamiento o al menos el desdibujamiento de toda identidad que no sea la estrictamente adecuada para la situación. En eso consiste ser ese desconocido que vimos que se suponía conformando la materia primera de la experiencia urbana moderna y que, a su vez, se situaba también en el subsuelo fundador de la noción política de ciudadano, que no es sino eso: una masa corpórea con rostro humano cuya simple presencia es en teoría merecedora de derechos y deberes en relación con los cuales la identidad social real es o debería ser un dato irrelevante y, por tanto, soslayable. Ese desconocido es aquel que puede reclamar que se le considere en función no de quién es, sino de lo que hace, de lo que le pasa o hace que pase y sobre todo de lo que parece o pretende parecer, puesto que en el fondo es eso: un aparecido, en el sentido literal de alguien que hace acto de presencia en un proscenio del que él sería el rey y señor: el espacio público, en el sentido político del término, es decir, en el de espacio en el que se hacen carne entre nosotros, cobran tiempo y espacio reales, los principios esenciales de la igualdad democrática. Pero ese sistema al que se atribuyen virtudes igualadoras está pensado por y para una imaginaria pequeña burguesía universal, que es la que puede reclamar ejercer el derecho al anonimato, es decir el derecho a no identificarse, a no dar explicaciones, a mostrarse sólo lo justo para ser reconocida como concertante en situaciones mundanas, en las que el encuentro se produce con gente que también ha conseguido estar «a la altura de las circunstancias», es decir resultar predecible, no ser fuente de incomodidad o alarma, brindar garantías de conducta adecuada.
Eso es fundamental, puesto que, como Richard Sennett nos ha enseñado, la urbanidad moderna se funda en cambios conductuales por lo que hace a los encuentros no programados entre extraños que, en un cierto momento de la historia de la construcción del mundo moderno, dejaron de confiar las unas en las otras y optaron por no dirigirse la palabra y no prestarse mutua atención, dejando a su aspecto la labor fundamental de ofrecer una información suficiente para establecer relaciones fiables. «Cuando la ciudad cayó en el silencio, el ojo se convirtió en el principal órgano a través del cual las personas adquirían la mayoría de sus informaciones directas acerca de los desconocidos. ¿A qué tipo de información accede un ojo mirando su alrededor? En tales condiciones, el ojo puede estar tentado a organizar su información acerca de los desconocidos de manera represiva… Examinando una escena compleja y no familiar, el ojo procura ordenar rápidamente lo que ve usando imágenes que corresponden categorías simples y generales, extraídas de estereotipos sociales»30 En efecto, los desconocidos que traban entre ellos una relación aparentemente azarosa en un tren o en la barra de un bar se han etiquetado mutuamente, se han ubicado en una cuadrícula de ese orden clasificatorio a partir de cualidades sensibles inmediatamente percibidas, que la conversación irá confirmando, matizando o descartando, recomendando afianzar el vínculo o desactivarlo. Incluso ese personaje anónimo por antonomasia que es el transeúnte urbano, el viandante con el que se mantiene una relación de mutua indiferencia, clasifica y es clasificado a partir de las cualidades objetivas que, por discretas que se pretendan, no puede dejar de ostentar o de reconocer en los demás, aunque sea de reojo.31
Es por ello que resulta tan imperdonable la impostura de cualquier tipo, puesto que ésta implica defraudar esa fe que debe merecer, en el código pequeñoburgués de conducta, la manera como cada cual se pone en escena a sí mismo y su capacidad para manejar su propia imagen ante los demás. Porque al fin y al cabo se trata, tal y como G.H. Mead nos enseñara, de un juego, pero un juego de y entre apariencias; apariencias a cargo de aparecidos que no sólo –como antes se ha hecho notar– aparecen sino que sobre todo parecen o quiere parecer. De ahí que reclamen ese punto muerto de la mundanidad que hemos establecido que es el anonimato y que lo hagan para poder administrar su propia complejidad, primando un aspecto –el procedente– en detrimento de todos los otros. Georg Simmel escribió un texto magnífico advirtiendo cómo era del todo imposible que cada cual se presentara ante los demás desplegando de forma simultánea toda su complejidad, en tantos sentidos hecha de no sólo de diversidad de formas de ser, sino también de contradicciones, paradojas y fragmentaciones.32 Los otros con quienes nos encontramos nos exigen lo mismo que les exigimos a ellos: esa mínima inteligibilidad que requiere una simplificación del interlocutor, una reducción a la unidad que, a diferencia de la que se le impone al estigmatizado inmediato, se supone es la consecuencia de una determinación soberana del individuo en situación. Es esa tematización elegida la que demanda que seamos reconocidos de entrada como personajes, por evocar el título de la famosa novela de Musil, «sin atributos», en condiciones de asumir, desde ese nivel cero, un número determinado de personalidades sociales adecuadas a cada coyuntura.
Tal presunción es, en el fondo, ingenua. Ser anónimo es básicamente ser secreto o ser de secretos, y de secretos que esperamos que los demás no sepan, al tiempo que hacemos lo posible para conocer, adivinar o intuir los secretos del otro. ¿Y qué es lo que ocultamos o se oculta? Lo que se oculta es precisamente aquello que no nos haría aceptables o pertinentes, lo que haría manifiesta la presencia, también en cada uno de nosotros, de motivos para la descalificación. Lo que se oculta es lo imperdonable, o, como escribiera Georges Bataille, lo que no es servil, es decir lo inconfesable.33 Ésa es la labor fundamental del anonimato como factor estructurante de la relación en público, permitir una indefinición de partida que permita ganar tiempo antes de interpretar correctamente qué es lo que el orden de la interacción –recuérdese: el orden social en el plano de la interacción– nos está urgiendo a que entendamos, acatemos y reproduzcamos. Se supone que mientras que al estigmatizable en primera instancia –aquel que no puede disimular los motivos de su inhabilitación– se le niega el derecho a la complejidad, el resto, los «normales» –en tanto ganamos la posibilidad y por tanto el derecho a la mentira, a los dobles lenguajes y al disimulo–, sí que podemos asumir aquel de nuestros aspectos que está siendo literalmente llamado a escena.
Ahora bien, tanto la pretensión que nos hacemos de que los demás nos tomen por quienes queremos parecer –y que suele deber ser lo que ellos esperan que parezcamos–, como nuestra convicción de que queremos mantener en reserva lo que de desprestigiable hay en nosotros, son igualmente ficticias. Ese «mundo de extraños» del que hablan teóricos del espacio público como Lofland es bastante menos de extraños de lo que presuponemos.34 En realidad, el anonimato no deja de ser una ilusión, un efecto óptico. Es más, cada personaje de cada cuadro escénico social sabe bien que el mínimo desliz, la menor salida de tono o paso en falso delataría de manera automática el fraude que toda identidad representada implica, aunque esa identidad sea la de individuo inindentificable, a la manera como la arrogante figura del cosmopolita o ciudadano del mundo aspira a llevar hasta su máximo nivel de pretenciosidad. Lo que oculta o cree ocultar en su puesta en situación no es sólo su verdadera identidad social, sino cualquier otra información susceptible de generar desconfianza o malestar en el interlocutor. Es eso lo que convierte a todo ser mundano, señala Isaac Joseph, en un ser apegado a su línea de fuga, un traidor, un agente doble, alguien que sufre un terror de la identificación, un impostor crónico y generalizado, ser sociable en tanto que es capaz de simular constantemente, exiliado de sí mismo, siempre en situación crítica –a punto de ser descubierto–, adicto a una moral situacional, en todo momento indeterminada, basada en la puesta entre paréntesis de todo lo que uno es más allá del contexto local en que se da el encuentro.35
Pasamos de la negociación como trama a la negociación como trampa.36 Ninguno de los participantes en cada situación esporádica pierde de vista esos elementos apenas perceptibles que permiten detectar lo que los otros pretenden camuflar acerca de quiénes son en realidad, es decir, cuál es lugar que ocupan en una estructura social que nunca deja de estar ahí, a pesar de que se juegue a olvidarse o a prescindir de ella. Eso ocurre incluso en los casos en que el interactuarte está bien entrenado y ha desarrollado una cierta habilidad a la hora de «dar el pego» social.37 Esa labor de rastreo de rasgos identificadores estratégicos se pone en marcha no sólo cuando las relaciones en contextos urbanos pasan de no focalizadas a focalizadas, es decir, cuando la interacción obliga al otro a salir de su anonimato, sino incluso cuando ese otro cree estar en segundo plano o incluso al fondo del escenario. Hemos visto que el rabillo del ojo se ha ocupado de clasificar a ese ser anónimo justamente para hacer del enigma que pretende encarnar algo más bien relativo, puesto que ya lo ha tipificado, como mínimo, en tanto que digno de confianza o motivo de alarma. Esa capacidad para captar indicativos desacreditadores o incluso amenazantes puede demostrar una extraordinaria agudeza, sobre todo cuando los eventuales signos externos no son suficientemente esclarecedores sobre la identidad social de un interlocutor o cuando éste ha conseguido imitar formas de conducta consideradas adecuadas desde la cultura pública dominante. Es entonces cuando podemos comprobar hasta qué punto puede ser hábil esa máquina de hacer inferencias en que los microscopia social ha demostrado que nos convertimos en nuestras relaciones con desconocidos.38
La lingüística interaccional ha advertido cómo la igualdad comunicacional –y con ella la esfera política en la que se institucionaliza– es, en el fondo, una quimera. Claro que individuos pertenecientes a subgrupos sociales distintos –y desiguales– pueden pactar encuentros supuestamente improvisados en los que demuestran su capacidad para conmutar sus códigos, por emplear una figura teórica tomada de la gramática generativa. Pero esa convergencia conversacional no puede ocultar, incluso en el seno de su propia historia natural, la divergencia social que hace por enmascarar. La ideología está ahí, como lo están todo tipo de disparidades estructurales, impregnando una situación discursiva cara a cara que nunca deja de estar guiada –incluso de la manera inconsciente– por pautas de interpretación e inferencia, si se nos permite expresión, con «denominación de origen». Hasta cuando los aspectos más descarados de una identidad social inferiorizada han podido ser «perdonados» e incluso en el caso de que los interactuantes reproduzcan una estructura gramatical común, sus sociololectos no podrán evitar colocarlos en desventaja a la hora de dominar unas maneras de hacer y de hablar estandarizadas, que están estipuladas siguiendo cánones de conducta propios del estilo cultural dominante.39 A la hora de la verdad, el conversador más ordinario deberá demostrar la sofisticación retórica y el conocimiento de postulados con frecuencia no formulados que hagan de él un verdadero personaje anónimo, todo y sólo comunicación, en la medida que ha sabido superar, aunque sea por un momento y en situación, la fragilidad de su ser social real.
Ha sido Pierre Bourdieu quien ha puesto de manifiesto cómo los gestos más automáticos e insignificantes pueden brindar pistas sobre la identidad de quien los realiza y el lugar que ocupa en un espacio social estructurado. Bourdieu descalifica «la ilusión subjetivista que reduce el espacio social al espacio coyuntural de las interacciones, es decir a un sucesión discontinua de situaciones abstractas».40 En efecto, el error de interaccionistas y etnometodólogos consiste en definir la situación no como un episodio en el que se encuentran ubicaciones reales en lugares reales de una estructura objetiva, sino como avatares irrepetibles en que seres singulares generan oportunidades no menos singulares. Pero esa virtud poco menos que portentosa del encuentro casual, que es en lo que consiste ese rasgo especial de la vida en las ciudades que es la serendipia,41 es una superstición. Los cruces en apariencia espontáneos nunca dejan de estar orientados por la percepción de indicadores objetivos, por tenues que resulten, que se desprenden de una inspección que, ya a primera vista, procura pistas indicativas de una desventaja social preexistente. Pueden ser éstas pequeños rasgos relativos al cuidado personal o vestimentario, por supuesto, pero también conductas que advierten de una falta de autocontrol que predomina en los sectores sociales más débiles, como fumar o padecer sobrepeso.42 Bourdieu llama la atención acerca de cómo esa función identificadora indirecta puede venir dada por los gustos personales que se detentan o proclaman, a partir de los cuales los interactuantes podían ser localizados en un esquema clasificatorio capaz de distinguir adhesiones ideológicas, inclinaciones culturales, pero sobre todo emplazamientos estratégicos del organigrama social en vigor.
No vale llamarse a engaño. No existen sociedades anónimas, es decir formas de vínculo social cuyos componentes humanos sean totalmente extraños unos a otros. Quizás existan espacios del anonimato, pero no puede haber seres espaciantes –permítase evocar a Heidegger– anónimos, es decir individuos que desarrollen en esos espacios vínculos completamente desafiliados. Sólo en mera teoría nos corresponde el derecho a ser reconocidos como no reconocibles. Puede ser que existan territorios sin identidad, pero no cuerpos sin identificar, es decir sin enclasar. Ni los espacios públicos o semipúblicos urbanos –la calle, la plaza, el vestíbulo, el parque, el transporte público, el café, la discoteca…–, ni los supuestos no-lugares –aeropuerto, hotel, centro comercial…– son excepciones de ese mismo principio que Durkheim y Mauss, en un artículo ya clásico e indispensable,43 advirtieron vigente en las sociedades más remotas: pensar es pensar socialmente y pensar socialmente es clasificar socialmente, es decir, aplicar sobre la realidad circundante una trama o parrilla taxonómica que no tolera la ambigüedad y la exorciza.
Nadie es un desconocido total. Hay quienes ni siquiera pueden intentar serlo. Otros consiguen prolongar un poco más su intriga, aunque no se tarde en desenmascararlos demasiado y, como suele decirse, «ponerlos en su lugar». Es a quienes somos capaces de mantener por más tiempo una apariencia de clase media que nos es dado gozar de comarcas en las que reina sólo la comunicación, en algunos casos hasta exaltada por todo tipo de emociones compartidas. La ecúmene del lenguaje nos ha rescatado de lo real, nos ha deparado la ilusión de que era posible ser nadie, ser cualquiera, ser todos; perder nombre y domicilio; no haber nacido antes de ese momento. Habíamos creído que nos era dado esconder nuestra vida, pero no hemos podido; nunca podemos del todo. Siempre brindamos más información sobre nosotros de la que nos imaginamos y de la que desearíamos. Seguramente tenía razón Ortega y Gasset cuando afirmaba que nuestra pretensión de que podemos ocultar algo que nos conviene que los demás no conozcan está del todo injustificada: «somos transparentes los unos a los otros».44 Benjamin llegó a una conclusión parecida cuando, en su famoso ensayo sobre Baudelaire, reconocía que «nadie es del todo indescifrable». Por eso es inútil resistirse a la identificación, porque nos pasamos el tiempo aplicando sobre los demás lo que los demás aplican sobre nosotros: un entramado preexistente de categorías, algunas de las cuales excluyentes e incapacitadoras. Porque los participantes en cualquier encuentro aplican esquemas perceptuales y reproducen principios normativos que determinan la definición y el transcurso de cada secuencia de acción, no podemos evitar que los pequeños detalles nos delaten. Podemos sacrificar nuestra identidad en orden a ser aceptables para los otros, pero falta que los otros acepten y den por buena la ofrenda. No existen, salvo en el campo de lo virtual o de la fantasía, sociedades desencarnadas, relaciones inmateriales entre seres sin un cuerpo. Más tarde o más temprano aquellos con quienes estamos reconocerán las marcas visibles o invisibles que detentamos sin querer y en las que está inscrito quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí y a dónde queremos ir a parar.