03.09.2013
El derecho a decidir y las izquierdas
La propuesta de un referéndum convocado para el 2014 sobre la permanencia o no de Catalunya en el Reino de España ha desatado todo tipo de resistencias. Las más cerriles han provenido del nacionalismo español de derecha. Desde allí se desempolvaron, en un primer momento, los artículos 2, 8 y 155 de la Constitución de 1978 para recordar que el uso de la fuerza, incluida la militar, era una de las posibles respuestas «legales» a la eventual convocatoria democrática a un referéndum. Lejos de la serena actitud del Reino Unido en relación con el referéndum escocés convocado para el mismo año, esta reacción ha evocado lo peor de la España cerril y autoritaria de 1934 y 1981. Esa confianza, precisamente, en que las fuerzas armadas puedan actuar como elemento de cierre de las interpretaciones más restrictivas del marco constitucional es seguramente lo que llevó al eurodiputado Alejo Vidal Quadras a extremar las bravuconadas y a instar al gobierno central a «preparar un general de brigada de la Guardia Civil» por si hubiera que invadir Catalunya.
Con todo, la ofensiva contra el derecho a decidir no ha sido patrimonio exclusivo de la derecha. Lo cierto es que el PP ha reclutado con extrema facilidad aliados tanto en las filas del PSOE como en otras fuerzas de ámbito estatal y autonómico. En el Parlament de Catalunya, Albert Rivera, del españolista partido Ciutadans, se adelantó a los propios populares a la hora de desenfundar la acusación del golpismo dirigido contra Mas. De un argumento similar se sirvió su compañera Rosa Díez, de la también nacionalista UPyD, para exigir la criminalización del derecho a decidir. En el fondo, la forma en que se ha venido despachando la cuestión territorial no es solo una cuestión de arrogancia o de intransigencia política. La ofensiva recentralizadora de los últimos años, igual que la antisocial, tiene que ver con la crisis financiera y con la propia deriva mercantilizadora del proceso de integración europea. Pero hunde sus raíces, también, en un marco constitucional que nació condicionado por el ruido de sables y que ha ido perdiendo de manera acelerada sus potencialidades democratizadoras. Esta singularidad española permite establecer diferencias nada desdeñables respecto de otros marcos constitucionales con un origen claramente antifascista, como el italiano o el portugués, nacido de la revolución de los claveles. De hecho, no es descabellado otorgar a esta marca de origen un cierto peso a la hora de explicar fenómenos como la menor virulencia de la policía lusa frente a las recientes movilizaciones anti-ajustes. O como la existencia de sectores de las fuerzas armadas que, en lugar de soltar soflamas amenazantes, llegó a emitir declaraciones solidarias con unas protestas callejeras que, en pocos meses, pusieron al gobierno de Passos Coelho contra las cuerdas y le arrancaron el compromiso de replantear su programa de recortes.
En todo caso, lo cierto es que el desconcierto por el crecimiento del soberanismo catalán también se ha extendido entre no pocos activistas de movimientos sociales y personas que se consideran de izquierdas alternativas o libertarias. Para mucha gente proveniente de estos sectores, el soberanismo es un invitado incómodo, una invención artificial que solo puede explicarse a partir de la irresistible capacidad hipnótica de la derecha catalana. Les parece, en el fondo, que constituyen una especie de embrollo, un capricho de ricos, que distrae de las cuestiones importantes, divide las izquierdas y tiene poco que ver con las preocupaciones de la gente de abajo. De ahí la reacción, entre paternalista e irritada, cuando alguien sugiere que ésta es una alternativa legítima incluso para personas que también se definen como de izquierdas o libertarias y que están a favor del internacionalismo y de la solidaridad «entre los de abajo».
¿Cómo responder a esa percepción? El problema es que esta visión de las cosas proviene de ciertos tópicos historiográficos que vinculan el catalanismo exclusivamente con la burguesía y se asienta en una versión esquemática de lo que está ocurriendo. Y sobre todo, no consiguen ofrecer una alternativa capaz de conjugar adecuadamente las aspiraciones igualitarias de las izquierdas con la defensa de la diversidad, de la democracia radical y de un genuino internacionalismo. En sus mejores versiones, sin duda, estas críticas contienen gérmenes de verdad. De entrada, hay que admitir que las reivindicaciones catalanistas o vasquistas no son patrimonio exclusivo de las izquierdas. Y que las derechas nacionalistas de estos territorios las utilizan a menudo para proteger sus negocios y para esconder sus miserias o diluir su responsabilidad en la gestión de la crisis. También es cierto que, junto a parte de las izquierdas periféricas, utilizan sus reivindicaciones identitarias contra un «Madrid» al que injustamente reducen a lo peor del nacionalismo español autoritario y uniformizador. Pero nada de eso autoriza a negar su existencia o a descalificarlas como si fueran el ardid de unas cuantas oligarquías familiares para manipular a espíritus débiles. Por el contrario, lo que Artur Mas ha hecho es leer un reclamo extendido en la sociedad catalana e intentar capitalizarlo a su favor. Para ello, ha tenido que asumir unos objetivos y un estado de movilización con el que ni el alto empresariado catalán, ni su propia coalición política se sienten del todo cómodos. Según las últimas encuestas realizadas en Catalunya, las posiciones favorables a una consulta rondarían el 80%. Los porcentajes alcanzan un promedio similar o mayor entre los votantes de partidos de izquierda, entre los jóvenes y entre un importante sector de la población surgida de las migraciones españolas de hace 40 y 50 años. De los partidarios de la consulta, entre un 41% y un 44% votaría a favor de la independència. Estos cálculos coinciden también en que si hoy hubiera elecciones en Catalunya, ERC sería el primer partido en número de votos, por delante de CiU. El PSC perdería algo de peso, ICV-EUiA mantendría sus escaños y la joven CUP –una fuerza independentista, asamblearia y de izquierdas que recabó un apoyo importante entre movimientos sociales y sectores no independentistas– pasaría de 3 escaños a 6 o 7. De hecho, estas encuestas ahondarían el palmario desplazamiento del voto soberanista a la izquierda de las últimas elecciones (algo que también generó inquietud en ciertos medios de Madrid, aunque se esforzaran en disimularlo). Y el estrepitoso fracaso de CIU en su intento de hegemonizar la nueva coyuntura. En otras palabras: la cuestión del derecho a decidir no es ya solo, ni principalmente, «un problema de Artur Mas». Muchos analistas coinciden más bien en que Mas se ha quedado solo. En que ha sido abandonado no solo por sus aliados de Unió sino incluso por un sector de su partido. Por varias razones. Por los graves casos de corrupción que han estallado en su seno (no peores, eso sí, que los que enlodan al PP o al PSOE). Pero sobre todo porque al gran empresariado de Catalunya, como al del resto del Estado, no le gusta esta «aventura». Y no le gusta el alcance que, con diferente énfasis, las izquierdas catalanas comienzan a dar al derecho a decidir: fin del régimen constitucional heredado de la transición, república, crítica de la austeridad, cuestionamiento de los privilegios de la Iglesia católica, defensa de los derechos laborales, justicia social y ambiental, profundización democrática.
Con estos datos en la mano se pone en evidencia que nada de esto es una simple creación de CiU. El ascenso del soberanismo, de hecho, no podría explicarse sin la beligerancia del nacionalismo de Estado español y sin las resistencias de la sociedad catalana a un marco constitucional no solo viciado en su origen, sino que se ha ido cerrando de manera sistemática a las aspiraciones de mayor autogobierno. La lista de agravios, desde la malograda LOAPA de 1982 hasta la sentencia del Tribunal constitucional sobre el Estatut,1 de 2010, está lejos de ser un simple artilugio nacionalista. Se trata de una percepción extendida que entronca no solo con la masiva manifestación de la Diada, sino también con las numerosas consultas soberanistas celebradas previamente y con las propias exigencias de democracia radical propagadas por el 15-M. Es verdad que la desafección respecto de la España de las últimas décadas se ha visto espoleada por la crisis, pero ello no tiene por qué quitarle legitimidad. Mucho menos cuando el propio Partido Popular la ha aprovechado para lanzar una ofensiva en toda regla contra el principio de autonomía, yendo más allá de las exigencias de la troika. En efecto, el impulso en la UE de reglas de reducción del déficit y del endeudamiento público más rígidas aún que las del Pacto de Estabilidad de 1997, ha otorgado al gobierno la excusa perfecta para emprender un creciente proceso de recentralización, laminando profundamente la autonomía financiera y empujando a las Comunidades Autónomas a recortar sus de por sí menguadas políticas sociales. En abril de este año, la Ley de Estabilidad Presupuestaria aprobada para «desarrollar el nuevo artículo 135 de la Constitución» (el que se compromete a dar prioridad absoluta al pago de la deuda contraída con la banca y los grandes inversores) ya se propuso atarlas presupuestariamente todo lo posible. Para ello, supeditó al cumplimiento de rígidos objetivos de estabilidad la autorización de las emisiones de deuda, la concesión de subvenciones o la suscripción de convenios. El artículo 26 de dicha ley invoca expresamente el amedrentador artículo 155 de la Constitución española –uno de los preferidos por Manuel Fraga o por Juan Carlos Rodríguez Ibarra– con el objeto de ordenar medidas automáticas de corrección para las comunidades remisas. Por si fuera poco, el gobierno impulsó un Real Decreto-ley posterior con el propósito de obligar a las CCAA con problemas de tesorería y susceptibles de ser «rescatadas» por el Estado central, a colocarse prácticamente bajo las órdenes del Ministerio de Hacienda. Se pretendía reproducir así, en el orden interno, la misma operación de sujeción que el pacto fiscal europeo alentado por Alemania pretende realizar con los Estados. El objetivo es similar: garantizar que los fondos transferidos no afecten al «cumplimiento de las obligaciones derivadas de las operaciones de endeudamiento con instituciones financieras multilaterales» (artículo 15).
En un contexto así, la expresión «España nos roba» resulta seguramente tosca y primitiva. Pero no debería ocultar ni el proceso de recentralización en curso ni la existencia de un modelo de financiación inequitativo y poco transparente que a menudo premia a las oligarquías territoriales en detrimento de las clases populares catalanas y del resto del Estado. La situación de injusticia fiscal en relación con Catalunya es admitida incluso por el rabiosamente antiindependentista Manifiesto de los 300 –rubricado, según el diario El País, por personalidades de «centro-izquierda» entre los que se encontrarían Mario Vargas Llosa, Carlos Solchaga o el Ministro Portavoz de Aznar, Pio Cabanillas–.2 Este reconocimiento no es un dato menor, sobre todo proviniendo de «solidaristas» que no suelen mostrar la misma indignación ante las políticas neoliberales e insolidarias del PP y del PSOE, o que acostumbran a mostrarse más comprensivos con la singularidad del concierto vasco o del convenio navarro (un sistema de financiación que ni el Partido Popular de dichas comunidades cuestiona).
Frente al tópico de la región opulenta que se niega a compartir su riqueza, hay que recordar que en Catalunya hay dos millones y medio de personas por debajo del umbral de la pobreza –un 30% de la población–. Esta peligrosa situación de fractura social tiene que ver, desde luego, con las regresivas políticas sociales y fiscales llevadas a cabo por CiU (y en más de un aspecto, por el gobierno tripartito anterior). Sin embargo, no puede explicarse al margen de otros factores decisivos. Uno: la existencia de un modelo de financiación que, agravado por los incumplimientos e irracionalidades estatales en materia de inversiones, se ha traducido en una vulneración reiterada del principio de ordinalidad (la pérdida relevante de posiciones en materia de capacidad de gasto que se produce tras las diferentes operaciones de nivelación territorial). Dos: el propio proceso de recentralización competencial y de recortes sociales alentado por el gobierno central. Tres: la presión «austeritaria» y privatizadora proveniente de la propia UE. Un auténtico corsé de hierro que atenaza cualquier despliegue de la autonomía digna de ese nombre.
También sería un error, en todo caso, reducir la reivindicación del derecho a decidir a una cuestión meramente económica. Entre parte de la derecha, pero también entre la izquierda, es frecuente comparar a Catalunya con la Padania italiana y ensayar lecturas gramscianas del caso español en las que las reivindicaciones de autogobierno catalanas o vascas no serían más que un agravio de ricos contra el Mezziogiorno empobrecido. Esta equiparación, en realidad, minusvalora el autoritarismo y la escasa sensibilidad pluralista que el nacionalismo español ha exhibido a lo largo de su historia. A diferencia de los nacionalismos periféricos, que en el mejor de los casos han contado con el acceso a un aparato institucional limitado, el nacionalismo español ha operado como un auténtico nacionalismo de Estado. Esto le ha permitido imponerse jurídica, económica y comunicacionalmente en ámbitos decisivos, además de servirse de la coerción o de la amenaza de la coerción para llevar adelante sus propósitos. Ha sido así, desde luego, durante la dictadura franquista –cuya huella no ha desaparecido–, pero también con el llamado Estado autonómico, un «modelo» que avanzó, no tanto por voluntad real de reconocimiento del autogobierno por parte del centro como gracias a la presión de las periferias. Como bien señala Jaime Pastor, para pensar la cuestión nacional las izquierdas ibéricas deberían prestar más atención a figuras como la del dirigente del Bloc Obrer i Camperol y del POUM en los años treinta del siglo pasado, Joaquín Maurín. A diferencia de Gramsci, cuya concepción de lo nacional-popular se vinculaba a un Estado en última instancia mononacional, Maurín partía de una lectura plurinacional del Estado español. Y entendía que no habría proyecto socialista posible en la península sin el reconocimiento de esa diversidad y del derecho a la autodeterminación –incluida la secesión– y a la unión libre de los pueblos que la integraban.
Ciertamente, intentar fundar el derecho a la autodeterminación en la existencia de una situación de opresión externa puede parecer desmedido tras el fin del franquismo. Pero en la actualidad, el derecho a decidir no puede reducirse al derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos o colonizados que evoca el derecho internacional. Por el contrario, tras sentencias como la del Tribunal Supremo de Canadá sobre el caso de Québec, de 1998, debería identificarse simplemente con un derecho democrático. El que corresponde a cualquier comunidad política que se sienta inferiorizada por razones culturales, políticas y/o socio-económicas y que sea capaz de expresarlo a través de una voluntad clara, suficiente y libremente conformada. Es esto lo que cimienta su reclamo en sitios como Québec o Escocia. Pero también en otros como Galiza o Euskadi, donde –sobre todo tras el fin de la violencia de ETA– cuenta con crecientes apoyos entre las fuerzas de izquierda y los movimientos sociales.
Que CiU pretenda defender este derecho y mantener al mismo tiempo políticas neoliberales no autoriza a quienes se oponen a ellas a negarlo. Después de todo, las críticas más severas y concretas a la corrupción y a las políticas neoliberales de CiU no han provenido del PP o de los sectores de izquierda estatal reacios a la autodeterminación. Han sido planteadas, sobre todo, por movimientos sociales e izquierdas catalanistas, moderados y radicales. Un espectro amplio que, en términos de organizaciones políticas, puede ir desde ERC e ICV-EUiA a la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) o a Revolta Global-Esquerra Anticapitalista (sin excluir, claro está, a un sector importante de las bases de izquierdas y catalanistas del propio PSC). Estas fuerzas suelen definirse mayoritariamente como independentistas y como federalistas –si acaso, como confederalistas–, pero no como nacionalistas. Por el contrario, el crecimiento del soberanismo, propiciado entre otros elementos por la adhesión a dichas posiciones de antiguos y nuevos migrantes llegados de otros sitios del resto del Estado y del mundo, ha generado un cambio en la percepción mayoritaria de la idea de comunidad nacional. Ello se ha reflejado de manera más intensa en las izquierdas catalanas. Su compromiso, de hecho, con una concepción no esencialista, culturalmente mutable y plurilingüe de la propia comunidad política, y su apuesta por la solidaridad –no sólo nacional, sino internacional– suelen ser mucho más exigentes que los de los grandes partidos estatales. Es esta realidad la que explica, de hecho, que un nutrido sector del 15-M, tradicionalmente abstencionista y nada sospechoso de nacionalismo, haya brindado su apoyo a una candidatura independentista alternativa como la de las CUP, considerándola un revulsivo en términos de democracia radical.
Quienes pretenden reducir el actual movimiento soberanista a una simple manipulación de la derecha tampoco deberían olvidar el vínculo histórico del catalanismo con las clases populares y medias. Desde el siglo xvii, de hecho, se produjeron en Catalunya al menos cuatro intentos de proclamación de una república propia, interclasistas, pero con un importante apoyo popular. Durante la revolución francesa, hasta los jacobinos –¡presentados como la máxima expresión del centralismo!– se hicieron eco de esta reivindicación. Un catalanista de izquierdas moderado como Rovira i Virgili explicaba en los años treinta del siglo pasado que Robespierre se había trasladado a Perpinyà llevando en su maleta las viejas leyes de Catalunya y que había ordenado que la Constitución francesa de 1791 se tradujera al catalán. Asimismo, que Couthon, cercano también a Robespierre y a Saint Just, propuso a la Convención Nacional francesa el apoyo a una república catalana. En su mayoría, estos intentos, incluidos los producidos durante las dos repúblicas españolas, aspiraban a vincular fraternalmente la nueva república catalana con el resto de pueblos ibéricos, desde abajo y en condiciones de igualdad. Aunque estas iniciativas se vieron frustradas por la violencia o por la incomprensión estatal, a menudo contaron con simpatías en otros territorios del Estado. No en vano, hundían sus raíces en un sinnúmero de luchas populares contra el absolutismo monárquico similares a las emprendidas en su momento por los comuneros castellanos o por el campesinado andaluz. Tras la crisis de la primera restauración borbónica y con la llegada de la II República española, las aspiraciones del catalanismo encontraron eco en importantes figuras republicanas como el galleguista Alfonso Castelao –frecuentemente evocado por Xosé Manuel Beiras– o el andalucista Blas Infante. El propio Manifiesto andalucista aparecido en Córdoba el 1 de enero de 1919 ya señalaba que: «en todas las regiones o nacionalidades peninsulares se observa un incontrastable movimiento de repulsión hacia el Estado centralista. Ya no vale resguardar sus miserables intereses con el santo escudo de la solidaridad o unidad, que dicen nacional. Aun las regiones que más aman la solidaridad, como sucede a Andalucía, van dándose cuenta de que los verdaderos separatistas son ellos: los que esparcen recelos con relación a pueblos vivos, como Cataluña y Vasconia, por el delito horrendo de querer regir por sí sus peculiares intereses».
A pesar del franquismo, de las renuncias de la transición y del estallido de la crisis de 2008, esta memoria anticentralista y democratizadora está lejos de haber desaparecido. Se expresa, por el contrario, en las múltiples iniciativas solidarias entre gente y colectivos de diferentes rincones del Estado. El manifiesto de personalidades y activistas gallegos solidarios con el ejercicio del derecho a decidir en Catalunya3 –suscrito por gente como Beiras o Carlos Taibo– y el rubricado por personas de izquierdas de diferentes rincones del Estado –Santiago Alba, Pepe Beunza, Ariel Jerez, Carmen Lamarca, José Manuel Naredo, Jaime Pastor o Jorge Riechmann, entre otros– son un reflejo modesto pero real de la pervivencia de estos lazos. Un paso, sin duda, importante también es el reciente acuerdo firmado por IU con IC y EUiA en favor del derecho a decidir de Catalunya.
Es verdad que junto a estas iniciativas se han lanzado otras que consideran prioritario evitar toda coincidencia con Mas y cerrar el paso a cualquier tipo de independentismo, apostando por el federalismo como única alternativa disponible para las clases trabajadoras y populares. El problema de estas posiciones es que no siempre dejan claro de qué tipo de federalismo se está hablando y cómo se pretende llegar concretamente a él. En ocasiones, de hecho, estas propuestas tienen en mente un federalismo homogeneizador, más cercano a modelos uninacionales como Alemania o Estados Unidos, pero que se adecua muy mal a una realidad plurinacional como la que caracteriza al Estado español. Otras veces, el federalismo propuesto pasa por alto el reconocimiento explícito del derecho de autodeterminación o parece confiar de manera no problemática toda propuesta de reforma a una súbita conversión de unos partidos estatales que han hecho lo imposible para sabotearla. Hace más de un siglo, en ocasión del naufragio de la I República española, Valentí Almirall –uno de los fundadores del catalanismo progresista– ya reprochaba a Francesc Pi i Margall, como muchos otros republicanos de la periferia, su confianza en que el federalismo pudiera conseguirse desde el centro. Esta objeción de Almirall a la ilusión de un federalismo desde arriba aún aguarda réplica. Y más ahora, cuando la Constitución española se ve despojada sin contemplaciones de sus elementos más sociales para satisfacer los intereses de los grandes acreedores financieros, al tiempo que se convierte en un cerrojo inexpugnable cuando de lo que se trata es de discutir el mantenimiento de la Corona o la democratización a fondo de la organización territorial. En ese contexto, no sorprende que sean cada vez más en Catalunya quienes piensan que solo un acuerdo similar al alcanzado por los gobiernos de Canadá o Reino Unido con Québec o Escocia permitiría, más allá del corsé constitucional, dar una salida democrática a las reivindicaciones de una amplia mayoría de la sociedad catalana. O incluso que la independencia se ha convertido en un requisito necesario para cualquier pacto posterior, federal o confederal, pero entre iguales.
Sería un error, en suma, que para revertir la hegemonía de la que disponían CiU y el Partido Popular en torno a la cuestión nacional, las izquierdas comprometidas con la igualdad, pero también con el pluralismo y la democracia radical, se atrincheraran en la negación o el desprecio del derecho a decidir. Su desafío es otro, complicado pero no imposible: conseguir que las aspiraciones federalistas, confederalistas o independentistas converjan, en las urnas y más allá de ellas, en iniciativas comunes de lucha contra las políticas «austeritarias» europeas y contra un régimen constitucional que ha abdicado de sus elementos más garantistas.
Tras las últimas elecciones autonómicas, de hecho, la ciudadanía catalana no confirmó el vaticinio de los que consideraban que el derecho a decidir era una trampa de la derecha catalanista que acabaría por arrastrarla masivamente a su programa neoliberal y austeritario (quienes así opinaban no explicaban por qué los manipulados solo prosperan en Catalunya y no, en cambio, entre quienes se sienten simplemente españoles o madrileños). Lo cierto es que CiU perdió 12 diputados (pasó de 62 a 50). Y lo hizo a beneficio de una ERC que, con casi medio millón de votos (13,68%) y 21 diputados, fue la triunfadora más clara de la jornada electoral. También fue relevante el crecimiento de ICV-EUiA y la irrupción de la CUP-Alternativa d’Esquerra en el Parlament, un fenómeno que bien podría atribuirse a su capacidad por presentar un discurso claramente crítico con el capitalismo financiarizado sin renunciar a su apuesta soberanista. Apenas conocidos los resultados, también resultó significativo cómo la prensa de derechas salió rauda a celebrar las exequias de Artur Mas. Las primeras lecturas sugerían que, con los 12 diputados perdidos por CiU, la que quedaba malherida no era solo la coalición conservadora como tal, sino la propia demanda de autodeterminación. La recuperación de la sobriedad o la simple imposición del principio de realidad obligaron rápidamente a matizar la euforia. Y es que el apoyo al derecho a decidir no solo no se ha desvanecido sino que ha trepado a casi las dos terceras partes del Parlamento catalán. Esta cifra es más abultada si a los 87 diputados obtenidos por CiU, ERC, ICV-EUiA y la CUP se suman los 20 obtenidos por un PSC que también defendió la consulta en su programa electoral.
Este revelador indicador debe relacionarse, por fin, con la clamorosa derrota del principal partido de izquierdas de la oposición, el PSC. Con un escaso 14,6 % de apoyo electoral y lejos de su 38,2 % del 1999, cayó a su mínimo histórico: 523.333 votos. En los últimos comicios, la formación liderada por Pere Navarro se presentaba con una fuerte división interna. No contaba ni con Ciutadans pel Canvi, la plataforma impulsada en su momento por Pascual Maragall, ni con la figura de su hermano, Ernest Maragall, que anunció su baja del partido y la intención de crear uno nuevo. Concurría a la cita, además, seriamente desdibujado en los dos ejes tradicionales que marcan la política catalana. En el nacional, con una propuesta de «federalismo desde el centro» inverosímil si se atiende a la posición del PSOE en materias como el Estatut o el modelo de financiación. Y en el social, con un vaporoso discurso antiausteridad que parece una broma si se coteja con las reiteradas rendiciones del partido a los mercados financieros y con su disposición a pactar con el PP medidas como la reforma exprés de la Constitución de 1978.
En realidad, bien puede decirse que es el régimen turnista salido de la transición el que experimenta un mayor deterioro. Las dos principales fuerzas históricas de Catalunya, CIU y PSC, sumaban ya menos de la mitad de los votos. Con el PP, el otro partido-régimen, llegan apenas al 58%. El espacio de izquierda nacional ocupado por ERC, ICV-EUiA y CUP, en cambio, creció notablemente y se puso a tan solo 150.000 votos menos que CIU (en la provincia de Barcelona llegaba a un empate técnico). De lo que se trata, a partir de aquí, es de saber si esta distancia puede recortarse e incluso revertirse como señalan las referidas encuestas. En las urnas, pero también en la calle y en el sentido común dominante.
En otros países europeos, este tipo de escenarios rupturistas dista de ser utópico. La erosión de la alternancia entre grandes partidos liberal-conservadores y social-liberales y la emergencia de alternativas más radicales son una realidad en muchos de ellos. En algunos casos, es verdad, en beneficio de opciones de extrema derecha, xenófobas y racistas. Pero también de otras integradas por fuerzas de izquierda y movimientos sociales con un discurso democrático radical en defensa de «los de abajo» y cada vez más críticos con los partidos progresistas tradicionales. El caso más emblemático de esta evolución sería Grecia, con Syriza. También en España podrían detectarse situaciones similares, sobre todo en aquellos territorios con identidades nacionales propias. Bildu, en Euskadi, Alternativa Galega, en Galicia, Compromís, en la Comunidad valenciana, serían ejemplos de esta tendencia.
La realidad catalana no es ajena a esta realidad. A pocos años de la irrupción del 15-M, de las coordinadoras en defensa de los servicios públicos y de movimientos como la Plataforma de Afectados por las Hipotecas, el crecimiento del soberanismo y su desplazamiento a la izquierda ha generado condiciones inéditas para la gestación de un nuevo bloque político, social y cultural. Un espacio en el que, objetivamente, podría confluir gente proveniente de movimientos sociales y de formaciones como ICV-EUiA, CUP y ERC, e incluso aquellas bases socialistas que hayan roto –o que estén dispuestas a hacerlo– con un partido desnortado social y territorialmente.
El problema, ciertamente, es que este espacio común no solo carece de materialización práctica, sino que tiene por delante numerosos obstáculos. Algunos tienen que ver con las proverbiales disputas cainitas que aquejan a las izquierdas y a los espacios críticos. Otros, con experiencias más cercanas como las del gobierno Tripartit, que a diferencia de lo que ocurre con Syriza, presenta claroscuros sobre los que no se ha realizado ni un balance ni una autocrítica adecuados. Finalmente, están las limitaciones coyunturales de las fuerzas de izquierdas más organizadas: el mayor peso de elementos socialmente conservadores en ERC, las vacilaciones de los sectores socialistas descontentos con el PSC, la excesiva profesionalización existente en ICV-EUiA, el dogmatismo de cierta militancia de la CUP.
Ninguno de ellos, con todo, debería resultar insuperable. La agudización de la crisis capitalista y la descarnada ofensiva neoliberal y neofranquista a la que se está asistiendo, están imponiendo condiciones objetivas cada vez más evidentes para la generosidad, el aprendizaje mutuo y la confluencia de proyectos. Esta confluencia podría plantearse un horizonte electoral o no, limitándose a actuar como simple ámbito de articulación de las luchas y prácticas alternativas existentes. De lo que se trataría, en cualquier caso, es de determinar si es posible avanzar, más allá del 25-N, al menos a partir de dos ejes. El primero, la asunción, en términos programáticos y de práctica cotidiana, de las exigencias de democratización radical, desobediencia civil y defensa de los bienes públicos y comunes planteadas por diferentes colectivos desde el estallido de la crisis. El segundo, la búsqueda consciente de complicidades con quienes en España y en Europa luchan por un horizonte similar. Si se consigue antes de que la fragmentación social cause estragos irreparables, el degradado régimen constitucional surgido de la transición y rendido a las demandas de la Troika puede tener las horas contadas.
Desde estas premisas, hechos como el cerco del Congreso del 25-O, el ascenso del soberanismo de izquierdas en Galiza o Euskadi, la huelga general europea del 14-N o la propia consulta catalana, no deberían verse como fenómenos aislados e inconexos. Antes bien, deberían contemplarse como embrionarios impulsos destituyentes, de ruptura, de un mismo proceso de desestabilización de un régimen que se ha rendido a las exigencias de los poderes financieros y se muestra incapaz de dar respuesta a exigencias democráticas básicas de la ciudadanía en distintos frentes.
En verdad, las élites europeas, españolas y catalanas tienen más razones para temer el ascenso soberanista que la propia ciudadanía que lo ha protagonizado. Las declaraciones antiindependentistas de Rajoy, Rubalcaba y Durao Barroso, pero también de Durán i Lleida y de un sector del gran empresariado catalán, son una expresión de ese temor. Naturalmente, el resultado final de lo que pueda ocurrir dependerá de lo que las distintas fuerzas políticas, sociales y culturales, los hombres y mujeres de carne y hueso, sean capaces de hacer para dar una salida realmente democrática a la crisis múltiple que atraviesa al Estado. Pero la ventana de oportunidades abierta por el derecho a decidir no debería subestimarse. Hace un siglo, el dirigente anarcosindical Salvador Seguí, conocido como el Noi del Sucre, sostenía que era más probable que la oposición a la independencia de Catalunya viniera «de los capitalistas de Foment del Treball» que de los propios trabajadores, que no tendrían con ella «nada que perder» y sí «mucho por ganar». Con ojos actuales, aquella sentencia puede parecer demasiado optimista. Sin embargo, no ha perdido toda su vigencia. Más que descalificar el derecho a decidir como un velo para la elucidación de las «contradicciones principales», las izquierdas catalanas y del resto del Estado deberían hacerlo suyo. Verlo como un resquicio para una ruptura democrática que, llevada hasta sus últimas consecuencias, permitiría decidir en muchas otras esferas de la vida social: en los barrios, en los lugares de trabajo, en las universidades, sobre el propio cuerpo. Y convertirlo en un acicate para desbordar un marco constitucional que se ha convertido en un cerrojo utilizado contra las demandas populares, tanto en el terreno social como en el democrático, incluida la cuestión de la organización territorial. Representan, por el contrario, la única esperanza de que ésta pueda refundarse para lograr la democratización y la reconfiguración profunda de España y de Europa, a partir de procesos constituyentes que reviertan el auténtico «golpe» oligárquico que, más por la violencia que por los argumentos, se está ejecutando ante nuestros ojos desde hace tiempo.