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13.12.2006

Desarmar la inseguridad.
El acontecimiento 11-M

El acontecimiento

Pensar el 11-M exige percibirlo como un auténtico acontecimiento. Aunque este acontecimiento no está todavía inscrito en la historia de las resistencias, de las luchas, no cabe duda que, de entre las experiencias cercanas de los últimos años, es lo que más se parece a lo que podría ser, ahora, una «revolución». Del 11 al 14 de marzo: cuatro días de «vida política»; pero sólo cuatro días.

Entre los días 11 y 14 de marzo de 2004 se desencadenaron muchos de los procesos que denotan una «revolución»:

  • La vida de cada cual dejó de ser un asunto privado y pasó a ser un asunto político. Las relaciones sociales se politizaron, la afectividad se valorizó y se politizó.
  • Si bien no se interrumpió totalmente la producción de mercancías (aunque también, porque la primera reacción espontánea al conocer los atentados fue dejar de trabajar), sí en cambio se interrumpió absolutamente la movilización total de la vida por lo obvio, lo que llamamos el fascismo postmoderno. La realidad dejó de ser obvia en el momento que nos tuvimos que preguntar qué ha pasado y, sobre todo, qué nos va a pasar.
  • Este bloqueo del fascismo postmoderno vino acompañado de un hundimiento total del sentido y de la irrupción de un enorme vacío. Muchos testimonios de las personas que iban en los trenes hablan de «oscuridad, silencio y vacío», y no olvidemos que, como se gritó reiteradamente en una de las consignas, «en ese tren íbamos todos». Muchos otros testimonios, expresados meses después, no paran de repetir que «ese día sentimos el vacío». Lo intempestivo de las explosiones produjo un vaciamiento de sentido, no sólo de los sentidos dominantes, sino también de los sentidos «alternativos», «antagonistas» o «críticos».
  • Las verdades del fascismo postmoderno dejaron de ser verdad: dejó de ser verdad que «todo se puede decir pero no tenemos nada relevante que añadir». Por el contrario, lo que se decía pasó a ser muy significativo y la producción de consignas se disparó, no sólo en las concentraciones frente a las sedes del PP, sino también en multitud de rincones, donde, junto a las velas, se escribieron frases no obvias, porque lo obvio de la provocación terrorista hubiera sido adscribirse al estado guerra como único capaz de perseguir y castigar a los culpables, es decir, de hacer justicia.
  • La realidad tomó autonomía y, por tanto, dejó de ser «una con el capitalismo». Por un momento, la realidad dejó de ser un conglomerado de hipotecas, contratos basura, ocio banal, comunicación codificada… Todo esto, de repente, dejó de ser lo importante. La realidad, lo real, se desplazó a otro sitio, teniendo que hacerse cargo de los asuntos de la vida.
  • Se redefinió lo político, los problemas dejaron de ser privados y se dio «la experiencia de un nosotros». Está claro que hubo algo común, común de verdad, un común que abarcó TODO lo social, excediendo los ambientes activistas y militantes.
  • Este «nosotros» pudo autoorganizarse en ausencia de mediaciones, dirigentes o programas, imponiendo su propia estrategia de objetivos.
  • Y, por último, hay que notar que, para la militancia organizada, esta «revolución» fue imprevisible.

Todo esto, evidentemente, produjo un cierto grado de contrapoder que pudo abrir una coyuntura en la que todavía, a un año de los atentados, nos encontramos. Sin embargo, a diferencia de lo que ha ocurrido con otros hitos, como por ejemplo las contracumbres, la huelga general del 10 de abril de 2003, el «nunca máis» o las manifestaciones contra la guerra, no está claro que el 11-M haya dejado su marca como un acontecimiento desde el cual pensar la intervención social y política y, sobre todo, pensar nuevos problemas tales como qué es lo común o cómo se politiza una vida; aunque tampoco está claro lo contrario. Si bien en los días inmediatamente siguientes a las elecciones parecía que el 11-M se había cerrado tan rápido como se abrió, otros hechos, como la comparecencia de Pilar Manjón en la Comisión de Investigación el día 15 de diciembre de 2004 en representación de la Asociación Afectados de Terrorismo 11-M, han hecho resonar de nuevo el 11-M mostrando la existencia de vidas sacudidas que ya no se movilizan por lo obvio y cuya mera existencia, precisamente por eso, es ya un desafío.

A pesar de que no podemos decir que el 11-M haya sido olvidado, lo que parece claro es que el acontecimiento no ha devenido «un gesto que crea un mundo».

Otra cosa sería el mundo que, con su gesto, crean un reducido grupo de personas que, organizadas en torno al Foro de Experiencias tras el 11-M, se expresa públicamente martes tras martes en las concentraciones de la Puerta del Sol de Madrid. Pero las relaciones entre el acontecimiento 11-M y el «mundo» que se crea en torno a este foro es algo que excede este artículo y no porque carezca de interés, sino porque las ideas que aquí se recogen son fruto de experiencia directa de cuatro días de marzo, mientras que el foro surgió meses después.

Un mundo solo

Como uno de esos posibles que no se escogen, el día 13 de marzo supimos que ir a la concentraciones en la calle Génova, frente a la sede del PP, y ocupar todo el centro de Madrid no era una opción entre otras; no era una opción a escoger dentro de un abanico de posibilidades: era una posibilidad que se encontró con una necesidad.

Pero eso lo supimos el día 13. El día 11 lo que nos preguntábamos era qué ha ocurrido y qué puede ocurrir. Lo que nos preguntamos era si las diez bombas que habían explotado en los cuatro trenes iban a deshacer el mundo o, por el contrario, iban a confirmarlo; y todo parecía indicar que iban a confirmarlo.

Como se recoge en los testimonios recopilados en el libro ¡Pásalo! Relatos y análisis sobre el 11-M y los días que le siguieron (editado por Traficantes de Sueños), la perspectiva era una intensificación del fascismo de la cruz gamada.

El día 11, la posibilidad de dar una respuesta política se presentaba desprovista de toda iniciativa y la discusión se centraba en si acudir o no acudir (o cómo acudir) a la manifestación institucional convocada por todo el sistema de partidos para el viernes 12.

Así que el día 11 por la noche el panorama era totalmente desolador. Pero ¿por qué no podíamos entrever, en ese momento, lo que 48 horas más tarde iba a ocurrir?

Esta pregunta se mantiene abierta, aunque no parece haber mucho interés en plantearla, puesto que nos coloca en una especie de «crisis de militancia», y no por cansancio o desengaño sino por la consternación que se siente al ver que «la máquina» de la que disponíamos para hacer «otro mundo es posible» quedó, al menos por una vez, totalmente inservible por la fuerza del acontecimiento.

Pues, en efecto, el acontecimiento 11-M no pudo preverse porque no perteneció al «otro mundo es posible», es decir, porque consiguió sabotear el fascismo postmoderno pero sin crear «otro mundo» o, dicho de otra manera, porque ese acontecimiento tuvo que manejarse en «un mundo solo». ¿Por qué en un mundo solo? Porque «en ese tren íbamos TODOS».

La valorización de los afectos

El jueves, 11-M, tras saber de las explosiones se empezó a producir una politización de las relaciones sociales. Las relaciones con los demás, que habitualmente, en la sociedad red, están mediatizadas por el miedo a la exclusión (y ahí no hay excepción para las relaciones entre militantes), se disolvieron y se reconstruyeron como relaciones directas, afectivas, sin mediaciones. Como es ya casi una leyenda, esto empezó con las llamadas a móviles y los mensajes de correo. Al saber de las explosiones todo el mundo pensó en alguien, en alguien concreto, y todos supimos que alguien había pensado en nosotros, desplegándose un entramado de afectos que reconstruyeron las relaciones sociales, que ya «no eran unas con el capitalismo». Además, como cayó el sentido, se desmoronó el papel de cada cual en esa reproducción de lo obvio que llamamos fascismo postmoderno y la realidad tomó autonomía. ¿Qué sentido tenía ya trabajar? ¿Qué sentido podía tener para un guardia jurado, por ejemplo, vigilar que alguien no se colara en el metro, cuando era posible que allí hubiera más bombas? ¿Qué sentido podía tener «quedar con alguien», «alquilar una peli» o «mirar un piso»? ¿Qué sentido podía tener, incluso, moverse o hablar? ¿Qué sentido podía tener cualquier palabra, cualquier gesto, cualquier cosa…?

En un vacío tan profundo, tan penetrante, los lazos sociales se reconstruyeron como vínculos afectivos abarcando TODO lo social, pues nadie estaba ya en su lugar, porque el lugar mismo había desaparecido, arrastrando también «lo alternativo» o «lo antisistema» o, simplemente, «lo otro» como algo distinto y separable, y haciéndose verdad que «todos íbamos en ese tren». En esta situación, el vínculo «militante» organizado quedó también disuelto o, al menos, muy debilitado.

Esta disolución, el mismo día 11 fue vivida como una derrota: «Si ante lo que ha pasado no se puede dar una “respuesta”…, pocas posibilidades de intervención tenemos y el avance del fascismo va a ser imparable».

Sin embargo, viendo después cómo fueron las cosas parece claro que esa especie de «nada» que nos envolvió («nada», porque en cualquier momento podemos desaparecer físicamente, «nada» porque ya casi hemos desaparecido políticamente) fue lo que permitió finalmente hacer del 11-M un acontecimiento.

La fuerza del anonimato

El caso es que el jueves por la noche, día de los atentados, respecto a la única posibilidad de intervención que se veía, y que consistía en acudir o no acudir a la manifestación institucional, no se consiguió tomar acuerdos fuertes.

A esa manifestación acudieron, según los datos oficiales, 2.300.000 personas. Para quienes acudimos a la manifestación, una cantidad tan grande de personas no encuadradas ni organizadas bajo un sentido unitario que ponga orden es una experiencia física de anonimato y de vacío muy fuerte. Era imposible formar grupos de más de dos o tres personas. La gente que había quedado en juntarse en una determinada esquina de la plaza de Cibeles para sacar una pancarta con el lema «vuestra guerra, nuestros muertos» no pudo encontrarse. Tal era la fuerza de una muchedumbre anónima, en un ambiente totalmente ambiguo e indeterminado, con relativamente muy pocas consignas, pero que, sin embargo, no quería colocarse como séquito detrás de los que «no nos representan», lo que en práctica hacía que la gran mayoría de la gente circulara en sentido opuesto al de la cabecera de la manifestación.

Posiblemente, si el viernes, en la manifestación, se hubiera podido «dar una respuesta» formando un bloque, etcétera, el acontecimiento 11-M hubiera quedado ahí. Pero antes hemos dicho que en el acontecimiento 11-M se juntó una necesidad con una posibilidad. La necesidad era determinar (o unilateralizar, o desambigüizar) la fuerza del anonimato sentida en la manifestación del viernes. La posibilidad era utilizar la politización de las relaciones sociales ya producida. Esta necesidad y esta posibilidad son las que finalmente desembocaron, el sábado 13, en la «la experiencia de un nosotros» que ocupó las calles boicoteando, por unas horas, el fascismo postmoderno.

La experiencia de un nosotros

Sabemos que, en Madrid, a las concentraciones frente a la sede del PP acudió una minoría (una inmensa minoría), que poco a poco fue ocupando todo el centro de la ciudad. Pero ¿de «dónde» surgió ese desafío? Todas las personas con las que hemos podido hablar cuentan que acudieron porque les empezaron a llegar mensajes SMS y correos electrónicos de «mucha gente diferente» o, dicho de otra manera, porque los mensajes de convocatoria no llegaban de las fuentes militantes esperables. Si esos mensajes no esperados o no esperables no fueron interpretados como spam es porque antes se había creado un vínculo social directamente afectivo y político; porque esas fuentes desde las que llegaban los mensajes de repente ya no eran «gente del trabajo» o «la familia» (porque esas unidades de sentido se habían deshecho), sino que eran «amigos» en el sentido político de la palabra y, como ya sabemos, una gran cantidad de amigos nos hace muy valientes.

En definitiva, una experiencia de «lo común» que abarcó a todo lo social. No a un grupo, a una comunidad o a una diferencia, sino a TODO lo social.

Si el acontecimiento 11-M no pertenece al «otro mundo es posible» sino al «solo un mundo solo» es porque durante el 11-M no hubo algo que fuera «otro»; es decir, ese «nosotros» de alguna manera supo que estaba y debía permanecer en el mismo mundo que «todos», en el único mundo que hay. Por eso en el 11-M no hubo nada de utopía y, quizás por eso, los grupos de militantes no se sienten especialmente conmovidos ni interpelados por el 11-M.

Que el 11-M no pertenece al «otro mundo es posible» se ve en muchas de las consignas gritadas en esa «jornada de reflexión»: El «no nos representan», que en las manifestaciones contra la guerra tenía una cierta ambigüedad, quedó determinado por el «¿quién ha sido?», «queremos la verdad antes de votar», «mañana votamos, mañana os echamos», «Aznar, culpable, eres responsable», «en Europa ya lo saben», «que nos saquen en la primera»… sin olvidar, por supuesto, que «nosotros dijimos no a la guerra» y que «es vuestra guerra, son nuestros muertos».

La línea entre amigo y enemigo

Pero, aunque el 11-M pertenezca a este mundo, que es el único que hay, no por ello su fuerza ha sido menor: consiguió que lo obvio quedara completamente desfundamentado. Lo obvio hubiera sido que el discurso de la seguridad calificara el vínculo social, obligándonos a distinguir el amigo del enemigo. Pero esa línea de separación entre amigo y enemigo no ha podido trazarse. La dificultad de trazar esta línea se ha hecho y se sigue haciendo patente de muchas maneras. Por citar algunas:

  • No ha habido brotes de racismo, y pensemos que en Lavapiés algunos de los detenidos eran perfectamente conocidos.
  • La asociación que se ha formado (www.asociacion11m.org) no se llama, como sería de esperar, «asociación de víctimas», sino «asociación de afectados».
  • En la película documental de autoría colectiva Madrid 11-M. Todos íbamos en ese tren, ninguno de los 23 cortos que la componen está dedicado a la figura de los terroristas.
  • Lo mismo ocurrió en el documental presentado por el programa de TVE Informe semanal, titulado «El difícil regreso a la vida» y emitido a los seis meses de los atentados.

¿Qué es lo que ha impedido que la línea entre amigo y enemigo haya podido trazarse? Avancemos una hipótesis: Esa línea no ha podido trazarse porque el lugar por donde se hubiera tenido que dibujar estaba ocupado por el querer vivir. Como dijo uno de los afectados en el reportaje emitido por Informe semanal, guardia de seguridad herido por la segunda bomba en la estación de Atocha mientras ayudaba a otras personas heridas por la primera explosión: «¿Rencor? ¿Hacia quién? ¿Hacia una persona en concreto? ¿Hacia los islamistas, por ejemplo? ¿Hacia un país determinado? ¿A quién tengo que tener rencor? ¿Hacia mis gobernantes, por no haber previsto estos atentados? No puedo tener ese rencor, puesto que, primero, no sabría contra quién canalizarlo y, segundo, no se puede vivir con una política de rencor hacia nadie». O, dicho de otra manera, si quiero vivir he de apartar el rencor. ¿«Quién» puede decir esto, después de un atentado, sino el querer vivir?

Pero ¿por qué el querer vivir no se ha puesto simplemente del lado de las víctimas? ¿Por qué no se ha puesto del lado de la Vida contra la Muerte? ¿Por qué, en lugar de ponerse en el lado de la Vida, se ha puesto precisamente en medio, en el lugar donde la línea divisoria entre la vida (las víctimas) y la muerte (los terroristas) iba a ser dibujada, impidiendo así que fuera trazada? ¿Es que no sería su lugar propio el defender la Vida contra la Muerte?

El querer vivir no se ha puesto del lado de las víctimas, sino precisamente en el lugar en el que boicoteaba la construcción de víctimas y victimarios, porque ha reconocido, en los atentados, un gesto nihilista. Este gesto nihilista ha podido reconocerlo a causa de su ambigüedad (la del querer vivir).

El gesto nihilista

El querer vivir reconoce el gesto nihilista cuando ve que detrás de un terrorista lo que hay es «alguien cualquiera» (y esto lo confirman sus biografías). El terrorista es uno cualquiera, afectado por los mismos procesos de no futuro, de desesperanza, de precariedad, de vacío… que cualquiera de nosotros. No es alguien con problemas especiales (ni económicos, ni de papeles, ni de exclusión…), sino alguien cualquiera que, ajeno a la relación de fuerzas, realiza una acción brutal que muestra «la verdad»:

  • La verdad de lo que son nuestras vidas: madrugar, habitar la periferia, trabajar en empleos precarios, circular sin papeles…
  • La verdad de lo que es el poder: algo fundamentado en nada y que se reproduce por nuestros modos de vida.
  • La verdad de lo que son las resistencias: ¿es que habrá una manera de hacer que la realidad estalle que no acarree tanta destrucción?

Evidentemente, el movimiento contra la guerra ya tenía un gran terreno ganado («nosotros dijimos no a la guerra»), pero ha sido la ambigüedad del querer vivir, puesta como contrapoder, lo que ha impedido hacer del 11-M una «lucha» entre la Vida (con mayúscula) y la Muerte (con mayúscula). Y este contrapoder ha sido suficiente como para cambiar las cosas, aunque no lo suficiente como para que podamos decir que todo haya cambiado.

La actualidad del 11-M

La actualidad del 11-M es la coyuntura en la que nos encontramos: un gobierno cuya principal tarea es desmovilizar lo que le dio el triunfo electoral y una nueva politización cuya forma más visible está sostenida por un reducido grupo de personas, en su mayoría mujeres, en su mayoría madres de jóvenes muertos (su figura mediática es Pilar Manjón) y que, semana tras semana, se concentra en la Puerta del Sol abriendo un espacio de crítica y de denuncia, pero también afectivo y de cuidados. Una nueva politización que, sin duda, se asienta en experiencias anteriores (por supuesto, en el NO a la guerra, pero también, probablemente, en luchas obreras y vecinales de muchos años atrás), pero que, sin embargo, todavía no pertenece a la historia de las luchas, de las resistencias, de la autonomía, de los procesos de liberación. Una nueva politización que no se puede evaluar en términos de conciencia y que, por tanto, invalida el mapa de izquierdas y derechas. Una nueva politización con la que un puñado de vidas rotas hacen por no sentirse culpables de ser vividas y, lejos de reconocerse como víctimas, se alzan con la osadía que toda expresión autónoma posee: plantando cara al propio estado guerra.

Una nueva politización que nos interpela directamente (no nos cansamos de decirlo: todos íbamos en ese tren), pero cuyo acercamiento afectivo, simbólico y práctico plantea un montón de problemas y de dificultades sobre los que, para estar a la altura de las circunstancias, no queda otro remedio que pensar.