03.09.2013
La dulce Cataluña y el Nivel C de catalán*
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Cuando yo era pequeña, mi madre cantaba teatralmente, haciendo el payaso: «Dolça Catalunya, pàtria del meu cor. Quan de tu s’allunya, d’enyorança es mor. Adéu siau, germans, adéu siau mon pare, adéu per sempre adéu» (Dulce Cataluña, patria de mi corazón. Cuando de ti se aleja, de añoranza se muere. Adiós, hermanos, adiós padre mío, adiós para siempre adiós). Hacíamos parodias de este adiós, hasta que la cancioncilla se nos pegaba y empezaba a sonar, al final, como un lamento. Cataluña, tierra de exilios cantados. Ahora, que ya no soy tan pequeña, voy cada martes y cada jueves a trabajar a Zaragoza, donde doy clases en la universidad. Allí, un viejo catedrático que, como muchos aragoneses conoce muy bien nuestras costas, me saluda alguna mañana con un alegre «Bon dia, dolça Catalunya!». Desde mi exilio laboral pendular, movilizado por las líneas radiales del imperial AVE, siento un pinchazo en el corazón, que de añoranza se muere.
Crecí en una Cataluña añorada de sí misma, de lo que había sido y de lo habría podido ser. Una Cataluña con más pedagogía que filosofía. Una Cataluña de letrados y «lletraferits» (heridos por la letra), que igual servían para escribir poemas, leyes, canciones o estatutos. Era una Cataluña de sobremesas y sobrevenidos. Una Cataluña de amigos, parientes y conocidos, de habla con tal, que está casado con la cual, y dile que eso ya no «cal» (no hace falta). Con las heridas y las vergüenzas escondidas en la oscuridad de los pasillos, era una Catalunña que creía reencontrarse a sí misma, mientras ponía su destino en manos de «pujols» y «maragalls» sin escandalizarse. Nada era como se esperaba, pero por fin todo quedaba en casa.
Mi Cataluña era una Barcelona gris, de domingos desiertos en el Ensanche, y un Cabo de Creus pelado y ventoso. Ni campos, ni bosques, ni la dulzura de la costa suave. La dulce Cataluña donde crecí era dura y arisca, poco dada aún a las seducciones y a las distracciones. El aperitivo en una esquina de la calle Bruc y, en verano, cuatro higos y un poco de uva reseca. Una mezcla de calvinismo y de salvajismo, de rigurosidad en el trabajo y de desnuda austeridad en los placeres. Flotaba alguna culpa, aún no sé cuál, que era necesario expiar.
Aprendí a hablar, a pensar y a respirar en un catalán rico y poroso, repleto de «buenus», «bussóns» (buzones) y «bomberus», de frases hechas en francés y giros del Alto Ampurdán. Era un catalán que buscaba perfilarse pero no reprimirse. Que no podía ser normal y que, aunque ya había sido normalizado, seguía siendo excepcional. Era excepcional porque había atravesado prohibiciones y maltratos. Era excepcional porque no era del todo actual, arrastraba palabras antiguas que se incorporaban a una actualidad que no había acompañado. Era excepcional porque en una realidad dura y austera podíamos decir, eso sí, las palabras más dulces, «pare»(padre), «mare» (madre), «t’estimo» , que hemos empezado a «festejar» (a salir juntos), que el cielo está «enteranyinat» (entelarañado, cuando el cielo se medio cubre de como de una telaraña de nubosidades blancas) y que si te dejo, lo haré a «contracor» (contra mi corazón). Nadie sabía exactamente cómo se tenía que decir o que escribir esto y aquello, pero era un catalán que nos dejaba decir y escribir todo lo que necesitábamos de una manera que sonaba, divertidamente, a victoria. Había victoria, pero no resentimiento. Había autoafirmación, pero no ignorancia ni estupidez. Era un catalán en continuidad con el castellano y con el francés. Un catalán que se incorporaba al circuito de las lenguas hermanas, latinas, de igual a igual y que aún así seguía siendo excepcional, porque lo hacía sin fronteras y sin Estado.
Aprendí a leer, a recitar y a cantar en una de las cunas de la pedagogía catalana y me decanté por las letras en este país de letrados y «lletraferits». Eso sí, aposté por la filosofía no sé si, en el fondo, por un espíritu de contradicción. Los catalanes y la filosofía: un gran desierto hasta que llegamos a Ramon Llull. Fantástico: un salto de más de siete siglos, tres lenguas, dos religiones y más vidas que un gato. Esto es la filosofía… para un catalán. Relacionarse con lo que no tiene. ¡Imaginaos entonces para una catalana! Así me tragué la carrera y el doctorado, tan rápido como si me persiguiera un tren, o como si tuviera que perder uno, que es peor. Pero con ilusión. Con voracidad. En catalán, en castellano, en alemán, en francés, en inglés y en lo que hiciera falta.
Y cuando ya estaba a punto, preparada y titulada, entregada a la causa de devolver al gran país de la pedagogía mi desobediencia filosófica, acudí flamante a apuntarme «a listas», es decir, a la reserva de profesores sustitutos de secundaria. No tenía muchas esperanzas, ya que con la LOGSE, ya en el año 90 la Generalitat de Cataluña fue pionera en la eliminación de la filosofía del bachillerato (de la que ahora todo el mundo se queja ante la LOMCE del ministro Wert). Aún así, y contra toda esperanza, entregué mis papeles. La causa es la causa. Y la administrativa del Departament de Ensenyament, repasándolos amablemente, funcionarialmente, me dijo: ¿Y el Nivel C de catalán? ¿Cómo, el qué? Si no tienes el Nivel C no te puedes apuntar. El nudo en la garganta no me dejaba respirar. Pero ¿no escuchas en qué te hablo? ¿Es o no es catalán? Me devolvió mi montón de títulos y de buenas notas, mi 10 en el examen de catalán de la Selectividad, mis diptongos bien acentuados a lo largo de toda una vida, las malditas diéresis y la transcripción fonética en todas las variantes dialectales y más. Me devolvió mis ganas, mi sentido del deber y mi sentimiento de culpa por haber estudiado filosofía. Me devolvió todo esto y yo, como conseguí anunciarle con el hilo de voz que me quedaba, no volví nunca más. No he vuelto más. Dulce Cataluña, patria de mi corazón.
Este un cuento con moraleja. La moraleja es que no quiero tener un Estado propio ni el Nivel C de catalán. No nos dejemos encerrar en los estrechos márgenes de un Estado ni de un certificado. Venga, catalanes, un esfuerzo más. Que de este trozo de tierra han salido ideas más inquietantes. De alguna manera pensaba que los que teníamos la suerte de hablar una lengua excepcional, fuera de pista de los Estados y sus miserias, seríamos capaces de pensar, también, cosas excepcionales. Que tener cerebros y corazones bi– o tri-lingües, palabras mezcladas y dudas ortográficas nos haría también mejor preparados a la hora de reinventar los mapas de la política y que así seríamos capaces, junto a tantos como nosotros, de llevar a su extinción a los Estados monolíticos y monolingües que nos han asfixiado. Acabemos con España, ¡claro! Y con Francia y con el imperialismo del inglés, con los arios y los teutones, y con la Liga Norte y con la ortodoxia judía, musulmana y vaticana. Los catalanes somos pocos, pequeños y esmirriados. Eso si hablamos de pueblos, naciones y Estados. Pero sabemos inventarnos los mapas y las palabras, ser de donde no somos y no estar nunca donde toca, pensar de una manera y hablar de otra, cambiar de idioma a media palabra y cruzar, como teletransportados y posesos, diversos universos de sentido. No diré que el mundo nos necesita, porque sería una broma de mal gusto, pero sí creo que tenemos algo a aportar más interesante que nuestra triste, desgraciada e incomprendida diferencia.